Material de Lectura

Una muchacha sin nombre

 

Tú no sabías que desde la ventana, a través de la persiana entrecerrada, mientras se consumía aquel atardecer de Veracruz, te veíamos planchar enmarcada en tu ventana, al otro lado de la calle, en la pequeña casa de madera que tenía un cercado y un patio de tierra endurecida, con un plátano enano, cuyas hojas mecía suavemente la brisa, y que estuvimos así mucho tiempo, mirando aquel marco de madera pintado de verde en el cual tu cuerpo delgado y moreno, de busto erguido y anchas caderas, se balanceaba en el vaivén de la plancha sobre las camisas blancas, azules, rojas, que no terminaban de salir del gran cesto de mimbre de donde las tomabas para extenderlas sobre la pequeña mesa. Tú no sabías que cuando desaparecías de aquel rectángulo, permanecíamos como idiotas pegados a la persiana, mirando entre las tiras de madera, observando la plancha y las camisas y el cesto, observando la espera de aquellas cosas y ordenándote mentalmente que volvieras a aparecer allí, pensando que sólo allí existías, en el marco de la ventana, como en un encantamiento. Luego volvías a estar allí, con tu vestido sin mangas, color mamey, y tu cabello oscuro suelto, vista de perfil y un poco de espaldas, escorzada hacia delante, llevando de un lado a otro el brazo torneado y cobrizo, balanceándote un poco y moviendo los labios como si estuvieras canturreando. En el patio, junto al plátano enano, cinco hombres, uno cercano a los cuarenta y los otros entre los veinte y los treinta años, con los morenos torsos desnudos, trabajaban rudamente en algo que la valla nos ocultaba.

—Son sus hermanos —dijo Mario.

—¿Sus hermanos? —dije— No. Ella es demasiado fina y ellos tienen aspecto de gorilas.

—Sí —repuso Mario—. La bella y las bestias. Pero estoy seguro de que son sus hermanos. Podría jurarlo.

—Dime por qué.

—Simplemente porque siempre es así. Cuando encuentras a una muchacha como ésa, como siempre la has deseado encontrar, resulta que tiene unos kingkones de hermanos dispuestos a romperte la cara si te descubren mirándola más de lo que ellos consideran lo debido. Si supieran que dos chilangos están ahora viéndola, esperarían a que saliéramos y nos harían puré.

A veces, cuando levantabas una camisa, tu cuerpo se hacía más esbelto y parecía aquietarse en un segundo de eternidad, y era bello seguir la línea de tu hombro, de tu brazo alzado, formando ángulo abierto con el antebrazo, y la tela de tu vestido se te ceñía al torso, al pecho y a las caderas, mientras te mordías el labio superior con aire pensativo.

—Vamos a bajar —le dije a Mario—. Los Rivero deben estar esperándonos.

—Calma —me respondió—. Bajaremos más tarde. Ahora se supone que nos hemos dormido porque estamos muy cansados del viaje.

—Pero quizá ellos han hecho planes. Deben estar esperándonos en la sala.

—Te digo que te calmes. Tara ellos estamos dormidos. Les dijimos que anoche no dormimos en el autobús, ¿no? Despreocúpate. Bajaremos cuando se haga de noche. Ahora estamos dormidos.

El aire entre tú y nosotros oscurecía y se espesaba, y tu figura se veía menos claramente en el rectángulo negro, como si estuvieras tras un cristal polvoriento, y sólo las camisas blancas destacaban con nitidez, pero estabas allí, planchando, mientras del patio llegaban las voces de los hombres, las secas detonaciones del martillo que alguien descargaba contra algo.

—Son sus hermanos —dijo Mario—. Ella les endulza la vida, pero ellos no se dan cuenta.

Una basta mujer cuarentona, con una barriga que abombaba el vestido rosa e informe, apareció en la ventana y se acodó allí, eclipsándote y mirando la calle con ojos de vaca. Cuando alzó la mirada, Mario y yo nos echamos atrás como si hubiera podido vernos. Nos miramos y reíamos, para luego volver a observar por entre las hojas de la persiana.

—Un cachalote —dije.

—Es su madre —dijo Mario.

—O quizá su suegra.

Mario se volvió bruscamente hacia mí.

—¿Qué dices? Ella no está casada.

—Ella está casada. ¿Y por qué no? Es lógico que así sea. Está casada con aquél.

Señalé hacia el patio, al hombre de cuarenta años, ancho y macizo, con barba de algunos días, que ahora estaba en camiseta, sudoroso, y parecía estar serrando algo, a juzgar por el movimiento de su cabeza y sus hombros, que era lo único de él que la valla permitía ver.

—Así sucede siempre —dije.

—No. Ellos son sus hermanos y la quieren, pero a su manera. Nunca le hacen un regalo o la llevan a algún sitio, pero la quieren. Y si alguien empieza a hacerle el amor, ellos le romperán la cara apenas lo encuentren.

Te habían hablado del interior y saliste del marco. Nuevamente se quedó la ventana deshabitada, muda para nuestros ojos.

—Vamos a bañarnos y a bajar —dije.

Okey, hazlo tú y yo te sigo.

Se quedó tendido en la cama, mirando hacia tu ventana, y mientras yo me desvestía, entraba al cuarto de baño, me daba un regaderazo y me enjabonaba, estuve escuchando su voz, que sonaba, ininterrumpidamente con un tono monocorde, de oración, como una melopea amorosa o un constante reclamo animal en el que las palabras no eran otra cosa que el pretexto para emitir aquel sonido, como si con él pensara ejercer sobre ti alguna magia, al modo de la melodía de una flauta para encantar a las cobras:

—Vuelve por favor mi vida vuelve a la ventana para que yo vea desde aquí tu cuerpo saleroso no ves que me muero por verte y no vienes y ahí está la ventana vacía y estoy triste y tengo ganas de pegarme un tiro sólo si vinieras mi corazón repicaría como una campana y estaría todo el día repicando tu gloria porque tienes el cuerpo más hermoso de la tierra y unas caderas que son un sueño y a mí qué me importan las otras mujeres de la tierra las malditas mujeres de la capital las mujeres perfumadas que pasan por la calle de Génova y  toman té helado en el Kineret qué carajo me importan si tú eres la verdadera la única la primera novia la hermosa princesa descalza que trabaja para King Kong y yo quisiera llegar un día y raptarte y llevarte a la grupa de mi caballo dime si lo quieres si quieres ser la mujer que yo he soñado y perfumarme la vida de vago maldito y de imbécil y de pobrecosa que soy puesto que ni siquiera me conoces y estás ahí planchando sin importar si yo existo o no si me muero si me quedo para siempre sin tus besos sin acariciar tu hermoso cabello porque siempre estarás lejana y yo llamándote como ahora...

Salí del baño y comencé a secarme. El agua fría me había despojado de la sensación de cansancio, de un cansancio elaborado tenazmente por la noche, en el autobús que nos llevaba a Veracruz, mientras hablábamos y hablábamos sin cesar, en voz baja para no molestar a los demás viajeros.

—¡Mira! —gritó Mario, llamándome con un gesto de la mano, sin dejar de mirar por la persiana—. ¡Mira eso!
Estabas peinándote, arqueada hacia atrás, tirando pacientemente con el peine de tus cabellos, apoyando la parte delantera de los muslos en el borde de la mesa, de manera que uno imaginaba —no podía dejar de imaginarla marca que eso dejaba en tu carne maciza y morena, y avanzabas un poco los labios como para un beso, sosteniendo en ellos las horquillas que ibas tomando para tu peinado.

—Vidita vidita vidita —susurró Mario.

Luego, uno de los hombres que en el patio trabajaban apareció en el marco de la ventana, habló contigo y los dos os fuisteis, y sólo quedó la mesa y sobre ella el largo peine negro, y esperamos a que volvieras a aparecer, pero tardabas.

—Báñate —dije a Mario—. Yo voy a bajar.

Al bajar encontré en la sala, escuchando un disco de Chopin, a toda la familia Rivero: Julio, su padre y su madre.

—Buenas tardes —dije.

—Casi noches —rectificó el señor Rivero—. ¿Qué tal el paseo?

—Muy bien —dije—. La ciudad es fea. Pero está el mar.

—Sí —dijo la señora Rivero—. Siempre he dicho que la ciudad es horrenda. Deberíamos irnos definitivamente a México. Pero mi marido no quiere.

El señor Rivero sonrió con aire fatigado y supe que aquello era una vieja discusión.

—A veces uno se cansa déla capital —dijo Julio—. Pero no hay como la capital, ¿verdad?

Asentí. La discusión sobre el tema se alargó. De repente, la señora halló modo de hablar de otra cosa y me preguntó sobre nuestros estudios, si nos sentíamos orgullosos de estudiar en la Universidad, lo que significaba tantos esfuerzos para nuestros padres, y si Julio era buen estudiante, y yo a todo decía que sí, hasta que noté, tras una pregunta que no entendí bien, que debía haber dicho que no, pues ella se molestó y el señor Rivero lanzó una breve risita. La señora Rivero se estiró tanto en el sofá que sus pies casi tocaron el piso.

—Es natural, mujer —dijo bonachonamente el señor Rivero—. Son jóvenes… Y no sólo de pan vive el hombre.

Julio me hizo un gesto malicioso, como si estuviera conmigo en algún secreto, cosa que nunca había sucedido. El disco giró un buen rato sin que habláramos.

—¿Qué le pasa a su amigo? —preguntó de pronto la señora Rivero—. ¿No va a bajar?

—Voy a buscarlo —dije.

Subí al cuarto y encontré a Mario, con el pantalón y el calzado puestos, pero sin la camisa, atisbando por la persiana, y al acercarme a observar, te vi sentada ante la mesa, con la luz encendida, y tenías una flor en el pelo y comías algo con gestos lánguidos y curiosamente aristocráticos.

—Tiene novio —dije—. Se ha emperifollado para salir con el novio.

—Estás loco —dijo Mario—. Ellos no le permitirían tener novio. Ella siempre se pone una flor en el pelo, todas las noches, por si algún día llega alguien. Pero ellos no dejarían que nadie se le acercara.

—Vamos —dije—. Los Rivero van á pensar que no queremos verlos, que sólo hemos venido a dormir y tragar.

—¿Qué comen que adivinan?

Después de la cena volvimos todos a la sala y Julio puso la otra cara del disco de Chopin; pero su padre le pidió que quitara a ese cursi, de modo que escuchamos durante una hora Rigoletto, mientras la señora dormitaba en el sofá, el señor Rivero silbaba bajito los temas principales y Julio, Mario y yo nos aburríamos.

—Papá —dijo Julio de repente—. Voy a dar una vuelta con los muchachos. ¿Me prestas el carro?

El señor Rivero asintió y le dio las llaves del automóvil. Cuando salimos de la casa en el coche las estrellas brillaban pálidamente en el cielo nublado.

Recorrimos el Malecón, mirando y escuchando el mar.

—¿Cuánto tiempo se van a quedar? —preguntó Julio.

—Mañana nos vamos —dijo Mario.

—¿Cómo? ¿Vinieron nada más a estar unas horas?

—Sí —dije—. Queríamos ver el mar y nos dio la chifladura de repente. Estábamos deprimidos y había que hacer algo.

—¿Por lo de los exámenes?

—Sí.

Guardamos silencio y sólo se escuchaba, a medida que dejábamos atrás la zona poblada, el ruido del oleaje y de las llantas sobre el asfalto. Mario callaba hurañamente, hecho un ovillo en su asiento y mirando las estrellas por la ventanilla.

—Bueno —dijo Julio—. Pueden machetear y presentarse a título.

—Mario puede —dije—. Pero yo creo que no tengo bastantes asistencias.

—Se durmieron, ¿eh?

Vi una sonrisita de superioridad en Julio y un breve relámpago de rencor en Mario, que luego recobró su mirada lejana, dirigida hacia el cielo nocturno.

—Bueno —dijo Julio—. ¿Y cómo lo piensan remediar?

—Yo no sé —dije—. En realidad no quiero estudiar arquitectura. Me hubiera gustado más la Facultad de Derecho.

—Debiste pensarlo antes, viejo.

—No me atreví a decírselo a mi padre. Desde que yo era pequeño él tenía metido en la cabeza que yo fuera arquitecto.

—Pero, el derecho... ¿Te interesa mucho?

—Pst... No sé.

—Hoy sobran abogados y arquitectos. La mayoría se muere de hambre.

Mario se removió en el asiento.

—Oigan —dijo—. Si van a hablar todo el tiempo como imbéciles, me bajo. He venido a ver el mar. ¿Está claro?

Poco después, Julio detuvo el coche en una pequeña playa desierta, y Mario y yo nos desnudamos y nos lanzamos al agua. Julio no quiso seguirnos.

—Eso es para los chilangos —dijo.

Nadamos un poco en el agua fría y oscura y luego Mario se quedó de pie, con el agua hasta las rodillas, chorreando, y me miró con una sonrisa vacía.

—Viejo, esto no resulta —dijo.

Estaba temblando un poco, igual que yo.

—¡Oye! —le gritó de pronto a Julio—. ¿No habría manera de conseguir una botellita de algo?

—Por este rumbo es difícil —contestó Julio.

—Bueno, pero tienes el carro, ¿no?

—¿Pues qué me vieron cara de su gato?

—No la amueles, hombre. Es para entrar en calor.

Okey —dijo Julio de mala gana. Se metió en el automóvil, arrancó y se perdió de vista.

—Es un imbécil —comentó Mario—.No lo aguanto a él ni a su familia. “Julio, quita a ese cursi de Chopin”. Cretinos.

Se zambulló y lo seguí. Nadamos un poco más y volvimos a ponernos de pie, combatidos por el oleaje y mirando mar adentro.

—No resulta, ¿eh? —me dijo.

—No —asentí—. No resulta. Nada resulta.

—Si al menos hubiera algo que hacer. Pero en realidad no quiero hacer nada. No quiero estudiar arquitectura, ni medicina, ni química, ni derecho ni nada. ¿Qué te parece?

—Genial. Yo tampoco.

—Lo único que quiero es echarme a nadar y no detenerme hasta llegar a Hawai.

—Estás loco. Eso queda del otro lado, en el Pacífico.

—No seas imbécil, tú me entiendes.

Luego llegó Julio con una botella de ron, nos vestimos y nos pusimos a beber sentados en la arena. Bebíamos y hablábamos de cosas que no nos importaban. Al cabo de un tiempo Mario y yo empezamos a sentirnos borrachos. Julio no, porque casi no había bebido. Mario lanzó una risita y se volvió hacia Julio.

—“Quita a ese cursi de Chopin” —le dijo, pastosamente.

—¿Qué? —preguntó Julio, sin saber qué pasaba—. ¿Qué dices?

—“Julito, quita a ese cursi de Chopin”.

—No te entiendo.

—Por supuesto —repuso Mario.

Se levantó y arrojó al mar la botella vacía, que describió una parábola, hizo ¡chafff! al pegar en el agua y empezó a hundirse gorgoteando en el vaivén del oleaje. Mario avanzó trastabillando hacia el mar y gritó salvajemente, agitando los brazos sobre su cabeza:

—¡Mundo de mierdaaaaaaaaa...! —Empezó a reírse entrecortadamente y volvió a gritar—. ¡Pinche mundo de mierdaaaaaaaa...!

—¿Qué le pasa a ése? —preguntó Julio.

—¿No lo sabes? —le dije riéndome de él—. Está borracho. Y yo también.

—Pues estamos fregados —dijo.

Mario se acercó a nosotros con paso vacilante y se inclinó hacia Julio.

—“Quita a ese cursi de Chopin” —dijo, y lanzó una risita—. “Julito, quita a ese cursi de Chopin”.

—No friegues, viejo.

Mario se reía, casi sin sonido, sólo con los movimientos convulsivos de su cuerpo.

—Anda, monada... Quita a ese cursi de Chopin... Y nada de andar perdiendo el tiempo, hijito... hay que estudiar... Pero quita al cursi de Chopin...

Julio se zafó, molesto, de las manos de Mario, y se levantó sacudiéndose la arena del pantalón.

—¿Qué te pasa? —le preguntó a Mario—. ¿Qué quieres?

—No quiero nada... Sólo quiero que quites a ese cursi de Chopin... ¿Comprendes?... No quiero nada... No quiero estudiar nada, ni trabajar en nada... Ni ser nada... Sólo quiero gritar... Sólo eso —y volvió a gritar hacia el mar—: ¡Mundo de mierdaaaaaa!

—Vámonos —dijo Julio serio y casi asustado—. Ya estuvo bien. Vámonos.

Se encaminó hacia el coche, pero Mario le hizo dar media vuelta tomándolo del brazo y se encaró a él.

—No te gusta mojarte, ¿eh?... “Eso es para los chilangos”... Ven, hijito, ven a darte un baño...

Forcejeando, trató de llevarlo cerca del agua, y entonces yo me levanté, tomé a Julio de un brazo y lo llevamos, mientras se debatía ferozmente, hasta el borde del agua, que nos mojó los pies. Tras una breve lucha lo soltamos y se fue silencioso al coche. Lo seguimos.

—Ya estuvo bien de fregar —nos dijo, poniendo en marcha el motor—. Vámonos ya.

Subimos al coche y salimos a la charretera.

—Perdona —dijo Mario—. Fue una broma.

Cuando subimos al cuarto, lo primero que hicimos sin prender la luz, fue atisbar a través de la persiana, pero todo estaba oscuro en tu casa, y sólo podíamos imaginar que dormías, desnuda en la cama y con una sola sábana en el cuerpo, por el intenso calor.

—Entonces ¿qué? —le dije a Mario— ¿Mañana nos vamos?

—Por supuesto, viejo —me respondió—. Esto no resulta.

—No. No resulta.

—Nos levantamos temprano, les dejamos una nota dándoles las gracias y nos largamos.

—¿Pero si nos quedamos dormidos hasta muy tarde?

—Deja levantada la persiana. La luz nos despertará.

—¿Crees que ella estará levantada mañana? La chica de allá.

—Quién sabe. Y me importa madre. ¿Sabes lo que voy a hacer cuando llegue a México? Voy a invitar a Telma al cine y luego me la redondeo. ¡Pinche vida de mierda! ¿Para qué rayos están las mujeres en el mundo?

—Hay que dormir —dije.

Estuvimos un rato callados, mirando hacia el techo y sudando, a pesar de que no teníamos nada encima.

—¿Sabes? —me dijo Mario—. A veces me digo que si no vas a ser nadie, debería uno dedicarse a vagabundo. Como en las películas de Chaplin. Irte por ahí, sin dinero ni nada, y robarte gallinas en las granjas para comer. ¿No te parece mejor que estar encerrado en una pinche oficina toda la vida?

—Se va enfurecer mi padre —dije—. Está convencido de que soy un bueno en los estudios.

—Pues si de veras quiere uno ser algo, hay que serlo de verdad. Cuando tenía doce o trece años soñaba con meterme en un autobús e irme a Hollywood para ser actor de cine. Comenzaba siendo extra y un día alguien me descubría talento y me ponía en una película con Elizabeth Taylor.

—Bueno, yo también pensaba a veces en eso.

—Eran pendejadas. Pero se sentía uno mejor pensando en ellas.

—Vamos a dormirnos.

Al día siguiente desperté antes que él, a eso de las seis y media, y me acerqué a la ventana a tratar de verte, y vi la ventana abierta, pero no estabas tú, sino la mujer gorda desayunando con el hombre mayor, de modo que estuve un buen rato esperando a que aparecieras, y cuando Mario se despertó se puso a mi lado a observar.

—No va a salir —dije.

—No. Nos iremos sin verla.

Escribimos una nota de agradecimiento a los Rivero, otra para Julio, tomamos nuestros maletines y salimos sigilosamente de la casa. Un taxi nos llevó a la agencia de autobuses y a las ocho salimos de Veracruz. Mario iba sentado junto a la ventanilla y durante casi una hora guardó silencio.

—Me gustaría volver —dije al fin.

Apartó los ojos de la ventanilla para verme.

—¿A este lugar de mierda?

—Bueno —dije—. Está el mar. Y me gustaría hablar con ella.

—Ya estás haciéndote ilusiones. Sabes que no resultaría.

—Sí, lo sé. Pero de todos modos, ¿no te gustaría verla?

Volvió nuevamente los ojos hacia la ventanilla, sin contestarme, y durante casi todo el trayecto no pronunció una palabra, y yo tampoco, pero los dos sabíamos que estábamos pensando en ti, que te habías quedado en Veracruz, con tu cuerpo esbelto y cobrizo y tus amplias caderas y tu largo pelo suelto, en aquella ventana que nosotros ya no veíamos.