Material de Lectura

 width= Rafael Ramírez Heredia



Selección y nota
introductoria
Hernán Lara Zavala



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Nota introductoria

 

Todo gran cuentista se ve en la necesidad de crear su propio tipo de cuento de acuerdo con su sensibilidad, con sus exigencias literarias y con su visión del mundo. Para ello el autor requiere de un complejo proceso en su escritura a través del cual irá depurando su temática y su voz. Quienes hemos tenido la oportunidad de seguir la obra cuentística de Ramírez Heredia podemos apreciar la evolución clara y sostenida que le ha permitido llegar al punto de madurez que ahora ostenta y que le valiera el Premio Internacional Juan Rulfo 1984.

Son muy pocos los escritores en nuestro medio que se pueden identificar exclusivamente a través de sus textos. Ramírez Heredia es uno de ellos. Él ha logrado modular una voz y un universo narrativo que nos remiten de inmediato al origen de su factura. Y es que en la creación de sus cuentos, nerviosos, chispeantes, vertiginosos, Ramírez Heredia tuvo que romper con las ataduras que lo constreñían para darle rienda suelta a su impulso narrativo. Tuvo también que irse aproximando a los diversos temas afines a su temperamento para configurar las constantes de su literatura.

Como cuentista Ramírez Heredia muestra diversas vetas en su evolución. Una de ellas corresponde a lo que yo me atrevería a calificar como su vena romántica. No se trata, por supuesto, de historias sentimentalonas o almibaradas. El espíritu romántico de Ramírez Heredia se manifiesta en principio a través del canto y la celebración de su tierra (Tamaulipas), así como de la exaltación del agua, del sol y del mar como metáforas del goce vital y de la libertad. Se manifiesta también en la veneración que muestra hacia los hombres viejos que han sabido alcanzar su destino con dignidad, sapiencia e imaginación. Existe en sus cuentos una enorme simpatía por aquellos viejos —cancioneros, marinos, poetas— que han logrado sobrellevar sus vidas con arte y con valor. En este tipo de relato Ramírez Heredia se revela como un escritor panteísta, en plena comunión con los elementos de la naturaleza y con el individuo humano. El viejo y el mar —título de la novela de ese otro viejo a quien mucho debe Ramírez Heredia— sintetiza esa fase de su búsqueda. En cuanto a su estilo, esos cuentos se ciñen aún a los recursos más tradicionales de la narrativa; no obstante, es posible notar ya el vigor y el ritmo narrativo que será tan importante en su futura evolución.

Con el tiempo Ramírez Heredia cambia sus escenarios y empieza a observar el mundo con cierto desencanto. Muda su visión idílica del mar por la sórdida y muchas veces brutal del conglomerado urbano, que lo mismo puede ser Tampico-Madero que la Ciudad de México. Y aquí el cuentista da con uno de sus filones más valiosos, pues si algo caracteriza la obra de Ramírez Heredia es su inclinación a explorar las entretelas de los diversos grupos de desclasados en los bajos mundos de las ciudades: politiquillos menores, mujeres en desgracia, burócratas, oficinistas, boxeadores, gente de cantina, cirqueros, artistillas y subocupados. A lo largo de estos cuentos observamos cómo sus personajes se derrumban o se corrompen en su anhelo de salvarse buscando la fama, la riqueza o el amor.

Otro tema que raras veces se halla ausente de sus relatos es precisamente el del amor sexual, que Ramírez Heredia trata como un medio que sirve a sus personajes para ejercer el poder y mostrar así lo mejor y lo peor de sí mismos.

En la medida en que Ramírez Heredia se acerca a los temas más afines a su sensibilidad, su voz narrativa cambia paulatinamente y avanza con tiento hasta lograr el ritmo acelerado y musical de relatos como “El rayo Macoy”, “Paloma negra” o “Sombras”. Es en estos últimos cuentos en los que Ramírez Heredia se revelará como el auténtico creador que es. A través de su fino oído manejará sus anécdotas con picardía, con sentido del humor, y con ingenio; para ello se servirá de los giros coloquiales, de los albures y del habla de la gente del pueblo. Por lo mismo habrá también violencia, patetismo, vulgaridad, como las hay en la vida cotidiana. Pero sobre todo ello resaltará su manera de contar sus cuentos mediante su recurso del “monólogo silencioso” o “monólogo narrativizado”, como también se le podría llamar. Este recurso consiste en contar las historias a través de un narrador que, en tono conversacional —ya sea para sí mismo o para un supuesto interlocutor—, mezcla diversas voces, tiempos y espacios para revivir el suceso en cuestión sin parar mientes en explicaciones editoriales o acotaciones tipográficas. Como resultado se obtiene un relato rápido, rítmico y yuxtapuesto capaz de reflejar las estructuras complejas de la vida y las interrelaciones emotivas de los personajes. Todo ello cuidándose de no perder el control sobre el lector. Ramírez Heredia ha logrado así la enorme proeza de aligerar un género que parecía haber dado todo en cuanto a velocidad narrativa.

Los cuentos elegidos para esta colección buscan mostrar las características antes aludidas; “Días de duna” refleja la vena romántica y fantasiosa del autor, su visión de los viejos y del mar; “La media vuelta” nos narra la historia de un hombre “de apenas voz” que busca recuperar a su querida a través de “la palabra hecha eco”, es decir, del amor, de la desesperación y de la presencia de ánimo; “Albur de amor” pertenece a lo último y más depurado de la producción cuentística del escritor y donde mejor se muestran los alcances del “monólogo silencioso” y su efectividad en el tratamiento de temas urbanos. El lector se halla pues ante tres textos de uno de los más originales, innovadores y talentosos narradores de nuestra época.

 

 

 

Hernán Lara Zavala


Albur de amor

 

Primero fue el reencuentro con una realidad del espacio en apariencia igual, después, conforme la reverberancia de la voz se introducía en el cuerpo, Rita observó los cambios en la decoración cotidiana. Fue una reacción lenta, sufragada por la monotonía y por los pocos deseos de subir el rostro y meterse al mundo externo porque ella, desde que llegaba al trabajo, se aislaba de los ruidos propios del banco, del caminar de los guardias, de la aparente prisa de los compañeros, por eso fue quizá que el grito la sacudió diferente a los demás y cuando se dio cuenta de todo era porque ya el tiempo hecho segundos había brincado la barrera de su propia caja y los rostros de los demás le decían de lo sucedido en el jol del banco, iluminado y amplio, los pisos pulidos y los olores de la gente confundidos con el aroma de los desodorantes.

Dos gritos más se escucharon a su izquierda antes de que la voz rasposa del hombre mandara callar los nervios con un: no abran la boca o se las lleva la chingada. Para entonces Rita se metió de lleno al palpitar de lo que esa mañana, apenas recién abierto, sucedía en el banco donde ella había trabajado los últimos cinco años.

En esa sucursal, mamá —explicó cuando la madre, sin sacar la cara del televisor le dijo: ojalá no la cambiaran porque viajar tantas horas en esos autobuses llenos de gente mugrosa hacía mal a la salud y la tía Josefina confirmó lo dicho con movimientos de cabeza mientras la actriz de la tele sonreía de entrar gustosa al restaurante para ver a Juan Carlos, y Rita dice: para ella ese tal Carlos Armando va a resultar igual al otro y la pobre Luz Linda se quedará zurciendo las calcetas de su padre.

El movimiento del hombre de la entrada la llenó de miedo. El tipo, con una gorra de estambre que casi le cubría la cara, arrastró al policía, al poli, pensó ella, hasta cerca de la puerta del gerente, mientras, los demás, incluyendo al alto que se tapaba con un pañuelo y un sombrero, se desperdigaban por todos los sitios y saturaban de chillidos reprimidos las áreas del banco. Rita no intentó moverse ni guardar el dinero en el cajón de al lado. Los fajos de dinero, contado y avalado por las firmas, estaban apilados, ella sintió que el piso se le movía, pero el afianzarse bien de la orilla del mostrador le permitió mantenerse seca, erguida en medio del tumulto interno, de su respiración sobresaltada, de sus ojos bien abiertos que iban de un lado a otro registrando el hecho como si intuyera que más adelante le iban a hacer toda clase de preguntas.

La mujer, obesa y con el suéter demasiado corto, parada en la fila frente a Rita en espera de ser atendida, chilló sin detenerse hasta que uno de los hombres, con una máscara de caucho en el rostro, calló los ruidos con un empujón y unas palabras masculladas por el cambio que el hule configuraba a los sonidos. Fue un no grite o se muere, o un sin gritos estúpida, o nada de gritos pinche vieja, o algo así, y el hombre de la máscara estuvo cerca de la caja hasta que la gorda del suéter corto se desparramó hacia abajo del mostrador y Rita la dejó de ver como no dejó de ver al hombre del pañuelo dar órdenes con la mano y viajar de un rincón al otro señalando cajas, aligerando pasos, estableciendo coherencia en esa mañana luminosa y caliente de abril, muy cerca del inicio de la semana santa.

No sabe si pensó en volver la cara hacia donde se supone debía de estar Ambrosio, pero hubiera sido inútil pues desde donde estaba parada nunca le pudo ver la cara: debía de irse hasta la caja tres, las más de las veces fingiendo buscar un papel y desde ese sitio, con el olor de Carmina disimulado por la loción, mirar la figura del hombre, verle relucir la calva prematura, observarle lo anguloso del rostro, comparado siempre con las calaveras de dulce que venden en tiempos de las fiestas de los muertos y pensar en el cambio que significaba casarse con el subgerente, o quedarse en su casa con su madre y su tía Josefina detenidas, como tiempo sin horas, frente al televisor y metiéndose en las vidas de los personajes de las telenovelas.

Entonces fue cuando uno de los hombres, el que se cubría con el gorro de estambre, golpeó al policía con la cacha de la pistola, al poli, al poli Sebastián quien la saludaba muy correcto cuando llegaba en las mañanas y marcaban su tarjeta de asistencia y la mayoría de las muchachas, mamá, no van pintadas, hay algunas como Pily, de plano huelen que no se bañaron y Rita se sentía floja, pesada, por haber estado viendo televisión hasta tarde y en la mañana prepararse el desayuno a las carreras para salir y tomar el autobús atascado, ay niña, todavía no aprendes que así nada más te llenas de malos humores y de quién sabe qué malos pensamientos, para llegar al banco y mientras esperaban la hora de iniciar el trabajo colman el baño de sonidos, de pláticas sin destino y pintarse la cara, o arreglarse las medias, irse poco a poco saturando de perfume para que al rato se puedan ir cada quien a su sitio y esperar a la gente que haga hileras, pregunte, demande y no como ahora, el día de hoy: todo se ha detenido y los años en el banco parecen no servir y una mano gigantesca hubiera arrastrado lo anterior y pusiera a esos hombres bravos, eléctricos, a correr, a vociferar entre lo pulido del piso y con el cuerpo del poli que se quedó cerca de donde se entra al área de la subgerencia y de la gerencia y Rita supo: pronto, el dinero colocado en su cajón, iba a ser retirado de su mano porque el hombre de la cara de hule brincaba ágil por entre las cajas e iba llenando la bolsa grande con los dineros de las compañeras y los grititos se habían medio callado cuando Rita le miró directo los ojos al hombre del pañuelo y el sombrero un tanto inclinado hacia la derecha de la cabeza.

La tía Josefina cruzó la habitación para cambiar de canal al televisor y al regresar dijo estar de veras triste por lo sucedido a Elena Rosa, dijo no ser justo que fuera tratada así y al sentarse Rita respondió con: no se queje usted tía, si Elena Rosa no hubiera dejado al niño en la casa de los Santoscoy Fernández, en este momento Lucianito estuviera igual que su madre y entonces sí, ella no tuviera que darle ni siquiera el medio pan que come y la madre como testigo oyó a las dos trenzarse en esa cotidiana discusión con que las telenovelas tomaban formas diferentes a las que ella miraba. Se sentó en el taburete cercano a la tía y le tomó la mano para, mirándole los ojos a su madre, ésta se diera cuenta: nunca iba haber una pelea entre ambas, más bien les gustaba irse más allá de lo marcado por la tele en las tardes y parte larga de la noche. Después, durante la merienda, seguían viendo las series de detectives hasta la telenovela para adultos donde mamá, ¿ya se ha fijado, tía?, a veces se nos queda adormilada y al día siguiente regresar al banco, trabajar en medio del calor y por la tarde de nuevo al departamento, comer rápido y empezar la jornada de las vidas de otros metidas en la casa pequeña, colocada en el tercer piso, siquiera, lo único que yo le veo, dijo la madre, es que hasta el tercer piso no se oyen tanto los ruidos de los coches, Dios mío, ni quien los aguante, ni quien los aguante, replicó la tía Josefina mientras acaban de tomar la leche y se trasladan al otro lado de la habitación donde los muebles decían de una sala desgastada y cubierta a trechos con manteles en miniatura, adornada con figuras de pequeñas bailarinas, perros, elefantes, hongos multicolores, ranas, flores y tantas y tantas más que a veces, dice Rita con un poco de coraje, las figuritas nos van a sacar del departamento, pero qué quieres, mi vida, si son la debilidad de tu santa madre, y así las mesas y dos repisas se ven llenas de esas figuritas que ya no molestan a Rita, al contrario, algunas veces, a la salida del banco, al pasar por los puestos que ponen en las fiestas patrias, compró varias y las regaló a su madre quien dijo con alegría: ay, Dios mío, vamos a buscarle sitio entre sus demás hermanitos y de sólo oír la palabra hermanito a Rita se le amargó la saliva porque ella sabe: nunca podrá tenerlos pues para tener un hermanito se necesita un papá y por desgracia el tuyo, mijita, Dios ya no quiso que estuviera con nosotros, ¿verdad Josefina? y las figuras de yeso pintadas con colores vivos, se almacenan ya en todos los sitios del departamento y a veces, en las noches, cuando el insomnio hace que los cuartos de la casa zumben y se tensen de fuerza, las tres, sin decirlo y menos Rita que duerme sola, sienten ganas de que las estatuitas se levanten, animadas, para oír la voz de los animales, recordarle sus días de niña, sus paseos a Lerma a ver a otra hermana de su mamá hasta que esa lejana señora, la tía Refugio, entró al olvido cuando la llevaron al panteón de Toluca y Rita dijo que en ese sitio había mucho, mucho frío.

Sabe, lo siente, lo tiene aquí dentro; al acabar de jugar con la muñeca grande, va a llegar. Lo siente porque así se lo dicen las risitas de las dos. Sabe, que desde el momento en que llegue se van a calmar un poco los deseos de coleccionar figuritas. Así que cuando los hombres entraron cargando el aparato, hicieron las instalaciones, pidieron la firma de su madre para que todo estuviera bien, se fueron y se quedó la sonrisa, más fuerte en la tía Josefina, tanto que no se la quitó ni cuando la mamá le dijo: para ser el primer día ya está bien y mandó apagar el televisor. Desde entonces la cita cotidiana se hizo frente al aparato y Rita empezó a sentir los músculos de la cintura hacerse anchos y que cada día le costaba más levantarse para irse a trabajar. Una de esas veces, en la serie del detective alto, miró a un joven dependiente de una tienda de comestibles y se le hizo muy parecido a Ambrosio, desde ese momento Rita tuvo la idea de fugarse más adentro del simple saludo, cuando Ambrosio y ella se entremezclaban desde los días en que el joven, de cabello ralo, trabajaba, como ella, de cajero. Nada más, tía, que Ambrosio está en ahorros y yo en cuenta corriente. De todos modos, hija, si es un buen muchacho trátalo en el banco y ya después lo puedes invitar a cenar y a que vea con nosotros la tele. Eso comenzó cuando ella comparó a Ambrosio con el dependiente de la serie del detective alto. Eso fue cuando el joven de nariz chata, pómulos salidos y calva, trabajaba de cajero, no como ahora que ya es subgerente y Rita sigue de cajera, pero Ambrosio estudió economía y en el banco se toman en consideración los estudios, tía, será por eso, Rita, y además, mamá, él es un muchacho muy dedicado a su trabajo, por eso lo ascendieron, no porque sí y Ambrosio se puso del lado del área de la gerencia, que ella no puede ver desde su caja, como tampoco ahora la mira a menos que se vaya a caminar entre lo que está pasando y observar qué le sucedió a Ambrosio porque ella recuerda los ojos del hombre de la barba cuando se estuvo un rato junto a la columna fingiendo escribir sobre una ficha de depósito y no, lo que hacía era ver, y Rita sintió los ojos del hombre de la barba y ella primero bajó la cabeza pero después, cada vez más seguido, alzaba la cara, metía los ojos en los ojos de él que seguía parado como si le gustara mucho la cajera y ésta obtuvo algo muy dentro, algo así como dice Luz Linda que siente cuando Carlos Armando la besa y le habla de lo felices que van a ser al casarse, al vivir lejos de todos, en esa casita de junto a los volcanes, así le penetra a Rita ese sofocón que se cuela en el escote del vestido y le revolotea por abajo, por abajo de la misma caja, siempre oscura, llena de papeles, de tiras de máquina sumadora, de aire caliente que no va a ninguna parte, no como cuando los ojos del barbado levantaron turbonadas de ventiscas y le pusieron la cara roja y le aventaron trozos de telenovelas y le recordaron pasajes de series norteamericanas y la pusieron tensa, vibrante, en ese tiempo de la primera vez de los ojos del barbado, o las siguientes veces que el hombre se estuvo casi pasivo viéndola, con algunas ausencias, cuando el tipo buscaba otras áreas del banco de seguro para disimular —cosa que Rita agradeció porque le iba a ser muy difícil dar explicaciones sobre eso de estar coqueteando con los clientes— o de seguro también para descansar, para no dejar los ojos en un solo sitio. Salvo esos paseos alados de un rincón al otro, el hombre de barba, la llenó de suspiros y pequeñas equivocaciones, nada importantes, tía, pero no sé qué me pasa que ando tan nerviosa y la madre le dijo que a lo mejor era algo con ese joven Ambrosio, y en ese momento Rita se dio cuenta que odiaba a Ambrosio, que siempre lo había odiado, que la cara le repugnaba, que esa calavera móvil le llenaba de espanto y que entrar a su área era entrar al área del suspenso sin siquiera recibir comezón en los labios o sentir que los senos se quieren echar fuera del vestido y Ambrosio, sin saberlo, como tampoco supo de ser el escogido, salió rebotado de la pantalla y Carlos Armando se hizo chico ante los ojos de Rita quien comenzó a criticar a Luz Linda por su eterno deseo de casarse con el galán de voz pausada.

Para entonces los largos silencios durante los programas de televisión se hicieron densos en Rita quien en todos los personajes, los de la telenovela de las cinco treinta, de la de las seis veinte, de las ocho, las series de las nueve y la de las diez, en todos los programas, Rita buscó unos ojos iguales a los del hombre barbado, quien hacía algunos días no se paraba por el banco. La madre y la tía Josefina preguntaron por ese cambio en las actitudes de Rita y ella con evasivas, medios tonos, palabras apenas dichas, se fue por las tangentes, por los espacios otorgados en los comerciales pues ella sabía que de aguantar el interrogatorio hasta que el programa se reiniciara, entonces las preguntas se quedarían en el aire hasta la siguiente pausa, como llaman los locutores al tiempo del anuncio. Pero así como se iniciaron las preguntas así se detenían cuando el silencio de Rita les dijo que irse por esos terrenos era irse por sitios sin eco y las tres se quedaban lánguidas con la tarde que se derrumbaba afuera y los faroles del barrio se prendían, mientras adentro de la casa el retintín de las horas se menguaba entre las figuritas de la mesa.

Al sentir el olor del hombre del pasamontañas, al sentir el vaho ácido escapado de las axilas del tipo que trajinaba ya cerca de ella, Rita cerró los ojos para que al abrirlos el olor y el hombre ya estuvieran en la siguiente caja, y así fue, sólo quedó junto a ella el humor rancio de quien suda por el movimiento interno de los demonios, y con los diablos brincando por todo el banco, igual que si Dios les diera la espalda, la mujer vio de nuevo, al pasar frente a ella, la figura alta y delgada de quien de seguro era el jefe y entonces, en un acto que hasta después ella pudo coordinar con algo, por abajo del pañuelo con que él se cubría al cara, buscó señas que le indicaran lo abultado de la barba, pero no, aunque el del sombrero se estuvo frente a su caja, más de lo que en otras partes se detuvo, Rita pudo asegurar que ese tipo alto, cuyas arrugas se notan muy marcadas en la frente, ese ser que da órdenes y que controla gritos, histerias, depósitos, relojes marcadores, entradas al baño, que sujeta a Ambrosio, a los gerentes, a la jefa de ahorros, a las cajeras, a los polis, que anuda altivo los hilos del asalto, no lleva barba y si no la lleva no es, no puede ser aquel quien durante muchos días la miró en un juego de fingimientos y que la hizo recapacitar sobre Ambrosio y la cobijó de temores en las horas del televisor.

La silla de atrás del departamento de ahorros se hizo contra la pared y la señora Gladys se cubrió la cara con las manos. Rita supo que en ese momento nada, ningún terror se traducía ya en su sangre, que ni un sobresalto se metía en los senderos de sus venas, que el ritmo de su pulso se recobraba y podía, como si supiera que más adelante le iban a preguntar, seguir detalle a detalle lo que en esa mañana cálida sucedía en las oficinas del banco.

Y los recuerdos con los hechos se entremezclaron de tal manera que la serie extranjera dijo de un asalto de un banco y le enseñó que el jefe era un hombre solitario y lleno de deseos de estar junto a una mujer para olvidar todo ese mundo de violencia. Rita siente que las oficinas de su banco se llenarán de olvido cuando el hombre alto se escape a los rumbos del calor de la calle. Y ése de ojos que se meten a lo más adentro debe ser el mismo que el otro de las barbas porque es muy difícil que dos personas tengan la misma mirada, quizá haya un par que se parezcan mucho, que su voz se confunda, que la manera de caminar se iguale, pero dos con la misma fulgurencia, con la misma tonalidad en la mirada, con eso que Rita siente que se va por los años vírgenes, no, está segura con la misma seguridad que sintió al cerrar los ojos y dejar atrás la figura de Ambrosio, está segura que esos dos hombres son uno solo y ya los ojos han detectado la necesidad de que ella se meta en la serie, se clave en la pantalla, se aventure a las aventuras sin límites de los ojos totalizadores y por eso, ella, casi poseedora de la vista al suelo, alza la cara y sin fijarse en ruidos y terrores, sin pensar que alguien puede cambiar el canal y dejarla estática en la onda del aire, avanza por el pasillo de atrás de las cajas, sale por la puerta cercana a la subgerencia, sin fijarse en nadie más que en el de los ojos altos, sin volver la cara para recordar a Ambrosio, después pasa cerca del cuerpo del policía quien sigue sin ningún movimiento, arrastra los pies en los pisos pulidos y repulidos y sin tocar a los demás hombres violentos, y sin que éstos le impidan el paso y le acallen el rumbo con blasfemias, Rita entra a la jurisdicción del hombre alto y de sombrero, se cobija a los ojos, levanta una de las retacadas bolsas de lona que rodean al hombre, junta su cuerpo al del otro sudoroso y tenso, espera que todos los demás miembros retrocedan con las armas listas y fibra de los últimos segundos, y ella, como uno más de ellos, pegada a los ojos comandantes avanza hacia la calle, hacia otro mundo, y ni Josefina ni la madre han cambiado de canal y Rita manda la señal de su ausencia a la casa donde las figuritas y las mujeres siguen esperando su regreso.


La media vuelta

 

Si fuera como las otras veces, llegaría el momento del regreso, pero miles de frases no dichas le indicaban que ahora era diferente. Lo supo desde que entró en la habitación y miró los trapos en el suelo, la muñeca sobre una silla, el aire caliente revoloteado por el abanico del techo, con las aspas despintadas y el desnivel de su marcha.

Entonces Yordan sintió la verdad y la comprobó, sin necesidad, al recorrer el ropero, los muebles y los cajones donde sólo se miraban los recortes que Elisa acostumbraba asentar en el fondo y así el cajón tuviera matices de ríos, niños sonriendo o páginas anunciantes de tierras montañosas.

—Es que el cajón así sólito, pelón, no me gusta, me da la idea de que me voy a ir para adentro sin tener dónde quedarme —le había dicho Elisa cuando la halló recortando figuras y acomodándolas en el asiento de la madera.

Por un momento pensó en salir a buscarla donde seguro se encontraba, pero pensó que los gritos de las otras mujeres, los chasquidos de los borrachos, le iban a dificultar los susurros. Era necesario buscar la manera, la forma, y en la casona de las afueras, con las defensas que siempre interponía Elisa, con los ruidos de la música, iba a ser inútil tratar de regresarla.

—Odio estar encerrada todo el día, ¿no lo entiendes?

Y por más que Yordan, con mímica, le explicó lo de su trabajo, ella sólo torció el gesto para acostarse de nuevo.

Al tenderse, Yordan miró al abanico, sus vueltas, sus aspas viejas y escuchó, acompasada al giro del aire removido, la respiración de Elisa quien a poco rato volvió el cuerpo y le untó las manos a los vellos del tórax, le dijo en susurros que la perdonara: son los nervios del encierro, que sus costumbres no se podían cambiar de un momento a otro, y él se dejó llevar por las manos y las palabras y se apecharon de sí mismos con el ruido del abanico haciendo la segunda a los quejidos.

Al sentarse en la silla de bejuco, Yordan se repitió el:

—Ahora sí que se la lleve el demonio.

Pateó en el suelo al trapo, arrugado como guante sin mano, se olió los dedos en busca de los recuerdos del último cigarrillo fumado unos minutos antes de entrar al cuarto y mirar el silencio.

No era tarde, pero él sabía que desde las seis, los hombres llegaban a la casona, y en las habitaciones altas, jugaban al paco. Yordan se imaginaba las risas y el retintín de los vasos y el rodar mullido de las monedas sobre las camas, aún olorosas a cuerpos y deshechas por el sueño del día.

Trató de hacer oír su voz junto a él mismo, pero la ronquera, cada día más intensa, y el tartamudear de siempre, le impidieron echar al aire las palabras.

—Habla bien, apenas te entiendo —siempre le decía ella—, pero Yordan no tenía la culpa de su apenas voz, y con ademanes y letras desunidas, expresaba felicidad y del nuevo momento que vivía al tenerla cerca. La mujer reaccionaba como niño regañado, bajaba la cabeza y la metía entre las manos largas del hombre quien se unía a Elisa para sentir más caliente el aire de la noche.

Yordan se levantó, caminó de una pared a la otra. Moviendo la boca como un actor sin público, ensayó las veces que en ese mismo sitio habían estado juntos. Se contó, con palabras mudas, todas las veces que Elisa y él habían trazado planes para cuando él terminara el pozo. A veces salían a la calle, sacaban las sillas de mimbre y se sentaban a ver pasar a la gente. Le gustaba el puerto atarragado de ruidos. Le gustaba sentirse acompañado y que ella le acariciara las manos y le hablara de sus viajes y de sus tiempos de niña. Él sonreía y hasta se animaba a decirle una o dos palabras que sonaban rasposas y atrabancadas. Pero eso era lo de menos, ella le entendía la mirada y los gestos. Se hablaban en el lenguaje de la mujer y él ripostaba con los ojos alegres y parpadeados de continuo. Si la charla de Elisa se alargaba, entonces Yordan se iba más allá de los sonidos y se imaginaba otros hombres y los gritos en la casona encendida, y a poco le cambiaba la mirada, por más que intentara disimular ese momento. Ella se daba cuenta y se iniciaba la reclamación:

—¿No lo puedes olvidar, eh? Lo traes metido siempre, y nada más estás esperando ver cómo me lo echas en cara.

Y de ahí la turbulencia. Los gruñidos. Los arranques hasta que Elisa sacaba sus cosas y se largaba a la casona para dejarlo a él tendido en la soledad con los ruidos de la calle y de su casa.

Al regresar, ella sin decir algo, se vestía de niña y lo rondaba como gato. Él cerraba los ojos y fingía no saber que Elisa estaba cerca. La mujer se entretenía en sobarle los muslos como si deseara meterse en las venas. Después ella cantaba la misma canción de siempre, esa que ahora Yordan escucha dentro, esa que contaba las historias de las sirenas, hasta que el hombre abría los ojos y preguntaba, a señas, dónde había estado. Elisa ronroneaba y terminaban tirados en la cama frotándose con perfumes para que los olores de la casona se confundieran con el mismo abrazo.

Las ocasiones que Elisa se había marchado lo dejaban como ahora, sólo que esta vez, algo le decía: de no ir a buscarla, ella no iba a regresar como siempre. Y es que ahora se trataba de romper el juego de las presencias y desapariciones. Nada, dentro de su código silencioso, marcaba que Yordan atravesara la ciudad, se internara en los barrios de la orilla, y llegara a la casa grande a tratar, con esa maldita voz sin letras, de cambiar las reglas de lo establecido en normas invisibles o silabarios demostrativos. Y entonces le entraba la angustia de las horas y se imaginaba lo que pasaría con los otros, y se llenaba de imágenes de ella, riendo, con los pechos atisbados por ebrios, con las caderas sumidas en la música, y le entraban las ganas de tener voz y garganta para lanzar de gritos y éstos sobrevolaran la ciudad colándose dentro de los muros, y jalaran a Elisa hasta los dominios del hombre, silencioso, que se sienta de nuevo, se mete el cigarrillo entre los labios, como si tratara de recomenzar el juego que ella utilizaba para acariciarle los labios, irle dibujando cada una de las estrías hasta que las manos se atornillaban en la cara, y los dedos se hacían flores y brumas y cantos y paquebotes movidos por la marea y las bocas buscaban nuevas posiciones hasta que las esencias de ellos mismos se deslizaban por los labios aplastados, salivados, configurados al empuje de los otros hechos igual como bajorrelieve sobre espejo.

Sin decidirse, igual que si tomaran nuevas trincheras en la batalla, Yordan salió a la calle y subió al auto que Elisa tanto festejó cuando lo llevó a casa. El asiento contrario al volante insinuaba la figura de la mujer y sin quererlo, repasó la tela y trató de obstinarse en las fibras de la ausencia. Olía su cuerpo y a momentos, mientras manejaba por las calles apretadas de tráfico, creyó escuchar su canto.

De pronto estuvo frente a la casona: alta, con las rejas semidestruidas en algunos trechos, con las plantas creciendo en desorden en el jardín largo, con las luces en las ventanas, con el pulular de hombres y con los ruidos de la música estrellada en los vidrios del auto, de su auto, mismo al que Yordan acalla el motor y el hombre se queda inmóvil en espera de algo que él mismo no determina en circunstancia ni en tiempo.

—No te creo.

Yordan, con su apenas voz, y con los ademanes que le habían dado los años, le explicó que sí era cierto, sí era cierto. Llevaban apenas unas semanas de estar juntos y él sabía que eso no era igual a lo sucedido otras veces. Otras muchas que nada se le recoló en los adentros. Con ella era diferente y Elisa también lo dijo:

—No te lo puedo explicar, pero es diferente, contigo me siento más mujer.

Aunque al terminar, repitió eso de: no te creo.

Durante la noche ella contó que ya otros le habían dicho lo mismo y Yordan no la dejó acabar porque prendió la luz y se le quedó mirando a la cara, sin mover nada, sólo mirando y mirando, con la respiración fatigosa, silbante, hasta que ella movió la cabeza para decir sí, y se abrazaron, recorrieron mutuamente una geografía de novedades y una sensación de tibieza en el reclamo de los músculos.

Abrió la puerta, salió y se detuvo en la orilla del automóvil. Fumó sin sentir lo rasposo del humo. Ella nunca le había dicho cómo era la casona, pero se la imaginaba con sus cuartos monótonos y sus olores falsos. El pórtico iluminado le mostró las caras de los demás. Nadie se fijó en su presencia cuando cruzó el dintel y se detuvo al frente de la sala iluminada. Con los muebles forrados en rojo y las duelas brillantes.

Ella hizo que le comprara tres vestidos de niña. Con uno de ellos lo esperaba, o lo acosaba cuando el trabajo le cerraba los ojos. Una muñeca sobre el tocador y a veces, no siempre, ella la movía como una extensión más de su propio cuerpo; le fingía los caminados, el levantar de los brazos, la voz que decía de colinas suaves, viejas nanas arrulladoras y pasadizos guardadores de fantasmas. Entonces él besaba a la muñeca hasta que Elisa simulaba celos y la arrojaba a un rincón, se deshacía de los moños y los calcetines para caer sobre Yordan y bailar por toda la habitación al compás de la música que ella entonaba en canto tímido y bien pegado a su oído.

Diferente a la música de la casona. Él echó la mirada por todos los sitios y no la vio. Tomó hacia la escalera y al final de ésta, un pasillo largo lo detuvo. La mujer gorda, sentada frente a una mesa pequeña, lo miró extrañada pero los ojos de Yordan callaron cualquier reclamo. Las puertas iguales, alineadas rítmicamente, dibujaban contornos al pasillo. Muchas puertas que custodiaban habitaciones y dentro de una de ellas, eso lo sabe Yordan, pero no en cuál, estará Elisa. Tras una de esas puertas se encontrará la mujer. La mirará dentro de un momento y al pensar en eso, su casi voz no podrá salir y se quedará callado mientras ella lo sorprenderá con su sorpresa de verlo ahí, dentro, en ese sitio que no es de él y que ella usa para resguardarse de los brazos de Yordan, y de la idea de quedarse apachurrada, sola, para siempre, con el hombre silencioso que la amarra a su sensibilidad eterna.

—Estaremos juntos hasta que tú quieras —dijo Elisa una tarde que salieron del cine. Cenaron en un restaurante del centro y comieron con los ojos pegados a los ojos del otro. Ella a veces sonreía y le apretaba la mano desde la orilla de la mesa. Al salir, Yordan la tomó de la cintura y así se fueron hasta el auto. Dentro, se besaron con el sabor de la comida, y entonces empezó a llover para empañar los cristales.

Yordan miró la primera puerta y puso sus manos en la madera y con ello tratar de recibir lo que estaba adentro. Las palmas le sudaban en el esfuerzo de atraer las figuras con las yemas. Repasó las hojas de la puerta sin que nada le indicara la presencia de Elisa. Entonces se agachó y miró por la cerradura. El cuarto, distorsionado por el ángulo de posición, mostró una cama La cara de la mujer de adentro no era la de Elisa. Eso mismo hizo en las cerraduras de otras puertas hasta que, por el pequeño hoyo, la vio. Estaba tendida de espaldas, sola. Por el agujero de la cerradura nada se escuchaba pero él supo que la mujer cantaba y decía de sirenas y playas de algas deshiladas. Él tocó la puerta la arañó, la azotó con los puños y después de cada golpe se agachaba a mirar por la cerradura. Elisa seguía en la misma posición. Nada indicaba que los golpes la hubieran inquietado. Trató de gritar pero su voz, nula, llegó apenas a la puerta y se asentó, sin fuerza, para escurrirse por la madera. Entonces puso la boca junto al hoyo de la cerradura y empezó, casi en silencio, a decir su nombre, el de ella:

—Elisa, Elisa, Elisa, Elisa, Elisa, y así hasta que las palabras empujaron unas a otras, unas a otras, se fueron dando valor y se arremetieron, se congestionaron de sus propias letras, fueron trecho a trecho por la habitación, toda pintada de blanco, hasta que encallaron en la cama, se treparon por la piecera, caminaron de puntillas por el edredón y llegaron, atosigadas por las otras Elisas, que seguían cruzando la frontera de la cerradura, al cuerpo de ella quien se encogió, por primera vez, sin que Yordan se enterara, pues su boca era la pegada al hoyo de la cerradura, y no sus ojos.

Las palabras, manipuladas por la configuración del agujero, moldeadas por la llave ausente, se clavaron en los labios de ella quien se levantó de la cama y caminó hacia la puerta. Puso el ojo en la cerradura y le miró a él los labios. Sintió el peso de la palabra hecha eco, salida de la garganta sin voz, y en silencio vio cómo de los labios, la cerradura se hacía también de ojo, y los dos, como cíclopes de batallas viejas, se miraron por la cerradura que para entonces cobró su derecho de peaje en Elisa Elisa Elisa y la palabra se deshizo más allá de la cama de cabecera dorada.

Abrió la puerta, tiró la bolsa de pedrería brillante, y los dos, con las palabras en cortejo olvidado, recorrieron el pasillo de regreso.


Días de duna

 

Así que antes de jubilarse, Basáñez recorrió todos los mares y los puertos del mundo, pero ahora, con la pipa ya mansa de humaredas, había regresado al primer sitio de donde salió embarcado en aquel buque hollinoso que le dio de vueltas por los rumbos del agua hasta regresarlo, con las salinas en las arrugas y las manos torcidas por la artritis. Eso dijeron los médicos, pero a Basáñez no le cabía esa idea; para él las manos se le habían torcido cansadas de hacer nudos, de calafatear las planchas de la borda y de seguir el curso del ancla cuando se azotaba en las arenas diferentes al paisaje de donde había partido siendo un jovencito de cabellos duros como cerdas.

Los primeros días de su regreso fue de un lado a otro por el puerto gritón como un desfile patrio. Quiso visitar amigos lejanos o tabernas que le mancharan los recuerdos, pero al cabo de ideas y paseos se dio cuenta que ya nadie lo conocía, y que él tampoco se orientaba bien en las calles agujeradas de la ciudad. Metió su dinero al banco y por unas semanas se dedicó a buscar un lugar donde cobijarse del aburrimiento. Moviéndose en pasos ondulados, como si aún estuviera en cubierta, habló con las personas recomendadas, y por el banco, para invertir los dineros, pero todos le propusieron negocios lejos de la playa y él los rechazó para seguir frecuentando tabernas, bebiendo ron solo y escuchando las melodías que sonaban a viajes y velas hinchadas.

Abordó el tranvía eléctrico, cuyo vaivén semejaba a las olas, y se fue hasta la orilla del mar. En la playa larga y de arena blanca se dio a las caminatas para repetirse tarde a tarde, hasta que su figura se hizo al paisaje de los balnearios y de los vendedores de pescado frito.

¡Eh, Basáñez!, véngase a tomar una con nosotros —a veces le decían los vendedores, y entonces él sacaba de la boca la pipa, enseñaba los dientes adornados de oro, y se dejaba llevar por las horas cuando los vendedores contaban de cómo la ola les había botado la carga de jureles, o cómo la marejada los obligó a curricanear desde la orilla, o si la calma los había metido en medio de un banco de pargos.

Era escuchar historias de niños en su mundo de tritones, y al cabo de unas veces, Basáñez prefirió seguir de largo en la orilla y contestar con gestos a las invitaciones de los pescadores reunidos bajo las palapas de la zona de turistas. Alguna vez aceptaba hasta que se dio cuenta que eso le hacía daño, entonces sus pasos tomaron rumbo hacia el otro lado de la playa: donde no había casuchas ni tendejones, y se sintió contento de mascar su pipa, dejar que el mar, sin invitaciones de hombres con las redes al hombro, le amansara las manos torcidas, en una muda invitación para embarcarse de nuevo y largarse de esa playa solitaria pero más sensible que la otra, ruidosa de gente y de música trombonera. Una misma playa dividida en zonas de silencio, con el rebote del agua como compañía, y la de los turistas, retacada de tablones y bares de rocola afrentosa.

En la zona tranquila de la playa larga, a Basáñez le dio por sentarse en la duna. Era una duna no muy alta y como desdeñosa de las demás alzadas unas decenas de metros más allá de su duna, que era la más cercana a las olas. Las otras iguales, marcaban el horizonte de Basáñez tierra adentro; hacia el frente, hacia donde él quería mirar, estaba el mar amplio y de movimiento rítmico. Así que él, en lugar de caminar cerca de los pescadores, llegaba en el fatigado tranvía y se iba hacia la duna solitaria, ahí se sentaba, sacaba de su bolsa de lona una botella de ron y bebía a lentos sorbos mientras la tarde se iba haciendo menos atrás de las otras dunas, apiñadas y temerosas. No como su, porque Basáñez ya lo consideraba su, montículo, retador a las olas como si deseara, en un esfuerzo desesperado, regresar a juntarse con la espuma y deshacerse en medio de ruidos de gaviotas y centellear de delfines.

La inquietud entró quizá después de subir al tranvía para regresar al puerto; la idea pudo haberse metido al mirar las barracas donde se vendía cerveza y pescado frito, o pudiera ser que el deseo se arropara dentro de él una de las tardes de ron y miradas, el caso es que averiguó cómo hacerle y se dio cuenta: los trámites eran más fáciles de lo imaginado. Era sólo llenar una serie de papeles, demostrar su nacionalidad y pagar unos cuantos pesos por el alquiler del espacio. Durante días, mientras los trámites se arreglaron, Basáñez no visitó a su duna como si buscara la sorpresa. En las tardes se metía al Porvenir y ahí, sentado en una de las mesas del fondo, pensaba cómo llenar el espacio de arena para ya no tener que ir y venir, en el tranvía traquetoso, desde las casas del puerto hasta la duna quien lo esperaba de seguro extrañada por la ausencia del hombre.

Cuando los papeles estuvieron en sus manos y el licenciado Contreras le dijo: el terreno está oficialmente alquilado al señor Basáñez, éste dio las gracias y casi corrió, con la pipa entre los dientes y los oros brillando cerca de la boquilla, hasta la estación de tranvías. En el trayecto se imaginó cómo lo esperaría la duna: lo podría recibir con airetazos de arena, o con la pasividad de alguien incrédulo en el regresar de su otro.

Algunas semanas Basáñez estuvo más tiempo sobre la duna. Después construyó una pequeña palapa donde dormitaba al filo del mediodía. Al llegar, compraba refrescos y un pescado, charlaba un tanto con los hombres, que ahora le rehuían como si el viejo estuviera loco, y caminaba lentamente hasta hacer a su cuerpo parte de la loma arenosa. Nadie lo miraba más sino hasta ya entrada la noche, unos minutos antes de que el último tranvía saliera hacia la población.

Basáñez, le dijo una mañana el licenciado Contreras, está usted de suerte, el gobierno ha decidido construir otra zona turística en la playa, y estará muy cerca de su terreno. Entonces el hombre de la pipa se imaginó: también podría poner un negocio y levantar ahí mismo su casa. Hizo cálculos, habló con personas y pronto, casi igual de fácil que alquiló el terreno, empezaron a llegar las maderas que se amontonaron a un lado de la parte más alta de la duna.

Sin ayuda de nadie trazó las rayas, las marcó firmes con cuerdas iguales a las manejadas en sus años de embarcado, y con clavos grandes las unió, madera con madera para levantar dos casas que se miraron altivas y solitarias unos meses antes de abrirse la zona turística. Cuando ésta llegó, y con ello nuevos bañistas, Basáñez construyó la proa de un barco y la habilitó de bar, donde vendía, según él, y era cierto, la cerveza más fría de la playa. No era un barco completo, era únicamente la proa, cortada a la mitad de una imaginaria lancha grande. Pintada de azul, Basáñez dibujó con letras cuidadosas el nombre de Ulises en esa proa mentirosa y al mismo tiempo tal real como si fuera una extensión más de la duna, ahora transformada en actos de magia basañista, en un barco compuesto de tablas y de arena.

En las mañanas, cuando Basáñez salía al pequeño terraplén de junto a sus cuartos, miraba para abajo y veía su medio barco. Se imaginaba ir en el puente de mando de un gran buque mercante y se disponía a esperar a que los carros llevaran la mercancía, aunque ésta fuera cajas de cerveza y grandes cubos de hielo con los que cubría las botellas en un refrigerador hondo, también azul, con dibujos de sirenas y de faros vigilantes.

Para entonces él ya había comenzado a pintar. Coleccionaba sus telas en la habitación de junto adonde dormía. En el atardecer, cuando la gente apenas llegaba hasta su negocio, Basáñez pintaba viejos puertos, olas altas y naufragios, donde se miraba a los marineros tirarse al océano en un intento de huir del buque escurrido olas abajo. Pronto se hizo de amigos que se detenían a beber cerveza junto al Ulises. El dueño hablaba de sus cuentos, de sus cuadros. Otros seres fueron ayudando a adornar el cuarto dedicado a ser cubierto por pinturas hasta que la casa de Basáñez estuvo, por dentro, tapizada de caballetes y aires de colores inquietos.

A través del proceso de los paseos en la playa, los días de la duna, los trámites para su alquiler, la construcción de las casas, la formación del bar semibarco, y por último la etapa de las pinturas, Basáñez había disimulado su nostalgia. Pero al sentir que ya nada tenía por delante, se inició en él ese suspirar de golondrinas y ese querer nadar fuerte junto a los barcos que se iban de la bocana dejando sus resquicios de humo. Aunque disimulaba todo por medio de la charla, a veces miraba su casa y cerraba los ojos pensando que al abrirlos, ésta, con la proa del Ulises en avanzada, se transformaría en un barco que lo llevaría (pese a sus manos cada vez más nudosas) a recorrer los mares. Pero él lo intuía, ese tiempo ya no iba a volver, y se quedaba días en el silencio interior de su aprendizaje a fuerza.

Toda la noche lo pensó y a la mañana siguiente supo: la solución a ese deseo de fuga era tener a su lado una mujer. Una mujer olorosa a gaviota, mostradora de sus pechos como burbujas y que lo llevara en periplos de caderas hasta puertos nunca visitados. El tener una nueva idea hizo a Basáñez recuperar el deseo de lucha y sus manos, deformes, alegraron de nuevo su charla y sus anhelos de pintura. Se dedicó a dibujar mujeres, hombres semejantes a peces brotando a la superficie, o moluscos de sexos repetidos y ondinas de mirar turbulento. Recogió telas y pinceles, redecoró la cabaña y ésta se empezó a ver saturada de mujeres flotando en los mares, o recamadas de estrellas de mar, olorosas a neblinas de los mares del norte. Grandes ojos de sirenas y curvas de vientres secándose al sol en una playa solitaria.

Las muchachas que frecuentaban al Ulises empezaron a ser vistas por Basáñez de otra manera. El hombre inició un lento estudio y a decidir cuál de ellas sería la que en carne fuera la única pintura viva que juntara sus pies a sus pies en las noches en que el norte barría la playa. Una a una fueron descartadas. Ellas, sin saberse tasadas y revisadas a todo el interior y forma, seguían llegando a saludar al hombre de pipa quien contaba historias divertidas y miraba, con ojillos de fauno acuático, el recoveco de una axila, o la risa, o la delicadeza de las manos. Hubo decisiones y contramarchas. Aceptaciones y rectificaciones. Dudas y asentimientos silenciosos. Apuntes y borrones. Caras y desfiguros. Elogios sin hablar y desdenes apropiados. Ninguna de las mujeres pasó el examen, o ninguna dejó que los ojillos rebasaran más allá de los límites de la charla y la cerveza fría. A todas, Basáñez les puso peros: Una podía sostenerse días o semanas en la imaginería basañista, pero de improviso, un gesto, una palabra más fuerte que la otra, una ausencia inopinada, un caminar en la arena caliente, podía servir para que el observador la desdeñara y buscara otra quien podía estar en imaginación más o menos tiempo.

De nuevo se sentó y en las noches, solitario, buscó las soluciones. Quizá fuera la casa. Posiblemente ellas no respetaban su mensaje interno porque la casa tuviera las huellas de las brisas y de las sales, o porque no estuviera pintada de colores alegres, o porque no tenía cortinas en las ventanas, o porque las maderas no eran iguales y se notaban los clavos y las hendeduras por donde pasaba, a veces, la arena del norte. Cambió sus dibujos: Trazó una casa similar a la suya y la pintó de varias maneras: Techo verde, ventanas de otro color, paredes azules. Hizo combinaciones, mezclas: toda de un mismo color. O bien, una manera diferente a la otra. Le puso pintas y motas. La rayó, le buscó guiones de arcoiris, la dejó en blanco y negro, o de uno de estos colores. De ninguna manera sintió un resultado mejor de como la casa estaba. Había que buscar una solución en la pintura, pero esa nunca llegó por más que inventó nuevos tonos y nuevos desvanecimientos. La tarde que lo descubrió fue sin querer: Había llegado hasta el sitio donde el mar se mete un poco en una especie de remolino. Ahí el agua entraba con más fuerza para dejar unos hilos crestosos antes de regresar a la orilla. Pequeños caracoles y conchas de varios colores adornaban la parte hasta donde llegaba el agua. Basáñez no lo supo de inmediato, tomó una concha de colores pálidos y entre sus manos le dio vueltas antes de que le llegara la idea. Regresó a su casa y desde la loma se puso a pensar en esa posibilidad. Al día siguiente, con la bolsa de lona al hombro, se fue, desde muy temprano, hasta el sitio de las conchas. Ese día, la proa del Ulises permaneció cerrada y los clientes vieron regresar varias veces a Basáñez quien hizo viajes hasta la noche cuando bebió ron a tragos largos y se fumó dos pipas antes de caer en la hamaca.

Del baúl grande de la esquina de la habitación sacó el pegamento. Ya para entonces las conchas y caracoles se miraban en un amontonamiento junto al cuarto de las pinturas. Con esto tengo, pensó Basáñez. Inició la tarea. Fue cubriendo cada pedazo de las tablas de sus casas con conchas de mar y caracoles. Las unió una a una tan cerca de ellas mismas que cuando terminó, las manos le dolían, pero la casa de madera no dejaba ver un solo centímetro descubierto de Conchitas. Entonces, por primera vez en casi dos semanas, bajó hasta la orilla de la playa y desde ahí contempló la casa cómo brillaba bajo el sol y las conchas lo hacían sentirse un habitante de las profundidades, con su cueva llena de matices y de trozos venidos del mar profundo. Ésa era la pintura que buscaba y con ella Basáñez pensó: nadie, ninguna mujer, podría resistir la idea de vivir allá dentro de las conchas, cerca del humo de la pipa y de las leyendas ahora sí mejor inventadas porque sabía de los adornos entendedores de la historia.

Pero entonces ya no quiso seleccionar a nadie. Se quedaba horas dentro del cuarto de las pinturas y miraba sus cuadros, revisaba sus mujeres, y entendió: ninguna de las de abajo se podía comparar con las que sus manos torcidas inventaban. Primero tendió un petate de color amarillo y después, sobre de él, fue acumulando arena. La mojó con los baldes de agua que pesadamente subió desde el mar; ya con la arena mojada inició el trazo de la mujer en el suelo. Con exactitud, con su tacto torcido, pero conocedor de las formas, fue construyendo a la mujer de su propia arena. Una mujer poseedora de los ojos de una de las pinturas, los muslos de otra, las caderas de la de más allá, los senos de la pintura de cerca de la puerta, los brazos de la sirena en sepia de junto a la ventana, las piernas de aquella ondina en blanco mate, y así, hasta que la mujer de arena mojada se construyó en la mitad del suelo del cuarto de las pinturas, con trechos de las formas de cada una de las mujeres de los dibujos.

Antes de que el sol saliera y se llevara los desperdicios dejados por la marea, Basáñez caminó en la orilla recogiendo algas aún aguadas del viaje marítimo y con ellas formó los cabellos de su mujer de allá arriba. Tuvo que trabajar siempre pues se debía de mantener húmeda la figura de su mujer tendida, retocarle los detalles, apretarle los senos cuando estos empezaban a perder su consistencia. Dibujarle los contornos. Se habilitó de instrumentos que le ayudaban a la tarea y sobre todo, hubo de cambiarle muy seguido los cabellos de algas para evitar que el calor los arrugara y los dejara como sus manos, retorcidos y con olor a brisas descompuestas.

Pero eso fue todo. La mujer lo acompañaba en sus horas de soledad y le decía cómo matizar las telas, o le escuchaba una y cientos de veces platicar las mismas historias sin decir ya saberlas. Le daba calor a las manos cuando el hombre se las enterraba, paciente, en el hueco de las axilas. Basáñez se dormía junto a ella, con el brazo tocándola para no quitarle la forma remarcada en el curso del día. En las madrugadas se despertaba, tomaba agua del balde y con ella humedecía a la arena para sostener su textura. A cambio de todos esos cuidados, él la tenía completa para sí mismo. Toda, para siempre, dentro de su cuarto de telas, en la mitad del piso, esperándolo.

Durante las horas del sol, al vender cerveza, de nuevo él con la sonrisa en los dientes de oro, la charla con los clientes era de orgullo por su casa de caracolas. El hombre sabía: ella lo esperaba tendida. Los demás también lo sabían, no importaba la risa de algunos, y el decir de otros que ésas eran cosas de marinos arrumbados. Pero la verdad sólo Basáñez y claro ella, la de los cabellos de alga, lo sabían. De ellos dos era el secreto: una fina hilera de pequeñas, muy pequeñas conchas, todas de igual forma y color, escogidas una a una, seleccionadas entre millones para que todas fueran iguales, una hilera disimulada en la arena, apenas visible, escondida junto a los escalones que unían la casa con el Ulises, esa hilera de conchas uniformes, diminutas y olorosas, reunían la mano de Basáñez en el extremo, que afloraba en el ombligo plano de la mujer y con esto ella, la de la mitad del cuarto, estaba segura de que su hombre trabajaba allá abajo y que pronto sentiría junto a su cuerpo de mujer, a sus cabellos arrancados al fondo del mar, el olor de la pipa, el cansancio de sus manos y lo brumoso de sus leyendas.