Material de Lectura

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Selección y nota
introductoria de
Beatriz Espejo



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Nota introductoria


Aurelia Ochoa y el general Bernardo Reyes, varias veces gobernador de Nuevo León, formaron una pareja prolífica que tuvo doce hijos, entre los cuales Alfonso llegó en noveno lugar, el 17 de mayo de 1889, en Monterrey. Hizo su primaria en colegios particulares y pasó al Liceo Francés de México. Volvió sin embargo a su ciudad natal y, tras un periodo de tres semestres, terminó la preparatoria en San Ildefonso. El año 1909 se inscribió en la Escuela de Derecho y obtuvo título de abogado.

Como muchos escritores insignes, desde niño descubrió su vocación y para 1905 dio a prensas algunos poemas. Meses después publicó un soneto en Savia moderna. Las relaciones con el grupo de colaboradores de esa revista marcaron los principios de su carrera literaria determinada por una voluntad sin tacha. Con Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Julio Torri, Mariano Silva y Aceves y Ricardo Gómez Robelo integró el Ateneo de la Juventud caracterizado por el rigoroso plan de estudios que a sí mismos se imponían sus socios. Reyes figuró en las series de conferencias que organizaron, con un texto sobre “Los poemas rústicos de Manuel José Othón”. Dominó el terror que sentía ante la idea de enfrentarse al público y en una velada homenaje al historiador Rafael Altamira leyó un ensayo donde analizaba la estética de Góngora, que recogió luego en Cuestiones estéticas; así pues desde su juventud temprana poseía ya una formación sólida (la lista de sus lecturas con el tiempo resultó inverosímil) y un interés constante hacia el aprendizaje de lenguas extranjeras, cosa a la que contribuyó Pedro Henríquez, investigador y maestro, cuya amistad entrañable y provechosa se había iniciado en 1907, por la época en que Reyes conoció también a Manuela Mota con la que contrajo matrimonio en 1912.

Afincado en un cariño profundo hacia su padre, se mostraba ello no obstante algo crítico y a veces caía en esas fallas de entendimiento que precipitan a los jóvenes. Un ejemplo claro se puso de manifiesto el día en que el general no pudo entender de manera cabal un poema que se le mostraba con la tinta aún fresca, y el hijo confió sus reacciones a una carta: “Lo miré extrañadísimo, pero al fijarme en sus arrugas y en sus canas me di por satisfecho, como quien halla la explicación a un enigma”.1 Y a unos cuantos días de distancia volvió a escribir: “la imbecilidad ambiente me agobia. Mi papá, por la edad y el trabajo, se ve agotado y, consecuentemente, lo invaden ciertas debilidades seniles”, o, “tú nunca has pasado por esto y no atinas a comprender cuan relativamente triste es tener que desdeñar las ideas de una persona tan respetable”.2

Bernardo Reyes contaba entonces cincuenta y nueve años y no imaginaba que junto con Manuel Mondragón se levantaría en armas contra Francisco I. Madero y que apenas iniciada la revuelta lo acribillarían las balas del general Villa, a las puertas de Palacio Nacional. Alfonso Reyes no sabía tampoco que recordaría esa muerte inútil, quizá el dolor más profundo de su vida, en las páginas admirables y apasionadas de Ifigenia cruel, Enseñanza de Occidente, Villa de unión, 13 de febrero y Oración por el 9 de febrero. Intuía, eso sí, que se le avecinaban problemas. Con una lucidez notable apuntó: “Preferiría escribir y leer en paz y con desahogo. Sin embargo, me temo que mi situación familiar me orille a pasar dificultades que yo no buscaré y a pagar culpas que no son mías”.3

Afectado por los acontecimientos, el 27 de agosto de 1913 partió a Francia destinado a un puesto menor en la Legación de México. Acababa de casarse, llevaba un bebé, y mantenía el firme propósito de reivindicar el nombre de su padre, caído en circunstancias adversas para su imagen de héroe, y de acarrear una a una las piedras que demandaba su propio monumento literario. Las misivas que cruzó con sus amigos paradójicamente lo muestran y lo esconden, porque muchas veces soslayaba sus preocupaciones en aras de relatar cosas amenas y divertidas.

“Lo primero para mí es instalarme”, —dijo— “Para un hombre que viaja solo y con una sola maleta, y no muy grande (de la que uno puede traer en el camarote y bajo el asiento del ferrocarril) nada hay más fácil que llegar a París”.4 Y aprovechó las facilidades que se le presentaban y aguzó su sensibilidad y percibió y apuntó las visiones de un mundo apreciado hasta ese momento únicamente por referencias de variada índole. Sus cartas y sus escritos acumularon constancias de las impresiones que le causaban los conserjes que sacaban su silla a la puerta, los niños que jugaban al aro y los cocheros que entraban a beber en una posada dejando a sus caballos con sacos de avena atados al hocico. A los veinticinco años sabía sentirse viejo. Se dedicó a registrar cuanto veía o inquietaba su fantasía, tanto que acabó por afirmar: “A mí todo me sucede en condiciones contrarias, todo me resulta al revés. Ser crítico es no ser hombre, ser creador de la vida es estar fuera de ella. (No se puede repicar y andar en la procesión)”;5 pero sonriente y sarcástico, en verdaderos actos de magia descubría sorpresas debajo de su capa, dentro de su sombrero. Del puño de su manga sacaba temas novedosos y oraciones que se encadenaban como acordes sonoros. Ejercitaba sus facultades de malabarista que, en lugar de naranjas o pelotas, tiraba las palabras por los aires y las pescaba al vuelo. Había encontrado el tono de sus crónicas y de infinidad de prosas breves, narraciones y ocurrencias que publicó en diarios y luego organizó en distintos libros, Cartones de Madrid, El suicida, A lápiz, Árbol de pólvora. Al igual que Henríquez Ureña reeditó sus textos repetidas veces y desde un principio quiso trascender fronteras, por lo cual estableció contactos en diversas capitales. Las cartas entre ambos constituyen unas lecciones invaluables de política literaria de apego al trabajo.

Retomaba asuntos, desandaba caminos, aludía a sus propios logros y los aprovechaba. Sostenía la mirada puesta en México y estaba al tanto de lo que pasaba gracias a la lectura sistemática de periódicos como El Imparcial, que comentaba con frecuencia. Trataba a Diego Rivera a quien siempre admiró, incluso lo juzgaba un espléndido ser humano, aunque el cubismo no fuera una tendencia pictórica que entendiera. También entró en contacto con Raymond Foulché Delbosc y colaboró con él en la Revue Hispanique (París, 1894-1933). Entregó artículos al Mundial Magazine (París, 1911-1914), cuyo director literario era Rubén Darío, a las publicaciones de García Calderón y a cuantas otras se le mostraban propicias. Alentaba fines muy claros, lograba vivir de sus escritos y padecía privaciones que aceptaba como algo natural: “En ninguna parte de la tierra se paga el escribir, por el sencillo motivo que es una necesidad semejante a la de respirar. (¿A quién le habían de pagar porque resuelle?)”.6

Hacia los finales de 1923 reunió el material de Calendario y lo subdividió en seis apartados. Para esas fechas había atestiguado muchos sucederes, incluso las anomalías que acarreó consigo la Primera Guerra Mundial, “Rancho de prisiones”, “En el frente” y varias estampas más lo constatan. Rescatan situaciones que presenció en su trayecto forzoso de Francia a España, donde había de reunirse con su hermano Rodolfo. Y curiosamente ningún crítico ha reparado en las similitudes que se establecen entre estos atisbos de Reyes y los que, por el mismo tiempo y con los mismos incentivos, apuntó Katherine Mansfield al pasar por Verdún.

La temática del libro es muy rica; irónico y filosófico, Reyes conjugó en “El cocinero” dos de sus grandes obsesiones, la pasión por la comida que lo llevó a guardar una memoria gorda en lo que a cocina y bodega se refería y su inamovible pasión por el idioma y sus cambios semánticos. “Romance viejo” lo dejó concretar en unos renglones su autobiografía y sus enfrentamientos iniciales con la madurez. “Diógenes” le guiñó el ojo a los amados clásicos griegos y el resultado fue un modelo de eficacia. “La melancolía del viajero” le permitió otra versión de “A Circe” —la famosa prosa de Torri cuya progenie no cesa en la literatura mexicana— al imaginar el aburrimiento de Ulises ante la monótona compañía de una Penélope envejecida. Con “El perfecto gobernante” concibió una fábula moderna muy cínica y chispeante sosteniendo la conveniencia de la corrupción para que los pueblos prosperen felices y despreocupados. Con “El buen impresor” exorcizó la contrariedad de las erratas que siempre lo persiguieron, a él tan esmerado estilista.

Durante más de medio siglo que duró su tarea como hombre de letras, en diversos volúmenes y hasta su muerte ocurrida en la ciudad de México el año 1959, Alfonso Reyes realizó prosas juguetonas, nostálgicas, vengativas, poéticas. La lista completa resultaría inacabable, como ejemplos enriquecedores basten “El invisible”, “¿La mujer más bella?”, “La serpiente” o “Campeona”, uno de esos chistes que acostumbraba contarse después de la cena cuando los hombres se retiraban a la biblioteca para fumar un cigarro o tomar un cognac. Reyes le otorgó una categoría estética gracias al soberbio manejo de las frases y la preparación cuidadosa del final. Juicios similares merecería “Del hilo al ovillo” donde el lector que había resuelto un misterio encuentra otro apenas sugerido.

Nadie negaría que Reyes es un maestro, un escritor para escritores. Es además un hacedor de maravillas que en su hora final seguramente no se reprochó haber perdido el tiempo.


Beatriz Espejo

 



1 Monterrey, enero 21 de 1908.
2 Monterrey, enero 29 de 1908.
3 México, mayo 6 de 1911.
4 París, agosto 27 de 1913.
5 París, noviembre 6 de 1913.
6 París, octubre 26 de 1913.

 


 

 
De Calendario


Rancho de prisioneros
En el frente
Del perfecto gobernante
Del hilo, al ovillo
Romance viejo
El buen impresor
El cocinero
La melancolía
Diógenes




Rancho de prisioneros


Cuando daban de comer a los prisioneros recién traídos, fatigados, torpes y hambrientos, aquellos soldados de cuarenta años, ya sensibles a las incomodidades del cuerpo, ya conscientes de las limitaciones del alma, se quedaban apoyados en el fusil, mudos, sin cambiar entre sí un guiño ni una mirada. Se entregaban al espectáculo: pensaban, pensaban…

Y veían comer, en silencio, al enemigo; fríos, absortos, como se mira comer a los animales del jardín zoológico: al mono y al elefante, al ciervo y al avestruz, al zorro, a la oca. Así, con una sensibilidad renovada, virgínea, miraban comer al Hombre —que nunca hasta entonces habían visto comer.






En el frente


Volvía de Verdún. La tierra estaba llena de hoyos, suave y deleznable como la ceniza de mi cigarro. En Fleurus, los mismos vecinos —ya de vuelta discutían si la iglesia había estado aquí o más allá.

Almorzamos en un café en ruinas. No teníamos cubiertos. De entre los escombros logramos sacar un cuchillo, una cuchara, un tenedor con tres dientes y medio, una cacerola y una vasija. Los soldados lo lavaron todo en las propias aguas del Marne.

A veces, al escarbar, topábamos con alguna mano de esqueleto. Y más allá, un letrero: alemanes desconocidos. (Los que no llevaban papeles ni brazalete: la joya hermosa de la muerte).

A medio almuerzo, aparecieron tres soldados yanquis, con las cantimploras vacías, pidiéndonos de comer y de beber. Suponían que éramos los dueños del café.

Venían del ejercicio. Al asaltar, sin sombrero, en mangas de camisa, silban estrepitosamente. Traen la alegría de los silbidos pintada en el rostro.

—Somos de la y.m.c.a —dijo el oficial.

Y a poco, éstos y otros, se reunieron frente a una casa y se sentaron en el suelo. De la casa salió un joven que distribuyó unos papelitos entre ellos. Todos se dispersaron leyéndolos: eran prescripciones de la y.m.c.a encaminadas a evitar los contagios —tan fáciles entre los solaces de la victoria.






Del perfecto gobernante


Ya se entiende que el perfecto gobernante no era perfecto; estaba lleno de pequeños errores para que sus enemigos tuvieran donde morder. De este modo, todos vivían contentos.

El pueblo tampoco era perfecto: lleno estaba de extraños impulsos de rencor. Cada año, el gobernante entregaba a la cólera popular una víctima propiciatoria por todos los errores del año.

Había dos ministros: uno de la guerra otro de la paz. El ministro de la guerra era muy prudente y metódico, porque en esto de declarar la guerra hay que irse con pies de plomo, y en esto de administrarla, con manos de araña. El ministro de la paz era muy impetuoso y bárbaro, a fin de dar a los pueblos ese equivalente moral de la guerra, sin el cual, durante la paz, los pueblos desfallecen.

El gobernante procuraba que todas las ruedas de su gobierno giraran sin cesar, porque el uso gasta menos que el abandono. De tiempo en tiempo, al pasar por las alcantarillas, dejaba caer algunas monedas, que luego distribuía entre los que habían bajado a buscarlas.

Un día advirtió el gobernante que los funcionarios no cumplían con eficacia sus cargos: el servicio público era para ellos cosa impuesta, ajena. Entonces dejó que los funcionarios se organizaran en juntas secretas y sociedades carbonarias, con el fin de mandarse solos.

Desde aquel día, el servicio público tuvo para los servidores del Estado todo el atractivo de un complot. Ellos encontraron en el desempeño de sus deberes los deleites de los Siete Pecados, —y el pueblo prosperaba, dichoso.






Del hilo, al ovillo


Tenía razones para dudar. Volvió a casa inesperadamente. La casa estaba desierta.

En el vestíbulo, una madeja de lana, abandonada, yacía en el suelo; era la lana con que su mujer estaba tejiendo no sé qué, por matar el tiempo… o por tener pretexto de andar siempre con los ojos bajos. Bien lo comprendía él.

—Todo está muy claro —se dijo—. En la lucha, o lo que sea, la labor ha caído al suelo.

Pero la madeja se desenrollaba hacia el pasillo en un infinito hilo de lana azul.

—Sigamos el hilo —pensó—. Por el hilo se saca el ovillo.

Y, saltándole el corazón, empuñó el revólver.

El hilo azul corría por el pasillo, entraba en el comedor, salía después por la otra puerta…

Y él lo seguía de puntillas, anhelante, guiado en aquel laberinto de dudas y pasiones por el hilo azul. En su conciencia había una sombra impenetrable, cortada por un hilo azul infinito.

El hilo seguía su camino misterioso. En el otro extremo del hilo —pensaba él— está la ignominia. ¿Tal vez el crimen? Y tenía miedo de sí mismo.

El hilo atravesaba un salón y, ya agitado por evidentes palpitaciones, se escurría por debajo de la puerta del fondo.

Y vaciló ante aquella puerta: ¿sería mejor desandar el camino y llevarse a la calle, como robado y a hurto, el secreto de su felicidad? ¿Sería mejor ignorarlo todo? El hilo, fiel, le ofrecía el camino de la fuga.

Al fin, haciendo un esfuerzo de serenidad, seguro de que el revólver no se dispararía solo en su mano crispada, abrió la puerta…

Hecho una bailarina rusa, en un verdadero océano de lana azul, sobre el tapiz de la alcoba, luchando con manos y patas, el gato —un precioso gato blanco, verdadera nube de candor— se revolcaba, gozoso.

Junto al gato, en el sillón habitual, sin una sonrisa, inmóvil, ella —siempre enigmática— lo contemplaba sin verlo.






Romance viejo


Yo salí de mi tierra, hará tantos años, para ir a servir a Dios. Desde que salí de mi tierra me gustan los recuerdos.

En la última inundación, el río se llevó la mitad de nuestra huerta y las caballerizas del fondo. Después se deshizo la casa y se dispersó la familia. Después vino la revolución. Después, nos lo mataron…

Después, pasé el mar, a cuestas con mi fortuna, y con una estrella (la mía) en este bolsillo del chaleco.

Un día, de mi tierra me cortaron los alimentos. Y acá, se desató la guerra de los cuatro años. Derivando siempre hacia el Sur, he venido a dar aquí, entre vosotros.

Y hoy, entre el fragor de la vida, yendo y viniendo —a rastras con la mujer, el hijo, los libros— ¿qué es esto que me punza y brota, y unas veces sale en alegrías sin causa y otras en cóleras tan justas?

Yo me sé muy bien lo que es: que ya me apuntan, que van a nacerme en el corazón las primeras espinas.






El buen impresor


El sino del impresor “amateur” es la desdicha.

Tenía que imprimir una Doctrina Cristiana que empezaba con la frase: “Dios hizo el mundo en siete días”; y quería a toda costa emplear en el libro sagrado la mejor capitular que tenía: una hermosa mayúscula de misal, vestida de rojos y oros vivos, con ángeles azules y festones de flores, bandas y columnas simbólicas, pájaros vistosos.

Ahora bien, el libro empezaba por “D”, y la mayúscula historiada era una “F”.

El impresor se decidió a tocar levemente el original, e imprimió así:

“Francamente, Dios hizo el mundo en siete días”.

(Y es lástima que no fuera erudito en doctrinas heterodoxas, porque pudo haber puesto, con mayor sentido: “Finalmente, Dios hizo el mundo en siete días”. ¡El principio del fin!).






El cocinero


Un gran letrero: —“Cocina”—, llamaba la atención del transeúnte. Junto a la puerta, los sabios hacían cola, como en los estancos la gente el día del tabaco. Cada uno llevaba una bandeja, con toda pulcritud y el mayor cuidado. Sobre la bandeja, un espejo de cristal. Y bajo el cristal, una palabra recién fabricada en el gabinete, mediante la yuxtaposición de raíces y desinencias de distintos tiempos y lugares.

El cocinero —hombre gordo y de buen humor— iba cociendo aquellos bollos crudos, aquellas palabras a medio hacer, con mucha paciencia y comedimiento.

Metía al horno una palabra hechiza, y un rato después la sacaba, humeante y apetitosa, convertida en algo mejor. La espolvoreaba un poco, con polvo de acentos locales, y la devolvía a su inventor, que se iba tan alegre, comiéndosela por la calle y repartiendo pedazos a todo el que encontraba.

Un día entró al horno la palabra artículo, y salió del horno hecha artejo. Fingir se metamorfoseó en heñir; sexta, en siesta; cátedra, en cadera. Pero cuando un sabio —que pretendía reformar las instituciones sociales con grandes remedios— hizo meter al horno la palabra huelga, y se vio que resultaba juerga, hubo protesta popular estruendosa, que paró en un levantamiento, un motín.

El cocinero, impertérrito, espumó —sobre las cabezas de los amotinados— la palabra flotante: motín; y, mediante una leve cocción, la hizo digerible, convirtiéndola y “civilizándola” en mitin. Esto se consideró como un gran adelanto, y el cocinero recibió, en premio, el cordón azul.

Entusiasmados, los sabios quisieron aclarar el enigma de los enigmas, y hacerlo deglutible mediante la acción metafísica del fuego. Y una mañana —hace mucho tiempo— se presentaron en la cocina con un vocablo enorme, como una inmensa tortuga, que apenas cabía en el fuego.

Y echaron el vocablo al fuego. Este vocablo era Dios.

…Y no sabemos lo que saldrá, porque todavía sigue cociendo.






La melancolía del viajero


A veces, los que vuelven de un largo viaje conservan para toda la vida una melancolía secreta, como de querer juntar en un solo sitio los encantos de todas las tierras recorridas.

La Odisea no nos hace asistir a los últimos días de Ulises. Cuando Ulises hubo recobrado sus playas y arrojado de su palacio a los pretendientes, dando así término a la gran empresa de su vida, ¿quién duda que se abrió a sus ojos una melancólica perspectiva de ocios y recuerdos, en las noches inacabables de Ítaca, junto a la afanosa rueca de Penélope? Se puede huir a la seducción de las sirenas, amarrándose bárbaramente al mástil. Pero ¿cómo olvidar después las canciones de las sirenas? Apenas ha reposado Ulises, y ya anuncia a su fiel Penélope que nuevos trabajos le reclaman: “Los dioses —le dice— me mandan recorrer todavía muchas ciudades, hasta que no encuentre la tierra de los hombres que ignoran el mar y que cocinan sin sal sus alimentos”. La larga ausencia y los trabajos habían quebrantado seguramente la gallardía de Ulises. Penélope tampoco era ya la que él había dejado, porque, con ser plaza inexpugnable, no había podido resistir al asalto de los años, comprobando la sentencia de Calderón:

que a lo fácil del tiempo
no hay conquista difícil.

Había cenizas en las inextintas ascuas del hogar. Ya no sabía Ulises qué desear más —como todo el que ha recorrido mucho mundo—: si el reposo o las aventuras. Hombre que ha perdido su centro, casi nunca vuelve a recobrarlo. ¡Ay! Los que viajan por mar y tierra han de tener un corazón hecho a todos los embates de la alegría y el duelo, y un ánimo de renunciamiento casi de santos. Temen regresar a sus playas, y las desean. No encuentran a la vuelta lo que habían dejado a la partida. Ya no saben dónde ha quedado la tierra y la casa que soñaban. En vano los consuela el poeta:

Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau
    voyage,
ou comme celui-lá qui conquit la Toison,
et puis est retourné, plein d'usage et raison,
vivre entre ses parents le reste de son age.

Ulises tiene que seguir viajando, como piedra condenada a rodar. Él cuenta que los dioses lo mandan… Algunos hemos creído siempre que ya, Ulises, lo único que quiere es volver a la pecadora Isla de las Canciones.






Diógenes


Diógenes, viejo, puso su casa y tuvo un hijo. Lo educaba para cazador. Primero lo hacía ensayarse con animales disecados, dentro de casa. Después comenzó a sacarlo al campo.

Y lo reprendía cuando no acertaba.

—Ya te he dicho que veas dónde pones los ojos, y no dónde pones las manos. El buen cazador hace presa con la mirada.

Y el hijo aprendía poco a poco. A veces volvían a casa cargados, que no podían más; entre el tornasol de las plumas se veían los sanguinolentos hocicos y las flores secas de las patas.

Así fueron dando caza a toda la Fábula: al Unicornio de las vírgenes imprudentes, como al contagioso Basilisco; al Pelícano disciplinante y a la misma Fénix, duende de los aromas.

Pero cierta noche que acampaban, y Diógenes proyectaba al azar la luz de su linterna, su hijo le murmuró al oído:

—¡Apaga, apaga tu linterna, padre! ¡Que viene la mejor de las presas, y ésta se caza a oscuras! Apaga, no se ahuyente. ¡Porque ya oigo, ya oigo las pisadas iguales, y hoy sí que hemos dado con el Hombre!


De Árbol de pólvora


Campeona
Venganza Literaria




Campeona


Cuando el Presidente del Club de Natación y los Síndicos de París —chisteras, abultados abdómenes, bandas tricolores sobre el pecho— vieron acercarse a la triunfadora, prorrumpieron en aplausos y entusiastas exclamaciones:

—¡Si parece un delfín!

—Querrá usted decir una sirena.

—No, una náyade.

—¡Una oceánida, una “oceánida ojiverde”, como dijo el poeta!

La triunfadora, francesita comestible que hablaba con dejo italiano para más silbar las sibilantes y mejor suspenderse en un pie sobre las dobles consonantes, comenzó a coquetear:

—Non, mais vous m’accablez! Mon Dieu, que je suis confuse! Et une naiade, encore! C’est pas de ma faute, vous savez? Si j’avais sû…!

Y todo aquello de:

—Toque usted; sí, señor. No hay nada postizo. Eso también me lo dio mi madre con lo demás que traje al mundo, etcétera.

—Vamos a ver, señorita —interrumpió, profesional, el señor Presidente, poniendo fin a esos desvaríos con una tosecilla muy al caso— ¡Ejem! ¡Ejem! Para llenar este diploma hacen falta algunos datos. Decline usted sus generales.

—¿Aquí, en público?

Risas. El Presidente, protector:

—Su nombre, su edad… ¿En qué trabaja usted, cuál es su oficio?

—Mi oficio es muy modesto, señores. Porque, sin agraviar a nadie, yo, como decimos los del pueblo, soy puta.

Pánico. Silencio seguido de rumores.

—¿Ha dicho usted…?

—Puta.

¡................................................................................!

Dominando la estupefacción general, Monsieur Machin, siempre analítico, interroga:

—Pero, entonces, delfín o sirena, náyade, oceánida o demonio… sin faldas, ¿quiere usted decirnos cómo, cuándo, dónde adquirió usted esa agilidad y esa gracia en el nadar, esa perfección deportiva, ese dominio extraordinario del… de la… de los… de las…

Y la oceánida, cándidamente, le ataja:

—C’est que… vous savez? Avant de venir ici je faisais le trottoir á Venise.






Venganza literaria


Los primeros objetos que descubrieron mis ojos —lámpara ingrata de las dos y media de la mañana, insomnio que sigue a la pesadilla, ganas de aullar, ganas de huir— fueron, olvidados sobre el sillonzote de la chimenea, el gorro de dormir y las antiparras del Maestro.

El Maestro se había pasado la noche diluyendo un granito de anís folklórico en cien calderos de agua tibia. El piso estaba encharcado de octosílabos. “Habrá que llamar al encerador”, reflexioné. Y me levanté de un salto, me vestí en un santiamén, y cátame en un dos por tres llamando a la puerta de la Academia: “¿Aquí limpian, fijan y dan esplendor?”

Tanto ejercicio de frases hechas me dejó como despernancado. El espíritu de asociación verbal me rechinaba en el cuerpo. Los cotarelos me hervían casi en la garganta. Y cruzó dentro de mí —¡qué bien lo recuerdo!— una de esas ideas sin pasaporte que de repente se nos cuelan por la conciencia: la convicción firme, la profética visión de que nunca se acabaría en México el Palacio Legislativo comenzado por el arquitecto Boiry, y que un día, entre silbidos de marina catástrofe, se hundiría en olas de cemento el Palacio de Bellas Artes. Ideas a deshora, pájaros que cruzan de ventana a ventana, sobre la espantada familia congregada en el comedor.

El instante era propicio. Se abrieron las ponderosas puertas. A los tres años, ya están nuestros muertos en su punto. Podemos pacer tranquilamente en los cementerios. La Academia estaba poblada de poetas cilindristas o cilindreros —reacción contra el cubo— y Modigliani y Picasso, colgados del techo, se balanceaban majestuosamente, como aquel caimán del patio de los Canónigos, Catedral de Sevilla.

Aquí salió cantando en falsete nuestro Apollinaire, que si no le daban caviar todas las noches, como a los viajeros mimados de la Holland-America Line, era capaz de hacer esto y lo otro. Yo, que sentía la necesidad de crear absurdos, lo alcancé por el cuello, lo enjerté en los poetas de campanario, y me puse a cosechar, en mi nuevo árbol evolutivo, primaveras almidonadas en faldas de percal y servilletas duras como cartones, del tiempo de Don Simón.

Así, así me las pagarán todos ésos del Ángelus, ésos del Toque de Queda, ésos de las muchachas de la retreta, ésos de las virtudes aldeanas, ésos del incienso de la parroquia, ésos de las tardes de la granja, las veladas de la quinta y hasta Don Catrín el Calavera: poetas pepitos, poetas rotos para decirlo a la mexicana. Traen raídos los traseros del alma y lo andan tapando como pueden, y dicen que es por meditabundos y por pasear manos a la espalda.

Y los dejé convertidos en papel de moscas, olor de sín-sín, aguaflorida barata, mucílago y panal de América en dulzor de pegajosas pepitorias. ¡Fuchi!

 


De En el ventanillo de Toledo



Las dos golondrinas


Benedictine y Poussecafé —las dos golondrinas del ventanillo— están, desde el amanecer, con casaca negra y peto blanco. A veces, se lanzan —diminutas anclas del aire— y reproducen sobre el cielo, con la punta del ala, el contorno quebrado, la cara angulosa de la ciudad.

Benedictine vuelve la primera, y se pone a llamar a su enamorado. Dispara una ruedecita de música que lleva en el buche. La ruedecita gira vertiginosamente, y acaba soltando unas chispas —como las del afilador— que le queman toda la garganta. Por eso abre el pico y tiembla, víctima de su propia canción, buen poeta al cabo.

Al fin, vuelve Pussecafé a su lado. Salta como un clown en el alambre, salta, salta. Salta sobre Benedictine ¡vuelve al aire! Y Benedictine sacude las plumas, y dispara otra vez la ruedecita musical que tiene en el buche.


Toledo, 1917