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Rafael Bernal



Selección y
nota de
Vicente Francisco Torres



VERSIÓN PDF


Nota introductoria

 

Pese a los diversos géneros literarios que cultivó, Rafael Bernal (México, D.F., 1915-Berna, Suiza, 1972) es uno de nuestros escritores más injustamente olvidados.

Inició su trabajo literario con un tomito de “prosa poética” titulado Federico Reyes el cristero (Editorial Kanek, 1941), donde ya estaban las preocupaciones religiosas que permearían toda su obra a lo largo de 28 años. Luego vino su único libro de versos, Improperio a Nueva York y otros poemas (Ediciones Quetzal, 1943), que en términos amorosos y broncos impugnaba al mundo mecanizado y celebraba algunos episodios de nuestra historia.

En 1945 la Editorial Polis publicó su novela Memorias de Santiago Oxtotilpan, que no es sino la sátira de los altibajos de un pequeño pueblo a lo largo de cuatro siglos. Después aparecieron Trópico (Editorial Jus, 1946), Su nombre era muerte (Editorial Jus, 1947), y El fin de la esperanza (Editorial Calpulli, 1948). En los cuentos del primer libro, Bernal identificaba al hombre con su medio ambiente y contrastaba la sierra chiapaneca, alta y pura, con el estero bajo y sucio; en el segundo, con pujante originalidad, volvía a novelar el conflicto de civilización vs. barbarie; El fin de la esperanza era una novela que ponía énfasis en los problemas campesinos.

Gente de mar (Editorial Jus, 1950), es uno de los libros más bellos que escribió Bernal. Con él incursionó en la historia y en la biografía al narrarnos las hazañas de algunos de los más famosos piratas que en el mundo han sido.

El Diccionario de escritores mexicanos registra Caribal (Ediciones La Prensa, 1956), una novela a la que no he tenido acceso.

La dramaturgia no podía ser extraña a Rafael Bernal y, en este terreno, entregó un volumen donde se recogen tres de sus piezas: “Antonia”, “El maíz en la casa” y “La paz contigo” (Editorial Jus, 1960). Mientras las dos primeras abordan el tema de la Revolución como un hecho violento y sanguinario que no trajo logros significativos para los campesinos, la tercera se desarrolla durante la guerra cristera y propone la caridad como solución para aquella lucha intestina.

Paralelamente a su trabajo literario oficial, nuestro autor cultivó la narrativa policial con Un muerto en la tumba, Tres novelas policiacas (ambas publicadas en 1946 por la Editorial Jus), “La muerte poética” y “La muerte madrugadora”. Estos dos cuentos los publicó la revista Selecciones Policiacas y de Misterio en sus números cinco y 15, de 1947 y 1948, respectivamente. La mayor parte de estos casos los resolvió el detective aficionado don Teódulo Batanes, un tipo miope y repetitivo que Bernal creó siguiendo el modelo del Padre Brown, de Chesterton.

Casi todos los libros que llevamos citados son prácticamente desconocidos al menos por dos razones: porque fueron publicados en editoriales de escasa circulación —en el caso específico de la Editorial Jus encontrábamos el estigma de que era reaccionaria y religiosa— y porque Bernal no los promovía pues como diplomático estaba fuera del país y lejos de los grupos literarios de poder.

A partir de 1963, año en que Bernal publica Tierra de gracia en una editorial tan importante como el Fondo de Cultura Económica, las cosas cambian para él pues menudean las reseñas sobre sus libros. La misma casa editorial, en 1967, daría a conocer los cuentos que integran En diferentes mundos.

En 1969, Bernal llegó a la cumbre de su carrera con El complot mongol (Editorial Joaquín Mortiz). En esta novela el autor viraba del relato policial clásico, un tanto simplón y “teologizante”, a un tipo de ficción soez, ágil y atrevida que combina la novela negra y la novela de espionaje.

Sin lugar a dudas, Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli, y El complot mongol, son las dos mejores novelas policiacas que se han escrito en nuestro país.

Con México en Filipinas (UNAM, 1965), Bernal había vuelto a esa pasión por la historia que tan común era entre sus familiares.

Ahora me encuentro ante un dilema: qué escoger de su vasta producción para esta brevísima muestra. Presentar fragmentos de novelas, es una majadería; incluir algunos poemas, no me parece acertado porque no son lo mejor que salió de su pluma; incluir “La media hora de Sebastián Constantino”, tal vez su mejor cuento, o el más famoso como parecen mostrar las antologías de Emmanuel Carballo y María del Carmen Millán, sería perder la oportunidad de mostrar textos desconocidos.

A fin de cuentas me decidí por un personaje de mar —que sin embargo no es el mejor trazado, pero historias como la de Caracciolo no cabrían con sus 70 páginas en este cuadernito—, “Gerónimo de Gálvez, Piloto del Rey”, y por un cuento de Trópico donde puede observarse la veta social, de denuncia, que tanto cultivó Rafael Bernal bajo el influjo de Ciro Alegría, Rómulo Gallegos y José Eustasio Rivera, entre otros.

 

Vicente Francisco Torres


 

GERÓNIMO DE GÁLVEZ, PILOTO DEL REY


El honor es patrimonio del alma.
Calderón de la Barca
El Ateo de Zalamea


Por el año de gracia de 1687 llegó a la Villa Rica de la Vera Cruz un hombre de mar, piloto del Rey, llamado Gerónimo de Gálvez, acompañado de su mujer, la preciosa Solina. Pronto se supo por todo el puerto la historia de la joven y enamorada pareja.

En las tabernas de los muelles se rumoró que Gálvez había llegado a la Veracruz, después de haber sido piloto durante muchos años en el Mediterráneo; huyendo del Tribunal de la Santa Inquisición al que se había hecho sospechoso, lo mismo que su mujer. Los dos eran naturales del puerto de Cartagena y llevaban en las venas gran cantidad de sangre morisca y, según la Inquisición, no habían olvidado por completo las prácticas de su raza en materia religiosa. El padre de la bella Solina murió en el tormento cuando pretendían interrogarlo en Sevilla sobre su ortodoxia, y la madre, que también estaba presa, murió de pesar. Así las cosas, Gálvez, que tampoco era bien visto por la Inquisición, resolvió trasladarse con su mujer a América, refugio de todo perseguido en aquellos tiempos, y se estableció en Veracruz.

Desgraciadamente todos los barcos que partían de Veracruz y eran lo bastante importantes para ameritar un piloto de la categoría de Gálvez, iban para España, lugar prohibido para él. En cambio, en el Océano Pacífico escaseaban los pilotos que guiaran la llamada Nao de China o Galeón de Manila en su peligroso viaje. La línea de galeones del Pacífico necesitaba por lo menos de doce pilotos experimentados para su servicio, siendo diez y seis los que debía haber por decreto real, pero era casi imposible conseguirlos por lo largo y peligroso de la travesía y porque todos se enriquecían en uno o dos viajes y dejaban entonces el oficio para pasarse a España a gozar de sus pesos de oro sin los sobresaltos del mar.

El sueldo de los pilotos era sólo de setecientos pesos de oro al año, pero tenían permitido el llevar algo de mercancía en la nave y con eso y el contrabando, al que eran muy afectos, en dos viajes redondos quedaban ricos. Muy importante era el cargo de Piloto en los galeones de Manila, pues generalmente el capitán de la nao era algún señor principal que hacía el viaje y no entendía una palabra de cosas de mar, por lo cual el piloto resultaba ser el verdadero capitán en todo lo referente al manejo de la nao y así se explica que se les permitieran muchas irregularidades, especialmente el contrabando.

Gálvez y Solina, buscando una vida más fácil, se trasladaron a Acapulco, y el año de 1689 quedó Gerónimo inscrito como Piloto en el galeón Santa Rosa de Lima, de larga y gloriosa historia en los anales de la línea.

Tres años vivieron felices el piloto y su mujer, aunque las separaciones eran largas pues sólo lograban estar juntos dos meses cada año, mientras se descargaba y cargaba el galeón en Acapulco. Cuando éste zarpaba Solina quedaba sola en su casa, sin salir para nada, si no era a pasear en las tardes por la playa, bajo el fuerte de San Diego.

En 1692 llegó a Acapulco, camino a Manila, un joven hidalgo, don Sebastián de la Plana, cortesano, calavera y arruinado, que buscaba en un breve exilio en Filipinas el rehacer su fortuna despilfarrada en Madrid. Ese año el galeón tardó en salir un mes más de lo acostumbrado y el cortesano don Sebastián se aburría mortalmente en Acapulco. Un día vio a Solina pasear por la playa, la vio más de lo debido y el diablo hizo que se le metiera dentro del alma la imagen de la bella morisca. Inmediatamente, haciendo alarde de galantería madrileña y cortesana, empezó a rondarla y a requerirla de amores, que fueron enérgicamente rechazados. Más de quince días anduvo de la Plana tratando de vencer la obstinación de la hermosa Solina, sin conseguir más que desaires y malas razones y se admiraba de que la mujer de un piloto cualquiera pudiera resistir tanto a un hombre acostumbrado a vencer mujeres de la corte con sólo una mirada. Por fin, no pudiendo vencerla por las buenas razones que le decía ni por los muchos regalos que ella siempre rechazó, pagó a dos espadachines de mala muerte para que la raptaran y la llevaran por fuerza a su posada.

Los espadachines esperaron a Solina en la tarde en la playa y se la llevaron. A la mañana siguiente regresó a su casa, el vestido destrozado, el cabello alborotado y el corazón deshecho, pues ella amaba desde el fondo del alma a Gerónimo de Gálvez. Pasó la mañana escribiéndole una carta, sin contar a nadie su terrible aventura luego se encerró en su alcoba y a los tres días murió, nadie supo si de tristeza o envenenada por su propia mano. Esa misma tarde zarpó el galeón para Filipinas llevándose a don Sebastián de la Plana.

Seis meses más tarde llegó el Santa Rosa de Lima a Acapulco. Desde cubierta Gerónimo de Gálvez buscaba con ansia a su mujer entre la multitud que llenaba la playa vitoreando a la nao. Siempre Solina era la primera en aparecer, corría a la playa apenas los cañones del fuerte de San Diego anunciaban que la nao estaba en la bocana y, desde allí, le hacía señas a su marido con un lienzo blanco. Al no verla, Gálvez se llenó de presentimientos, entregó a toda prisa los informes de rigor y saltó a tierra. Al llegar a su casa la encontró ocupada por otra gente, que le dio la noticia de la muerte de Solina.

Desesperado fue en busca del sepulcro y un buen fraile de San Hipólito se lo mostró dándole la carta que Solina le había dejado. Cuando la hubo leído, y supo por ella la villanía de don Sebastián de la Plana, su cólera fue terrible, vagó por las callejuelas del puerto, invocó la justicia divina y todo el mundo se enteró de su tragedia.

Antes de que saliera el galeón mandó hacer un monumento que puso sobre la sepultura de Solina. Como único epitafio estaba esta frase: “Me vengaré…”

Todo Acapulco supo la historia y no tardó en llegar a Manila entre las barras de plata y órdenes reales que llevaba el galeón compañero del Santa Rosa de Lima que zarpó antes. Así supo don Sebastián de la Plana la cólera de Gálvez y el epitafio de la tumba. No era un cobarde, pero el remordimiento de su mala acción y la cólera del piloto ultrajado lo llenaron de tal pavor, que resolvió cambiarse de nombre y dejarse crecer la barba No contento aún con esto, hizo que un cirujano le llenara de cicatrices la cara con la esperanza de que así Gálvez nunca lo identificara.

A pesar de todas estas precauciones, cuando se anunció en Manila que ya el Santa Rosa de Lima estaba en el canal y entraría dentro de unos días al puerto, de la Plana sintió tal pavor, que huyó.

Apenas desembarcado, Gálvez se dedicó a buscar al asesino de su mujer, pues así lo consideraba. Recorrió toda Manila y las villas cercanas sin encontrar rastro de él. Algunos le dijeron que don Sebastián había regresado a Acapulco, otros que estaban en las islas de la Especiería o Molucas, otros lo imaginaban en Macao, en China, en Japón o en cualquier ciudad europea del Extremo Oriente.

Ante tan contradictorios informes Gálvez decidió seguir navegando en el galeón por ver si encontraba a su enemigo en Acapulco y comisionar espías para que lo buscaran entre todo el laberinto de islas y mares de la Malasia, hasta las costas chinas y el Japón, donde había un establecimiento holandés.

Seis años duró la búsqueda y en ellos Gálvez gastó todas sus ganancias, pero no desesperaba y en cada viaje recorría las Filipinas, ofreciendo dinero a quien le diera noticias de su enemigo y comisionando cada vez mayor número de espías. Pero todo parecía ser inútil: tan bien supo de la Plana ocultarse a su perseguidor.

Por fin, uno de los espías localizó a de la Plana en Macao, donde había sentado plaza en el ejército portugués. Cuando el espía se convenció de que ese era el hombre a quien buscaba se hizo amigo de él, le prestó dinero y lo ayudó en varias formas hasta granjearse su confianza y hacer que le contara su verdadero nombre y la razón de su fuga. Entonces el espía dijo que Gálvez ya había muerto y que el crimen estaba completamente olvidado, por lo que don Sebastián podía regresar a Manila sin ningún peligro. Le hizo ver cómo allá le sería fácil enriquecerse en el comercio de la nao, pues nunca faltaban oportunidades para mandar un poco de mercancía de contrabando y doblar el capital en seis meses. Para animarlo más le hizo ver que había en Filipinas muchas viudas ricas y hermosas que deseaban casarse para volver a España con sus maridos y entregarles toda su fortuna. Tan bien supo hablar el espía y tanto supo decirle al desesperado don Sebastián, que resolvió emprender el regreso a Manila con la flota de juncos chinos que llevaban la seda y otras telas de China a Filipinas para embarcarla allí en el galeón. El espía resolvió acompañarlo para ponerlo en manos de Gálvez y cobrar su recompensa, y para disimular la razón de su viaje, le dijo que él conocía mucha gente rica con la que podían hacer negocios juntos.

Cuando llegaron a Manila ya estaba el Santa Rosa de Lima descargando. El espía fue inmediatamente a buscar a Gálvez y le relató toda su historia y el éxito de sus pesquisas. Gálvez le recomendó que siguiera fingiendo con don Sebastián, sin decirle sobre todo que él estaba allí. Para no correr el peligro de topar con su adversario en las calles y madurar bien su plan de venganza, no bajó un solo día a tierra y nombró gente que vigilara a su enemigo y al espía que lo había encontrado.

Acabado de descargar el galeón se acostumbraba llevarlo a los astilleros de Cavite para repararlo de todo a todo y limpiarle el casco. Gálvez pidió y obtuvo permiso para inspeccionar personalmente estos trabajos, así que zarpó con el galeón para Cavite, comisionando antes al espía para que en un día fijo, al caer la tarde, llevara allá a su enemigo con cualquier engaño.

El espía, ansioso de la recompensa ofrecida, no tardó en engañar al confiado don Sebastián para que fuera a Cavite, diciéndole que se podría arreglar un buen negocio de contrabando con uno de los oficiales que era amigo suyo y mandaba la guardia del Santa Rosa de Lima. Así, el día señalado, salió don Sebastián rumbo a Cavite, en una canoa con el espía que remaba. Ya de noche llegaron junto al galeón y subieron inmediatamente sobre cubierta.

En el barco no estaba más que Gálvez, pues se había dado maña para despachar a toda la guardia a pasar la noche en las tabernas y casas de juego de Cavite y los trabajadores ya se habían retirado.

Así, pues, no hizo don Sebastián más que poner los pies sobre cubierta cuando le salió al encuentro Gálvez, declarándole quién era. De la Plana comprendió la traición que le habían hecho y trató de fugarse, pero un certero puñetazo del piloto lo tendió sobre el puente. Entonces se llenó de miedo, pidió, rogó, ofreció, pero Gálvez estaba sordo a todo lo que no fuera su venganza. Levantando a don Sebastián hizo que el espía los amarrara, el uno al otro, de las manos izquierdas, de manera que don Sebastián no pudiera escapar, le dio una daga, tomó otra y lo invitó a pelear.

El miedo apenas si le permitía a de la Plana moverse; con la daga en la mano veía estúpidamente a Gálvez y musitaba palabras ininteligibles con las que pretendía pedir perdón. Gálvez, cegado ya por la cólera, le dio una puñalada ligera en el brazo, pero don Sebastián, presa de pánico, sólo acertó a cortar el lazo que lo unía con su enemigo y, tirando la daga, corrió a refugiarse en lo alto del mástil. Gálvez lo siguió con la daga ensangrentada entre los dientes, sin decir una palabra. Así pasaron de cordaje en cordaje, cada vez más cerca del perseguidor, cada instante más lleno de pánico el perseguido.

Por fin don Sebastián llegó al punto más alto del mástil, donde ya no podía huir ni avanzar. Hasta allí lo siguió Gálvez, la daga entre los dientes, los ojos fijos en su adversario, las manos crispadas sobre las cuerdas. Ya lo iba a alcanzar cuando un grito desgarró la noche silenciosa de Cavite. El espía, desde la cubierta, vio sobre el fondo claro del cielo cómo don Sebastián maromeaba en el aire, golpeaba en una antena y caía pesadamente sobre cubierta.

Con toda calma bajó Gálvez desdé lo alto del mástil, la daga siempre en la boca. Cuando estuvo sobre el puente se acercó a su enemigo esperando encontrarlo muerto, lo volteó de cara al cielo y vio que aún vivía Por un momento pensó en rematarlo con la daga, pero cambió de ideas. Revisando al herido a la luz de una linterna que había acercado el espía, vio que tenía la columna vertebral rota y que estaba paralizado de la cintura para abajo. Gálvez guardó la daga y ordenó al espía que lo ayudara para transportar al herido a Manila. Tal vez por su mente cruzó la idea del perdón, pero fue más poderoso el recuerdo de la hermosa Solina y repitió la frase que había grabado sobre la tumba en Acapulco.

Ayudado por el espía bajó al inconsciente don Sebastián, lo acomodó en el bote mismo que había traído y, tomando los remos, llegó antes que amaneciera a Manila. Entre él y el espía arrastraron el cuerpo inanimado hasta un jacalón de la calle de la Rada, en el barrio de los criminales y allí lo dejaron en el suelo. Gálvez pagó espléndidamente los servicios de su espía y se quedó solo con su enemigo.

Cuando don Sebastián recobró el conocimiento vio a Gálvez frente a él; inmovilizado, lleno de terror, no se atrevía a hablar. Gálvez, al ver que había vuelto en sí, no le hizo daño alguno, se concretó a ponerle frente a los ojos un medallón en el que estaba una miniatura de la hermosa Solina y a sentarse frente a él, acechando su muerte.

El dolor que sufría don Sebastián era atroz y la sed llegó a atormentarlo en tal forma que, dominando su miedo, se atrevió a pedir un poco de agua, pero Gálvez, que sin moverse lo veía fijamente, no contestó una palabra. El mismo silencio le sirvió de respuesta cuando pidió un cirujano. Por fin, comprendiendo que todo era inútil y que su muerte era inevitable, pidió un confesor, pero Gálvez seguía inmóvil, sosteniendo la miniatura de la hermosa Solina frente a los ojos del moribundo.

Tres días duró esta escena terrible, durante tres días y tres noches Gálvez no se apartó un segundo de su enemigo y durante todo ese tiempo no habló una sola palabra, no hizo un solo movimiento más que mostrarle el retrato de Solina y acechar su muerte. Cuando ésta llegó, Gálvez se volvió a Cavite y los frailes de la Misericordia que encontraron el cadáver le dieron cristiana sepultura en un lugar oscuro.

Un mes después zarpó el Santa Rosa de Lima para Acapulco llevando como piloto a Gálvez. Éste era su último viaje y en Acapulco dejó para siempre la vida del mar y se le vio durante algún tiempo recorrer toda la Nueva España, vestido de penitente, visitando los santuarios, haciendo el bien, socorriendo pobres y regresando cada tres o cuatro meses a Acapulco a visitar la tumba de Solina.

Un amanecer los pescadores lo encontraron muerto sobre esa tumba con la miniatura en las manos y los buenos frailes de San Hipólito lo enterraron junto a la mujer que había amado.


EL COMPADRE SANTIAGO


Nadie supo cuándo murió Santiago. Flora, su mujer, estaba arrodillada frente a la Virgen; y el compadre Daniel, sentado en la puerta de la choza de palma, tomaba aguardiente y esperaba. Los dos sabían que Santiago iba a morirse: ya no hay remedio para un hombre que no tiene voluntad de vivir; y Santiago, desde que un lagarto le mascó una pierna, la había perdido.

Nadie se dio cuenta de que Santiago estaba muerto: desde hacía veinte y cuatro horas no se quejaba para nada y reposaba inmóvil en la manta manchada de sangre y pus; así ya todos se habían acostumbrado a esa quietud, y solamente por la respiración lenta y angustiada y por un vago ronquido en la garganta sabían que aún existía vida en aquel cuerpo. Afuera, en la noche caída sobre el estero, el silencio palpitaba dividido en mil murmullos que no llegaban a formar un ruido.

De pronto, cuando el perro de Santiago volvió, después de vagar en busca de comida, y levantó su aullido, Daniel, que conocía a la muerte, comprendió. Sin hacer ruido entró en la choza y tendió una sábana sobre el cadáver, como si tendiera un silencio eterno. Pensó en avisarle a Flora; pero ésta seguía orando, toda su fe puesta en un milagro que había de salvarle al hombre. Así que volvió a sentarse en la puerta.

En los canales, rotos por las estrellas y la luz de la luna, se dibujaban mil contornos tan engañosos como el silencio. Las canoas varadas en la playa parecían también muertas; y las palmas, en la ausencia del aire, tenían esa inmovilidad irreal de las estatuas. A lo lejos, el mar pretendía romper el silencio y sólo lograba acentuarlo con su murmullo terco.

Daniel suspiró, libre ya del peso de la muerte bajo el que había vivido tres días. Ahora, frente, a frente con ella, no sabía si llorar o alegrarse. Santiago había sido su compañero durante muchos años de pescas fatigadoras, de cacerías llenas de peligros y búsquedas de pluma de garza; lo había velado en las noches de calenturas, le había prestado dinero para mil apuros y le había salvado la vida matando al hombre aquel. Santiago había sido su amigo, el único que tuvo en su vida, ya que nunca conoció a su padre, ave de paso en el pueblo; y su madre, desde que él se acordaba, vivía con otro hombre. Por esto mismo no sabía si llorar o alegrarse, llorar por su propia suerte, solo de nuevo en el mundo maloliente del estero, sin amigo que lo ayude en las necesidades, que lo defienda, sin compañero para las cargas de la pesca o la cacería. Tal vez fuera más justo alegrarse, porque Santiago estaría ya a salvo de los soles que queman hasta el alma, de las noches cubiertas de moscos, de los piquetes de las rayas, de las injurias y robos del chino...

Al recordar al chino, Daniel detuvo el vuelo de sus ideas. Éste le había ordenado que le avisara cuando Santiago muriera, para recoger su carabina y su atarraya; y no se le podía desobedecer. Era el dueño absoluto de todo lo que había en el pueblo, desde las canoas hasta la vida de los hombres; y, sin su ayuda, caramente pagada, nada se podría allí, no le quedaría a uno más que morirse de hambre o calenturas en un rincón que le hubieran prestado por caridad.

Daniel encontró al chino tirado en la hamaca del portalito de su casa, ya que no le picaban los moscos, ni le temía a ningún animal. Como precaución contra los hombres que había esclavizado, llevaba siempre la pistola preparada y vigilaban su sueño dos perros, que eran los más bravos del pueblo. Al ladrar de éstos se levantó; y viendo a Daniel, que se había detenido fuera del portal, lo llamó y le dijo:

—¿Ya está muerto ése?

Daniel se acercó a la hamaca y asintió con la cabeza.

—Entonces —prosiguió el chino— tráete la carabina y la atarraya con todos los cartuchos. Deben ser doce; y que no vaya a faltar ninguno. Tráelo todo; que, si no, se empiezan a perder las cosas.

—Tal vez fuera mejor esperar hasta mañana —opinó Daniel tímidamente—. Mi comadre Flora aún no sabe que el que el compadre es difunto; y...

—Tráelas ahora mismo y no andes alegando —dijo el chino levantándose—. Acuérdate que podría quitarte la canoa cuando quisiera o mandarte a la costa...

Daniel agachó la cabeza y se alejó hacia la casa de su compadre Santiago. Flora seguía rezando sin haber visto aún el cadáver, que se recortaba blanco contra la pared de palma. Daniel se acercó a ella; y, tocándole el hombro, le dijo:

—Comadre, vengo por la carabina y la atarraya: el chino las quiere luego.

En la cara de Flora siglos de sufrimientos habían tatuado sus arrugas. Ante la voz de Daniel los ojos apagados y secos de ella recorrieron todo el cuarto hasta posarse sobre el cadáver; y entonces sus gritos rompieron el silencio, mientras el alba tajaba las tinieblas.

El chino guardó cuidadosamente la carabina y la atarraya que Daniel le entregó. Sus manos amarillas y delgadas recorrieron todos los tornillos y todas las mallas, revisaron uno por uno los cartuchos; y, cuando vio que todo estaba completo, se volvió hacia Daniel:

—Santiago era tonto y por eso se murió. Mil veces le dije que no fuera a ese canal donde había demasiado lagarto; pero él quería dinero para mandar a su mujer a la costa, y antes de mandarla tenía que pagarme sus deudas. Si él se hubiese conformado con lo que ganan todos, no le habría pasado nada y habría sido mi amigo; pero era muy levantisco y quería mandar. De no ser tan buen tirador, ¡desde cuándo lo hubiera yo corrido para que en la costa lo agarrara la policía por la muerte esa! Decididamente era tonto y, además, sinvergüenza: su vida podía arriesgarla cuanto quisiera; pero no tenía derecho de arriesgar mi carabina y mi canoa, que, de perderse en el accidente, no hubiera tenido con qué pagarlas.

—Pero —interrumpió Daniel— él traía más pieles y más pluma que ningún otro y usted apenas si le pagaba. Además, no es bueno hablar de los muertos, que ya están juzgados de Dios.

Los dos hombres se quedaron en silencio, Daniel miedoso y avergonzado por lo que se había atrevido a decir, y el chino, que, viéndolo, sonreía con su mueca sucia. Por fin dijo:

—Tú eres tonto también. Si quisieras, podrías ser mi ayudante y vigilar a tus compañeros para que no vendan a otros las pieles que cobran con mis cartuchos. Yo sé que muchos suben por el río de noche y las venden en la costa; y yo con eso pierdo. Te pagaría bien.

—Una vez —interrumpió Daniel, hablando lentamente— le propuso usted eso mismo a mi compadre Santiago, y por poco lo mata él. Yo debería hacer lo mismo ahora. Bastante nos ha robado ya, ¡y pretende que le ayude a explotar a mis compañeros!

El chino detuvo a Daniel. Su mano sobre el bíceps desnudo era seca y caliente como una piedra al sol.

—Acuérdate que aún me debes veinte pesos y que no me gustan los hombres como tú y como Santiago; así que, si para mañana no me has pagado, te quitaré la canoa y te correré del pueblo. Veremos si tierra adentro no te explota la policía con lo de aquella muerte.

Daniel bajó la cabeza ante la mirada del chino.

—Está bien —dijo—: buscaré la forma de pagarle con pieles de lagarto, pero fíeme cartuchos, porque no tengo más que diez y…

—Ahí está la cosa —el chino reía irónicamente—. Ya no te fío cartuchos y te pagaré las pieles a dos pesos cada una. Tú dices que eres buen tirador; y éste es el momento de que lo muestres, trayéndome diez pieles con diez cartuchos. Por lo pronto, toma una canoa y ve a echar el cadáver a la barra. Aquí no hay tierra bastante para enterrar muertos.

Cuando Daniel regresó a casa de Santiago, Flora lloraba arrodillada junto al cadáver desnudo. Habían llegado unos hombres y lo habían despojado de toda su ropa, alegando que más les servía a ellos que a un muerto. Se llevaron hasta la sábana manchada; y uno de los solteros había escogido a Flora como mujer para cuando pasaran los nueve días. Daniel buscó entre sus cosas unos pantalones que le puso al cadáver; y él y Flora lo sacaron y lo tendieron en la canoa. Las mujeres que lavaban en el canal o secaban pescado en la playa no dieron señal ninguna de apenarse ante el espectáculo, y sólo una de ellas hizo el signo de la Cruz. Mientras Daniel empujaba la canoa para que flotara en el agua más honda, Flora cubrió el cadáver con hojas de palma.

—Compadre —le dijo en voz baja—, no lo tire a la barra como si fuera un perro. Llévelo al playón chico y entiérrelo allí como a un cristiano. ¡Acuérdese que fue su amigo!

Daniel asintió con la cabeza, acomodó la carabina y, tomando el remo, se alejó de la playa. Todavía alcanzó a oír la voz de Flora, que le gritaba:

—¡Compadre, póngale una Cruz encima!

A pesar de la sombra de la hoja de palma, cuando el sol marcó el medio día el cadáver apestaba ya. Daniel sabía que era imposible llegar al playón antes del oscurecer y a nadie le agrada el pasear con muertos por las noches en los canales solitarios. Por un momento tuvo la idea de tirarlo allí mismo e irse en busca de lagartos; y hasta detuvo la canoa, amarrándola al mangle; pero volvieron a sonar en sus oídos los gritos de Flora: ¡Entiérrelo como a un cristiano! ¡Acuérdese que fue su amigo!

Si yo fuera el muerto, pensó, Santiago seguramente me hubiera sepultado como a un cristiano: solamente a los perros se les tira a los canales para que se los coman los lagartos. No, el compadre Santiago reposará en tierra, en su fosa y con su cruz encima para que no lo puedan desenterrar los animales:

Con el machete cortó dos ramas rectas de mangle rojizo; y, formando con ellas una cruz, la puso sobre el cadáver. Luego encendió el mechero de petróleo y lo puso en la proa. Así, Santiago iría a su tumba con Cruz y cirios, como un cristiano.

Hay ocasiones en que un hombre desea ardientemente la muerte; pero cuando la tiene enfrente fraguada en el cadáver de un amigo, piensa que la vida, aunque sea en los esteros, tiene algo que atrae. Daniel empezó a recordar todos sus gustos y alegrías, y ante ellos se fueron borrando las tragedias, los horrores y las mil muertes a través de las cuales había vivido. La vida tiene sus gustos: quería a su mujer, que era la compañera ideal para la existencia que llevaban: dura en el trabajo, sin quejarse nunca, sin pedir nunca nada, siempre amable con él. También había cierto gusto en matar un lagarto y demostrar el dominio de la inteligencia del hombre sobre la fuerza del animal. Verlo coletear herido de muerte por una bala puesta entre los dos ojos era algo así como una venganza magnífica, plenamente realizada. Cada dos o tres meses, cuando se había juntado algo de dinero, ¡qué bien caía el aguardiente tomado en el fresco de las palmas con los amigos! Decididamente, pensó Daniel, la vida tiene algo que me gusta: aunque sea aquí en los esteros, más vale ir remando en la canoa bajo el peso del sol, que ir muerto dentro de ella. Con todo y las constantes amenazas del chino, sus injurias, la explotación de que nos hace víctimas, la vida tiene algo…

Remaba aprisa, cambiando de lado el remo frecuentemente, para no cansarse; pero, con todo y eso, la canoa le parecía cada vez más pesada, el sol más duro sobre las espaldas combadas y el olor del cadáver más angustioso en la garganta.

El chino sin duda alguna era malo, siguió pensando, y lo mejor sería matarlo; pero ¿quién se atrevería a hacerlo? En una ocasión, un hombre quiso madrugarle al chino cuando éste se hallaba ocupado pesando la pluma; pero el chino siente todo lo que pasa a su alrededor y dispara más aprisa que nadie; así que el hombre aquel fue comida para los lagartos. Desde entonces nadie se atrevería ni a pensar en la muerte del chino. Como decía la mujer de Daniel, lo mejor era pagarle y ser su amigo, sobre todo ahora que Santiago ya no estaba allí para sacarlo de apuros. Por ejemplo, en esta dificultad, Santiago le hubiera dado cartuchos, o lo hubiera ayudado en la cacería, hasta lograr las pieles necesarias con qué satisfacer al chino. Con diez cartuchos era muy difícil matar los diez lagartos necesarios; y un tiro errado y morirse de hambre era todo uno. Ya se imaginaba la escena: la había visto tantas veces cuando les sucedía a otros, que era fácil imaginarla. El chino le recogería la carabina y le quitaría todas sus cosas a cambio de la deuda. Ya así, viviría quince o veinte días de la caridad de sus compañeros, hasta que todos se aburrieran, o, temerosos de las represalias del chino, se negaran a ayudarlo más. Entonces tendría que irse a la costa en la canoa que iba a entregar las pieles, si buenamente lo querían llevar en ella; y en la costa estarían la policía y los familiares del difunto aquel. Además, tendría que dejar a su mujer, pues el chino no la dejaría ir hasta que saldara su deuda particular y la de su marido; y la mujer estaba encinta de su primer hijo; y ese hijo vagaría, cuando apenas pudiera andar, por el caserío miserable, buscando su comida entre los desperdicios del pescado, bajo los azotes de un padrastro brutal. Cuando hombre, sería cazador y pescador, explotado por el chino o cualquier otro que viniera a reemplazarlo; y, más tarde, sería comida de lagartos. Desde niño estaría pidiendo a gritos la muerte, no tendría más ilusión que ésa.

Resueltamente era mejor pagarle al chino, consiguiendo las pieles de cualquier manera, y, luego, seguir trabajando para juntar dinero con qué hacerle un porvenir al hijo que estaba por nacer. Para eso habría que dejar las borracheras, único consuelo en la vida, y consentirle todas sus brutalidades al chino, tal vez convertirse en su capataz. Pero antes que nada había que pagarle sus veinte pesos y para eso necesitaba las pieles. Imaginó todas las trampas que conocía para agarrar lagartos y todas le parecieron demasiado problemáticas o demasiado complicadas. Lo único factible era aguardar en un playón con una buena carnada.

Ya los loros emprendían su viaje a los nidos y las garzas se deslizaban hasta los árboles, cuando Daniel llegó al playón que buscaba, sobre el que dormía un lagarto. Detuvo la canoa silenciosamente, preparó la carabina y su tiro fue certero. Cuando desembarcó, la arena estaba empapada en sangre y el animal daba sus últimos coletazos. Inmediatamente le quitó el pellejo y echó el cuerpo blanquizco al agua, donde se juntaron otros caimanes; y, entre un remolino de cabezas y colas, desapareció todo. Daniel pensó en disparar sobre el montón de lagartos, pero el peligro de errar el tiro le detuvo el dedo ya inclinado sobre el gatillo.

El sol cayó al mar entre una gloria de nubes sangrientas, vuelos de garzas y gritos de loros, y apareció la luna gigantesca del trópico como un globo lento y amarillo.

El cadáver de Santiago olía cada vez más; y, cuando Daniel lo arrastró sobre la arena, la pierna destrozada por el caimán dejó un rastro húmedo de carne podrida. No es fácil cavar una fosa en la arena dura de un playón, cuando por toda herramienta se tiene un machete; así que, después de grandes esfuerzos, Daniel se contentó con un pequeño agujero, en el que depositó el cadáver, tapándole primero la cara con un trapo; luego lo cubrió de arena, hizo encima un montón grande, que apisonó con los pies; y en él clavó la cruz de mangle. Cuando acabó, ya la luna se reflejaba en los canales cubiertos de niebla y silencio.

Han de ser las nueve, pensó, y sería bueno que me fuera. Pero le daba cierta lástima el abandonar así a su amigo. Se quedaría un rato junto a la tumba para acompañarlo; y tal vez un lagarto llegara a ponerse a tiro.

Daniel no era más que un montón de barro junto al montón de arena. Inmóvil, la carabina entre las piernas, dejaba correr el tiempo y pensaba en su amigo muerto. Tal vez su alma no estuviera en los infiernos por más que todos aseguraban que el hombre del estero, por su mala vida, se condena irremediablemente en la muerte. Pero Santiago había sufrido mucho; y Dios, si es que Dios se ocupa aún de esos hombres, lo perdonaría mandando su espíritu a algún lugar fresco, y sombrío, mientras el cuerpo inútil se pudriría bajo el montón de arena.

Un movimiento brusco del agua junto a la canoa interrumpió los pensamientos de Daniel y a poco apareció la cabeza de un lagarto que oteaba el playón. De seguro olió el rastro que había dejado el cadáver y rápidamente se encaramó sobre la arena dirigiéndose hacia la tumba. Daniel, inmóvil, esperó hasta tenerlo cerca, levantó la carabina, apuntó con mucho cuidado y disparó. El lagarto se estremeció, agitó furiosamente la cola unos instantes y quedó inmóvil. Por algo Daniel tenía fama de ser uno de los mejores tiradores en el estero.

Cuando acabó de despojar al caimán de su piel, Daniel ya estaba resuelto a pasar la noche en el playón junto al sepulcro, esperando que surgieran más caimanes atraídos por el olor de la carne podrida. Guardó la piel en la canoa y se sentó a esperar.

La suerte, pensó, me ayuda, pues he matado dos lagartos sin errar un solo tiro. Si la cosa sigue así, lograré pagarle al chino y llevar a cabo mis otros proyectos. Entonces mi hijo no será lo que yo he sido, esclavo de un pasado infame, anclado sin remedio entre la inmundicia de los canales, sin más esperanza que la muerte y sin otra ilusión que la borrachera sórdida.

La luna se remontó por el cielo hasta quedar suspendida sobre el agua de los canales e inició su viaje al mar, y ningún lagarto apareció sobre el playón. Daniel esperaba inmóvil, pero poco a poco la angustia le iba secando la boca y anudando la garganta, al ver, dos o tres veces, cómo se asomaron los lagartos, olfatearon el aire y se volvieron a sumir.

Dentro de unas horas, pensó, va a amanecer y ya será inútil esperar más: tendré que volver al pueblo, entregarlo todo al chino y marcharme donde sea para no morir de hambre. Quizá pueda atravesar la costa y meterme en la sierra, donde nadie me conoce, para empezar una nueva vida. Por un momento tuvo la ilusión de haber encontrado un camino, una esperanza; pero la imagen de su hijo condenado a vivir eternamente en los esteros lo hizo titubear. ¡Qué culpa tenía Daniel de eso! Después de todo, un hombre debe defenderse como pueda; y los padres no tienen la obligación de dejar todo arreglado para que la vida de sus hijos sea fácil. La madre se juntaría con otro y así solucionaría su vida, encargándose a la vez del niño. ¿Que éste iba a sufrir? Sin duda ninguna; pero él también había sufrido; todos los hombres sufren y sólo así aprenden a defenderse. No le podría pasar cosa peor que morirse y esto no era tan terrible como la vida.

Pero de pronto le surgió la idea pavorosa. ¡Si en lugar de un hombre fuera una mujer! A Daniel nunca se le había ocurrido esto, pues ¿cómo se va uno a imaginar que del estero pueda surgir la vida de una niña? Bien está el dar la vida a un hombre que se pueda defender con el tiempo, pero lanzar una niña a la vida del estero es un crimen para el cual seguramente no hay perdón. Antes que cumpla los doce años, un hombre cualquiera ya la habrá hecho suya por la fuerza, sin que haya conocido el amor de una adolescencia imposible. A los veinte años sería una vieja de cara arrugada, como Flora, sin ilusiones ni gustos, un animal de trabajo; y a los treinta, cuando ningún hombre quisiera ya de ella nada, no le quedaría más que morir de paludismo en un rincón, si no la hubiera matado antes un hombre celoso o demasiado ardiente.

Ante estos pensamientos volvió a nacer la angustia de Daniel. No podía fugarse, no podía morirse siquiera: tenía la obligación de vivir, para proteger aquello que su mujer llevaba en el vientre; tenía que ganar dinero, para mandarlo a la costa o a la sierra, lejos de toda esa inmundicia. ¡Si el compadre Santiago viviera! Pero el compadre Santiago no era más que un montón ridículo de arena, inútil ya para todos.

Los lagartos habían desaparecido; y Daniel comprendió que ya no sentían el olor de la carne podrida y que necesitaba una carnada buena. La idea cruzó por sus ojos como un relámpago; y, sin querer, le nació un grito angustioso. Como un loco corrió rumbo a su canoa, soltó la cuerda e iba a saltar, cuando vio la imagen de eso que su mujer llevaba en las entrañas.

De una patada desbarató la cruz de mangle, con las uñas escarbó en la arena. No sintió el olor terrible del cadáver al ser arrastrado por el playón; y sus dedos en el gatillo eran como garras de acero.

La tarde lo encontró en los canales, la canoa pesada de pieles de lagarto. De vez en cuando musitaba:

—Lo enterré, le puse una cruz encima...