Material de Lectura

Mi amiga la credulidad

 

Cuentan los biógrafos de Henry James que el ruido de la máquina de escribir Remington era fuente inagotable de inspiración para aquel consumado artista de la prosa inglesa. La noticia se ha divulgado (se ha divulgado con esa facilidad con que cunde toda buena receta para lograr cosas imposibles: igual ocurrió con el espiritismo y, no ha mucho tiempo aún, con la leche agria de Metchnikov), y a esta hora las máquinas del fabricante aludido tienen gran demanda en el mercado. Yo, que no he querido ser menos que nadie, resolví desde luego deshacerme de mi vieja y fiel Underwood, a cambio de la cual, más una pequeña suma de ribete, he adquirido una Remington flamante y sonora. ¡Qué estruendo tan melodioso el suyo!

El advenimiento de la nueva máquina ha producido en mi hogar toda una revolución: ha transformado los métodos, ha cambiado las costumbres, ha modificado los caracteres. Como tanto mi mujer como mis hijos opinaron, después de la primera audición, que no existe instrumento superior a la Remington para evocar las ocultas armonías, hemos hecho a un lado la pianola y el fonógrafo, no nos acordamos de Beethoven ni de Caruso y sólo gustamos ahora de escuchar, a mañana y tarde, a los grandes maestros de la máquina de escribir. ¡Quién hubiera pensado nunca que es posible ejecutar —a una y a dos manos, en color rojo y en color azul— desde un canto de la Ilíada, hasta una proclama de Marinetti! ¡Música divina! Mucho, en verdad, depende de la interpretación.

Cuando el pequeñuelo enfurece, cuando loco de rabia porque no le doy un potá u otra cosa por el estilo, hace retemblar los muros de la casa golpeando contra ellos la blanda cabecita; corro a donde está la máquina, la destapo apresuradamente y tecleo de memoria algún trozo de lo más clásico (The Sacred Fount, por ejemplo, que es mi predilecta). Y como siempre creí que los niños son unas fierecitas, tranquilo espero el resultado. Antes que el segundo párrafo comience, mi hijo se apacigua y se acerca, indeciso entre la risa y las lágrimas.

En cuanto a mí, personalmente, la influencia de la máquina no ha sido menos profunda. Suelo en las noches, particularmente desde que aprendí a interpretar a Apollinaire y a Max Jacob, apagar la luz de mi biblioteca, sentarme enfrente de mi Remington y ponerme a improvisar a oscuras. Es éste un placer tan delicado y lleno de sorpresas, y tan fácil de practicar, por lo demás, que nunca agradeceré lo bastante a los dos maestros franceses antes citados —el Schoemberg y el Stravinski, por decirlo así, del nuevo arte—, y a muchos poetas imaginistas y a no pocos dramaturgos de la última forma, como Paul Claudel, el haberme iniciado en sus secretos. Cuando, después de una o dos horas de intensa improvisación, enciendo la lámpara y leo en la larga tira de papel las huellas alfabéticas de la sinfonía mecánica, mis ojos confirman las bellas cadencias que momentos antes embargaban mi oído. Entonces confirmo también el interés con que los vecinos de la casa toman mis conciertos nocturnos, y me explico que los más entusiastas de ellos, y los más atrevidos, abran las ventanas fronteras a la mía, a pesar del crudo invierno, y me lancen a voz en cuello bravos que yo apenas distingo en mi arrobamiento musical. El ticli-ticlá de mi Remington enardece a unos tanto como las mejores arias de la Galli-Curci y sume a otros en esa contemplación interior que sólo provocan el violín, el órgano y la orquesta.

Parte de mis improvisaciones, la más accesible al vulgo, la mando a las revistas o a los grandes diarios. Algunas han causado sorpresa y otras verdadera estupefacción. Las revistas de los jóvenes las reciben siempre con aplauso caluroso; las publicaciones de los viejos, las académicas, fingen no descifrar mis obras y las desprecian. Es el eterno disgusto por todo lo que ya no podemos aprender a hacer. Pero los jóvenes me siguen con tal ahínco que ya comienza a formarse una verdadera escuela. Ahora mismo anda la gente revuelta y enteramente en desacuerdo sobre la esencia distintiva de la nueva manera y el nombre que debe dársele. ¿Es un cubismo o un vorticismo de la literatura? ¿Sería eufónico llamarla remingtonismo? Mecanicismo, sin duda, es el título que debiera ponérsele, si no fuera por las asociaciones deplorables que esa palabra puede despertar.