Material de Lectura

 

Félix el feliz


Sábado 8

Érase que se era un joven llamado Félix de quien se sabe tan poco, que es casi una temeridad intentar esta historia.

Conocemos del protagonista que se había licenciado en química, que gustaba de la leche sin hervir, de las muchachas preferiblemente de ojos claros, y pudieran nombrarse otros detalles de su catálogo personal en materia de deleites, pero tanto la licenciatura como un listado in extenso de agrados, muy poco nos ayudarían a entenderlo.

Comienzo.

Un día, hace escasamente cuatro días de ese día, a eso de las seis de la tarde, es decir, a la hora en que el mundo se apresura para enseguida detenerse porque los trabajos cesan, la luz sufre agotamiento y se hace insoslayable preparar la noche, Félix iba caminando recién bañado, disfrutando el alivio y hervor de tensiones que se conoce con el nombre de crepúsculo, observando la discordia de rutina en el trozo de cielo que permitían los árboles, los alambres eléctricos, los techos casi almenados de tanta casa con ínfulas ardecó que estorbaban, más que ninguna otra cosa, por su indiferencia falsamente aristocrática, su solidez mentirosa y su impertinente posición, ahí, frente a los ojos que buscaron inútilmente mejorar el panorama desde la acera opuesta al poniente.

Félix hizo que un dedo percutiera rítmico y continuo en los balaustres de madera que rodean los portales, porque el día se opone a la noche como la hilera de casas a su derecha es el polo opuesto a la recua de enfrente, en las primeras hay fresco portal y vida, en las segundas, fachada ardecó y aire cadavérico.

Por la acera de las gratas, Félix se iba acercando sin prisa a la casa de un amigo, a quien le prospera con igual eficacia la barba y las entradas donde gana terreno la calvicie, y a quien de niño apodaron El Cura sin sospechar que el mote le encajaría perfecto, tanto, que hoy parece la necesaria consecuencia de una definición de principios acuñada con un nombrete de infancia.

De El Cura sí sabemos bastante, pero quien nos importa es Félix.

Con El Cura, Félix se sentaría a coger fresco en el último portal rodeado por barandas, y conversaría plácidamente sobre asuntos de interés, sobre Holguín, por ejemplo, ciudad de donde El Cura acababa de regresar, o sobre las diversas cuestiones que atañen al buen funcionamiento de un carburador tema que había quedado pendiente por culpa del viaje, que Félix puede atacar con absoluto conocimiento de causa, su Ford 52 lleva parado más de un mes por capricho del artefacto, y que El Cura aderezaría con sugestiones juiciosas, no por ser un conocedor o un aficionado, sino porque ésa es otra de las virtudes de la hora, su propensión a conducir los temas por el lado de mayor interés y vitalidad de modo que discurran sin exaltación, sin atropello de ideas, como propone la comedida algarabía de nubes y cielo que arman su escándalo de color del modo más callado.

Félix demoraba su camino.

Por entre la gente que pasaba sin prisa, por entre los niños que gozaban los pocos retazos de la tarde, Félix distinguió el último portal y una mujer y un hombre que algo sostenían en las manos y que de algo estaban conversando.

El hombre era El Cura.

El Cura vio que Félix se acercaba.

La mujer hizo un movimiento de cabeza persiguiendo la mirada de El Cura.

Félix, que siempre tuvo preferencias por las muchachas de ojos claros, ya lo hemos dicho, pudo saborear un rostro espléndido de esplendente sonrisa.

Ojos como un lago, decía el bolerista y decía bien, o sonrisa perfecta, dice el trovador y no miente.

Se hicieron las presentaciones y Félix se acomodó frente al atardecer y ante ella para asistir, de tal forma, a una redoblada iluminación, el fin del día y el comienzo del fin, como ya se verá.

El Cura continuó mostrando a Sonia, que así se nombra la muchacha, trabajos de cordelería más extraños que bellos, raros macrameses que serían quizás los postreros, porque aquella misma noche iba a comenzar algo con piezas de metal y soldadura, una serie de siete objetos con desperdicios de hierro, a ver qué sale, y así lo está haciendo todavía, y no porque algo instintivo le haya dictado al artista un nuevo rumbo, sino porque ni en Holguín El Cura había podido conseguir más cordel, pero Félix, que hoy por hoy no prefiere nada, prefería el vasto mundo de los carburadores, o el vasto mundo, y trató de desviar la atención como pudo, e incluso interrumpió para preguntar si la conferencia era seca.

Sonia, El Cura y Félix conversaron y conversaron entre continuas entradas y salidas de familiares, entre constantes interrupciones de niños y adultos, y no se bebió nada, porque nada había que beber, sólo leche sin hervir, y Sonia tiene perdonada la leche sin hervir, y ellos con suma cortesía dijeron que también, y El Cura esforzándose por interesarlos en su discurso, pero Sonia sonreía y sonreía a todos los comentarios burlones de Félix a propósito del cuerderío que colgaba en la baranda, y así ella estuvo canjeando una sonrisa por otra hasta que saltó, fue como un salto, tenía que irse rápido, era muy tarde, aunque tuvo tiempo de dar número de teléfono y de aclarar que Félix podía llamarla a cualquier hora después de las seis de la tarde, no salía nunca, no acostumbraba, esto de hoy era algo muy excepcional, y siguió un felicidades al macrameador, y un adiós breve, chaíto, que incluyó a los dos hombres, y al fin partió dejándolos con quince segundos de silencio.

Fueron escasamente quince, porque Félix no pade-cía de cortedad ni de pereza, digo padecía y sospecho que escurro alguna anticipación pero repitamos que ni corto ni perezoso, Félix trató de indagar rápidamente sobre Sonia el quién, el cómo, el de dónde, y aunque El Cura sabe todo lo cognoscible acerca de la muchacha, Félix casi nada pudo averiguar, apenas el titubeante pista que pasaba por el trabajo de ambos, y luego una amistad de ella con Neida, la novia de El Cura, la hermana de Maritza, mujeres que Félix conocía de oídas, y acto seguido el coincidir en algún Control y Ayuda, ¿cuál?, ¿Quién sabe?, El Cura no recuerda, y por último cierto comentario sobre los estudios para terminar el técnico medio, y más allá una zona de absoluta penumbra donde la pista sencillamente se extinguía.

La noche no era un hecho consumado, pero el exceso de violeta en el cielo hizo que se encendiera la luz del portal, y con iluminación de sesenta bujías se bebió leche sin hervir y se comentó del diplomático comportamiento del calor y los mosquitos.

¿Qué hacía Sonia allí?, ¿cómo había llegado?, ¿con quién?, ¿de dónde venía?, porque Félix no se daba ni por satisfecho, ni por vencido, a pesar de que se acercaban las Aventuras y empezaba como un alboroto general en esa casa, en el chorro de gente que omito enumerar para que el lector se figure a su sabor una densa familia entre diez y dieciséis miembros con edades que oscilan entre seis y sesenta años.

A la sostenida indagación de Félix, El Cura respondió con un entramado muy juicioso que empezaba con el coincidir a la salida del taller, porque llegar de Holguín y pasar por el trabajo para cuadrar el sitio donde empezaría a levantar el primer objeto con desperdicios de metal y soldadura, fue uno y lo mismo, y el entretejer de El Cura continuaba con el saludo afectuoso y nada malicioso de Sonia, por los días sin verse, y la invitación a que se llegara un minuto para prestarle los manuales de segundo año que por fin no se llevó, como atestiguan lo que cargan las rodillas de El Cura, y también hubo su minuto adicional para ver macrameses de última creación, y bueno, la trama concluía con la esperanza de nada, porque es amiga de su novia Neida, y la desesperanza de haber tenido esperanza, porque llegas tú y pones mala la expo cuerderil y hasta hubieras puesto malo el intento de romance a la luz del ocaso, y no diga eso, maestro, dijo Félix, y sí lo digo, cabrón, dijo El Cura.


—Oigo.

—¿Es Sonia?

—Félix.

—¿Có... cómo sabes que soy...?

—Te estaba esperando, pero no adivinaba si hoy o mañana... Fui una tonta, ayer debí darte también el teléfono del trabajo por si te era más fácil llamarme allá, podías tener complicaciones por la noche.

—Ninguna, ni por la noche, ni...

—Qué lástima que sea tan tarde, Félix.

—¿Sí?

—¿Por qué me llamaste tan tarde? Qué pena.

—Sí, yo... lo siento muchísimo también, pero mañana...

—Mañana. Qué casualidad, también tenía mañana en la punta de la lengua.

—¿Sí?

—¿Qué me vas a proponer para mañana?

—Yo...

—¿Qué?

—¿Tú tenías pensado algo para mañana?

—Propón tú, Félix.

—Bueno..., me parecía..., a mí...

—¿Por qué no vamos a algún lugar, un restaurante por ejemplo, donde podamos conversar?

—Sí, me parece...

—Invito yo, te advierto.

A ella le habían pasado tantas y tantas cosas, y no tantas, que Félix no fuera a pensar, y Sonia recordaba, revivía recuerdos, cataratas de malos recuerdos; de motivos para tristeza, para sentirse desdichada, con anécdotas y más anécdotas que se entretejían laceriando, hasta conseguir una trama sin cabo ni rabo, más compleja que cualquiera de las extrañas tenderías de El Cura, y en todo el embrollo que era la vida de Sonia, Félix debía dilucidar si en una determinada circunstancia ella había actuado correctamente, o si en tal obra había tenido mejor o peor opción, y Félix sin lograr ni siquiera el requisito previo de una buena cronología de desgracias, sin poder distinguir en la mezcla el mercurio del magnesio, pensaba, y qué semblante más luminoso el de Sonia, qué ojos tan claros, también pensaba, y pensaba siempre sin hablar.

Sonia podía ser simpática, lo era por ráfagas, y hasta en el punto más oscuro donde se confundían angustia con desazón con mala suerte con infausta casualidad, con giro fatal de los acontecimientos, hasta en esa tiniebla, Sonia era agradable, poco mareante, algo equilibrada, si le miraba siempre a los ojos.

Félix mantuvo la cara de beatitud, daba signos de estar extasiado con la inacabable crónica, incluso ensayaba comentarios, intentaba un diálogo que no cuajaba porque el diluvio de problemas lograba una luceta tan oscilante que no era posible distinguir ni los contornos, pero, al menos, escuchaba, o parecía escuchar, y su rostro mostraba agrado, perenne sensación de agrado, y de verdad le resultaba grato ser el escogido para tanta confidencia y no El Cura o cualquier otro, y hasta quizás haya sentido un principio de felicidad.

Más que todo, Félix miraba a Sonia, ése si era su oficio, y mirándola le sorprendió la madrugada, y con la altísima hora vino el caminar más que lento, hasta que arribaron al punto en que el galán suele tomar del talle a la donna, le hace salir de su centro, con levedad procura que la cabeza poblada de ensortijados o lacios cabellos se recueste en el pecho, e inclinando de treinta a cuarenta y cinco grados el rostro a derecha o a izquierda, logra juntar labios con labios aguantando la respiración, al principio, y respirando pasión principalmente por la nariz, desde ese principio en adelante.

Sonia dijo Félix, Félix dijo Sonia, y ambos pudieron pensar, en fin, ya está hecha la noche.

Y esa misma noche, todo se hizo.


—No te puedes imaginar.

—Claro que me imagino.

—No, Cura, no, eso hay que vivirlo.

—Tienes cara de muerto en vida.

—Ayer nací, hermano.

—Estás cogido.

—Cogido es mierda, esa mujer me parió, que venga ahora mismo y me pisotee, que me mate, estoy dispuesto a morir, a morirme por ella, con ella, que pida por esa boca lo que se le ocurra, soy su esclavo, pero que jamás y nunca se vaya, Cura, tengo miedo de perderla, terror a perderla, te lo puedo jurar de rodillas.

—Coñó.

—No te rías, envídiame, no beso a la gente que pasa por la calle de milagro.

—No des más golpes en la mesa, vas a tumbarlo todo.

—Ah, ya me estás envidiando, ya me estás envidiando.

—Desde el primer día que te sentaste y ella siguió con cara de monja para mí, y puso el culo para ti, te estoy envidiando.

—Soy feliz, soy Félix El Feliz, dígalo usted mismo.
—Eres El Feliz, pero ni un manotazo más.

Si escribiéramos, la piel de esa mujer fue plumaje, o el deseo de esa mujer fue música, o la noche con esa mujer fue día, si colocáramos la palabra tersura o armonía o colmo estaríamos liriqueando inútilmente.

Todo es más simple y descomunal.

Félix se despertó con la primera claridad, la observó tal como es, con sus claros ojos cerrados, con la boca entreabierta goteando un delicioso hilo de saliva que fue a reposar sobre la almohada, y aseveró que había dormido otra noche más con la mujer del siglo, y hasta quiso besarla como diciendo amor, amor sin concesiones a una historia de desastres, amor brotando sin previo cultivo, y lo hizo, y más que un beso, fue un sorbo de murmullo, y tan leve, que ella no despertó.

Con mucho cuidado, Félix abandonó la cama y caminó hacia el baño entonando para sí, para bien adentro, la vida no vale nada si no es para perecer.

Amanecía.

La ducha trajo nostalgias, porque si al menos pudiera escuchar siempre, continuamente, la voz de Sonia, la maravilla de esa voz, voz casi música de aguas, mejor que el sueño musical del mejor músico, si pudiera ver siempre esa sonrisa que parte de los ojos, y que voz y sonrisa se conjugaran y que voz y rostro acaparasen todos los sentidos y que no existiera más que aire vibrando con la música de ella, aire encandilado con la luz de ella durante minutos, horas, multiplicables horas, hasta que al borde mismo de la locura supiera al fin hasta dónde sería capaz de...

Félix estornudó.

La imagen de encantamiento donde voz y rostro eran un sinfín de percepciones inacabadas, inacabables, se hizo sonido y cuerpo, porque Sonia lanzó un primer gorjeo con revolver de sábanas, y Félix, desnudo, escurriendo agua tibia, quiso asistir a la alborada de la absoluta perfección, imposible de concebir, y tan real que se encontraba allí, tendida, despertando, y tan verdad que tenía hasta nombre, un nombre temblor de aguas o color de la tarde o…

Félix trató de pronunciar Sonia, pero Sonia fue inarticulable, sólo lograba despegar los labios, sintió un deseo de respirar y exhalar a la vez, y miedo y aún más o amor y miedo.

Sonia asomó la sonrisa, lo miraba, algo le decía.

Félix, musitó Sonia, y a Félix le llegó su nombre en dos aldabonazos, Félix, como doble reventar de tímpanos, y sintió en la garganta el paso dificultoso de algo más ancho que su cuello, e hizo intento de respirar con todo el pecho, y fue tropel por toda la sangre, carrera sin aliento, o con todo el aliento, para decir, para tratar de pronunciar Sonia, amor, mujer, cariño, Sonia, y la opresión fue mayor que su pecho, y vino el estallido, y destrozos retumbando, y Félix buscó un sorbo de aire, aire, necesitaba aire, Sonia, mi amor, aire.

Sonia hizo un gesto con la mano, Félix pudo aún descifrarlo, que se acercara, ven, ven para secarte el pelo, ven mi vida, pudo escuchar.

Pero el mundo abandonaba toda forma, empezaba a ser algo parecido a una rápida sucesión de aristas sin contornos, de espectros de luz, o sola chispa de luz incolora, y más allá oscuridad sin tensiones, donde no cabe la discordia irreconciliable de pecho y cuello y venas, como atrapar la fuga del sol, la entrada de la noche en una tarde sin policromías, sino simple tarde dejando de ser tarde para convertirse en noche luminosísima, y la voz cada vez más lejana percutiendo con menos bríos, como un eco de amor, y ya no fue ahogo, y fue más felicidad que amor, o sería más...

Sonia gritó, siguió gritando mientras trataba de alzar a Félix del piso, de abrazarlo y no moverlo, de que abriera los ojos, de que respirara.