Material de Lectura

 

El Refugiado De Turín

Hans Magnus Enzensberger*

 

Resumen
 


Lo que les voy a contar no es invento. Es la historia de un pobre niño que vivió en un internado tan terrible que no se lo podrían ni imaginar. Hay mucho qué contar. Si tienen corazón, espero que lo recuerden. Sabrán lo que significa vivir en un internado así, en el que sólo hay cuatro muros y no se alcanza a comprender que el mundo es grande y feliz.

 

 

 


La infancia

 


Nací en Turín de padres pobres. Fui internado en un orfanatorio de Superga, donde se junta a todos los niños que son como yo en la provincia. Ahí cuidaron de mí y buscaron unos padres adoptivos. Pero tenían muy poco dinero. Su departamento no era muy bonito y vivían en la calle... número 5.

Cuando cumplí ocho años empecé a ponerme muy nervioso. Me llevaron con un médico, le pregunté al siquiatra si podía hacer algo para curarme, y enseguida me metieron al hospital para examinarme mejor. Pero no entendí lo que dijo el señor de la bata blanca. Luego regresé a mi casa y entré otra vez a la escuela. Pero me había atrasado mucho mentalmente. No entendía nada cuando la maestra explicaba algo; hasta que escribió una carta para mis padres adoptivos, en la que decía que quería hablar con ellos.

Al día siguiente mi madre me llevó a la escuela y habló con la maestra. La maestra le dijo: “No puede quedarse en esta escuela porque está mentalmente muy atrasado. Hay una escuela especial para los que son como él. Se llama L’uccento”.* Pero no fui aceptado en L’uccento porque dijeron que estaba demasiado enfermo. Acababa de cumplir ocho años.

Entré, pues, a una clínica que se llama Collegno.

Ahí había puros niños iguales a mí, y la dirección estaba a cargo de la señora doctora... Era muy buena y hacía todo lo posible para ayudarnos. Nos trataba como si fuéramos sus propios hijos.

Después de un tratamiento me mandaron a la escuela de la clínica. Estaba muy flaco y nervioso y no entendía nada de lo que decía la maestra. La maestra era una monja. Estuve en esa sección durante mucho tiempo y ahí tuve otro tratamiento, para ver si mejoraba y podía regresar otra vez a la casa de mis padres adoptivos.

Estuve en esa clínica durante muchos meses. Los domingos recibía visita de mi madre adoptiva. Ahí también hice la primera comunión.

Hasta que el día menos pensado llegó una carta. Decía que mi madre adoptiva había encargado un niño. Y que tenía un hermanito.

Después de unos días me llevaron a casa. Estaba muy feliz porque ya tenía un hermanito. Con él podía platicar, y era divertido tener con quien hablar. Pero también le cobré cierto odio a mi familia, porque caí en la cuenta de cómo me trataban. Para ellos era sólo un hijo adoptivo. Todo su afecto había desaparecido. Si un niño no recibe afecto, le va mal. Antes era querido, pero, ahora ya no, porque tenían un hijo propio. No importaba qué hiciera yo. Mi madre adoptiva siempre decía: “Está loco. El manicomio es el único lugar para él”. Cuando escuché esas palabras me puse muy nervioso e hice toda clase de travesuras. Ella me pegó con una vara y hasta me mordió para que me portara bien otra vez. Pero cada vez que me pegaba, me portaba peor. Siempre quedaba lleno de moretones. Cuando estaba solo en la sala oía discutir a mi padre. Yo sabía que mi padre quería ayudarme.

Así fue que regresé a la clínica. A mi madre se le ocurrió decirle al médico que yo no era normal y que me conducía como un loco. Le contó lo mismo a la señora doctora.

Todavía recuerdo que acababa de cumplir doce años cuando fui llevado a la clínica la segunda vez. Entonces entendí cuál era mi problema. No tenía padres, me habían acogido en una casa y luego echado otra vez porque estaba loco.

Después de mucho tiempo de observación en la sección número 18, el médico decidió transferirme a otra, en la que los demás niños tenían la misma edad que yo. Cuánto me asusté al ver a esos niños por primera vez. Tenía miedo de que me pegaran. Estuve muy triste y tomó mucho trabajo acostumbrarme a esa sección. Pasaron muchos meses. Poco a poco me hice amigo de un niño, para poder hablar con alguien y encontrar un poco de afecto.

No olvido todavía que en esa sección la comida era un poco mejor los días festivos. Lo único que nos permitían hacer era jugar fútbol cuando no llovía. Si alguien hacía algo malo o empezaba una pelea con los demás, lo castigaban severamente.

El castigo era que se le prohibía ver la película. De cuando en cuando iba un cura y nos pasaba una película. Siempre era muda. Otro castigo era que había que acostarse muy temprano. Antes te daban una paliza para que te acordaras, y te amarraban a la cama con correas. Había que quedarse mucho tiempo en la cama.

Qué iba uno a hacer cuando le pegaban. Si se defendía, pegaban más duro. Lo hacían cuando nadie podía verlos y sobre todo cuando había terminado la hora de las visitas y la señora doctora no podía darse cuenta. No servía tampoco que alguien se lo contara, porque apenas salía ella cuando empezaban de nuevo.

Todo eso se debía a que el mundo nos había abandonado. Nadie veía lo que pasaba con nosotros y nadie se preocupaba. Es cierto, pues, que los niños como nosotros no tenemos protección y estamos completamente desamparados.

Transcurrió el tiempo. Crecí y fui entendiendo lo que pasaba en esa sección. Un día estaba en el patio, que por los cuatro lados está rodeado de altos muros porque tienen miedo a que alguno de nosotros huya, aunque nadie sabría a dónde. Todos los que lo han intentado tuvieron que regresar otra vez porque sus familias no quieren nada con ellos. Cuando alguno regresa así es el infierno y se le castiga duramente. La señora doctora no le hacía nada a nadie. De eso se encargaban los otros apenas ella salía.

Y bien: un día estaba jugando en el patio con los demás cuando de repente me hablaron. Fui al comedor y ahí vi a mi padre adoptivo sentado sobre una banca. Cuando la puerta al patio se cerró sentí de repente la esperanza de salir y nunca tener que regresar.

Fui a sentarme a su lado, y me dijo: “Solicité tres días de vacaciones para ti, para poder llevarte a casa”. Me puse muy contento porque vería el mundo de afuera, que es completamente diferente del que está ahí entre los muros de la clínica. Lo estaba tanto que tuve que llorar. Siempre había deseado ser un Niño Libre algún día, como todos los demás. Pero el sueño fue breve, y cuando terminé de secarme las lágrimas todo era como antes. De esa manera regresé a casa después de haber estado encerrado durante mucho tiempo, aunque sólo fuera por tres días. Me hubiera gustado que esos tres días no terminaran nunca.

Recuerdo cómo estaba todo en silencio cuando entré a la habitación. No sabía qué estaba pasando, porque mi padre quería darme una sorpresa. Desde el balcón lo vi hablar con una mujer desconocida. Yo estaba jugando con mi hermanito y le pregunté quién era la mujer. No lo sabía. Entonces oí cómo tocaron, y mi madre adoptiva corrió a abrir la puerta.

Luego me hablaron y dijeron: “Ella es tu madre”. Por un momento no conseguí decir nada. La miré con mucho odio y rompí a llorar porque ahora sabía que era su hijo. Se acercó a mí y balbuceó: “La guerra tuvo la culpa de todo”. Estaba tan nervioso que no pude controlarme y le grité que se fuera, que no quería volver a verla nunca, porque así como me había tratado a mí sólo los cocodrilos tratan a sus hijos.

Nadie dijo nada por un rato, hasta que mi padre adoptivo le indicó a la mujer: “Por favor acompáñeme”. Luego se inclinó sobre mí y afirmó con una voz muy amable: “Yo me encargaré de que no te pase nada”. Su aspecto no era tan serio como de costumbre. Después de hablar por mucho tiempo regresaron, y mi padre explicó: “Desgraciadamente no puedes irte con ella para que te cuide”. Cuando lo oí eché a llorar y mis sueños se acabaron para siempre. Ella se quedó otros dos días y fue muy amable conmigo. Finalmente llegó el día de la despedida y mi madre adoptiva y yo la llevamos a la estación. Le pregunté cuándo volvería a visitarme. En voz baja contestó: “Pronto”. Los dos lloramos y yo no pude decir otra cosa que: “Ciao mamma, hasta pronto”.

Mi padre adoptivo estaba esperándome en la casa y me llevó otra vez a la clínica. En el camino dijo por qué mi madre no se había quedado conmigo cuando nací. Comentó que de vivir sola ahora me hubiera llevado con ella. Pero estaba casada y ya tenía dos hijos. Vivía separada de su esposo. Todo eso lo contó en el camino.

Cuando regresé a la sección estaba tan deprimido que durante mucho tiempo no quise hablar con los demás. Sólo pensaba en cómo lo tratan a uno como perro cuando no tiene mamá, y en cómo la gente no tiene corazón. Estas palabras daban vueltas constantes en mi cabeza. Finalmente la señora doctora me mandó llamar un día y dijo que ya no pensara en ello. De haberlo sabido no hubiera permitido que fuera a casa. No debí haber recibido un golpe tan cruel.

De esta manera mi vida continuó como antes. Otra vez empecé a jugar con mi amigo. Nuestra amistad se hizo cada vez más estrecha. También quería otra cosa de él. En esa época vi cosas como nunca antes. Recuerdo cómo una vez me di cuenta, en plena noche, de que uno de los niños estaba metiéndose a la cama de otro para hacer algo que la demás gente no hace. Así fue que comprendí que nosotros también necesitamos a otras personas para desahogar nuestras penas.

Todo eso lo hacíamos en la noche para que el enfermero no se diera cuenta. De otra manera nos hubieran tocado severos castigos. Cuando alguien denunciaba algo de lo que había visto le dábamos de golpes y de patadas entre todos. Así comprendí cómo se hacía y empecé a participar junto con todos los demás. No se me ocurrió que tal vez pudiera hacernos daño. También sé que había algunos niños que se iban con los adultos por un regalito o una propina.

 


 

 

La adolescencia

 
 
 


A los catorce años estaba de acuerdo con todo lo que hacía mi amigo. Siempre estaba de acuerdo, porque pensaba: “Tal vez me acompañe un día a hacer lo que yo quiero”. Pero adivinó lo que quería. Un día habló a solas conmigo y dijo que no era como los que se metían a la cama con los demás. No dije nada cuando escuché sus palabras. Sólo me puse a esperar una buena oportunidad.

En nuestra sección había una monja que nos daba clases. Un día, al terminar la escuela, se dirigió a mí: “Si sigues así con tu amigo se me acabará la paciencia y se lo contaré al enfermero en jefe”. De puro miedo me abalancé sobre ella y la golpeé. Luego no supe qué pasó.

Cuando recobré el conocimiento en la sección, vino a mi memoria que el enfermero me había azotado con la vara, luego metido a la cama y amarrado con las correas. No pude hacer nada. Ni siquiera contárselo a la señora doctora. Me hubiera ido peor todavía, apenas volviendo ella la espalda. Así que no pude más que estarme quieto. Al transcurrir los días tuve un miedo como no se lo imaginan. Finalmente la señora doctora decidió enviarme a trabajar. Y dijo: “A ver si así te corriges”.

Empecé como jardinero. Me iba muy mal porque tenía que trabajar todo el día sin descanso. Como si fuera un esclavo. Si alguien se oponía al celador, lo mandaban enseguida de regreso a la sección; todos sabíamos lo que pasaba ahí.

Mi amigo también trabajaba en el jardín. Cada vez que nos veían juntos se imaginaban algo malo. Todo el tiempo hablaban sobre nosotros y decían: “Son unos pervertidos”. Aunque no fuera verdad. Una vez estuve a solas con mi amigo en el jardín. Era de noche y traté de hacerle algo. Pero no lo conseguí, porque dijo que si lo tocaba se lo contaría a la señora doctora. Una tarde, cuando estábamos jugando fútbol, también intenté hacerle algo. Y esa vez lo logré. Sin embargo, al otro día se lo platicó a la señora doctora, y me metieron inmediatamente a otra sección, la número 6. Era una sección cerrada, y estuve ahí por mucho tiempo. Finalmente salí y tuve que limpiar máquinas. Duré mucho tiempo en ese trabajo, hasta que reincidí y empecé algo con otro muchacho. No se imaginan cómo es para uno cuando crece cada vez más de estatura y edad, sin poder hacer nada. Aunque no sea lo mismo con otro muchacho.

Al día siguiente se lo contó al médico. Que otra vez había empezado con lo mismo. Fui a dar a una celda incomunicada. No sabía qué pensaban hacerme. Al otro día regresé a la sección, donde vi una máquina sobre un carrito. Me dijeron: “Acuéstate”. Dos enfermeros se acercaron y metieron un pedazo de hule en mi boca y audífonos sobre las orejas; cuando llegó el médico, encendió la corriente eléctrica. No se imaginan cuánto duele. Cuando todo pareció terminar quise irme. El médico hizo que regresara y ordenó: “Desvístete”. Vi cómo conectaban los dos cables a mis genitales y encendían la corriente. Fue como el fin del mundo para mí. Nunca olvidaré cuánto me dolió. Repitieron las terribles torturas durante varias mañanas todavía. Recuerdo perfectamente el miedo que sentía cada vez que daban las nueve. Era tanto que tenía que salir a vomitar. En el fondo es incomprensible por qué lo torturan a uno así. Es como si fuera uno esclavo. Cada vez que llegaba el médico me postraba delante de él y le rogaba su perdón. Pero no le importaba. Cuando ya estaba en la cama y él extendía la mano hacia el interruptor, le suplicaba: “Tenga piedad”. Pero él decía: “No estamos en el jardín de niños. Lo hacemos para que aprendas una lección y para que no se te olvide”. Cuando terminaba no podía caminar a causa del dolor, y pensaba que nunca dejarían de hacerme eso. En la noche soñaba con lo que todavía le faltaba por hacerme a ese loco. No nos lo hacía sólo a los jóvenes, sino también a los viejos.

En el fondo no comprendo por qué lo torturan así a uno. Aun cuando una persona está enferma merece un poco de respeto. No se imaginan cuánto duele. Lo pueden arruinar a uno para toda la vida. La sola mención de ese tratamiento me pone blanco y siento náuseas. Todavía no consigo olvidarlo. Es un odio fijo en mí.



Empecé a trabajar como panadero y era agradable, porque en la panadería conocí a dos personas muy buenas. Después de todo lo que habían hecho de mí me resigné a la vida de la clínica. De la sección número 6 fui transferido a la 2. Ahí trabajé hasta los 17 años de edad. Entonces llegó mi padre, pidió dos días de vacaciones para mí y fuimos a casa. Cuando llegamos le dije: “Estoy harto de lo que me hacen. He decidido buscar un trabajo aquí afuera y ser libre como todos los demás”. Así lo hice. Encontré un trabajo en una fábrica donde hacían tapones para las ruedas de los coches; mi padre fue a la clínica e hizo que le entregaran el certificado de alta.

Le encontré gusto a la fábrica. Sólo estaba mal en la casa, porque mi madre adoptiva me trataba como un perro y ni siquiera me miraba. Cuando regresaba de trabajar no había comida para mí. También decía: “Nunca vas a ser un hombre de bien”. Por la mañana, cuando salía a trabajar, nunca estaba lista la bolsa de mi comida. Sin embargo, tenía miedo de que me atacara; por eso no decía nada e iba a trabajar sin haber comido. Así duré bastante tiempo, hasta que un día hablé a solas con mi padre y le dije: “Estoy harto de ser tratado tan mal, como un perro. Si no querían saber nada de mí me hubieran mandado otra vez a la clínica”. Pero mi padre adoptivo decidió llevarme a una casa. Ahí vivían puros muchachos como yo, que también habían estado en el hospital. Antes de admitirme quisieron saber por qué debía entrar ahí. Mi madre adoptiva mintió: “Siempre le pega a su hermanito y roba todo lo que encuentra”. No sé por qué me odia tanto. Primero me crió y luego me arruinó. Esas fueron las palabras que pasaron por mi mente. Hubiera querido ser feliz y tener un hogar, pero no tenía caso mencionarlo. No cuando todo el tiempo te están diciendo: “Estás loco. ¿Qué es lo que quieres?” No se imaginan lo deprimido que estaba. No podía defenderme, aunque fuera inocente; tenía que callar.

Así llegué a esa casa. La dirigía un trabajador social. Era muy severo y a veces también cruel con nosotros. No nos permitía abandonar la casa siquiera. Por la noche, si alguien regresaba muy tarde de trabajar, ya no había qué comer; si se quejaba le iba peor. Los domingos había unas horas de salida, pero el que se atrasaba no podía salir al domingo siguiente.

Un día llegó una mujer que trabajaba en la casa y afirmó que se le habían perdido unos objetos de valor. Nos acusaron a todos y el médico de la casa investigó el asunto. Era un profesor. El trabajador social le dijo al médico: “Ése de ahí no sabe dominarse, y además es grosero”. Estaba refiriéndose a mí. Con ese pretexto me mandaron otra vez a la clínica de Collegno. Declararon que era un ladrón. Fui examinado nuevamente y enviado a la sección número 2, donde ya había estado antes. Otra vez empecé a trabajar de panadero, y así pasaron muchos años.

En la clínica conocí a un muchacho que era rubio, más bajo que yo y muy cariñoso. Lo visitaba a menudo y cada vez le llevaba un regalo. Pensé que tal vez pudiera hacer algo con él algún día. Yo también soy joven y necesito a alguien con quien desahogar mis penas. Nuestra amistad se estrechó cada vez más; como había perdido a mi amigo de antaño pensé que quizá resultara algo esta vez. Una tarde mientras jugábamos fútbol lo agarré del cuello de la camisa y lo acosté en el suelo. Entonces dijo: “Si no me sueltas se lo digo al enfermero”. Y le contesté: “Si prometes no acusarme te suelto”. Pero por la noche sentí miedo. No debía haberlo hecho, porque ya sabía lo que podía pasar. Otra vez empezarían con la tortura en mis genitales. ¿Por qué me había dejado arrebatar otra vez? ¿Qué quería de él? Era sólo un muchacho como yo. ¿Por qué todo había resultado así, y qué me había conducido a ese camino? Ésos eran mis pensamientos. No lo soporté más, y decidí fugarme. Pero no sabía a dónde. De los que trabajábamos uno siempre tenía que ir por la comida de todos; ofrecí hacerlo, seguí el camino hasta el muro exterior, trepé y eché a correr lo más rápido que pude. Tenía miedo a su persecución, y a cada rato volteaba para ver si alguien me seguía. No vi a nadie y seguí corriendo, aunque sabía muy bien que me recogerían de inmediato en cuanto llegara a la casa de mis padres adoptivos.

No podía regresar porque sabía del castigo. Cuando llegué a casa mi madre adoptiva se sorprendió mucho y preguntó: “¿Cómo es que estás aquí?” Le conté por qué había huido, pero dijo: “Mejor regresa de inmediato, porque de otro modo te va a ir mal”. No quise porque sabía lo que harían conmigo. No había olvidado nada. Le expliqué que dan electromasajes en el vientre y lo horrible que es eso. Que lo pueden estropear a uno para toda la vida. También le conté que ya me lo habían hecho. Entonces prometió que hablaría con el director para que no me hicieran nada.

Ella pensaba que con unas cuantas palabras sería fácil arreglarlo todo, pero yo conocía la realidad. Quien comete un error tiene que pagar por él. Ésa es la ley de la clínica.

No pegué el ojo en toda la noche porque estuve pensando en lo que harían cuando regresara a la clínica. A la mañana siguiente fui a Collegno con mi madre. Cuando llegamos estaba blanco de miedo y lloré como un niño, aunque casi era un adulto ya. Pasamos al despacho del director y preguntó por qué me había fugado. Se lo expliqué y dijo que no había de qué preocuparse. Entonces aparecieron dos enfermeros y me condujeron a una sección para observarme.

Esa misma tarde fui trasladado a otra sección, donde me fue muy mal. Mi madre me visitó al día siguiente y dijo: “Sólo vas a tener que quedarte unos días, y luego vendré por ti”. Pero no fue.

Otra vez empezaron los malos tratos. En esa sección nos mandaban a la cama a las cuatro de la tarde, y había que quedarse ahí hasta las ocho de la mañana. Era una vida muy difícil y triste y no podía hablar con nadie, porque sólo había pobres enfermos y locos.

Qué puedo decir de esa sección. Era muy triste y severa, y totalmente aislada; ni siquiera podía asomarme por la ventana. Sólo una vez al día se veía algo. Nos sacaban a tomar el aire en el patio, pero no había con quien cruzar una sola palabra. Pasado el tiempo nos llevaban otra vez adentro. El mundo estaba completamente cerrado; no había nada en absoluto. Adentro nos daban de comer sopa y puchero. La comida era muy mala. Luego nos metían a la cama en las celdas, atados con dos correas, una en el pie y la otra en el brazo. Cerraban la puerta y no la volvían a abrir otra vez sino hasta la mañana siguiente.

Miraba las cuatro paredes y lloraba, porque no había nadie que pudiera ayudar o aconsejarme. Yo preguntaba: “¿Por qué tienen que tratarme como a un perro? ¿Qué les he hecho? ¿Por qué nadie quiere saber nada de mí?” ¿Qué iba yo a hacer en ese mundo, en el que sólo valía la ley que ellos imponían, donde yo estaba tan desamparado como los demás? Aguantar y callar era lo único. Éramos pobres y no servíamos para nada en el mundo. Eso creían, que no servíamos para nada. Por eso se burlaban de nosotros y nos ponían a trabajar como a unos mendigos. Bastaba con que alguien se arriesgara a pronunciar una palabra. No hacía falta siquiera que alzara la mano. Lo agarraban y le pegaban hasta cubrirlo de moretones. ¿Por qué trataban así a la gente enferma que no les había hecho nada? Esas fueron mis palabras. Y lloré, porque estaba muy triste.

Estuve en esa sección durante muchos meses. Me iba muy mal. No tuve noticias de mis padres adoptivos. Finalmente llegó el celador un día y dijo: “El médico te transfirió a otra sección mejor que ésta”.

Me llevaron a la sección para los presos. Ahí había pura gente en espera de su juicio. ¡Se imaginarán el cambio para mí!

Ahí quedé encerrado y solo, y poco a poco fui acostumbrándome a tratar a los presos. Todo eso se debía a que me había fugado. “Para que aprendas”. Eso decían.

En esa sección había más luz y desde la ventana se veía a la gente salir a trabajar todos los días. Al lado había una lavandería a la que llegaban las personas. Dudé que algún día fuera a salir otra vez de esa cárcel.

También había un enfermero en la sección. Se metía con los enfermos y ellos tenían que satisfacerle todos sus caprichos. Una vez también me preguntó a mí si quería. Enseguida dije que no, pero luego comprendí que no había de otra si quería estar más o menos bien. Hacían lo que querían con nosotros porque no podíamos delatarlos y dependíamos de ellos. De esa manera empecé pronto a ser bien visto entre los enfermeros, y comencé a ascender. Les ayudaba a limpiar los dormitorios. Todo tenía que hacerlo gratis; no recibía nada por ello, pero ya no tenía que acostarme de día, como antes.

El día menos pensado me dijo el médico: “Irás a otra sección. Te daremos otra oportunidad y dejaremos que trabajes nuevamente”. Yo sabía cuál era la verdad. El niño rubio ya no estaba y sólo por eso me dejaban salir.

En la sección número 6, en la que ya había estado una vez, había un enfermero muy cruel. Sobre todo tenía la manía de dar masajes eléctricos en cuanto se hacía algo malo. El mismo me dijo que se divertía observando y que no lo afectaba. Al contrario. Grabé esas palabras en mi memoria. Por eso andaba todo el tiempo con miedo. No conocían la piedad cuando se hacía algo que no les cuadraba.

Fui enviado a trabajar a la lavandería de junto, donde se lavaba la ropa de los enfermos. Era un trabajo muy sucio y a menudo tenía que vomitar. Pero cada vez que alguien se negaba a trabajar ahí lo informaban a la sección, y todos sabíamos lo que pasaba entonces. Lo conectaban a la máquina, y era mejor sudar todo el día que caer en manos de ese médico loco.

Trabajábamos sin descanso; apenas se sentaba alguien por un momento y ya iban a amenazarlo: “¡Mañana irás a la estación!” De esa manera se encargaban bien de que nadie se cansara.

Los otros estaban enterados de la razón por la que me habían incomunicado y dijeron: “Hace mucho que se fue el muchacho al que buscas”. No había nada que hacer. Al escuchar esas palabras me puse tan nervioso que lloré. Ya no tenía con quién desahogar mis penas. Pero tuve que aguantar y estarme quieto. En mi interior pensaba: “Algún día les pediré explicaciones por todo lo que han hecho conmigo”. Estos pensamientos se debían a una ira de la que ya no podía librarme. Cada vez que lo pensaba me sentía un poco mejor.

Trabajé en la lavandería por muchos años. Finalmente empecé a sentirme un poco mejor y comprendí cuál era la manera de salir. El celador de la lavandería era muy bueno, aunque a veces se burlase de nosotros. Conocí a un muchacho que me agradaba porque de vez en cuando le daban ataques, y yo sabía lo que eso significaba. También era muy amable conmigo. Un día estábamos trabajando cuando de repente vi cómo se quitaba la ropa y se arrojaba al piso. Me acerqué lo más rápido que pude y le dije que se vistiera pronto, antes de que llegaran los enfermeros, porque le iría mal. Pero ya era tarde, porque aparecieron dos de ellos. Lo agarraron y le dieron patadas y golpes. Empecé a llorar y corrí a decirles que lo soltaran. Estaba enfermo, no sabía lo que hacía y no tenía la culpa. Pero ellos dijeron: “Mejor preocúpate de lo tuyo. Lo que nosotros hacemos no te importa. Si no te estás tranquilo también te va a tocar, igual que a él”.

Lo llevaron a la sección incomunicada y lo confinaron ahí. Al otro día fue el médico a hacerle el tratamiento. Fui una vez a escondidas para llevarle dos cigarros, y me mostró algo terrible. Al ver la máquina le había entrado tanto miedo que se había mordido el brazo, arrancándose un trozo de carne. Dijo: “Es exactamente como tú lo describiste, y duele mucho”. Tenía mucho miedo porque no había sido la última vez. Querían seguir. No se imaginan el miedo que tenía ese pobre enfermo, y sus ojos estaban colmados de odio. “¿Acaso tengo la culpa de estar enfermo?”, preguntó. ¿Por qué le daban tormento en lugar de curarlo?

Su madre quería visitarlo, pero no la dejaron pasar porque tenían miedo a lo que pudiera platicar por ahí sobre lo que le habían hecho a su hijo en la clínica. Lo ataban con cuatro correas y le daban de comer como a un perro; le metían la comida a la boca por la fuerza. La sopa se la vertían entre los dientes. De cualquier modo era casi pura agua. Lo vi con mis propios ojos. Pero no podía decirle nada a su madre porque me hubiera ido mal. Nuestra única opción era guardar silencio y soportarlo todo.

Después de mucho tiempo apareció mi padre adoptivo. No lo veía desde mi fuga. Le pregunté: “¿Por qué?”, y contestó: “El director no daba la autorización para visitarte”. Empecé a contarle que estaba harto de ese manicomio. Había visto demasiadas cosas terribles ahí. Siempre prometía que algún día me sacaría de la clínica, pero no lo hacía nunca.

 


 

 

La edad adulta

 


Un día un celador me habló al trabajo y ordenó: “Junta tus cosas”. Pregunté por qué. “El jefe de la sección quiere hablar contigo”. Fui a la estación y otra vez con miedo. Pero esa vez se trataba de algo diferente. Me dijo que a partir de entonces trabajaría en la cocina de la clínica. “Procura portarte bien y no hagas tonterías”. Después de eso tenía un día libre a veces. También los domingos. Me dio gusto, porque la lavandería era un lugar muy triste y no quería recordarlo.

Entonces fui transferido a la sección número 4. De ahí no me quedaba tan lejos el trabajo. Entré y lo primero que vi fue a dos viejos enfermeros con los que ya había tenido dificultades antes en otra sección. A la mañana siguiente llegó el médico, al que también conocía de otra parte, y me dijo: “Es hora de que te portes mejor, porque ya eres grande”. Luego habló con el celador y le indicó: “Puede dejar que ande con libertad. Pero si hace algo mándemelo a la 8, y ahí le daremos su tratamiento”. Ya sabía a qué se refería el médico. Lo había experimentado en carne propia.

Mi vida empezó a ser un poco más feliz que antes y traté de olvidar mis recuerdos. Pero era muy difícil. Tenía demasiado odio en el corazón.

Así pasó el tiempo. Transcurrieron los años. Hice amistad con un hombre al que conocía desde que había trabajado en el jardín. Era muy formal y me quería. Ni mi padre me quería tanto como él. Yo sabía por qué. Deseaba darme todo lo que quisiera. También dinero. Accedí, y de este modo se creó nuestra amistad. Éramos inseparables, aunque los demás se burlaran de nosotros y se rieran. Me decía: “Lo que hacemos el uno con el otro no es distinto de cuando me acostaba con mi mujer. No soy un perro, y todos necesitamos a alguien para desahogar nuestras penas”.

Así pasó mucho tiempo, hasta que un día llegó mi padre adoptivo y dijo: “Quiero llevarte a la casa por unos días”. El médico le contó que había conocido a un hombre y que me iba con él. Pero mi padre lo entendió todo, que lo hacía por no poder desahogarme con una mujer y que todo se debía a haber estado siempre encerrado en la clínica.

Así regresé a la casa por primera vez desde mi fuga. Pero cuando llegué decidí no regresar nunca a la clínica. Busqué un trabajo y le dije a mi padre: “Por favor, ve a la clínica y haz que te den un certificado que diga que me dieron de baja y que puedo quedarme fuera”.

Cuando regresó dijo que estaba libre. Para siempre. Cuando oí esas palabras corrí hacia él y lo abracé. Pero me advirtió: “Ten cuidado de no hacer nada, porque entonces volverán otra vez por ti”.


*Nació el 11 de noviembre de 1929 en Kaufbeuren y es autor de poesía, balada, novelas, teatro, guiones de radio y de televisión, ensayos y traducciones. Es posible dividir su evolución en tres fases: la primera (desde 1957) empieza con la poesía y abarca su participación en el Grupo 47; en su obra se advierte el deseo de definir y criticar la situación contemporánea y se expresa cierta “melancolía izquierdista”; la segunda (desde 1965) se aparta de la literatura y se vuelve hacia la teoría política (sale del Grupo 47), empieza a editar la revista cultural y política Kursbuch, que ha subsistido hasta la actualidad; la tercera (a partir de 1975) vuelve a la literatura, a través del estudio histórico, con “baladas” y poemas.
 

* El autor se refiere al Instituto Médico Pedagógico de Lucento en la provincia de Turín (H. M. E.).