Material de Lectura

Días de duna

 

Así que antes de jubilarse, Basáñez recorrió todos los mares y los puertos del mundo, pero ahora, con la pipa ya mansa de humaredas, había regresado al primer sitio de donde salió embarcado en aquel buque hollinoso que le dio de vueltas por los rumbos del agua hasta regresarlo, con las salinas en las arrugas y las manos torcidas por la artritis. Eso dijeron los médicos, pero a Basáñez no le cabía esa idea; para él las manos se le habían torcido cansadas de hacer nudos, de calafatear las planchas de la borda y de seguir el curso del ancla cuando se azotaba en las arenas diferentes al paisaje de donde había partido siendo un jovencito de cabellos duros como cerdas.

Los primeros días de su regreso fue de un lado a otro por el puerto gritón como un desfile patrio. Quiso visitar amigos lejanos o tabernas que le mancharan los recuerdos, pero al cabo de ideas y paseos se dio cuenta que ya nadie lo conocía, y que él tampoco se orientaba bien en las calles agujeradas de la ciudad. Metió su dinero al banco y por unas semanas se dedicó a buscar un lugar donde cobijarse del aburrimiento. Moviéndose en pasos ondulados, como si aún estuviera en cubierta, habló con las personas recomendadas, y por el banco, para invertir los dineros, pero todos le propusieron negocios lejos de la playa y él los rechazó para seguir frecuentando tabernas, bebiendo ron solo y escuchando las melodías que sonaban a viajes y velas hinchadas.

Abordó el tranvía eléctrico, cuyo vaivén semejaba a las olas, y se fue hasta la orilla del mar. En la playa larga y de arena blanca se dio a las caminatas para repetirse tarde a tarde, hasta que su figura se hizo al paisaje de los balnearios y de los vendedores de pescado frito.

¡Eh, Basáñez!, véngase a tomar una con nosotros —a veces le decían los vendedores, y entonces él sacaba de la boca la pipa, enseñaba los dientes adornados de oro, y se dejaba llevar por las horas cuando los vendedores contaban de cómo la ola les había botado la carga de jureles, o cómo la marejada los obligó a curricanear desde la orilla, o si la calma los había metido en medio de un banco de pargos.

Era escuchar historias de niños en su mundo de tritones, y al cabo de unas veces, Basáñez prefirió seguir de largo en la orilla y contestar con gestos a las invitaciones de los pescadores reunidos bajo las palapas de la zona de turistas. Alguna vez aceptaba hasta que se dio cuenta que eso le hacía daño, entonces sus pasos tomaron rumbo hacia el otro lado de la playa: donde no había casuchas ni tendejones, y se sintió contento de mascar su pipa, dejar que el mar, sin invitaciones de hombres con las redes al hombro, le amansara las manos torcidas, en una muda invitación para embarcarse de nuevo y largarse de esa playa solitaria pero más sensible que la otra, ruidosa de gente y de música trombonera. Una misma playa dividida en zonas de silencio, con el rebote del agua como compañía, y la de los turistas, retacada de tablones y bares de rocola afrentosa.

En la zona tranquila de la playa larga, a Basáñez le dio por sentarse en la duna. Era una duna no muy alta y como desdeñosa de las demás alzadas unas decenas de metros más allá de su duna, que era la más cercana a las olas. Las otras iguales, marcaban el horizonte de Basáñez tierra adentro; hacia el frente, hacia donde él quería mirar, estaba el mar amplio y de movimiento rítmico. Así que él, en lugar de caminar cerca de los pescadores, llegaba en el fatigado tranvía y se iba hacia la duna solitaria, ahí se sentaba, sacaba de su bolsa de lona una botella de ron y bebía a lentos sorbos mientras la tarde se iba haciendo menos atrás de las otras dunas, apiñadas y temerosas. No como su, porque Basáñez ya lo consideraba su, montículo, retador a las olas como si deseara, en un esfuerzo desesperado, regresar a juntarse con la espuma y deshacerse en medio de ruidos de gaviotas y centellear de delfines.

La inquietud entró quizá después de subir al tranvía para regresar al puerto; la idea pudo haberse metido al mirar las barracas donde se vendía cerveza y pescado frito, o pudiera ser que el deseo se arropara dentro de él una de las tardes de ron y miradas, el caso es que averiguó cómo hacerle y se dio cuenta: los trámites eran más fáciles de lo imaginado. Era sólo llenar una serie de papeles, demostrar su nacionalidad y pagar unos cuantos pesos por el alquiler del espacio. Durante días, mientras los trámites se arreglaron, Basáñez no visitó a su duna como si buscara la sorpresa. En las tardes se metía al Porvenir y ahí, sentado en una de las mesas del fondo, pensaba cómo llenar el espacio de arena para ya no tener que ir y venir, en el tranvía traquetoso, desde las casas del puerto hasta la duna quien lo esperaba de seguro extrañada por la ausencia del hombre.

Cuando los papeles estuvieron en sus manos y el licenciado Contreras le dijo: el terreno está oficialmente alquilado al señor Basáñez, éste dio las gracias y casi corrió, con la pipa entre los dientes y los oros brillando cerca de la boquilla, hasta la estación de tranvías. En el trayecto se imaginó cómo lo esperaría la duna: lo podría recibir con airetazos de arena, o con la pasividad de alguien incrédulo en el regresar de su otro.

Algunas semanas Basáñez estuvo más tiempo sobre la duna. Después construyó una pequeña palapa donde dormitaba al filo del mediodía. Al llegar, compraba refrescos y un pescado, charlaba un tanto con los hombres, que ahora le rehuían como si el viejo estuviera loco, y caminaba lentamente hasta hacer a su cuerpo parte de la loma arenosa. Nadie lo miraba más sino hasta ya entrada la noche, unos minutos antes de que el último tranvía saliera hacia la población.

Basáñez, le dijo una mañana el licenciado Contreras, está usted de suerte, el gobierno ha decidido construir otra zona turística en la playa, y estará muy cerca de su terreno. Entonces el hombre de la pipa se imaginó: también podría poner un negocio y levantar ahí mismo su casa. Hizo cálculos, habló con personas y pronto, casi igual de fácil que alquiló el terreno, empezaron a llegar las maderas que se amontonaron a un lado de la parte más alta de la duna.

Sin ayuda de nadie trazó las rayas, las marcó firmes con cuerdas iguales a las manejadas en sus años de embarcado, y con clavos grandes las unió, madera con madera para levantar dos casas que se miraron altivas y solitarias unos meses antes de abrirse la zona turística. Cuando ésta llegó, y con ello nuevos bañistas, Basáñez construyó la proa de un barco y la habilitó de bar, donde vendía, según él, y era cierto, la cerveza más fría de la playa. No era un barco completo, era únicamente la proa, cortada a la mitad de una imaginaria lancha grande. Pintada de azul, Basáñez dibujó con letras cuidadosas el nombre de Ulises en esa proa mentirosa y al mismo tiempo tal real como si fuera una extensión más de la duna, ahora transformada en actos de magia basañista, en un barco compuesto de tablas y de arena.

En las mañanas, cuando Basáñez salía al pequeño terraplén de junto a sus cuartos, miraba para abajo y veía su medio barco. Se imaginaba ir en el puente de mando de un gran buque mercante y se disponía a esperar a que los carros llevaran la mercancía, aunque ésta fuera cajas de cerveza y grandes cubos de hielo con los que cubría las botellas en un refrigerador hondo, también azul, con dibujos de sirenas y de faros vigilantes.

Para entonces él ya había comenzado a pintar. Coleccionaba sus telas en la habitación de junto adonde dormía. En el atardecer, cuando la gente apenas llegaba hasta su negocio, Basáñez pintaba viejos puertos, olas altas y naufragios, donde se miraba a los marineros tirarse al océano en un intento de huir del buque escurrido olas abajo. Pronto se hizo de amigos que se detenían a beber cerveza junto al Ulises. El dueño hablaba de sus cuentos, de sus cuadros. Otros seres fueron ayudando a adornar el cuarto dedicado a ser cubierto por pinturas hasta que la casa de Basáñez estuvo, por dentro, tapizada de caballetes y aires de colores inquietos.

A través del proceso de los paseos en la playa, los días de la duna, los trámites para su alquiler, la construcción de las casas, la formación del bar semibarco, y por último la etapa de las pinturas, Basáñez había disimulado su nostalgia. Pero al sentir que ya nada tenía por delante, se inició en él ese suspirar de golondrinas y ese querer nadar fuerte junto a los barcos que se iban de la bocana dejando sus resquicios de humo. Aunque disimulaba todo por medio de la charla, a veces miraba su casa y cerraba los ojos pensando que al abrirlos, ésta, con la proa del Ulises en avanzada, se transformaría en un barco que lo llevaría (pese a sus manos cada vez más nudosas) a recorrer los mares. Pero él lo intuía, ese tiempo ya no iba a volver, y se quedaba días en el silencio interior de su aprendizaje a fuerza.

Toda la noche lo pensó y a la mañana siguiente supo: la solución a ese deseo de fuga era tener a su lado una mujer. Una mujer olorosa a gaviota, mostradora de sus pechos como burbujas y que lo llevara en periplos de caderas hasta puertos nunca visitados. El tener una nueva idea hizo a Basáñez recuperar el deseo de lucha y sus manos, deformes, alegraron de nuevo su charla y sus anhelos de pintura. Se dedicó a dibujar mujeres, hombres semejantes a peces brotando a la superficie, o moluscos de sexos repetidos y ondinas de mirar turbulento. Recogió telas y pinceles, redecoró la cabaña y ésta se empezó a ver saturada de mujeres flotando en los mares, o recamadas de estrellas de mar, olorosas a neblinas de los mares del norte. Grandes ojos de sirenas y curvas de vientres secándose al sol en una playa solitaria.

Las muchachas que frecuentaban al Ulises empezaron a ser vistas por Basáñez de otra manera. El hombre inició un lento estudio y a decidir cuál de ellas sería la que en carne fuera la única pintura viva que juntara sus pies a sus pies en las noches en que el norte barría la playa. Una a una fueron descartadas. Ellas, sin saberse tasadas y revisadas a todo el interior y forma, seguían llegando a saludar al hombre de pipa quien contaba historias divertidas y miraba, con ojillos de fauno acuático, el recoveco de una axila, o la risa, o la delicadeza de las manos. Hubo decisiones y contramarchas. Aceptaciones y rectificaciones. Dudas y asentimientos silenciosos. Apuntes y borrones. Caras y desfiguros. Elogios sin hablar y desdenes apropiados. Ninguna de las mujeres pasó el examen, o ninguna dejó que los ojillos rebasaran más allá de los límites de la charla y la cerveza fría. A todas, Basáñez les puso peros: Una podía sostenerse días o semanas en la imaginería basañista, pero de improviso, un gesto, una palabra más fuerte que la otra, una ausencia inopinada, un caminar en la arena caliente, podía servir para que el observador la desdeñara y buscara otra quien podía estar en imaginación más o menos tiempo.

De nuevo se sentó y en las noches, solitario, buscó las soluciones. Quizá fuera la casa. Posiblemente ellas no respetaban su mensaje interno porque la casa tuviera las huellas de las brisas y de las sales, o porque no estuviera pintada de colores alegres, o porque no tenía cortinas en las ventanas, o porque las maderas no eran iguales y se notaban los clavos y las hendeduras por donde pasaba, a veces, la arena del norte. Cambió sus dibujos: Trazó una casa similar a la suya y la pintó de varias maneras: Techo verde, ventanas de otro color, paredes azules. Hizo combinaciones, mezclas: toda de un mismo color. O bien, una manera diferente a la otra. Le puso pintas y motas. La rayó, le buscó guiones de arcoiris, la dejó en blanco y negro, o de uno de estos colores. De ninguna manera sintió un resultado mejor de como la casa estaba. Había que buscar una solución en la pintura, pero esa nunca llegó por más que inventó nuevos tonos y nuevos desvanecimientos. La tarde que lo descubrió fue sin querer: Había llegado hasta el sitio donde el mar se mete un poco en una especie de remolino. Ahí el agua entraba con más fuerza para dejar unos hilos crestosos antes de regresar a la orilla. Pequeños caracoles y conchas de varios colores adornaban la parte hasta donde llegaba el agua. Basáñez no lo supo de inmediato, tomó una concha de colores pálidos y entre sus manos le dio vueltas antes de que le llegara la idea. Regresó a su casa y desde la loma se puso a pensar en esa posibilidad. Al día siguiente, con la bolsa de lona al hombro, se fue, desde muy temprano, hasta el sitio de las conchas. Ese día, la proa del Ulises permaneció cerrada y los clientes vieron regresar varias veces a Basáñez quien hizo viajes hasta la noche cuando bebió ron a tragos largos y se fumó dos pipas antes de caer en la hamaca.

Del baúl grande de la esquina de la habitación sacó el pegamento. Ya para entonces las conchas y caracoles se miraban en un amontonamiento junto al cuarto de las pinturas. Con esto tengo, pensó Basáñez. Inició la tarea. Fue cubriendo cada pedazo de las tablas de sus casas con conchas de mar y caracoles. Las unió una a una tan cerca de ellas mismas que cuando terminó, las manos le dolían, pero la casa de madera no dejaba ver un solo centímetro descubierto de Conchitas. Entonces, por primera vez en casi dos semanas, bajó hasta la orilla de la playa y desde ahí contempló la casa cómo brillaba bajo el sol y las conchas lo hacían sentirse un habitante de las profundidades, con su cueva llena de matices y de trozos venidos del mar profundo. Ésa era la pintura que buscaba y con ella Basáñez pensó: nadie, ninguna mujer, podría resistir la idea de vivir allá dentro de las conchas, cerca del humo de la pipa y de las leyendas ahora sí mejor inventadas porque sabía de los adornos entendedores de la historia.

Pero entonces ya no quiso seleccionar a nadie. Se quedaba horas dentro del cuarto de las pinturas y miraba sus cuadros, revisaba sus mujeres, y entendió: ninguna de las de abajo se podía comparar con las que sus manos torcidas inventaban. Primero tendió un petate de color amarillo y después, sobre de él, fue acumulando arena. La mojó con los baldes de agua que pesadamente subió desde el mar; ya con la arena mojada inició el trazo de la mujer en el suelo. Con exactitud, con su tacto torcido, pero conocedor de las formas, fue construyendo a la mujer de su propia arena. Una mujer poseedora de los ojos de una de las pinturas, los muslos de otra, las caderas de la de más allá, los senos de la pintura de cerca de la puerta, los brazos de la sirena en sepia de junto a la ventana, las piernas de aquella ondina en blanco mate, y así, hasta que la mujer de arena mojada se construyó en la mitad del suelo del cuarto de las pinturas, con trechos de las formas de cada una de las mujeres de los dibujos.

Antes de que el sol saliera y se llevara los desperdicios dejados por la marea, Basáñez caminó en la orilla recogiendo algas aún aguadas del viaje marítimo y con ellas formó los cabellos de su mujer de allá arriba. Tuvo que trabajar siempre pues se debía de mantener húmeda la figura de su mujer tendida, retocarle los detalles, apretarle los senos cuando estos empezaban a perder su consistencia. Dibujarle los contornos. Se habilitó de instrumentos que le ayudaban a la tarea y sobre todo, hubo de cambiarle muy seguido los cabellos de algas para evitar que el calor los arrugara y los dejara como sus manos, retorcidos y con olor a brisas descompuestas.

Pero eso fue todo. La mujer lo acompañaba en sus horas de soledad y le decía cómo matizar las telas, o le escuchaba una y cientos de veces platicar las mismas historias sin decir ya saberlas. Le daba calor a las manos cuando el hombre se las enterraba, paciente, en el hueco de las axilas. Basáñez se dormía junto a ella, con el brazo tocándola para no quitarle la forma remarcada en el curso del día. En las madrugadas se despertaba, tomaba agua del balde y con ella humedecía a la arena para sostener su textura. A cambio de todos esos cuidados, él la tenía completa para sí mismo. Toda, para siempre, dentro de su cuarto de telas, en la mitad del piso, esperándolo.

Durante las horas del sol, al vender cerveza, de nuevo él con la sonrisa en los dientes de oro, la charla con los clientes era de orgullo por su casa de caracolas. El hombre sabía: ella lo esperaba tendida. Los demás también lo sabían, no importaba la risa de algunos, y el decir de otros que ésas eran cosas de marinos arrumbados. Pero la verdad sólo Basáñez y claro ella, la de los cabellos de alga, lo sabían. De ellos dos era el secreto: una fina hilera de pequeñas, muy pequeñas conchas, todas de igual forma y color, escogidas una a una, seleccionadas entre millones para que todas fueran iguales, una hilera disimulada en la arena, apenas visible, escondida junto a los escalones que unían la casa con el Ulises, esa hilera de conchas uniformes, diminutas y olorosas, reunían la mano de Basáñez en el extremo, que afloraba en el ombligo plano de la mujer y con esto ella, la de la mitad del cuarto, estaba segura de que su hombre trabajaba allá abajo y que pronto sentiría junto a su cuerpo de mujer, a sus cabellos arrancados al fondo del mar, el olor de la pipa, el cansancio de sus manos y lo brumoso de sus leyendas.