Material de Lectura

De Árbol de pólvora


Campeona
Venganza Literaria




Campeona


Cuando el Presidente del Club de Natación y los Síndicos de París —chisteras, abultados abdómenes, bandas tricolores sobre el pecho— vieron acercarse a la triunfadora, prorrumpieron en aplausos y entusiastas exclamaciones:

—¡Si parece un delfín!

—Querrá usted decir una sirena.

—No, una náyade.

—¡Una oceánida, una “oceánida ojiverde”, como dijo el poeta!

La triunfadora, francesita comestible que hablaba con dejo italiano para más silbar las sibilantes y mejor suspenderse en un pie sobre las dobles consonantes, comenzó a coquetear:

—Non, mais vous m’accablez! Mon Dieu, que je suis confuse! Et une naiade, encore! C’est pas de ma faute, vous savez? Si j’avais sû…!

Y todo aquello de:

—Toque usted; sí, señor. No hay nada postizo. Eso también me lo dio mi madre con lo demás que traje al mundo, etcétera.

—Vamos a ver, señorita —interrumpió, profesional, el señor Presidente, poniendo fin a esos desvaríos con una tosecilla muy al caso— ¡Ejem! ¡Ejem! Para llenar este diploma hacen falta algunos datos. Decline usted sus generales.

—¿Aquí, en público?

Risas. El Presidente, protector:

—Su nombre, su edad… ¿En qué trabaja usted, cuál es su oficio?

—Mi oficio es muy modesto, señores. Porque, sin agraviar a nadie, yo, como decimos los del pueblo, soy puta.

Pánico. Silencio seguido de rumores.

—¿Ha dicho usted…?

—Puta.

¡................................................................................!

Dominando la estupefacción general, Monsieur Machin, siempre analítico, interroga:

—Pero, entonces, delfín o sirena, náyade, oceánida o demonio… sin faldas, ¿quiere usted decirnos cómo, cuándo, dónde adquirió usted esa agilidad y esa gracia en el nadar, esa perfección deportiva, ese dominio extraordinario del… de la… de los… de las…

Y la oceánida, cándidamente, le ataja:

—C’est que… vous savez? Avant de venir ici je faisais le trottoir á Venise.






Venganza literaria


Los primeros objetos que descubrieron mis ojos —lámpara ingrata de las dos y media de la mañana, insomnio que sigue a la pesadilla, ganas de aullar, ganas de huir— fueron, olvidados sobre el sillonzote de la chimenea, el gorro de dormir y las antiparras del Maestro.

El Maestro se había pasado la noche diluyendo un granito de anís folklórico en cien calderos de agua tibia. El piso estaba encharcado de octosílabos. “Habrá que llamar al encerador”, reflexioné. Y me levanté de un salto, me vestí en un santiamén, y cátame en un dos por tres llamando a la puerta de la Academia: “¿Aquí limpian, fijan y dan esplendor?”

Tanto ejercicio de frases hechas me dejó como despernancado. El espíritu de asociación verbal me rechinaba en el cuerpo. Los cotarelos me hervían casi en la garganta. Y cruzó dentro de mí —¡qué bien lo recuerdo!— una de esas ideas sin pasaporte que de repente se nos cuelan por la conciencia: la convicción firme, la profética visión de que nunca se acabaría en México el Palacio Legislativo comenzado por el arquitecto Boiry, y que un día, entre silbidos de marina catástrofe, se hundiría en olas de cemento el Palacio de Bellas Artes. Ideas a deshora, pájaros que cruzan de ventana a ventana, sobre la espantada familia congregada en el comedor.

El instante era propicio. Se abrieron las ponderosas puertas. A los tres años, ya están nuestros muertos en su punto. Podemos pacer tranquilamente en los cementerios. La Academia estaba poblada de poetas cilindristas o cilindreros —reacción contra el cubo— y Modigliani y Picasso, colgados del techo, se balanceaban majestuosamente, como aquel caimán del patio de los Canónigos, Catedral de Sevilla.

Aquí salió cantando en falsete nuestro Apollinaire, que si no le daban caviar todas las noches, como a los viajeros mimados de la Holland-America Line, era capaz de hacer esto y lo otro. Yo, que sentía la necesidad de crear absurdos, lo alcancé por el cuello, lo enjerté en los poetas de campanario, y me puse a cosechar, en mi nuevo árbol evolutivo, primaveras almidonadas en faldas de percal y servilletas duras como cartones, del tiempo de Don Simón.

Así, así me las pagarán todos ésos del Ángelus, ésos del Toque de Queda, ésos de las muchachas de la retreta, ésos de las virtudes aldeanas, ésos del incienso de la parroquia, ésos de las tardes de la granja, las veladas de la quinta y hasta Don Catrín el Calavera: poetas pepitos, poetas rotos para decirlo a la mexicana. Traen raídos los traseros del alma y lo andan tapando como pueden, y dicen que es por meditabundos y por pasear manos a la espalda.

Y los dejé convertidos en papel de moscas, olor de sín-sín, aguaflorida barata, mucílago y panal de América en dulzor de pegajosas pepitorias. ¡Fuchi!