Material de Lectura

EL COMPADRE SANTIAGO


Nadie supo cuándo murió Santiago. Flora, su mujer, estaba arrodillada frente a la Virgen; y el compadre Daniel, sentado en la puerta de la choza de palma, tomaba aguardiente y esperaba. Los dos sabían que Santiago iba a morirse: ya no hay remedio para un hombre que no tiene voluntad de vivir; y Santiago, desde que un lagarto le mascó una pierna, la había perdido.

Nadie se dio cuenta de que Santiago estaba muerto: desde hacía veinte y cuatro horas no se quejaba para nada y reposaba inmóvil en la manta manchada de sangre y pus; así ya todos se habían acostumbrado a esa quietud, y solamente por la respiración lenta y angustiada y por un vago ronquido en la garganta sabían que aún existía vida en aquel cuerpo. Afuera, en la noche caída sobre el estero, el silencio palpitaba dividido en mil murmullos que no llegaban a formar un ruido.

De pronto, cuando el perro de Santiago volvió, después de vagar en busca de comida, y levantó su aullido, Daniel, que conocía a la muerte, comprendió. Sin hacer ruido entró en la choza y tendió una sábana sobre el cadáver, como si tendiera un silencio eterno. Pensó en avisarle a Flora; pero ésta seguía orando, toda su fe puesta en un milagro que había de salvarle al hombre. Así que volvió a sentarse en la puerta.

En los canales, rotos por las estrellas y la luz de la luna, se dibujaban mil contornos tan engañosos como el silencio. Las canoas varadas en la playa parecían también muertas; y las palmas, en la ausencia del aire, tenían esa inmovilidad irreal de las estatuas. A lo lejos, el mar pretendía romper el silencio y sólo lograba acentuarlo con su murmullo terco.

Daniel suspiró, libre ya del peso de la muerte bajo el que había vivido tres días. Ahora, frente, a frente con ella, no sabía si llorar o alegrarse. Santiago había sido su compañero durante muchos años de pescas fatigadoras, de cacerías llenas de peligros y búsquedas de pluma de garza; lo había velado en las noches de calenturas, le había prestado dinero para mil apuros y le había salvado la vida matando al hombre aquel. Santiago había sido su amigo, el único que tuvo en su vida, ya que nunca conoció a su padre, ave de paso en el pueblo; y su madre, desde que él se acordaba, vivía con otro hombre. Por esto mismo no sabía si llorar o alegrarse, llorar por su propia suerte, solo de nuevo en el mundo maloliente del estero, sin amigo que lo ayude en las necesidades, que lo defienda, sin compañero para las cargas de la pesca o la cacería. Tal vez fuera más justo alegrarse, porque Santiago estaría ya a salvo de los soles que queman hasta el alma, de las noches cubiertas de moscos, de los piquetes de las rayas, de las injurias y robos del chino...

Al recordar al chino, Daniel detuvo el vuelo de sus ideas. Éste le había ordenado que le avisara cuando Santiago muriera, para recoger su carabina y su atarraya; y no se le podía desobedecer. Era el dueño absoluto de todo lo que había en el pueblo, desde las canoas hasta la vida de los hombres; y, sin su ayuda, caramente pagada, nada se podría allí, no le quedaría a uno más que morirse de hambre o calenturas en un rincón que le hubieran prestado por caridad.

Daniel encontró al chino tirado en la hamaca del portalito de su casa, ya que no le picaban los moscos, ni le temía a ningún animal. Como precaución contra los hombres que había esclavizado, llevaba siempre la pistola preparada y vigilaban su sueño dos perros, que eran los más bravos del pueblo. Al ladrar de éstos se levantó; y viendo a Daniel, que se había detenido fuera del portal, lo llamó y le dijo:

—¿Ya está muerto ése?

Daniel se acercó a la hamaca y asintió con la cabeza.

—Entonces —prosiguió el chino— tráete la carabina y la atarraya con todos los cartuchos. Deben ser doce; y que no vaya a faltar ninguno. Tráelo todo; que, si no, se empiezan a perder las cosas.

—Tal vez fuera mejor esperar hasta mañana —opinó Daniel tímidamente—. Mi comadre Flora aún no sabe que el que el compadre es difunto; y...

—Tráelas ahora mismo y no andes alegando —dijo el chino levantándose—. Acuérdate que podría quitarte la canoa cuando quisiera o mandarte a la costa...

Daniel agachó la cabeza y se alejó hacia la casa de su compadre Santiago. Flora seguía rezando sin haber visto aún el cadáver, que se recortaba blanco contra la pared de palma. Daniel se acercó a ella; y, tocándole el hombro, le dijo:

—Comadre, vengo por la carabina y la atarraya: el chino las quiere luego.

En la cara de Flora siglos de sufrimientos habían tatuado sus arrugas. Ante la voz de Daniel los ojos apagados y secos de ella recorrieron todo el cuarto hasta posarse sobre el cadáver; y entonces sus gritos rompieron el silencio, mientras el alba tajaba las tinieblas.

El chino guardó cuidadosamente la carabina y la atarraya que Daniel le entregó. Sus manos amarillas y delgadas recorrieron todos los tornillos y todas las mallas, revisaron uno por uno los cartuchos; y, cuando vio que todo estaba completo, se volvió hacia Daniel:

—Santiago era tonto y por eso se murió. Mil veces le dije que no fuera a ese canal donde había demasiado lagarto; pero él quería dinero para mandar a su mujer a la costa, y antes de mandarla tenía que pagarme sus deudas. Si él se hubiese conformado con lo que ganan todos, no le habría pasado nada y habría sido mi amigo; pero era muy levantisco y quería mandar. De no ser tan buen tirador, ¡desde cuándo lo hubiera yo corrido para que en la costa lo agarrara la policía por la muerte esa! Decididamente era tonto y, además, sinvergüenza: su vida podía arriesgarla cuanto quisiera; pero no tenía derecho de arriesgar mi carabina y mi canoa, que, de perderse en el accidente, no hubiera tenido con qué pagarlas.

—Pero —interrumpió Daniel— él traía más pieles y más pluma que ningún otro y usted apenas si le pagaba. Además, no es bueno hablar de los muertos, que ya están juzgados de Dios.

Los dos hombres se quedaron en silencio, Daniel miedoso y avergonzado por lo que se había atrevido a decir, y el chino, que, viéndolo, sonreía con su mueca sucia. Por fin dijo:

—Tú eres tonto también. Si quisieras, podrías ser mi ayudante y vigilar a tus compañeros para que no vendan a otros las pieles que cobran con mis cartuchos. Yo sé que muchos suben por el río de noche y las venden en la costa; y yo con eso pierdo. Te pagaría bien.

—Una vez —interrumpió Daniel, hablando lentamente— le propuso usted eso mismo a mi compadre Santiago, y por poco lo mata él. Yo debería hacer lo mismo ahora. Bastante nos ha robado ya, ¡y pretende que le ayude a explotar a mis compañeros!

El chino detuvo a Daniel. Su mano sobre el bíceps desnudo era seca y caliente como una piedra al sol.

—Acuérdate que aún me debes veinte pesos y que no me gustan los hombres como tú y como Santiago; así que, si para mañana no me has pagado, te quitaré la canoa y te correré del pueblo. Veremos si tierra adentro no te explota la policía con lo de aquella muerte.

Daniel bajó la cabeza ante la mirada del chino.

—Está bien —dijo—: buscaré la forma de pagarle con pieles de lagarto, pero fíeme cartuchos, porque no tengo más que diez y…

—Ahí está la cosa —el chino reía irónicamente—. Ya no te fío cartuchos y te pagaré las pieles a dos pesos cada una. Tú dices que eres buen tirador; y éste es el momento de que lo muestres, trayéndome diez pieles con diez cartuchos. Por lo pronto, toma una canoa y ve a echar el cadáver a la barra. Aquí no hay tierra bastante para enterrar muertos.

Cuando Daniel regresó a casa de Santiago, Flora lloraba arrodillada junto al cadáver desnudo. Habían llegado unos hombres y lo habían despojado de toda su ropa, alegando que más les servía a ellos que a un muerto. Se llevaron hasta la sábana manchada; y uno de los solteros había escogido a Flora como mujer para cuando pasaran los nueve días. Daniel buscó entre sus cosas unos pantalones que le puso al cadáver; y él y Flora lo sacaron y lo tendieron en la canoa. Las mujeres que lavaban en el canal o secaban pescado en la playa no dieron señal ninguna de apenarse ante el espectáculo, y sólo una de ellas hizo el signo de la Cruz. Mientras Daniel empujaba la canoa para que flotara en el agua más honda, Flora cubrió el cadáver con hojas de palma.

—Compadre —le dijo en voz baja—, no lo tire a la barra como si fuera un perro. Llévelo al playón chico y entiérrelo allí como a un cristiano. ¡Acuérdese que fue su amigo!

Daniel asintió con la cabeza, acomodó la carabina y, tomando el remo, se alejó de la playa. Todavía alcanzó a oír la voz de Flora, que le gritaba:

—¡Compadre, póngale una Cruz encima!

A pesar de la sombra de la hoja de palma, cuando el sol marcó el medio día el cadáver apestaba ya. Daniel sabía que era imposible llegar al playón antes del oscurecer y a nadie le agrada el pasear con muertos por las noches en los canales solitarios. Por un momento tuvo la idea de tirarlo allí mismo e irse en busca de lagartos; y hasta detuvo la canoa, amarrándola al mangle; pero volvieron a sonar en sus oídos los gritos de Flora: ¡Entiérrelo como a un cristiano! ¡Acuérdese que fue su amigo!

Si yo fuera el muerto, pensó, Santiago seguramente me hubiera sepultado como a un cristiano: solamente a los perros se les tira a los canales para que se los coman los lagartos. No, el compadre Santiago reposará en tierra, en su fosa y con su cruz encima para que no lo puedan desenterrar los animales:

Con el machete cortó dos ramas rectas de mangle rojizo; y, formando con ellas una cruz, la puso sobre el cadáver. Luego encendió el mechero de petróleo y lo puso en la proa. Así, Santiago iría a su tumba con Cruz y cirios, como un cristiano.

Hay ocasiones en que un hombre desea ardientemente la muerte; pero cuando la tiene enfrente fraguada en el cadáver de un amigo, piensa que la vida, aunque sea en los esteros, tiene algo que atrae. Daniel empezó a recordar todos sus gustos y alegrías, y ante ellos se fueron borrando las tragedias, los horrores y las mil muertes a través de las cuales había vivido. La vida tiene sus gustos: quería a su mujer, que era la compañera ideal para la existencia que llevaban: dura en el trabajo, sin quejarse nunca, sin pedir nunca nada, siempre amable con él. También había cierto gusto en matar un lagarto y demostrar el dominio de la inteligencia del hombre sobre la fuerza del animal. Verlo coletear herido de muerte por una bala puesta entre los dos ojos era algo así como una venganza magnífica, plenamente realizada. Cada dos o tres meses, cuando se había juntado algo de dinero, ¡qué bien caía el aguardiente tomado en el fresco de las palmas con los amigos! Decididamente, pensó Daniel, la vida tiene algo que me gusta: aunque sea aquí en los esteros, más vale ir remando en la canoa bajo el peso del sol, que ir muerto dentro de ella. Con todo y las constantes amenazas del chino, sus injurias, la explotación de que nos hace víctimas, la vida tiene algo…

Remaba aprisa, cambiando de lado el remo frecuentemente, para no cansarse; pero, con todo y eso, la canoa le parecía cada vez más pesada, el sol más duro sobre las espaldas combadas y el olor del cadáver más angustioso en la garganta.

El chino sin duda alguna era malo, siguió pensando, y lo mejor sería matarlo; pero ¿quién se atrevería a hacerlo? En una ocasión, un hombre quiso madrugarle al chino cuando éste se hallaba ocupado pesando la pluma; pero el chino siente todo lo que pasa a su alrededor y dispara más aprisa que nadie; así que el hombre aquel fue comida para los lagartos. Desde entonces nadie se atrevería ni a pensar en la muerte del chino. Como decía la mujer de Daniel, lo mejor era pagarle y ser su amigo, sobre todo ahora que Santiago ya no estaba allí para sacarlo de apuros. Por ejemplo, en esta dificultad, Santiago le hubiera dado cartuchos, o lo hubiera ayudado en la cacería, hasta lograr las pieles necesarias con qué satisfacer al chino. Con diez cartuchos era muy difícil matar los diez lagartos necesarios; y un tiro errado y morirse de hambre era todo uno. Ya se imaginaba la escena: la había visto tantas veces cuando les sucedía a otros, que era fácil imaginarla. El chino le recogería la carabina y le quitaría todas sus cosas a cambio de la deuda. Ya así, viviría quince o veinte días de la caridad de sus compañeros, hasta que todos se aburrieran, o, temerosos de las represalias del chino, se negaran a ayudarlo más. Entonces tendría que irse a la costa en la canoa que iba a entregar las pieles, si buenamente lo querían llevar en ella; y en la costa estarían la policía y los familiares del difunto aquel. Además, tendría que dejar a su mujer, pues el chino no la dejaría ir hasta que saldara su deuda particular y la de su marido; y la mujer estaba encinta de su primer hijo; y ese hijo vagaría, cuando apenas pudiera andar, por el caserío miserable, buscando su comida entre los desperdicios del pescado, bajo los azotes de un padrastro brutal. Cuando hombre, sería cazador y pescador, explotado por el chino o cualquier otro que viniera a reemplazarlo; y, más tarde, sería comida de lagartos. Desde niño estaría pidiendo a gritos la muerte, no tendría más ilusión que ésa.

Resueltamente era mejor pagarle al chino, consiguiendo las pieles de cualquier manera, y, luego, seguir trabajando para juntar dinero con qué hacerle un porvenir al hijo que estaba por nacer. Para eso habría que dejar las borracheras, único consuelo en la vida, y consentirle todas sus brutalidades al chino, tal vez convertirse en su capataz. Pero antes que nada había que pagarle sus veinte pesos y para eso necesitaba las pieles. Imaginó todas las trampas que conocía para agarrar lagartos y todas le parecieron demasiado problemáticas o demasiado complicadas. Lo único factible era aguardar en un playón con una buena carnada.

Ya los loros emprendían su viaje a los nidos y las garzas se deslizaban hasta los árboles, cuando Daniel llegó al playón que buscaba, sobre el que dormía un lagarto. Detuvo la canoa silenciosamente, preparó la carabina y su tiro fue certero. Cuando desembarcó, la arena estaba empapada en sangre y el animal daba sus últimos coletazos. Inmediatamente le quitó el pellejo y echó el cuerpo blanquizco al agua, donde se juntaron otros caimanes; y, entre un remolino de cabezas y colas, desapareció todo. Daniel pensó en disparar sobre el montón de lagartos, pero el peligro de errar el tiro le detuvo el dedo ya inclinado sobre el gatillo.

El sol cayó al mar entre una gloria de nubes sangrientas, vuelos de garzas y gritos de loros, y apareció la luna gigantesca del trópico como un globo lento y amarillo.

El cadáver de Santiago olía cada vez más; y, cuando Daniel lo arrastró sobre la arena, la pierna destrozada por el caimán dejó un rastro húmedo de carne podrida. No es fácil cavar una fosa en la arena dura de un playón, cuando por toda herramienta se tiene un machete; así que, después de grandes esfuerzos, Daniel se contentó con un pequeño agujero, en el que depositó el cadáver, tapándole primero la cara con un trapo; luego lo cubrió de arena, hizo encima un montón grande, que apisonó con los pies; y en él clavó la cruz de mangle. Cuando acabó, ya la luna se reflejaba en los canales cubiertos de niebla y silencio.

Han de ser las nueve, pensó, y sería bueno que me fuera. Pero le daba cierta lástima el abandonar así a su amigo. Se quedaría un rato junto a la tumba para acompañarlo; y tal vez un lagarto llegara a ponerse a tiro.

Daniel no era más que un montón de barro junto al montón de arena. Inmóvil, la carabina entre las piernas, dejaba correr el tiempo y pensaba en su amigo muerto. Tal vez su alma no estuviera en los infiernos por más que todos aseguraban que el hombre del estero, por su mala vida, se condena irremediablemente en la muerte. Pero Santiago había sufrido mucho; y Dios, si es que Dios se ocupa aún de esos hombres, lo perdonaría mandando su espíritu a algún lugar fresco, y sombrío, mientras el cuerpo inútil se pudriría bajo el montón de arena.

Un movimiento brusco del agua junto a la canoa interrumpió los pensamientos de Daniel y a poco apareció la cabeza de un lagarto que oteaba el playón. De seguro olió el rastro que había dejado el cadáver y rápidamente se encaramó sobre la arena dirigiéndose hacia la tumba. Daniel, inmóvil, esperó hasta tenerlo cerca, levantó la carabina, apuntó con mucho cuidado y disparó. El lagarto se estremeció, agitó furiosamente la cola unos instantes y quedó inmóvil. Por algo Daniel tenía fama de ser uno de los mejores tiradores en el estero.

Cuando acabó de despojar al caimán de su piel, Daniel ya estaba resuelto a pasar la noche en el playón junto al sepulcro, esperando que surgieran más caimanes atraídos por el olor de la carne podrida. Guardó la piel en la canoa y se sentó a esperar.

La suerte, pensó, me ayuda, pues he matado dos lagartos sin errar un solo tiro. Si la cosa sigue así, lograré pagarle al chino y llevar a cabo mis otros proyectos. Entonces mi hijo no será lo que yo he sido, esclavo de un pasado infame, anclado sin remedio entre la inmundicia de los canales, sin más esperanza que la muerte y sin otra ilusión que la borrachera sórdida.

La luna se remontó por el cielo hasta quedar suspendida sobre el agua de los canales e inició su viaje al mar, y ningún lagarto apareció sobre el playón. Daniel esperaba inmóvil, pero poco a poco la angustia le iba secando la boca y anudando la garganta, al ver, dos o tres veces, cómo se asomaron los lagartos, olfatearon el aire y se volvieron a sumir.

Dentro de unas horas, pensó, va a amanecer y ya será inútil esperar más: tendré que volver al pueblo, entregarlo todo al chino y marcharme donde sea para no morir de hambre. Quizá pueda atravesar la costa y meterme en la sierra, donde nadie me conoce, para empezar una nueva vida. Por un momento tuvo la ilusión de haber encontrado un camino, una esperanza; pero la imagen de su hijo condenado a vivir eternamente en los esteros lo hizo titubear. ¡Qué culpa tenía Daniel de eso! Después de todo, un hombre debe defenderse como pueda; y los padres no tienen la obligación de dejar todo arreglado para que la vida de sus hijos sea fácil. La madre se juntaría con otro y así solucionaría su vida, encargándose a la vez del niño. ¿Que éste iba a sufrir? Sin duda ninguna; pero él también había sufrido; todos los hombres sufren y sólo así aprenden a defenderse. No le podría pasar cosa peor que morirse y esto no era tan terrible como la vida.

Pero de pronto le surgió la idea pavorosa. ¡Si en lugar de un hombre fuera una mujer! A Daniel nunca se le había ocurrido esto, pues ¿cómo se va uno a imaginar que del estero pueda surgir la vida de una niña? Bien está el dar la vida a un hombre que se pueda defender con el tiempo, pero lanzar una niña a la vida del estero es un crimen para el cual seguramente no hay perdón. Antes que cumpla los doce años, un hombre cualquiera ya la habrá hecho suya por la fuerza, sin que haya conocido el amor de una adolescencia imposible. A los veinte años sería una vieja de cara arrugada, como Flora, sin ilusiones ni gustos, un animal de trabajo; y a los treinta, cuando ningún hombre quisiera ya de ella nada, no le quedaría más que morir de paludismo en un rincón, si no la hubiera matado antes un hombre celoso o demasiado ardiente.

Ante estos pensamientos volvió a nacer la angustia de Daniel. No podía fugarse, no podía morirse siquiera: tenía la obligación de vivir, para proteger aquello que su mujer llevaba en el vientre; tenía que ganar dinero, para mandarlo a la costa o a la sierra, lejos de toda esa inmundicia. ¡Si el compadre Santiago viviera! Pero el compadre Santiago no era más que un montón ridículo de arena, inútil ya para todos.

Los lagartos habían desaparecido; y Daniel comprendió que ya no sentían el olor de la carne podrida y que necesitaba una carnada buena. La idea cruzó por sus ojos como un relámpago; y, sin querer, le nació un grito angustioso. Como un loco corrió rumbo a su canoa, soltó la cuerda e iba a saltar, cuando vio la imagen de eso que su mujer llevaba en las entrañas.

De una patada desbarató la cruz de mangle, con las uñas escarbó en la arena. No sintió el olor terrible del cadáver al ser arrastrado por el playón; y sus dedos en el gatillo eran como garras de acero.

La tarde lo encontró en los canales, la canoa pesada de pieles de lagarto. De vez en cuando musitaba:

—Lo enterré, le puse una cruz encima...