Material de Lectura

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Nueva Narrativa Alemana


Selección y nota introductoria de
Sergio Monsalvo


Traducciones de
Angelika Scherp


 
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Nota introductoria

 

En abril de 1947, las fuerzas de ocupación norteamericana en Alemania, a través de su alto mando, clausuraron la revista Ruf y censuraron públicamente a sus editores, Alfred Andersch y Hans Werner Richter, por las opiniones expresadas en ella. Éstos decidieron entonces fundar una nueva revista, que llevaría el nombre de Skorpion, cuyo objetivo sería publicar el material que en previas reuniones leerían y discutirían con sus colaboradores.

Dos meses más tarde y ya con el proyecto del taller literario en marcha, durante una de las reuniones, Hans Georg Brenner los bautizó formalmente como Grupo 47. En él se buscaba crear una nueva literatura alemana. Por medio del experimento buscarían llegar hasta el límite de lo decible, con un nuevo lenguaje, adecuado para el tiempo amenazado y carente de ilusiones. No fue posible, sin embargo, publicar el primer número de la revista, proyectado para enero de 1948, debido a que las mismas fuerzas de ocupación les negaron la licencia de publicación, argumentando su reiterado “nihilismo”.

A pesar de ello las reuniones continuaron en su calidad de taller, y por más de 20 años el Grupo 47 se erigió en factor preponderante de la industria literaria de Alemania Occidental, en una mezcla de reunión de amigos, mercado literario y club de debates políticos que giraba en torno a lo que todos tenían en común: la literatura. El interés compartido hacia la creación de una nueva literatura alemana fue decisivo para la fundación del grupo y garantizó su cohesión en el comienzo.

El Grupo 47 se formó en un momento en el que la restauración de las estructuras sociales, tras la derrota militar del fascismo, empezó a manifestarse perceptiblemente. Dadas estas circunstancias, los miembros del grupo opinaron que el medio literario era un campo adecuado para desarrollar y conservar su apreciación acerca de las posibilidades de crear una mejor sociedad, así como nuevos conceptos democráticos, mediante la transformación a largo plazo de la mentalidad del público alemán. La tarea impuesta se incorporó a las experiencias comunes de sus miembros en oposición a las manifestaciones del fascismo.

A partir de 1952 el Grupo 47 se estableció como un laboratorio de gran variedad estética, en la que cada texto novedoso y todo estilo podía afirmar una intención política, puesto que representaba una posibilidad literaria, ampliando la agilidad de la forma; no resultaba decisivo el sujeto, sino el lenguaje, el “cómo” era el criterio aplicado a la temática.

Coincidiendo con el auge literario del grupo, a finales de los cincuenta, se inició una modificación de la idea que el movimiento tenía de sí mismo: los conceptos diferentes, acerca de la función de la literatura y de la posición del escritor se enfrentaron, dando comienzo a una polémica estética entre sus miembros.

Durante los primeros años de la década de los sesenta surgieron en el grupo dos tipos de problemas: la disponibilidad del idioma en relación con una realidad determinada por la técnica y la burocracia, y la socialización del hombre en cuanto a sus efectos sobre la manera de ser de la literatura y sobre todo en cuanto a la posición de quienes la creaban.

Los autores más jóvenes no pusieron frente al hombre integrado a la sociedad, el ideal del individuo autónomo, sino buscaron crear con las posibilidades de la integración en la sociedad, la posibilidad de un progreso humano. Las formas de una literatura adecuada para la nueva situación fueron puestas a prueba mediante la literatura experimental y la concreta, que por medio de su ejercicio dieron una nueva definición al realismo y fueron consideradas como explícitamente políticas.

Las reacciones provocadas por esta nueva literatura se polarizaron y finalmente el grupo se dividió en dos fracciones: los estetas y formalistas de un lado, y del otro los narradores y los realistas. Mientras los autores de mayor edad fueron impulsados a la creación literaria por las experiencias de la guerra y la posguerra, los más jóvenes escribían a partir de las experiencias de una sociedad que había logrado olvidar el pasado. La reconciliación se hizo imposible, porque ya no existía la conciencia de una experiencia común.

Ante el hecho y previendo que al debatir sus diferencias se encontrara un fin poco digno, Hans Werner Richter, quien desde siempre fungió como director, a fines de los sesenta dejó de organizar las sesiones y, como nadie más tenía suficiente interés en revivir al grupo, éste dejó de existir como tal.

Los escritores presentados en este volumen fueron miembros importantes y puntales de alguno de los diversos momentos estéticos que dieron vida al Grupo 47, el cual contó además en sus filas y diferentes áreas con nombres tales como: Hans Werner Richter, Alfredo Andersch, Walter Guggenheimer, Nicolaus Sombart, Günter Eich, Walter Heist, Günter Grass, Paul Celan, Ingeborg Bachmann, Martin Walser, Uwe Johnson, Walter Jens, Peter Weiss, Helmut Heissenbüttel, Peter Härtling, Max Frisch, Friedrich Dürrenmatt, entre muchos otros.

 

 

 

Sergio Monsalvo

 


 

El cartel


Ilse Aichinger*


—¡No he de morir! —dijo el hombre que estaba pegando los carteles, y su voz lo asustó, como si bajo el vibrante calor se le hubiera aparecido su propio fantasma. Disimuladamente volvió la cabeza a la izquierda y a la derecha, pero no había nadie que lo pudiera creer loco, nadie debajo de la escalera. El metro acababa de salir, y otra vez había abandonado las vías a su brillo. Frente a él en la estación, una mujer sostenía a una niña de la mano. La niña cantaba a media voz. Eso era todo. La quietud del mediodía descansaba sobre la estación como una mano pesada, y la luz parecía abrumarse con su propia exuberancia. El cielo era azul y violento encima de los techos protectores, no sabía si cuidarlos o derrumbarse sobre ellos; y hacía mucho que los cables telegráficos habían dejado de zumbar. La lejanía devoraba lo cercano, y lo cercano la lejanía. No era para sorprender que muy pocas personas tomaran el metro a esas horas; quizá tuvieran miedo de convertirse en fantasmas y espantarse a sí mismos.

—¡No he de morir! —repitió el hombre, amargado, y escupió desde la escalera. Una mancha de sangre se dibujó sobre las losas claras. El cielo pareció paralizarse del susto repentino. Era casi como si alguien le hubiera advertido: nunca anochecerás; como si arriba de la estación el propio cielo se hubiera convertido en un cartel llamativo y grande como un anuncio en la playa. El hombre arrojó la brocha a la cubeta y bajó de la escalera. Recargó la espalda en el muro, pero el mareo le pasó rápidamente. Se colgó la escalera al hombro y se fue.

El muchacho del cartel se reía horrorizado, enseñando los dientes blancos y con la mirada fija hacia el frente. Quería seguir al hombre con la vista, pero no podía bajar los ojos. Los tenía muy abiertos. Semidesnudo, con los brazos en alto, se le había congelado en el cartel mientras corría, como si hubiera sido castigado por pecados de los que ni tenía memoria; lo rodeaba la espuma blanca, sobre él estaba el cielo demasiado azul y a sus espaldas la playa demasiado amarilla. El muchacho reía con desesperación hacia el otro andén, donde la niña cantaba a media voz y la mujer lo contemplaba con mirada vaga y anhelante. Le hubiera gustado explicar a la mujer que todo era un engaño, que no tenía delante de sí al mar, tal como quería hacerlo creer el cartel, sino sólo el polvo y el silencio de la estación y la placa que decía: “¡Prohibido pisar las vías!”, igual que ella. Se hubiera quejado de su propia risa, tan desesperante como la espuma que salpicaba a su alrededor sin refrescarlo.

El muchacho del cartel no debía concebir semejantes ideas. Ni a la joven de la izquierda, que apretaba contra su pecho un ramo de flores de una determinada tienda, ni al señor de la derecha, que se apeaba de un coche reluciente, se les hacía rara su situación. No se les ocurría rebelarse. La muchacha no deseaba soltar el ramo, que sus brazos rosados apenas podían sostener, y las flores no querían agua. El señor del coche parecía pensar que tal postura inclinada era la única posible, pues sonreía contento y no soñaba con incorporarse, ponerle el seguro al coche y seguir un poco a aquellas nubes claras. Es más, las nubes claras se mantenían inmóviles, enmarcadas con líneas plateadas, como cadenas que no las dejaban vagar. El muchacho entre la espuma era el único que escondía la rebelión tras una risa petrificada, así como la tierra transparente quedaba oculta detrás de la costa amarilla.

La culpa era del hombre de la escalera, que había dicho: “¡No he de morir!” El muchacho no tenía idea de lo que significaba “morir”. ¿Cómo iba a saberlo? Sobre su cabeza unas letras claras, proyectadas en ángulo sobre el cielo, como una nube olvidada de humo, deletreaban la palabra “juventud”, y a sus pies, sobre la engañosa franja de mar verde cardenillo, se leía: “¡Acompáñanos!” Era uno de los muchos anuncios para un campamento de verano.

El hombre de la escalera había llegado, mientras tanto, hasta arriba. Apoyó la escalera en el muro sucio de la estación, intercambió unas palabras sobre el calor con un mendigo inválido, y atravesó la calzada para comprarse un vaso de cerveza en el puesto del puente. Ahí volvió a intercambiar unas palabras sobre el calor y ninguna sobre la muerte, y regresó por la escalera. Todo estaba cubierto con un velo de polvo, en el que inútilmente trataba de envolverse la luz. El hombre recogió la escalera, la cubeta y el rollo de los carteles y volvió a bajar al otro lado de la parada del metro. El siguiente convoy aún no llegaba. A esas horas a veces pasaba tanto tiempo entre uno y otro que era como si confundiesen el mediodía con la medianoche.

El muchacho del cartel, que no podía hacer más que fijar la mirada hacia el frente y reírse, observó cómo el hombre colocaba la escalera en un punto exactamente opuesto a él para otra vez empezar a pasar la brocha sobre los muros, donde inmóviles esperaban unas mujeres ataviadas con espléndidos vestidos y el pérfido deseo de conservar lo que no podía conservarse. El deseo de no llegar hasta el fin de la noche se les había cumplido. Tanto miedo le habían tenido al amanecer que ya no podían hacer más que publicidad para la sala de espejos de un salón de baile, ligeramente recostadas y rígidas en los brazos de los señores. El hombre de la escalera sacudió la brocha. Ya les tocaba ser tapadas. El muchacho lo vio claramente. Y observó cómo, amables e indefensas, dejaban que se les hiciera lo terrible.

Quiso lanzar un grito, pero no gritó. Quiso estirar los brazos para ayudarles, pero tenía los brazos alzados. Era joven, hermoso y radiante. Tenía el juego ganado, pero se le exigía el precio. Estaba congelado a la mitad del día, así como los bailarines de enfrente a la mitad de la noche. Como ellos, tendría que dejarse hacer todo, indefenso; él tampoco podría tirar al hombre de la escalera. Tal vez todo se relacionara con no poder morir.

¡Acompáñanos... acompáñanos... acompáñanos! Lo único que debía tener en la cabeza eran las palabras a sus pies, el estribillo de una canción. Eso cantaban los jóvenes cuando se iban de vacaciones, eso cantaban cuando el aire les agitaba el cabello. Eso seguían cantando aunque el tren se detuviera en el camino, eso cantaban aunque el cabello se les congelara en el aire. ¡Acompáñanos... acompáñanos... acompáñanos! Y nadie sabía cómo continuaba la canción.

Detrás de la frente del muchacho se inició una actividad frenética. Blancos veleros entraban sin ser vistos a la bahía invisible. El estribillo cambió: ¡No he de morir... no he de morir... no he de morir! Era como una advertencia. El no tenía idea de lo que significaba: “Morir”, tal vez significase lanzar una pelota y extender los brazos; “morir” tal vez fuese sumergirse en el agua o formular una pregunta; “morir” era saltar fuera del cartel; había que morir —ahora lo entendía— había que morir para que no lo taparan.

Ya hacía mucho tiempo que el hombre de la escalera se había olvidado de sus palabras. Si a una mosca sobre el dorso de su mano se le hubiera ocurrido repetírselas, las hubiera negado. Las había dicho en un arrebato de amargura, de una amargura que había ido en aumento desde que se dedicaba a pegar carteles. Odiaba esos rostros tersos y jóvenes, porque él tenía la cicatriz de una quemadura en la mejilla. Además, tenía que, cuidarse para que la tos no lo tirara de la escalera. Al fin al cabo, pegar los carteles le daba para vivir. El calor se le había subido a la cabeza, nada más; tal vez había hablado entre sueños. Basta.

La mujer se acercó a la escalera con la niña. Tres muchachas de vestidos claros bajaron a la estación haciendo sonar los tacones. Finalmente, todas rodearon su escalera para verlo trabajar. Eso lo halagó y no le quedó más que iniciar por tercera vez una conversación acerca del calor. Todas le hicieron coro ansiosamente, como si por fin hubieran dado con la razón de sus alegrías y sus tristezas.

La niña se había soltado de la mano de su madre y andaba girando sobre sí misma. Quería marearse. Pero antes de marearse descubrió el cartel de enfrente.

El muchacho reía, suplicante. “¡Mira!”, exclamó la niña y lo señaló con la mano, como si le gustaran la espuma blanca y el mar demasiado verde.

Él no podía moverla cabeza, no podía decir: “No, ¡eso no es!” Pero tras su frente la agitación se había vuelto insoportable: ¡Morir... morir... morir! ¿“Morir” sería cuando el mar por fin mojara? ¿“Morir” sería cuando el viento por fin soplara? ¿Qué era eso: “morir”?

Enfrente, la niña frunció el entrecejo. El no sabía a ciencia cierta si ella reconocía la desesperación contenida por su risa o si sólo quería jugar a hacer gestos. Pero él no podía fruncir el entrecejo, ni para darle gusto a la niña. “Morir—pensó—, ¡morir para ya no tener que reír!” ¿“Morir” sería cuando uno pudiera fruncir el entrecejo? ¿Sería eso “morir”?, se preguntó sin palabras.

La niña estiró un poco el pie, como queriendo bailar. Echó una mirada atrás. Los adultos estaban sumidos en su conversación y no reparaban en ella. Hablaban todos al mismo tiempo para ofrecer resistencia al silencio de la estación. La niña se acercó a la orilla del andén, contempló las vías y les sonrió sin medir la profundidad.

Estiró el pie un poco sobre el vacío y lo escogió otra vez. Entonces volvió a sonreírle al muchacho, para facilitarle el juego.

“¿Qué quieres decirme?”, preguntó a su vez la risa de él. La niña levantó un poco el delantal. Quería bailar con él. Pero ¿cómo iba a bailar si no sabía morir, cuando siempre tenía que permanecer así, joven y bello, con los brazos alzados, semidesnudo entre la espuma blanca? ¿Cómo, si no podía lanzarse al mar para nadar bajo el agua hasta la otra arena amarilla, si la palabra “juventud” pendía siempre sobre su cabeza, como una espada que no quería caer? ¿Cómo iba a bailar con la niña si estaba prohibido cruzar las vías?

De lejos se escuchaba el acercamiento del siguiente convoy. Más bien no se escuchaba. Era sólo como si se hubiera intensificado el silencio, como si la luz, en su punto más claro, se hubiera transformado en una bandada de pájaros oscuros que se acercaban impetuosos.

La niña sujetó el dobladillo del vestido con ambas manos. “Así... —cantó— y así...” —y saltó como un pájaro sobre la orilla del andén. Pero el muchacho no se movió. La niña sonrió impaciente. De nuevo estiró un pie sobre el borde, el uno... el otro... el uno… el otro... pero el muchacho no sabía bailar.

—¡Ven! —exclamó la niña. Nadie la escuchó. —¡Así! —y sonrió otra vez—. El convoy doblaba la curva a toda velocidad. Junto a la escalera, la mujer se percató de su mano libre. El vacío de la mano la conminó a voltear. Trató de sujetar el dobladillo de un vestidito, y era como tratar de sujetar el cielo. “¡Así”, exclamó la niña, enfadada, y saltó a las vías antes de que el tren ocultara el retrato del muchacho. Nadie pudo detenerla. Quería bailar.

En ese instante el mar empezó a humedecer los pies de él. Una prodigiosa frescura invadió todo su cuerpo. Los guijarros puntiagudos le lastimaron las plantas de los pies. El dolor le cubrió las mejillas con una sensación de éxtasis. Al mismo tiempo se dio cuenta del cansancio de sus brazos, los estiró y bajó. Los pensamientos que le llenaron la mente lo hicieron fruncir el entrecejo y cerrar la boca. El viento empezó a soplar y le llenó los ojos de arena y de agua. El color verde del mar se intensificó y se hizo opaco. La siguiente ráfaga de aire borró la palabra “juventud” del cielo azul, desvaneciéndola como humo. El muchacho levantó la mirada, pero no vio que el hombre saltaba de la escalera, como si alguien lo hubiera empujado. Se llevó las manos a las orejas para escuchar mejor, pero no oía los gritos de las personas ni la sirena estridente de la ambulancia. El mar empezaba a subir.

“Me estoy muriendo —pensó el muchacho—, ¡puedo morir!” Respiró profundamente, por primera vez. Un puñado de arena cayó sobre su cabeza y le tiñó el pelo de blanco. Estiró y encogió los dedos y trató de dar un paso hacia adelante, tal como la niña se lo había enseñado. Volvió la cabeza y reflexionó sobre si debía ir por su ropa. Cerró los ojos, los abrió otra vez y se topó con el letrero de enfrente: “¡Prohibido pisar las vías!” De golpe lo asaltó el temor de que fueran a congelarlo otra vez, con su risa de dientes níveos y el resplandeciente destello blanco en cada ojo; que fueran a sacudirle otra vez la arena del pelo y a arrancarle el aliento de la boca; que otra vez fueran a hacer del mar una engañosa franja debajo de sus pies, incapaz de ahogar a nadie, y de la tierra una mancha clara a sus espaldas, en la que nadie podía apoyar los pies. No, no iría por su ropa, ¿no era cierto que el mar tenía que convertirse en mar, para que la tierra pudiera ser tierra? ¿Cómo había dicho la niña? ¡Así! Trató de saltar. Empujó contra el muro para desprenderse de él, rebotó y volvió a tomar impulso. Justamente cuando se hubo convencido de que nunca lo lograría, una ráfaga de viento sopló desde el puente. El mar se desbordó sobre las vías y arrastró al muchacho, que saltó y jaló la costa. “Me muero —gritó—, ¡me muero! ¿Quién quiere bailar conmigo?”

Nadie hizo caso de que uno de los carteles estaba mal pegado; nadie se dio cuenta cuando se soltó, cayó a las vías y fue destrozado por el tren que entraba en sentido inverso al anterior. Al cabo de media hora la estación quedó vacía y silenciosa otra vez. Enfrente y un poco hacia un lado había una mancha clara de arena entre las vías, como si el aire la hubiera traído desde el mar. El hombre de la escalera había desaparecido. No se veía a nadie.

La culpa de la desgracia la tenía el metro, que a esas horas pasaba tan de vez en cuando que parecía confundir el mediodía con la medianoche. Hacía perder la paciencia a los niños. Entonces la tarde descendió sobre la estación como una sombra ligera.





*Nació el 1 de noviembre de 1921 en Viena, donde fue víctima de la persecución política de los nazis durante la ocupación de Austria. Empezó a estudiar medicina después de la guerra, pero abandonó la carrera para terminar una novela, por la que en 1952 recibió el premio del Grupo 47 así como el de la ciudad de Bremen. A partir de 1949 trabajó como editora en la casa editorial S. Fischer. En 1953 se casó con el poeta Günter Eich, también miembro del Grupo 47. Aparte de dicha novela, Die grössere Hoffnung, ha escrito cuentos, guiones para radio y poesía. En su prosa poética pretende crear una forma narrativa moderna para la comunicación alegórica de la verdad, que la ha establecido como legítima sucesora de F. Kafka.

 


 

No vayas tanto a Heidelberg


Heinrich Böll*


Para Klaus Staeck, quien sabe que este cuento
es ficticio de principio a fin, pero al mismo
tiempo completamente real.

 

Por la noche, ya en piyama, se sentó a la orilla de la cama en espera del noticiero de las doce, fumó un último cigarro y trató de reconstruir el momento en que ese hermoso domingo se había echado a perder. La mañana había sido soleada y fresca, con el temple de mayo, aunque ya era junio y se palpaba el calor que haría más tarde; la luz y la temperatura lo hicieron recordar sus entrenamientos de antaño, entre las seis y las ocho antes de ir a trabajar.

Esa mañana dedicó una hora y media a la bicicleta. Recorrió caminos laterales entre las zonas residenciales, los pequeños jardines y los parques industriales; pasó entre campos, cenadores, huertos verdes y el gran panteón hasta llegar al lindero del bosque, ya muy lejos de los límites de la ciudad. En los tramos asfaltados aceleró para poner a prueba su arranque y velocidad, intercaló carreras cortas y descubrió que su condición física aún era buena y que tal vez podría arriesgarse nuevamente como amateur; sus piernas participaron de la alegría por el examen aprobado y el propósito de entrenar otra vez con regularidad. Con el trabajo, la escuela nocturna, la necesidad de ganar dinero y los estudios no había tenido mucha oportunidad para hacer deporte en los últimos tres años. Sólo le hacía falta una nueva bicicleta, pero no habría problema si mañana llegaba a algún acuerdo con Kronsorgeler, y de eso no dudaba.

Después del entrenamiento hizo ejercicios sobre la alfombra del departamento, tomó un baño, vistió ropa limpia y se fue en el coche a desayunar con sus padres: café y pan tostado, mantequilla, huevos frescos y miel sobre la terraza que su padre había agregado a la casita, protegida por su bonita persiana regalo de Karl; mientras avanzaba la mañana cada vez más calurosa, las manifestaciones tranquilizadoras y estereotipadas de sus padres: “Ya casi terminas; ya pronto terminas”. Mamá decía “pronto”, papá “casi”, y una y otra vez evocaron gozosos la aprensión de los últimos años, que no le habían reprochado sino vivido con él: el paso de campeón amateur del distrito y electricista hasta el examen aprobado de ayer. Era una aprensión ya superada que empezaba a convertirse en el orgullo de la experiencia ganada, y una y otra vez le preguntaron cómo se decía esto o aquello en español: zanahoria y coche, Reina de los Cielos, abeja y diligencia, desayuno, cena y arrebol vespertino. Cuánto se alegraron cuando se quedó a comer y luego los invitó a una fiesta de celebración el martes en su departamento. Su padre salió a comprar helado para el postre, y él aceptó el café a pesar de que a la hora tendría que tomar más con los padres de Carola. Todavía aceptó el kirsch y platicó acerca de su hermano Karl, la cuñada Hilde, los niños Elke y Klaus; estuvo de acuerdo en que estaban muy consentidos con todas esas garras de pantalones y flecos y grabadoras; y una y otra vez los complacidos suspiros: “Ya casi terminas, ya pronto terminas”. Esos “casi” y “pronto” lo inquietaban. ¡Había terminado! Sólo faltaba la entrevista con Kronsorgeler, con el que congenió desde el principio. Había salido bien parado de sus cursos de español en la universidad popular, y de los de alemán en la preparatoria para adultos.

Más tarde ayudó a su padre a lavar el carro y a su madre a desyerbar, y cuando se despidió ésta todavía sacó del congelador zanahorias, espinacas y una bolsa de cerezas en conserva; los guardó en una pequeña hielera y lo obligó a esperar mientras cortaba tulipanes para la madre de Carola; entretanto, su padre le revisó las llantas, hizo que encendiera el motor, lo escuchó desconfiado, se acercó a la ventanilla abierta t preguntó: “¿Todavía vas tan seguido a Heidelberg, y por la autopista?” Trató de dar a entender que la pregunta se debía a las condiciones en que se encontraba; el coche, viejo y bastante estropeado, que dos o tres veces a la semana tenía que recorrer esos ochenta kilómetros de ida y vuelta.

—¿A Heidelberg? Sí, todavía voy dos o tres veces a la semana. Supongo que pasará mucho tiempo antes de que pueda comprarme un Mercedes.

—Ah, sí, un Mercedes —contestó su padre—. Ayer ese funcionario del gobierno, de Cultura, creo, me llevó su Mercedes para que lo revisara otra vez. Insiste en que yo lo atienda. ¿Cómo se llama?

—¿Kronsorgeler?

—Sí, ése. Es un hombre muy agradable. Sin tratar de ser irónico hasta lo llamaría elegante.

Entonces su madre llegó con el ramo y dijo: “saluda a Carola de nuestra parte, y a sus padres, por supuesto. Nos vemos el martes”. Poco antes de que arrancara, su padre se le acercó otra vez: “No vayas tanto a Heidelberg... ¡en esta carcacha!”




Carola no estaba cuando llegó a la casa de los Schulte-Bebrung. Había telefoneado para avisar que todavía no terminaba los informes, pero que se apuraría; que no la esperaran con el café.

La terraza era más grande; la persiana, aunque desteñida, más lujosa; y el conjunto lucía más elegante. Incluso la decrepitud apenas perceptible de los muebles de jardín y la hierba que se asomaba por las juntas entre las losas rojas tenían algo que lo irritaba, tanto como a veces lo hacía la palabrería de las manifestaciones estudiantiles; esas cosas y las cuestiones sobre ropa eran motivo de disgustos para Carola y él, pues ella siempre le reprochaba que fuera tan formal y burgués en su modo de vestir. Con la madre de Carola habló sobre jardinería y sobre ciclismo con su padre; el café se le hizo peor que en su casa y trató de dominar su nerviosismo para que no se convirtiera en irritación. Eran personas realmente simpáticas y progresistas que lo habían aceptado sin prejuicio alguno, incluso de manera oficial tras el anuncio de esponsales. Es más, había llegado a cobrarles cierto afecto, incluso a la madre de Carola, cuyas continuas exclamaciones de “¡qué lindo!” lo molestaron al principio.

Finalmente el doctor Schulte-Bebrung —al parecer un poco apenado— lo invitó a pasar al garage para enseñarle su nueva bicicleta, con la que acostumbraba “dar unas vueltas” por el parque y el panteón viejo en las mañanas. Era un modelo de lujo, la elogió entusiasmado y sin envidia. Dio una vuelta al jardín para probarla, explicó el funcionamiento de los músculos de las piernas a Schulte-Bebrung (¡se acordaba de los calambres que siempre habían sufrido los ancianos del club!) y cuando ya se había bajado y apoyado la bicicleta en la pared del garage, Schulte-Bebrung preguntó: “¿Cuánto crees que tardaría en ir de aquí a Heidelberg, digamos, con esta bicicleta ‘de lujo’, como tú la llamas?” Parecía un comentario casual e inofensivo, sobre todo cuando Schulte-Bebrung continuó: “Yo fui a la universidad en Heidelberg; en aquellos tiempos también andaba en bicicleta, y —con mis fuerzas juveniles— tardaba dos horas y media en llegar aquí”. Sonrió, realmente sin segundas intenciones, habló de semáforos, de embotellamientos, del tránsito automovilístico que antaño no era tan denso. Con el coche tardaba treinta y cinco minutos en llegar a la oficina, ya había hecho la prueba, y con la bicicleta sólo treinta. “¿Y cuánto haces a Heidelberg en coche?” “Media hora”.

El hecho de que preguntara sobre el carro empañó un poco el carácter casual de la referencia a Heidelberg, pero en ese momento llegó Carola —simpática y bonita como siempre, un poco despeinada—: de verdad se notaba exhausta. En la noche, sentado al borde de la cama con un segundo cigarro sin prender, en la mano, no pudo contestarse si el propio nerviosismo, convertido ya en irritación, se lo había comunicado a ella, o si ella, nerviosa, e irritada, se lo pasó a él. Por supuesto lo había saludado con un beso, pero a susurros le comunicó que no lo acompañaría a su departamento después; hablaron sobre Kronsorgeler, que lo elogiaba mucho; sobre trabajos de planta y los límites del distrito, sobre el ciclismo, el tenis, el español, y si habría sacado un diez o sólo un nueve. Ella había conseguido apenas un ocho. Cuando lo invitaron a cenar puso como pretexto que estaba cansado y todavía tenía que trabajar; a nadie se le ocurrió insistir. Ya se sentía el fresco sobre la terraza y ayudó a meter las sillas y los trastes. Carola lo acompañó al coche, lo besó con sorprendente vehemencia, lo abrazó, apoyó la cabeza en él y dijo: “Sabes que te quiero muchísimo y que pienso que eres un tipo estupendo, pero tienes un pequeño defecto: vas demasiado a Heidelberg”.

Dicho eso corrió hacia la casa, agitó la mano en señal de despedida, sonrió y le lanzó besos. Al alejarse vio por el espejo retrovisor que seguía moviendo fuertemente el brazo.

No podían ser celos. Ella sabía que visitaba a Diego y Teresa para ayudarles a traducir sus solicitudes y llenar formas y cuestionarios; que redactaba y pasaba en limpio peticiones dirigidas a la policía encargada de los asuntos de extranjeros, al departamento de ayuda social, al sindicato, la universidad, la bolsa de trabajo; que se encargaba de las inscripciones de la escuela y el jardín de niños, de becas, ayuda financiera, ropa, servicios médicos. Ella conocía sus actividades en Heidelberg; en varias ocasiones lo había acompañado y escrito solícitamente a máquina, mostrando un asombroso dominio del lenguaje burocrático; es más, había llevado a Teresa al cine y a tomar café e incluso consiguió que su padre hiciera una donación al fondo chileno.

En lugar de ir a su departamento se dirigió a Heidelberg, pero no estaban Diego ni Teresa, tampoco Raoul, un amigo de Diego. De regreso se atoró en un embotellamiento, poco antes de las nueve pasó a ver a su hermano Karl, que le sacó una cerveza del refrigerador mientras Hilde preparaba unos huevos estrellados, y juntos vieron un reportaje sobre la Tour de Suisse, en la que Eddy Merckx no estaba haciendo un buen papel. Al despedirse Hilde le entregó una bolsa de papel llena de ropa infantil para “ese simpático flaco chileno y su mujer”.

Por fin empezó el noticiero, pero sólo le prestó atención a medias. Pensó en las zanahorias, las espinacas y las cerezas que todavía tenía que guardar en el congelador. Finalmente decidió encender el segundo cigarro. En algún lugar —¿Irlanda?— habían tenido elecciones; en otro, un alud de tierra; alguien —¿realmente sería el presidente?— se había pronunciado a favor del uso de las corbatas; alguien había desmentido algo; las cotizaciones de la bolsa estaban subiendo; todavía no se hallaba rastro alguno de Idi Amin.

No terminó de fumar ese segundo cigarro y lo apagó en un vaso medio vacío de yoghurt. Estaba realmente cansado y se durmió pronto, aunque la palabra “Heidelberg” siguió dándole vueltas en la cabeza.




Su desayuno fue frugal, sólo pan y leche; recogió todo y se bañó y vistió con esmero. Al anudar la corbata recordó al presidente, ¿o había sido el canciller? Quince minutos antes de la cita ya estaba sentado sobre la banca fuera de la antesala del despacho de Kronsorgeler. Junto a él esperaba un gordo vestido a la moda, pero descuidadamente, al que había visto en los cursos de pedagogía; no sabía cómo se llamaba. El gordo le dijo al oído: “Soy comunista, ¿y tú?”

—No —contestó—, no, de veras; no me lo tomes a mal.

El gordo no tardó mucho con Kronsorgeler; al salir hizo un ademán que probablemente quiso decir: “Se acabó”. La secretaria lo hizo pasar; era simpática, no muy joven, y pese a que siempre lo había tratado con amabilidad se sorprendió al recibir un empujoncito de aliento. Había pensado que era demasiado reservada para una cosa así. Kronsorgeler lo recibió afablemente. Era simpático, conservador pero imparcial, y no viejo; cuando mucho tendría unos cuarenta años de edad. Era aficionado al ciclismo y lo había apoyado mucho. Primero hablaron sobre la Tour de Suisse, sobre si Merckx habría fingido cansancio con la finalidad de que no se apreciaran sus posibilidades reales para la Tour de France, o si realmente habría bajado su rendimiento. Kronsorgeler opinaba lo primero, pero él que Merckx estaba casi acabado, puesto que no se podían fingir ciertos indicios de agotamiento. Siguió el tema del examen: habían debatido por mucho tiempo sobre si podían otorgarle el diez, pero resultó imposible debido a la materia de filosofía; por lo demás, había prevalecido su sobresaliente trabajo en la universidad popular y la preparatoria nocturna, y el hecho de que ni siquiera participara en las manifestaciones. Sólo existía —Kronsorgeler sonrió con auténtica deferencia— un pequeño problema.

—Sí, ya lo sé —dijo—. Voy demasiado a Heidelberg.

Kronsorgeler casi se sonrojó; en todo caso, su turbación resultó evidente. Era un hombre que se caracterizaba por su gran tacto y discreción, casi timidez, y no le gustaba hablar de tales cosas lisa y llanamente.

—¿Cómo lo sabe?

—Todos me lo dicen. No importa a dónde llegue o con quién hable. Mi padre, Carola, el padre de ella: lo único que oigo es “Heidelberg”. Lo escucho con claridad, y creo que también lo oiría si hablara al servicio de la hora o a la información de los trenes: “Heidelberg”.

Por un momento tuvo la impresión de que Kronsorgeler se pondría de pie y le colocaría las manos sobre los hombros para tranquilizarlo. Ya se había puesto de pie, pero bajó las manos para apoyar las palmas sobre el escritorio y dijo: “No se imagina cuán penoso me resulta esto. He seguido su camino de cerca, con simpatía. Ha sido un camino difícil, pero contamos con un informe nada favorable sobre ese chileno. No puedo pasarlo por alto; es imposible. No sólo debo acatar los reglamentos, sino también las órdenes que recibo; aparte de una orientación general, también me dan recomendaciones telefónicas. Su amigo... ¿supongo que es su amigo?”

—Sí.

—Ahora dispondrá de mucho tiempo libre por unas semanas. ¿Cómo lo ocupará?

—Entrenaré mucho, andaré otra vez en bicicleta, e iré con frecuencia a Heidelberg.

—¿En bicicleta?

—No, con el coche.

Kronsorgeler emitió un suspiro. Era obvio que sufría, que realmente sufría. Al estrecharle la mano susurró: “No vaya a Heidelberg, no puedo decirle más”. Luego sonrió y dijo: “Recuerde a Eddy Merckx”.

Tras cerrar la puerta y cruzar la antesala, empezó a considerar las alternativas: traductor, intérprete, guía de turistas, encargado de la correspondencia en español para una agencia inmobiliaria. Era demasiado viejo para dedicarse al ciclismo profesional, y ya había muchos electricistas. Olvidó despedirse de la secretaria; regresó y lo hizo con un movimiento de la mano.
 
 



*Nació el 21 de diciembre de 1917 en Colonia y murió en 1985 en la misma ciudad. Ha escrito cuentos y novelas principalmente sobre la problemática de la guerra y el caos del periodo inmediatamente posterior, oculto deficientemente tras la fachada de una Alemania “restaurada”. Con cada libro fue desarrollando su particular forma y estilo en vista del compromiso contraído, según sus propias palabras, con la verdad desnuda y las polémicas despertadas por casi todos sus libros. La crítica se ha concentrado hasta la fecha, injustamente, más en la temática que en los méritos literarios de su obra.

 


 

El Refugiado De Turín

Hans Magnus Enzensberger*

 

Resumen
 


Lo que les voy a contar no es invento. Es la historia de un pobre niño que vivió en un internado tan terrible que no se lo podrían ni imaginar. Hay mucho qué contar. Si tienen corazón, espero que lo recuerden. Sabrán lo que significa vivir en un internado así, en el que sólo hay cuatro muros y no se alcanza a comprender que el mundo es grande y feliz.

 

 

 


La infancia

 


Nací en Turín de padres pobres. Fui internado en un orfanatorio de Superga, donde se junta a todos los niños que son como yo en la provincia. Ahí cuidaron de mí y buscaron unos padres adoptivos. Pero tenían muy poco dinero. Su departamento no era muy bonito y vivían en la calle... número 5.

Cuando cumplí ocho años empecé a ponerme muy nervioso. Me llevaron con un médico, le pregunté al siquiatra si podía hacer algo para curarme, y enseguida me metieron al hospital para examinarme mejor. Pero no entendí lo que dijo el señor de la bata blanca. Luego regresé a mi casa y entré otra vez a la escuela. Pero me había atrasado mucho mentalmente. No entendía nada cuando la maestra explicaba algo; hasta que escribió una carta para mis padres adoptivos, en la que decía que quería hablar con ellos.

Al día siguiente mi madre me llevó a la escuela y habló con la maestra. La maestra le dijo: “No puede quedarse en esta escuela porque está mentalmente muy atrasado. Hay una escuela especial para los que son como él. Se llama L’uccento”.* Pero no fui aceptado en L’uccento porque dijeron que estaba demasiado enfermo. Acababa de cumplir ocho años.

Entré, pues, a una clínica que se llama Collegno.

Ahí había puros niños iguales a mí, y la dirección estaba a cargo de la señora doctora... Era muy buena y hacía todo lo posible para ayudarnos. Nos trataba como si fuéramos sus propios hijos.

Después de un tratamiento me mandaron a la escuela de la clínica. Estaba muy flaco y nervioso y no entendía nada de lo que decía la maestra. La maestra era una monja. Estuve en esa sección durante mucho tiempo y ahí tuve otro tratamiento, para ver si mejoraba y podía regresar otra vez a la casa de mis padres adoptivos.

Estuve en esa clínica durante muchos meses. Los domingos recibía visita de mi madre adoptiva. Ahí también hice la primera comunión.

Hasta que el día menos pensado llegó una carta. Decía que mi madre adoptiva había encargado un niño. Y que tenía un hermanito.

Después de unos días me llevaron a casa. Estaba muy feliz porque ya tenía un hermanito. Con él podía platicar, y era divertido tener con quien hablar. Pero también le cobré cierto odio a mi familia, porque caí en la cuenta de cómo me trataban. Para ellos era sólo un hijo adoptivo. Todo su afecto había desaparecido. Si un niño no recibe afecto, le va mal. Antes era querido, pero, ahora ya no, porque tenían un hijo propio. No importaba qué hiciera yo. Mi madre adoptiva siempre decía: “Está loco. El manicomio es el único lugar para él”. Cuando escuché esas palabras me puse muy nervioso e hice toda clase de travesuras. Ella me pegó con una vara y hasta me mordió para que me portara bien otra vez. Pero cada vez que me pegaba, me portaba peor. Siempre quedaba lleno de moretones. Cuando estaba solo en la sala oía discutir a mi padre. Yo sabía que mi padre quería ayudarme.

Así fue que regresé a la clínica. A mi madre se le ocurrió decirle al médico que yo no era normal y que me conducía como un loco. Le contó lo mismo a la señora doctora.

Todavía recuerdo que acababa de cumplir doce años cuando fui llevado a la clínica la segunda vez. Entonces entendí cuál era mi problema. No tenía padres, me habían acogido en una casa y luego echado otra vez porque estaba loco.

Después de mucho tiempo de observación en la sección número 18, el médico decidió transferirme a otra, en la que los demás niños tenían la misma edad que yo. Cuánto me asusté al ver a esos niños por primera vez. Tenía miedo de que me pegaran. Estuve muy triste y tomó mucho trabajo acostumbrarme a esa sección. Pasaron muchos meses. Poco a poco me hice amigo de un niño, para poder hablar con alguien y encontrar un poco de afecto.

No olvido todavía que en esa sección la comida era un poco mejor los días festivos. Lo único que nos permitían hacer era jugar fútbol cuando no llovía. Si alguien hacía algo malo o empezaba una pelea con los demás, lo castigaban severamente.

El castigo era que se le prohibía ver la película. De cuando en cuando iba un cura y nos pasaba una película. Siempre era muda. Otro castigo era que había que acostarse muy temprano. Antes te daban una paliza para que te acordaras, y te amarraban a la cama con correas. Había que quedarse mucho tiempo en la cama.

Qué iba uno a hacer cuando le pegaban. Si se defendía, pegaban más duro. Lo hacían cuando nadie podía verlos y sobre todo cuando había terminado la hora de las visitas y la señora doctora no podía darse cuenta. No servía tampoco que alguien se lo contara, porque apenas salía ella cuando empezaban de nuevo.

Todo eso se debía a que el mundo nos había abandonado. Nadie veía lo que pasaba con nosotros y nadie se preocupaba. Es cierto, pues, que los niños como nosotros no tenemos protección y estamos completamente desamparados.

Transcurrió el tiempo. Crecí y fui entendiendo lo que pasaba en esa sección. Un día estaba en el patio, que por los cuatro lados está rodeado de altos muros porque tienen miedo a que alguno de nosotros huya, aunque nadie sabría a dónde. Todos los que lo han intentado tuvieron que regresar otra vez porque sus familias no quieren nada con ellos. Cuando alguno regresa así es el infierno y se le castiga duramente. La señora doctora no le hacía nada a nadie. De eso se encargaban los otros apenas ella salía.

Y bien: un día estaba jugando en el patio con los demás cuando de repente me hablaron. Fui al comedor y ahí vi a mi padre adoptivo sentado sobre una banca. Cuando la puerta al patio se cerró sentí de repente la esperanza de salir y nunca tener que regresar.

Fui a sentarme a su lado, y me dijo: “Solicité tres días de vacaciones para ti, para poder llevarte a casa”. Me puse muy contento porque vería el mundo de afuera, que es completamente diferente del que está ahí entre los muros de la clínica. Lo estaba tanto que tuve que llorar. Siempre había deseado ser un Niño Libre algún día, como todos los demás. Pero el sueño fue breve, y cuando terminé de secarme las lágrimas todo era como antes. De esa manera regresé a casa después de haber estado encerrado durante mucho tiempo, aunque sólo fuera por tres días. Me hubiera gustado que esos tres días no terminaran nunca.

Recuerdo cómo estaba todo en silencio cuando entré a la habitación. No sabía qué estaba pasando, porque mi padre quería darme una sorpresa. Desde el balcón lo vi hablar con una mujer desconocida. Yo estaba jugando con mi hermanito y le pregunté quién era la mujer. No lo sabía. Entonces oí cómo tocaron, y mi madre adoptiva corrió a abrir la puerta.

Luego me hablaron y dijeron: “Ella es tu madre”. Por un momento no conseguí decir nada. La miré con mucho odio y rompí a llorar porque ahora sabía que era su hijo. Se acercó a mí y balbuceó: “La guerra tuvo la culpa de todo”. Estaba tan nervioso que no pude controlarme y le grité que se fuera, que no quería volver a verla nunca, porque así como me había tratado a mí sólo los cocodrilos tratan a sus hijos.

Nadie dijo nada por un rato, hasta que mi padre adoptivo le indicó a la mujer: “Por favor acompáñeme”. Luego se inclinó sobre mí y afirmó con una voz muy amable: “Yo me encargaré de que no te pase nada”. Su aspecto no era tan serio como de costumbre. Después de hablar por mucho tiempo regresaron, y mi padre explicó: “Desgraciadamente no puedes irte con ella para que te cuide”. Cuando lo oí eché a llorar y mis sueños se acabaron para siempre. Ella se quedó otros dos días y fue muy amable conmigo. Finalmente llegó el día de la despedida y mi madre adoptiva y yo la llevamos a la estación. Le pregunté cuándo volvería a visitarme. En voz baja contestó: “Pronto”. Los dos lloramos y yo no pude decir otra cosa que: “Ciao mamma, hasta pronto”.

Mi padre adoptivo estaba esperándome en la casa y me llevó otra vez a la clínica. En el camino dijo por qué mi madre no se había quedado conmigo cuando nací. Comentó que de vivir sola ahora me hubiera llevado con ella. Pero estaba casada y ya tenía dos hijos. Vivía separada de su esposo. Todo eso lo contó en el camino.

Cuando regresé a la sección estaba tan deprimido que durante mucho tiempo no quise hablar con los demás. Sólo pensaba en cómo lo tratan a uno como perro cuando no tiene mamá, y en cómo la gente no tiene corazón. Estas palabras daban vueltas constantes en mi cabeza. Finalmente la señora doctora me mandó llamar un día y dijo que ya no pensara en ello. De haberlo sabido no hubiera permitido que fuera a casa. No debí haber recibido un golpe tan cruel.

De esta manera mi vida continuó como antes. Otra vez empecé a jugar con mi amigo. Nuestra amistad se hizo cada vez más estrecha. También quería otra cosa de él. En esa época vi cosas como nunca antes. Recuerdo cómo una vez me di cuenta, en plena noche, de que uno de los niños estaba metiéndose a la cama de otro para hacer algo que la demás gente no hace. Así fue que comprendí que nosotros también necesitamos a otras personas para desahogar nuestras penas.

Todo eso lo hacíamos en la noche para que el enfermero no se diera cuenta. De otra manera nos hubieran tocado severos castigos. Cuando alguien denunciaba algo de lo que había visto le dábamos de golpes y de patadas entre todos. Así comprendí cómo se hacía y empecé a participar junto con todos los demás. No se me ocurrió que tal vez pudiera hacernos daño. También sé que había algunos niños que se iban con los adultos por un regalito o una propina.

 


 

 

La adolescencia

 
 
 


A los catorce años estaba de acuerdo con todo lo que hacía mi amigo. Siempre estaba de acuerdo, porque pensaba: “Tal vez me acompañe un día a hacer lo que yo quiero”. Pero adivinó lo que quería. Un día habló a solas conmigo y dijo que no era como los que se metían a la cama con los demás. No dije nada cuando escuché sus palabras. Sólo me puse a esperar una buena oportunidad.

En nuestra sección había una monja que nos daba clases. Un día, al terminar la escuela, se dirigió a mí: “Si sigues así con tu amigo se me acabará la paciencia y se lo contaré al enfermero en jefe”. De puro miedo me abalancé sobre ella y la golpeé. Luego no supe qué pasó.

Cuando recobré el conocimiento en la sección, vino a mi memoria que el enfermero me había azotado con la vara, luego metido a la cama y amarrado con las correas. No pude hacer nada. Ni siquiera contárselo a la señora doctora. Me hubiera ido peor todavía, apenas volviendo ella la espalda. Así que no pude más que estarme quieto. Al transcurrir los días tuve un miedo como no se lo imaginan. Finalmente la señora doctora decidió enviarme a trabajar. Y dijo: “A ver si así te corriges”.

Empecé como jardinero. Me iba muy mal porque tenía que trabajar todo el día sin descanso. Como si fuera un esclavo. Si alguien se oponía al celador, lo mandaban enseguida de regreso a la sección; todos sabíamos lo que pasaba ahí.

Mi amigo también trabajaba en el jardín. Cada vez que nos veían juntos se imaginaban algo malo. Todo el tiempo hablaban sobre nosotros y decían: “Son unos pervertidos”. Aunque no fuera verdad. Una vez estuve a solas con mi amigo en el jardín. Era de noche y traté de hacerle algo. Pero no lo conseguí, porque dijo que si lo tocaba se lo contaría a la señora doctora. Una tarde, cuando estábamos jugando fútbol, también intenté hacerle algo. Y esa vez lo logré. Sin embargo, al otro día se lo platicó a la señora doctora, y me metieron inmediatamente a otra sección, la número 6. Era una sección cerrada, y estuve ahí por mucho tiempo. Finalmente salí y tuve que limpiar máquinas. Duré mucho tiempo en ese trabajo, hasta que reincidí y empecé algo con otro muchacho. No se imaginan cómo es para uno cuando crece cada vez más de estatura y edad, sin poder hacer nada. Aunque no sea lo mismo con otro muchacho.

Al día siguiente se lo contó al médico. Que otra vez había empezado con lo mismo. Fui a dar a una celda incomunicada. No sabía qué pensaban hacerme. Al otro día regresé a la sección, donde vi una máquina sobre un carrito. Me dijeron: “Acuéstate”. Dos enfermeros se acercaron y metieron un pedazo de hule en mi boca y audífonos sobre las orejas; cuando llegó el médico, encendió la corriente eléctrica. No se imaginan cuánto duele. Cuando todo pareció terminar quise irme. El médico hizo que regresara y ordenó: “Desvístete”. Vi cómo conectaban los dos cables a mis genitales y encendían la corriente. Fue como el fin del mundo para mí. Nunca olvidaré cuánto me dolió. Repitieron las terribles torturas durante varias mañanas todavía. Recuerdo perfectamente el miedo que sentía cada vez que daban las nueve. Era tanto que tenía que salir a vomitar. En el fondo es incomprensible por qué lo torturan a uno así. Es como si fuera uno esclavo. Cada vez que llegaba el médico me postraba delante de él y le rogaba su perdón. Pero no le importaba. Cuando ya estaba en la cama y él extendía la mano hacia el interruptor, le suplicaba: “Tenga piedad”. Pero él decía: “No estamos en el jardín de niños. Lo hacemos para que aprendas una lección y para que no se te olvide”. Cuando terminaba no podía caminar a causa del dolor, y pensaba que nunca dejarían de hacerme eso. En la noche soñaba con lo que todavía le faltaba por hacerme a ese loco. No nos lo hacía sólo a los jóvenes, sino también a los viejos.

En el fondo no comprendo por qué lo torturan así a uno. Aun cuando una persona está enferma merece un poco de respeto. No se imaginan cuánto duele. Lo pueden arruinar a uno para toda la vida. La sola mención de ese tratamiento me pone blanco y siento náuseas. Todavía no consigo olvidarlo. Es un odio fijo en mí.



Empecé a trabajar como panadero y era agradable, porque en la panadería conocí a dos personas muy buenas. Después de todo lo que habían hecho de mí me resigné a la vida de la clínica. De la sección número 6 fui transferido a la 2. Ahí trabajé hasta los 17 años de edad. Entonces llegó mi padre, pidió dos días de vacaciones para mí y fuimos a casa. Cuando llegamos le dije: “Estoy harto de lo que me hacen. He decidido buscar un trabajo aquí afuera y ser libre como todos los demás”. Así lo hice. Encontré un trabajo en una fábrica donde hacían tapones para las ruedas de los coches; mi padre fue a la clínica e hizo que le entregaran el certificado de alta.

Le encontré gusto a la fábrica. Sólo estaba mal en la casa, porque mi madre adoptiva me trataba como un perro y ni siquiera me miraba. Cuando regresaba de trabajar no había comida para mí. También decía: “Nunca vas a ser un hombre de bien”. Por la mañana, cuando salía a trabajar, nunca estaba lista la bolsa de mi comida. Sin embargo, tenía miedo de que me atacara; por eso no decía nada e iba a trabajar sin haber comido. Así duré bastante tiempo, hasta que un día hablé a solas con mi padre y le dije: “Estoy harto de ser tratado tan mal, como un perro. Si no querían saber nada de mí me hubieran mandado otra vez a la clínica”. Pero mi padre adoptivo decidió llevarme a una casa. Ahí vivían puros muchachos como yo, que también habían estado en el hospital. Antes de admitirme quisieron saber por qué debía entrar ahí. Mi madre adoptiva mintió: “Siempre le pega a su hermanito y roba todo lo que encuentra”. No sé por qué me odia tanto. Primero me crió y luego me arruinó. Esas fueron las palabras que pasaron por mi mente. Hubiera querido ser feliz y tener un hogar, pero no tenía caso mencionarlo. No cuando todo el tiempo te están diciendo: “Estás loco. ¿Qué es lo que quieres?” No se imaginan lo deprimido que estaba. No podía defenderme, aunque fuera inocente; tenía que callar.

Así llegué a esa casa. La dirigía un trabajador social. Era muy severo y a veces también cruel con nosotros. No nos permitía abandonar la casa siquiera. Por la noche, si alguien regresaba muy tarde de trabajar, ya no había qué comer; si se quejaba le iba peor. Los domingos había unas horas de salida, pero el que se atrasaba no podía salir al domingo siguiente.

Un día llegó una mujer que trabajaba en la casa y afirmó que se le habían perdido unos objetos de valor. Nos acusaron a todos y el médico de la casa investigó el asunto. Era un profesor. El trabajador social le dijo al médico: “Ése de ahí no sabe dominarse, y además es grosero”. Estaba refiriéndose a mí. Con ese pretexto me mandaron otra vez a la clínica de Collegno. Declararon que era un ladrón. Fui examinado nuevamente y enviado a la sección número 2, donde ya había estado antes. Otra vez empecé a trabajar de panadero, y así pasaron muchos años.

En la clínica conocí a un muchacho que era rubio, más bajo que yo y muy cariñoso. Lo visitaba a menudo y cada vez le llevaba un regalo. Pensé que tal vez pudiera hacer algo con él algún día. Yo también soy joven y necesito a alguien con quien desahogar mis penas. Nuestra amistad se estrechó cada vez más; como había perdido a mi amigo de antaño pensé que quizá resultara algo esta vez. Una tarde mientras jugábamos fútbol lo agarré del cuello de la camisa y lo acosté en el suelo. Entonces dijo: “Si no me sueltas se lo digo al enfermero”. Y le contesté: “Si prometes no acusarme te suelto”. Pero por la noche sentí miedo. No debía haberlo hecho, porque ya sabía lo que podía pasar. Otra vez empezarían con la tortura en mis genitales. ¿Por qué me había dejado arrebatar otra vez? ¿Qué quería de él? Era sólo un muchacho como yo. ¿Por qué todo había resultado así, y qué me había conducido a ese camino? Ésos eran mis pensamientos. No lo soporté más, y decidí fugarme. Pero no sabía a dónde. De los que trabajábamos uno siempre tenía que ir por la comida de todos; ofrecí hacerlo, seguí el camino hasta el muro exterior, trepé y eché a correr lo más rápido que pude. Tenía miedo a su persecución, y a cada rato volteaba para ver si alguien me seguía. No vi a nadie y seguí corriendo, aunque sabía muy bien que me recogerían de inmediato en cuanto llegara a la casa de mis padres adoptivos.

No podía regresar porque sabía del castigo. Cuando llegué a casa mi madre adoptiva se sorprendió mucho y preguntó: “¿Cómo es que estás aquí?” Le conté por qué había huido, pero dijo: “Mejor regresa de inmediato, porque de otro modo te va a ir mal”. No quise porque sabía lo que harían conmigo. No había olvidado nada. Le expliqué que dan electromasajes en el vientre y lo horrible que es eso. Que lo pueden estropear a uno para toda la vida. También le conté que ya me lo habían hecho. Entonces prometió que hablaría con el director para que no me hicieran nada.

Ella pensaba que con unas cuantas palabras sería fácil arreglarlo todo, pero yo conocía la realidad. Quien comete un error tiene que pagar por él. Ésa es la ley de la clínica.

No pegué el ojo en toda la noche porque estuve pensando en lo que harían cuando regresara a la clínica. A la mañana siguiente fui a Collegno con mi madre. Cuando llegamos estaba blanco de miedo y lloré como un niño, aunque casi era un adulto ya. Pasamos al despacho del director y preguntó por qué me había fugado. Se lo expliqué y dijo que no había de qué preocuparse. Entonces aparecieron dos enfermeros y me condujeron a una sección para observarme.

Esa misma tarde fui trasladado a otra sección, donde me fue muy mal. Mi madre me visitó al día siguiente y dijo: “Sólo vas a tener que quedarte unos días, y luego vendré por ti”. Pero no fue.

Otra vez empezaron los malos tratos. En esa sección nos mandaban a la cama a las cuatro de la tarde, y había que quedarse ahí hasta las ocho de la mañana. Era una vida muy difícil y triste y no podía hablar con nadie, porque sólo había pobres enfermos y locos.

Qué puedo decir de esa sección. Era muy triste y severa, y totalmente aislada; ni siquiera podía asomarme por la ventana. Sólo una vez al día se veía algo. Nos sacaban a tomar el aire en el patio, pero no había con quien cruzar una sola palabra. Pasado el tiempo nos llevaban otra vez adentro. El mundo estaba completamente cerrado; no había nada en absoluto. Adentro nos daban de comer sopa y puchero. La comida era muy mala. Luego nos metían a la cama en las celdas, atados con dos correas, una en el pie y la otra en el brazo. Cerraban la puerta y no la volvían a abrir otra vez sino hasta la mañana siguiente.

Miraba las cuatro paredes y lloraba, porque no había nadie que pudiera ayudar o aconsejarme. Yo preguntaba: “¿Por qué tienen que tratarme como a un perro? ¿Qué les he hecho? ¿Por qué nadie quiere saber nada de mí?” ¿Qué iba yo a hacer en ese mundo, en el que sólo valía la ley que ellos imponían, donde yo estaba tan desamparado como los demás? Aguantar y callar era lo único. Éramos pobres y no servíamos para nada en el mundo. Eso creían, que no servíamos para nada. Por eso se burlaban de nosotros y nos ponían a trabajar como a unos mendigos. Bastaba con que alguien se arriesgara a pronunciar una palabra. No hacía falta siquiera que alzara la mano. Lo agarraban y le pegaban hasta cubrirlo de moretones. ¿Por qué trataban así a la gente enferma que no les había hecho nada? Esas fueron mis palabras. Y lloré, porque estaba muy triste.

Estuve en esa sección durante muchos meses. Me iba muy mal. No tuve noticias de mis padres adoptivos. Finalmente llegó el celador un día y dijo: “El médico te transfirió a otra sección mejor que ésta”.

Me llevaron a la sección para los presos. Ahí había pura gente en espera de su juicio. ¡Se imaginarán el cambio para mí!

Ahí quedé encerrado y solo, y poco a poco fui acostumbrándome a tratar a los presos. Todo eso se debía a que me había fugado. “Para que aprendas”. Eso decían.

En esa sección había más luz y desde la ventana se veía a la gente salir a trabajar todos los días. Al lado había una lavandería a la que llegaban las personas. Dudé que algún día fuera a salir otra vez de esa cárcel.

También había un enfermero en la sección. Se metía con los enfermos y ellos tenían que satisfacerle todos sus caprichos. Una vez también me preguntó a mí si quería. Enseguida dije que no, pero luego comprendí que no había de otra si quería estar más o menos bien. Hacían lo que querían con nosotros porque no podíamos delatarlos y dependíamos de ellos. De esa manera empecé pronto a ser bien visto entre los enfermeros, y comencé a ascender. Les ayudaba a limpiar los dormitorios. Todo tenía que hacerlo gratis; no recibía nada por ello, pero ya no tenía que acostarme de día, como antes.

El día menos pensado me dijo el médico: “Irás a otra sección. Te daremos otra oportunidad y dejaremos que trabajes nuevamente”. Yo sabía cuál era la verdad. El niño rubio ya no estaba y sólo por eso me dejaban salir.

En la sección número 6, en la que ya había estado una vez, había un enfermero muy cruel. Sobre todo tenía la manía de dar masajes eléctricos en cuanto se hacía algo malo. El mismo me dijo que se divertía observando y que no lo afectaba. Al contrario. Grabé esas palabras en mi memoria. Por eso andaba todo el tiempo con miedo. No conocían la piedad cuando se hacía algo que no les cuadraba.

Fui enviado a trabajar a la lavandería de junto, donde se lavaba la ropa de los enfermos. Era un trabajo muy sucio y a menudo tenía que vomitar. Pero cada vez que alguien se negaba a trabajar ahí lo informaban a la sección, y todos sabíamos lo que pasaba entonces. Lo conectaban a la máquina, y era mejor sudar todo el día que caer en manos de ese médico loco.

Trabajábamos sin descanso; apenas se sentaba alguien por un momento y ya iban a amenazarlo: “¡Mañana irás a la estación!” De esa manera se encargaban bien de que nadie se cansara.

Los otros estaban enterados de la razón por la que me habían incomunicado y dijeron: “Hace mucho que se fue el muchacho al que buscas”. No había nada que hacer. Al escuchar esas palabras me puse tan nervioso que lloré. Ya no tenía con quién desahogar mis penas. Pero tuve que aguantar y estarme quieto. En mi interior pensaba: “Algún día les pediré explicaciones por todo lo que han hecho conmigo”. Estos pensamientos se debían a una ira de la que ya no podía librarme. Cada vez que lo pensaba me sentía un poco mejor.

Trabajé en la lavandería por muchos años. Finalmente empecé a sentirme un poco mejor y comprendí cuál era la manera de salir. El celador de la lavandería era muy bueno, aunque a veces se burlase de nosotros. Conocí a un muchacho que me agradaba porque de vez en cuando le daban ataques, y yo sabía lo que eso significaba. También era muy amable conmigo. Un día estábamos trabajando cuando de repente vi cómo se quitaba la ropa y se arrojaba al piso. Me acerqué lo más rápido que pude y le dije que se vistiera pronto, antes de que llegaran los enfermeros, porque le iría mal. Pero ya era tarde, porque aparecieron dos de ellos. Lo agarraron y le dieron patadas y golpes. Empecé a llorar y corrí a decirles que lo soltaran. Estaba enfermo, no sabía lo que hacía y no tenía la culpa. Pero ellos dijeron: “Mejor preocúpate de lo tuyo. Lo que nosotros hacemos no te importa. Si no te estás tranquilo también te va a tocar, igual que a él”.

Lo llevaron a la sección incomunicada y lo confinaron ahí. Al otro día fue el médico a hacerle el tratamiento. Fui una vez a escondidas para llevarle dos cigarros, y me mostró algo terrible. Al ver la máquina le había entrado tanto miedo que se había mordido el brazo, arrancándose un trozo de carne. Dijo: “Es exactamente como tú lo describiste, y duele mucho”. Tenía mucho miedo porque no había sido la última vez. Querían seguir. No se imaginan el miedo que tenía ese pobre enfermo, y sus ojos estaban colmados de odio. “¿Acaso tengo la culpa de estar enfermo?”, preguntó. ¿Por qué le daban tormento en lugar de curarlo?

Su madre quería visitarlo, pero no la dejaron pasar porque tenían miedo a lo que pudiera platicar por ahí sobre lo que le habían hecho a su hijo en la clínica. Lo ataban con cuatro correas y le daban de comer como a un perro; le metían la comida a la boca por la fuerza. La sopa se la vertían entre los dientes. De cualquier modo era casi pura agua. Lo vi con mis propios ojos. Pero no podía decirle nada a su madre porque me hubiera ido mal. Nuestra única opción era guardar silencio y soportarlo todo.

Después de mucho tiempo apareció mi padre adoptivo. No lo veía desde mi fuga. Le pregunté: “¿Por qué?”, y contestó: “El director no daba la autorización para visitarte”. Empecé a contarle que estaba harto de ese manicomio. Había visto demasiadas cosas terribles ahí. Siempre prometía que algún día me sacaría de la clínica, pero no lo hacía nunca.

 


 

 

La edad adulta

 


Un día un celador me habló al trabajo y ordenó: “Junta tus cosas”. Pregunté por qué. “El jefe de la sección quiere hablar contigo”. Fui a la estación y otra vez con miedo. Pero esa vez se trataba de algo diferente. Me dijo que a partir de entonces trabajaría en la cocina de la clínica. “Procura portarte bien y no hagas tonterías”. Después de eso tenía un día libre a veces. También los domingos. Me dio gusto, porque la lavandería era un lugar muy triste y no quería recordarlo.

Entonces fui transferido a la sección número 4. De ahí no me quedaba tan lejos el trabajo. Entré y lo primero que vi fue a dos viejos enfermeros con los que ya había tenido dificultades antes en otra sección. A la mañana siguiente llegó el médico, al que también conocía de otra parte, y me dijo: “Es hora de que te portes mejor, porque ya eres grande”. Luego habló con el celador y le indicó: “Puede dejar que ande con libertad. Pero si hace algo mándemelo a la 8, y ahí le daremos su tratamiento”. Ya sabía a qué se refería el médico. Lo había experimentado en carne propia.

Mi vida empezó a ser un poco más feliz que antes y traté de olvidar mis recuerdos. Pero era muy difícil. Tenía demasiado odio en el corazón.

Así pasó el tiempo. Transcurrieron los años. Hice amistad con un hombre al que conocía desde que había trabajado en el jardín. Era muy formal y me quería. Ni mi padre me quería tanto como él. Yo sabía por qué. Deseaba darme todo lo que quisiera. También dinero. Accedí, y de este modo se creó nuestra amistad. Éramos inseparables, aunque los demás se burlaran de nosotros y se rieran. Me decía: “Lo que hacemos el uno con el otro no es distinto de cuando me acostaba con mi mujer. No soy un perro, y todos necesitamos a alguien para desahogar nuestras penas”.

Así pasó mucho tiempo, hasta que un día llegó mi padre adoptivo y dijo: “Quiero llevarte a la casa por unos días”. El médico le contó que había conocido a un hombre y que me iba con él. Pero mi padre lo entendió todo, que lo hacía por no poder desahogarme con una mujer y que todo se debía a haber estado siempre encerrado en la clínica.

Así regresé a la casa por primera vez desde mi fuga. Pero cuando llegué decidí no regresar nunca a la clínica. Busqué un trabajo y le dije a mi padre: “Por favor, ve a la clínica y haz que te den un certificado que diga que me dieron de baja y que puedo quedarme fuera”.

Cuando regresó dijo que estaba libre. Para siempre. Cuando oí esas palabras corrí hacia él y lo abracé. Pero me advirtió: “Ten cuidado de no hacer nada, porque entonces volverán otra vez por ti”.


*Nació el 11 de noviembre de 1929 en Kaufbeuren y es autor de poesía, balada, novelas, teatro, guiones de radio y de televisión, ensayos y traducciones. Es posible dividir su evolución en tres fases: la primera (desde 1957) empieza con la poesía y abarca su participación en el Grupo 47; en su obra se advierte el deseo de definir y criticar la situación contemporánea y se expresa cierta “melancolía izquierdista”; la segunda (desde 1965) se aparta de la literatura y se vuelve hacia la teoría política (sale del Grupo 47), empieza a editar la revista cultural y política Kursbuch, que ha subsistido hasta la actualidad; la tercera (a partir de 1975) vuelve a la literatura, a través del estudio histórico, con “baladas” y poemas.
 

* El autor se refiere al Instituto Médico Pedagógico de Lucento en la provincia de Turín (H. M. E.).

 


 

La marea es puntual

Siegfried Lenz*

 

Primero apareció el marido. Lo vio salir, solo, de la casa baja techada de caña detrás del dique, el gigante de rostro triste. Llevaba sus altas botas impermeables de siempre y la chamarra gruesa con el cuello de piel. Desde la ventana observó cómo se lo subía. Escaló encorvado el dique y se detuvo arriba, bajo la embestida del viento, para mirar sobre las aguas bajas, desiertas y apacibles, hacia el horizonte donde la isla formaba una elevación exigua y solitaria encima de ellas. Sin despegar los ojos de ésta, bajó del dique por el otro lado, desapareció por un momento detrás del talud verde y volvió a aparecer abajo, junto a la hilera de estacas de fierro cubiertas de algas que se extendía desde la costa. Un montón de piedras señalaba su fin. El hombre se agachó, se deslizó por la orilla salpicada de piedras y paró sobre la blanda superficie gris, entre los canales trazados por el agua durante su retirada y las huellas precisas de las lombrices de lodo; caminó sobre el mullido suelo, la tierra que pertenecía al mar; rodeó un canal inerte, una fosa de agua negra que se extendía como para hacer recordar a la marea que al cabo de seis horas debía volver y absorberla bajo el ascenso de su corriente. Caminó entre el olor a algas y a podredumbre, detrás de las aves marinas que en ángulo agudo bajaban sobre los canales y daban pasitos cortos para hurgar con rápidos picotazos; fue alejándose cada vez más de la orilla hacia la isla sobre el horizonte, encogiéndose como todos los días cuando recorría un punto errante sobre el llano oscuro cubierto por el vasto cielo gris del Norte: le quedaba hasta la marea...

Desde la ventana vio, entonces, a la mujer. Llevaba una bufanda larga y zapatos de tacón alto; por la parte baja del dique se dirigió, haciéndole señas, a la casa en la que él la esperaba. La escuchó sobre la escalera, percibió cómo abría la puerta y se le acercaba, vacilante, por la espalda. Sólo entonces sé volvió para mirarla.

—Tom —dijo ella—, oh, Tom—, y trató de sonreír mientras se acercaba a él, alzando los brazos.

—¿Por qué no lo acompañaste? —preguntó él.

La mujer bajó los brazos y se quedó callada mientras él repetía la pregunta:

—¿Por qué no acompañaste a tu marido a la isla? Irías alguna vez. Me lo prometiste.

—No pude —replicó—. Lo intenté, pero no pude.

Con las manos apoyadas en la cruz de la ventana y las rodillas apretadas contra el muro, miró el punto perdido sobre las aguas bajas. Percibió el paso del viento fuera del cristal y esperó. Se dio cuenta de que la mujer se había sentado en la vieja silla de mimbre a sus espaldas: el mueble crujió levemente, lo arrastró y volvió a crujir, y entonces se quedó quieta. No la oía respirar siquiera.

De súbito se volvió y la contempló, sin apartarse de la ventana; miró sus mechones de cabello castaño despeinado por el viento, escudriñó su rostro cansado y sus labios estirados con la expresión de un desprecio sosegado; bajó la vista sobre su cuello y brazos hasta llegar al pequeño bolso negro apoyado en la pata de la vieja silla de mimbre.

—¿Por qué no lo acompañaste? —preguntó.

—Es demasiado tarde —afirmó ella—. Ya no soporto estar con él. No soporto estar con él a solas.

—Pero viniste aquí con él.

—Sí —admitió—. Vine a esta isla porque él creía que aquí era posible olvidarlo todo. Pero es todavía más difícil aquí que en casa. Aquí es peor.

—¿Le has dicho a dónde vas cuando él no está?

—No tengo necesidad de decírselo, Tom. Debe contentarse con el hecho de que haya venid. No me martirices.

—No quiero martirizarte —dijo él—, pero hubiera estado bien que lo acompañaras hoy. Lo seguí con la mirada cuando salió; estuve en la ventana todo el tiempo y lo observé afuera, en las aguas bajas. Creó que me dio lástima.

—Sé que te da lástima —contestó la mujer—, que por eso tuve que prometerte que lo acompañaría hoy. Quise hacerlo, por ti, pero no pude. No podré hacerlo nunca, Tom... Dame un cigarro.

El hombre encendió un cigarro y se lo dio. Tras la primera fumada, ella sonrió y se pasó los dedos por el cabello castaño y despeinado.

—¿Cómo me veo, Tom? —preguntó—. ¿Estoy muy desarreglada?

—Me da lástima —insistió el hombre.

Ella alzó la cara, una cara llena de cansancio a la que volvía a asomarse la expresión de un desprecio añejo y sosegado, y dijo:

—Olvídalo, Tom. Deja de compadecerte de él. No sabes qué pasó. No puedes juzgarlo.

—Perdón —contestó el hombre—. Me da gusto que hayas venido—. Se acercó a ella y le quitó el cigarro. Lo apagó debajo de la repisa de la ventana, frotándola para eliminar los restos de la lumbre y las migajas de tabaco, y arrojó la colilla sobre una cómoda. La parte de abajo de la repisa estaba salpicada por las manchas sucias de los cigarros apagados ahí. “Tengo que limpiar eso —pensó—, cuando ella se vaya, quitaré las manchas”. Se acercó a la vieja silla de mimbre, asió el respaldo con ambas manos y la inclinó hacia atrás.

—Tom —exclamó ella—, oh, Tom, ya no, por favor, ya no, me voy a caer. Tom, no vas a poder sostenerme.

Y sobre su rostro se dibujó un miedo feliz, y un rechazo lleno de esperanzas...

—Vámonos de aquí, Tom —dijo después—, a cualquier lado. Quédate conmigo.

—Voy a asomarme —contestó él—, espérame.

Fue a la ventana y con la mirada recorrió la soledad y la melancolía de las aguas bajas; buscó el punto errante en el yermo, entre los canales que centelleaban a lo lejos, pero ya no lo veía.

—Tenemos tiempo hasta la marea —afirmó—. ¿Por qué no lo dices? Sólo vienes a estar conmigo cuando él atraviesa las aguas bajas para ir a la isla. Di que nos queda hasta la marea. Anda, dilo.

—No sé qué te pasa, Tom —replicó ella—, ni por qué estás tan irritado. Los últimos diez días no has estado así. Los últimos diez días me has recibido sobre la escalera.

—Es tu marido —afirmó, dirigiéndose a la ventana—. Sigue siendo tu marido, y te pedí que lo acompañaras hoy.

—¿Se te acaba de ocurrir que es mi marido? Se te ocurrió muy tarde, Tom —dijo ella, y su voz sonaba cansada, sin ningún asomo de amargura—. Tal vez se te ocurrió demasiado tarde. Pero puedes estar tranquilo: dejó de ser mi marido cuando volvió de Dahrán. Hace dos años, Tom, que ya no es mi marido. Tú sabes lo que pienso de él.

—Sí —confirmó él—, me lo has dicho muchas veces. Pero no te separaste de él; te quedaste, durante dos años lo has aguantado.

—Hasta hoy —contestó, y su voz era tan baja que él se apartó de la ventana y asustado le miró la cara, la cara cansada cubierta ahora por una expresión de intenso desprecio.

—¿Sucedió algo? —preguntó precipitadamente.

—Fue hace dos años que algo sucedió.

—¿Por qué no lo acompañaste? —No pude hacerlo —afirmó—, y ya no habrá necesidad.

—¿Qué hiciste? —preguntó él.

—Traté de olvidar, Tom. Nada más. Hace dos años que no hago otra cosa. Pero no lo logré.

—Y te quedaste, no te separaste de él —repitió—. Quiero saber por qué lo aguantas.

—Tom —empezó ella, y sonaba como una última y resignada advertencia—, escúchame, Tom. Era mi esposo hasta que le dieron el trabajo en Dahrán y se fue, por seis meses se fue. Pasó el tiempo, y cuando regresó todo había acabado. Ya que hoy has descubierto cuánta lástima le tienes, y parece que acabas de darte cuenta de que es mi marido, te diré lo que pasó. Regresó enfermo, Tom. Se contagió con algo en Dahrán, y él lo sabía. Estuvo lejos de mí durante seis meses, Tom; seis meses es mucho tiempo y hay muchas mujeres que comprenden que algo así ocurra. Tal vez también lo hubiera comprendido, Tom. Pero fue demasiado cobarde para decírmelo. No me dijo ni una palabra.

El hombre la escuchó sin mirarla; le dio la espalda y miró hacia afuera, hacia el abultamiento verde del dique cuyo amplio arco se extendía hasta el horizonte. Una bandada de aves marinas volvió sobre las aguas bajas desde los canales lejanos, pasó casi rozando el dique y se precipitó en brusco descenso a la caña que bordeaba las charcas de turba. Observó el llano hasta la isla, de la que debía soltarse un punto en movimiento que tendría que emprender ya el regreso para poder llegar al dique antes de que subiera la marea; pero no lo encontró.

—Y te quedaste con él durante dos años —insistió el hombre—. Lo aguantaste todo ese tiempo sin hacer nada.

—Tardé dos años en comprender lo que había sucedido. Hasta la mañana de hoy. Cuando debí acompañarlo me di cuenta, Tom, y sin habértelo propuesto me ayudaste. Por lástima o por remordimientos, me pediste que lo acompañara.

—Todavía no aparece —señaló el hombre—. Para poder llegar a tiempo antes de la marea, ya debía haber aparecido.

Abrió la ventana, la afianzó contra el viento con un gancho de hierro y miró por encima de las aguas bajas.

—Tom —dijo ella—, oh, Tom. Vámonos de aquí, a donde sea. Hagamos algo, Tom. He esperado mucho tiempo.

—Te has engañado durante mucho tiempo —afirmó él—; trataste de olvidar algo, pero sabías que no sería posible.

—Sí —admitió—, sí, Tom. Nadie puede olvidar una cosa así. Si me lo hubiera dicho en cuanto regresó, todo habría sido más fácil. Lo hubiera comprendido, tal vez, con una sola palabra que me dijese.

—Dame los binoculares —pidió.

La mujer quitó los binoculares del poste de la cama y se los entregó dentro del estuche de piel; él lo abrió, levantó los binoculares y revisó las aguas bajas en silencio.

—No lo encuentro —declaró—, y desde el Oeste se acerca la marea.

Vio cómo desde el Oeste se aproximaban los largos impulsos de la marea, cómo el agua se extendía, baja y poderosa, sobre la arena; se adelantaba y se detenía, por un instante, como para recobrar el aliento, y luego se derramaba sobre los surcos y los canales para surgir otra vez, espumosa, hasta alcanzar la hilera de estacas de fierro, donde se acumuló, subió y siguió por la pendiente inclinada y rocosa de la orilla, cortando la superficie oscura del fondo hacia el Este.

—La marea es puntual —afirmó—. Tu marido también lo ha sido siempre, pero ahora no lo veo.

—Vámonos de aquí, Tom, a cualquier lado.

—¡Ya no va a llegar! ¿No oyes lo que te digo? La marea le cortó el camino, ¿entiendes?

—Sí, Tom.

—Todos los días regresó a tiempo, mucho antes de la marea. ¿Por qué no llegó hoy? ¿Por qué?

—Por su reloj, Tom —le dijo la mujer—. Hoy trae atrasado el reloj.


*Nació el 17 de marzo de 1926 en Lyck (Prusia Oriental). Autor de cuentos y de novelas, pertenece a la corriente “realista” de la literatura alemana de posguerra, junto con Böll y Grass, y a través de sus personajes muy localistas extraídos de la región báltica de Alemania logra dar expresión a temas universales, concentrándose sobre todo en el significado que la guerra tuvo para el desarrollo posterior de Alemania y en la relación del escritor con el mundo, que debe poner a prueba y cuestionar.