Material de Lectura

 width= Efrén Hernández



Prólogo de
Alí Chumacero



Selección de
Guillermo Buendía y Javier Sicilia



VERSIÓN PDF  

 

Ficha autobiográfica


Nací el día primero de septiembre del ya concluido año de 1904. Procedo de tocayo. Mi madre se apellidó como mi padre, y se llamó Josefa. Mi afición a la literatura, creo yo, es heredada. Más de cuatro parientes míos, de la generación de mi padre hicieron versos. He aquí, como ilustración, unos muy breves, debidos a Efrén Hernández, el viejo:

Bien sé que el triste acento que el náufrago
    envía
de la distante playa do el viento lo arrojó,
destemplará los tiernos acordes de alegría
que con sus plectros de oro te brinda
    ilusión.

Y sé también que quiso sus íntimos pesares
dejar en el olvido y despertar su fe,
y enviarte el entusiasta cantar de sus
    cantares,
más dulce que las notas del idílico rabel.

Mas ya cuando el santuario del alma se
    convierte
en ruinas bajo el beso amargo del pesar,
las liras enmudecen y al soplo de la muerte
la luz de la esperanza se apaga en el altar.
Para ahora yo he llegado a una edad que él no llegó a alcanzar por haberle faltado a él, para ello, nueve años. Yo entonces tenía catorce, y quedé a afrontar la vida bajo mi cuenta y riesgo desde entonces. Así se explica que haya ido y venido tanto en tantas direcciones sin atinar ninguna. Primero  fui aprendiz de botica, después mozo del mismo juzgado en que mi padre había  sido juez, y en lo que sigue, y por el orden mismo en que lo apunto: aprendiz de zapatero, aprendiz de platero, dependiente en tienda de ropa, etc. Y mientras tanto fui pagando materias de preparatoria, aprovechando que allá en León admitían que uno estudiara en su casa a la hora que pudiera, y luego solicitara examen a título de suficiencia.

Vine a México a inscribirme en la Facultad de Derecho en el año de 1925. Ahí estudié hasta 1928. Quise dejar esos estudios, por haberme parecido vacío y sin meollo de sustancia verdadera lo que ahí se aprende. De aquella experiencia aún conservo la impresión de que los espaldarazos de los títulos universitarios no son más que un fraude. Especialmente por lo que respecta a licenciados, médicos, maestros y doctores en derecho, artes, filosofía, letras, ya que el don de juicio, la inteligencia creadora, la inquietud metafísica, son dones que se traen de nacimiento, y ni los más conspicuos representantes al uso de la autoridad universitaria sabrían distinguir un verdadero agraciado, de un simple anotador de fechas de nacimiento de autores, de lomos de libros y otras bagatelas, acerca de filósofos o artistas.

En mi formación no cuento, pues, sino la preparatoria, y la escuela, a mi modo de ver, aún más importante, de la vida directa, del contacto con los hombres de carne y hueso, y con los libros buenos y el mundo.

El resultado ha sido:

Algunos cuentos, algunos versos, una pieza de teatro, dos novelas, y un libro ya casi terminado, de ideas y de definiciones. De los cuales se han editado hasta ahora, los siguientes:

Tachas
, cuento publicado por la Secretaría de Educación en el año de 1928.

El señor de palo
, cuentos, Editorial “Acento”, 1932.

Cuentos
, Edición de la Universidad, 1941. (Aquí se incluyen los cuentos antes mencionados, y otros cuatro).

Entre apagados muros
, versos. Edición de la Universidad Nacional Autónoma de México de 1943.

La paloma
, el sótano y la torre, novela, 1949.

Cerrazón sobre Nicómaco
, ¿cuento largo; novela corta? Edición del autor, 1946.

Y varios, incluyendo crítica, en diarios, libros hechos en colaboración como Ocho poetas mexicanos, y revistas.


Efrén Hernández


 

Imagen de Efrén Hernández



Sitio aparte guadó Efrén Hernández (1904-1958) entre los escritores de su generación. En 1928 se dio a conocer con un cuento, Tachas, que habría de darle no sólo notoriedad sino el sobrenombre con que sus amigos cercanos lo designaban. Mientras sus contemporáneos buscaban con avidez el remozamiento de las letras nacionales en ejemplos provenientes de otras lenguas —particularmente la francesa—, él se mantuvo apegado a la tradición castellana y, lo mismo en verso que en prosa, prefirió recurrir a las grandes figuras de los Siglos de Oro que vivifican sus métodos expresivos y le cedieron los moldes para verter su emoción personal y el afán de percibir insólitos matices del mundo inmediato. Desde las cuatro paredes de su cuarto, atisbando por los rincones, encendiendo con la palabra objeto tras objeto, evocando sucedidos sin mayor relieve, creó un universo oscilante que va de la mera malicia al esplendor franco de lo poético. En buena proporción, su prosa es un puente apto para mantener la continuidad de ciertos escritores mexicanos que, como inmediatamente antes lo había hecho Micrós (1868-1908), suelen descubrir en la palpitación de lo nimio, en la pequeñez de la vida cotidiana, el temblor de la existencia.

Delgado a más no poder, bajo de estatura, extravagante en el vestir y malicioso como pocos, Efrén Hernández era dueño de una inteligencia insinuante que se encubría con la ingenuidad premeditada de quien ignora el entusiasmo del optimismo. No había en sus novelas y cuentos la heroicidad que asombra, ni los gritos que ensordecen; tampoco recurrió a gruesas pinceladas para poner ante nuestros ojos personajes violentos o animados por la grandeza de sus ademanes, ni concedió a su oficio distinto destino que reflejar el espíritu de quien, aun en horas gratas a la desmesura imaginativa, sabía otorgar preeminencia a la razón. Frecuentemente a su poesía llegaban ecos de antiguas voces y procedimientos —palabras poco usadas, frases que se anudan con digresiones, imágenes que pecan de sinceras— que al descender a su soledad se enriquecían con sensaciones impulsadas por una doliente reflexión. Si algún epíteto le corresponde es el de divagador. De la brevedad de la vida a la amplitud de la alcoba, de la distracción al sueño, de ventanas a nubes, su pluma saltaba ágilmente conducida por una diversidad de ideas que desembocaban a veces en el ámbito de la incertidumbre. A partir del cuento “Tachas” —y Efrén Hernández fue sobre todo un cuentista— su personalidad literaria quedó definida. La inquietud que distraía su mente no sólo lo arrasó hacia lo profético ni lo convirtió en el literato que en unas cuantas páginas resuelve la insistencia de sus dudas. No frecuentó los cataclismos ni acató el llamado de la tragedia sino que, por el contrario, hizo el consabido viaje alrededor de su cuarto, deslizándose en múltiples divagaciones, y allí mismo quemó las naves. Su excelencia reside, precisamente, en eso: en que, si bien dilató el juego de los temas, no quiso salir del leve purgatorio de su alma.

Acaso nadie, en las letras mexicanas de los últimos lustros, haya redactado sus textos con tal semejanza consigo mismo, con tanto amor por su íntimo impulso afectivo. Mucho contribuyó a reforzar esa actitud la fidelidad a lo autobiográfico. Las experiencias inmediatas, el recuerdo de las pasadas, la sospecha de las venideras, aparecen a tramos transformados en minuciosas observaciones. “Me conocía harto pícaro y harto mosca muerta y mátalos callando —dice—, y precisamente en estas malas propiedades basaba mi satisfacción, y en estas dotes, en rigor negativas, ponía toda mi complacencia.” Eso era de niño, y de persona mayor tales premisas, fundadas en la destreza de sus expresiones literarias, le allanaron el camino para hacer burla aun de sus propios pensamientos. La desilusión marcaba el ritmo a muchas de esas argumentaciones interiores. Así al preguntarse por la palabra “amor”, escribió intencionadamente: “Llegó entonces mucho más adentro de mí, penetró hasta la alcoba en donde duermen las palabras, se quitó el sombrero, se desnudó de su significado y, muerta, muertecita de sueño se quedó dormida,”  El “silencio de deseos”, que había conocido Miguel de Molinos, rondaba su conciencia.

Varios poemas, una novela —La paloma, el sótano y la torre—, un fragmento —que inicialmente formaba parte de la anterior—, una novela corta —Cerrazón sobre Nicómaco— y algunos cuentos comprende la producción de Efrén Hernández. Además, multitud de artículos de crítica literaria y consideraciones de índole variada, una comedia, una “tragiburledia cinematográfica” escrita en colaboración y unos cuantos prólogos refuerzan su labor. El presente volumen de Obras,* que recoge la porción sobresaliente de su trabajo, ayudará a reconocerle ese sitio aparte que, por constante convicción, eligió entre sus contemporáneos.

Alí Chumacero 



* Publicado por cortesía del Fondo de Cultura Económica. Tomado del libro Obras, de Efrén Hernández. Colección “Letras Mexicanas”, primera edición, 1965.


Tachas



Eran las 6 y 35 minutos de la tarde.

El maestro dijo: ¿Qué cosa son tachas? pero yo estaba pensando en muchas cosas; además, no sabía la clase.

El salón de estos hechos tiene tres puertas, de madera pintada de rojo, con un vidrio en cada hoja, despulido en la mitad de abajo.

A través de la parte no despulida del vidrio de la puerta de la cabecera del salón, veíanse, desde el lugar en que yo estaba: un pedazo de pared, un pedazo de puerta y unos alambres de la instalación de luz eléctrica. A través de la puerta de en medio, se veía lo mismo, poco más o menos lo mismo, y, finalmente, a través de la tercera puerta, las molduras del remate de una columna y un lugarcito triangular del cielo.

Por este triangulito iban pasando nubes, nubes, lentamente. No vi. pasar en todo el tiempo, sino nubes, y un veloz, ágil, fugitivo pájaro.

Es muy divertido contemplar las nubes, las nubes que pasan, las nubes que cambian de forma, que se van extendiendo, que se van alargando, que se tuercen, que se rompen, sobre el cielo azul, un poco después que terminó la lluvia.

El maestro dijo:

—¿Qué cosa son tachas?

La palabrita extraña se metió en mis oídos como un ratón a su agujero, y se quedó en él agazapada. Después entró un silencio caminando en las puntitas de los pies, un silencio que, como todos los silencios, no hacía ruido.

No sé porqué, pero yo pienso que lo que me hizo volver, aunque a medias, a la realidad, no fueron las palabras, sino el silencio que después se hizo; porque el maestro estaba hablando desde mucho antes, y, sin embargo, yo no había escuchado nada.

¿Tachas? ¿Pero, qué cosa son tachas? Pensé yo. ¿Quién va a saber lo que son tachas? Nadie sabe siquiera qué cosa son cosas, nadie sabe nada, nada.

Yo, por mi parte, como ejemplo, no puedo decir lo que soy, ni siquiera qué cosa estoy haciendo aquí, ni para qué lo estoy  haciendo. No sé tampoco si estará bien o mal. Porque en definitiva, ¿quién es aquel que le atinó con su verdadero camino? ¿Quién es aquel que está seguro de no haberse equivocado?

Siempre tendremos esta duda primordial.

En lo ancho de la vida van formando numerosos cruzamientos los senderos. ¿Por cuál dirigiremos nuestros pasos? ¿Entre estos veinte, entre estos treinta, entre estos mil caminos, cuál será aquél, que una vez seguido, no nos deje el temor de haber errado?

Ahora, el cielo, nuevamente se cubría de nubes, e iban haciéndose en cada momento más espesas; de azul, sólo quedaba sin cubrir un pedacito del tamaño de un quinto. Una llovizna lenta descendía, matemáticamente vertical, porque el aire estaba inmóvil, como una estatua.

Cervantes nos presenta en su libro: Trabajos de Persiles y Segismunda, una llanura inmóvil y en ella están los peregrinantes, bajo el cielo gris, y en la cabeza de ellos, hay esta misma pregunta. Y en todo el libro no llega a resolverla.

Este problema no inquieta a los animales, ni a las plantas, ni a las piedras. Ellos lo han resuelto fácilmente, plegándose a la voluntad de la Naturaleza. El agua hace bien, perfectamente, siguiendo la cuesta, sin intentar subir.

De esta misma manera, parece que lo resolvió Cervantes, no en Persiles que era un cuerdo, sino en Don Quijote, que es un loco.

Don Quijote soltaba las riendas al caballo e iba más tranquilo y seguro que nosotros.

El maestro dijo:

—¿Qué cosa son tachas?

Sobre el alambre, bajo el arco, posó un pajarito diminuto, de color de tierra, sacudiendo las plumas para arrojar el agua.

Cantaba el pajarito, u fifí. fifí. De fijo el pajarito estaba muy contento. Dijo esto con la garganta al aire; pero en cuanto lo dijo se puso pensativo. No, pensó, con seguridad, esta canción no es elegante. Pero no era ésta la verdad, me di cuenta, o creí darme cuenta, de que el pajarito no pensaba con sinceridad. La verdad era otra, la verdad era que quien silbaba esta canción era la criada, y él sentía hacia ella cierta antipatía, porque cuando le arreglaba la jaula, lo hacía de prisa y con mal modo.

La criada de esa casa, ¿se llamaba Imelda? No. Imelda es la muchacha que vende cigarros “Elegantes”, cigarros “Monarcas”, chicles, chocolates y cerillas, en el estanquillo de la esquina. ¿Margarita? No, tampoco se llamaba Margarita. Margarita es nombre par una mujer bonita y joven, de manos largas y blancas, y de ojos dorados. ¿Petra? Sí, éste sí es nombre de criada, o Tacha. ¿Pero en qué estaría pensando cuando dije que nadie sabe qué cosa es tacha?

Es una lástima que el pajarito se haya ido. ¿Para dónde se habrá ido ahora el pajarito? Ahora estará parado en otro alambre, cantando u fiiiii, pero yo ya no lo escucho. Es una lástima.

Ya el cielo estaba un poco descubierto, era un intermedio en la llovizna. Llegaba el anochecimiento lentamente. La llegada de la sombra le daba un sentido más hondo al firmamento. Las estrellas de todas las noches, las estrellas de siempre, comenzaron a abrirse por orden de estaturas y distancias.

De abajo subía el ruido de toda la ciudad; de arriba caía el silencio de todo el infinito.

De cierto, no sé que cosa tiene el cielo aquí, que transparenta el universo a través de un velo de tristeza.

Allá son muy raras las tardes como ésta, casi siempre se muestra el cielo transparente, teñido de un maravilloso azul, que no he encontrado nunca en otra parte alguna. Cuando empieza a anochecer, se ven en su fondo las estrellas, incontables, como arenitas de oro bajo ciertas aguas que tienen privilegios de diamante.

Allá se ven más claritas que en ninguna parte las facciones de la luna. Quien  no ha estado allá, de verdad no sabe cómo será la luna. Tal vez, por esto, tienen aquí la idea de que la luna es melancólica. Ésta es una gran mentira de la literatura. ¡Qué ha de ser melancólica la luna!

La luna es sonriente y sonrosada, lo que pasa es que aquí no lo conocen. Su sonrisa es suave, detrás de sus labio asoman unos dientes menuditos y finos, como perlas, y sus ojos son violáceos, de ese color ligeramente lila que vemos en la frente de las albas, y entorno a sus ojeras florecen manojitos de violetas, como suelen alrededor de las fuentes profundas.

Allá todo es inmaculado, allá todo es sin tachas... tachas, otra vez tachas. ¿En qué estaría yo pensando, cuando dije que nadie sabe qué cosas son tachas?

Había pensado esto con la propia velocidad del pensamiento, y que Dios diga lo que seguiría pensando, si no fuera porque el maestro repitió por cuarta o quinta vez, y ya con voz más fuerte:

—¿Qué cosa son tachas?

Y añadió:

—A usted es a quien se lo pregunto, a usted, señor Juárez.

—¿A mí, maestro?

—Sí señor, a usted.

Entonces fue cuando me di cuenta de una multitud de cosas. En primer lugar, todos me veían fijamente. En segundo lugar, y sin ningún  género de dudas, el maestro se dirigía a mí. En tercer lugar, las barbas y los bigotes del maestro parecían nubes en forma de bigotes y de barbas, y en cuarto lugar, algunas otras; pero la verdaderamente grave era la segunda.

Malos consejos, experimentos turbios de malos estudiantes, me asaltaron entonces y me aseguraron que era necesario decir algo.

—Lo peor de todo es callarse, me habían dicho. Y así, todavía no despertado por completo, hablé sin ton  ni son, lo primero que me vino a la cabeza.

No podría yo atinar con el procedimiento que empleó mi cerebro lleno de tantos pájaros y de tantas nubes, para salir del paso, pero el caso es que escucharon todo esto que yo solté muy seriamente:

—Maestro, esta palabra tiene muchas acepciones, y como aún es tiempo, pues casi nos sobra media hora, procuraré examinar cada una de ellas, comenzando por la menos importante, y siguiendo progresivamente, según el interés que cada una nos presente.

Yo estoy desengañado de que no estoy loco; si lo estuviera, ¿por qué lo habría de negar?, lo que pasa es otra cosa, que no está bueno explicar, por que su explicación es larga. De modo que la vez a que me vengo refiriendo, yo hablaba como si estuviera solo, monologando. Y noto que usted guarda silencio...

Usted, en aquel rato, para mí, no significaba nadie; según la realidad, debía ser el maestro; según la gramática, aquel a quien dirigiera la palabra, más para mí, usted no era nadie, absolutamente nadie. Era el personaje imaginario, con quien yo platico cuando estoy a solas. Buscando el lugar que le corresponda entre los casilleros de la analogía, corresponde a esta palabra el lugar de los pronombres; sin embargo, no es un pronombre personal, ni ningún pronombre de los ya clasificados. Es una suerte de pronombre personal que, poco más o menos, puede definirse así. Una palabra que yo uso algunas veces par fingir que hablo con alguien, estando en realidad a solas. Seguí:

—Noto que usted guarda silencio, y como el que calla otorga, daré principio, haciéndolo de la manera que ya dije. La primera acepción, pues, es la siguientes: tercera persona del presente de indicativo del verbo tachar, que significa: poner una línea sobre una palabra, un renglón o un número que haya sido mal escrito. La segunda es otra: si una persona tiene por nombre Anastasia, quien la quiera mucho, empleará, para designarla, esta palabra. Así , el novio, le dirá:

—Tú eres mi vida, Tacha.

La mamá:

—¿Ya barriste, Tacha, la habitación de tu papá?

El hermano:

—¡Anda, Tacha, cóseme este botón!

Y finalmente, para no alargarme mucho, el marido, si la ve descuidada (Tacha puede hacer funciones e Ramona), saldrá poquito a poco, sin decir ninguna cosa.

La tercera es aquélla en que aparece formando parte de una locución adverbial. Y esta significación, tiene que ver únicamente con uno de tantos modos de preparar la calabaza. ¿Quién es aquél que no ha oído decir alguna vez, calabaza en tacha? Y, por último, la acepción en que la toma nuestro código de procedimientos.

Aquí entoné, de manera que se notara bien, un punto final.

Y Orteguita, el paciente maestro que dicta en la cátedra de procedimientos, con la magnanimidad de un santo, insinuó pacientemente:

—Y, díganos señor, ¿en qué acepción la toma el código de procedimientos?

Ahora, ya un poquito cohibido, confesé:

—Ésa es la única acepción que no conozco. Usted me perdonará, maestro, pero...

Todo el mundo se rió: Aguilar, Jiménez Tavera, Poncianito, Elodia Cruz, Orteguita. Todos, se rieron, menos el Tlacuache y yo que no somos de este mundo.

Yo no puedo hallar el chiste, pero teorizando, me parece que casi todo lo que es absurdo hace reír. Tal vez porque estamos en un mundo en que todo es absurdo, lo absurdo parece natural y lo natural parece absurdo Y yo soy así, me parece natural ser como soy. Para los otros no, para los otros soy extravagante.

Lo natural sería, dice Gómez de la Serna, que los pajaritos dormidos se cayeran de los árboles. Y todos lo sabemos bien, aunque es absurdo, los pajaritos no se caen.

Ya estoy en la calle, la llovizna cae, y viendo yo la manera como llueve, estoy seguro de que a lo lejos, perdido entre las calles, alguien, detrás de unas vidrieras, está llorando porque llueve así.


Santa Teresa



Ahora que me voy fijando, este cuarto no es un cuarto a propósito para vivir.

Se conoce. La vida es demasiado corta y el cuarto demasiado largo.

Si yo fuera carrete de hilo, podría acostarme en él sin doblar las rodillas.

La relación entre sus dimensiones desequilibra y lo pone a uno de mal genio; pero quien lo hizo debió ser, a pesar de todo, muy inteligente, muy previsor, y precavido, pues, previéndolo todo, construyó una puerta y, por ella, puede uno salir.

La puerta comunica con el patio.

En el centro del patio hay una fuente sin agua.

El agua la traen del ojo de agua y el ojo de agua lo puso Dios en la punta del cerro.

Otro medio de escape es la ventana. Aquella cuadrada y pequeñita visible desde aquí. Aquí, quiere decir un lugar muy próximo a la cama, en donde estoy sentado con ganas de dormir; más temeroso de acostarme.

La cama no es mi conocida, y como vi que es neurasténica y de todo tiembla, y sé que mi sueño es como la tierra; tiene dos movimientos: uno de rotación y otro de traslación, puede ser que cuando yo mueva la cama esté pensando en otra cosa. En este caso se sorprendería, podría hasta desmayarse, doblar las piernas y dar conmigo en tierra.

Reconozco que la tierra es nuestra madre, dulce, piadosa y digna de nuestro cariño; pero estos encuentros deben hacerse reposadamente, con la mayor suavidad que sea posible. Para bajar a ella es necesario que estemos insensibilizados, que nos guarden en una caja forrada de cojines y que nos bajen con paracaídas o cordeles. De ninguna manera con esta cama podría hacerlo; así podría descalabrarme. Ahora nuevamente veo como tenía razón cuando dije: la persona que construyó esta pieza era muy inteligente. En todos los detalles se conoce; hasta en esto de poner junto a la cama un centinela para evitar un accidente.

El centinela es un retrato de Santa Teresa de Jesús, que cuelga de un clavito en la pared; pero ella no cumple bien su cometido, pues está distraída, contemplando quién sabe qué cosas en el cielo. ¿Un astro? No, el cielo está nublado. ¿Un angelito? No, tampoco está contemplando un angelito porque los angelitos están más allá de las estrellas, y Santa Teresa no ve a través de un catalejo. Más bien puede ser que esté mirando un globo.

Desde que la vi tan distraída han venido a platicarme cuatro o cinco malos pensamientos. Quieren que le pique las costillas; quieren que le suene, de repente, un claxon; quieren que le ponga un lápiz junto a las orejas y le diga: “Oiga usted, Santa Teresa de Jesús” para que al voltear se pique la nariz. Pero yo les digo que estoy en esta casa de visita, que una persona decente debe portarse con corrección en las visitas y que sería necesario tener una escalera.

Todo esto se los digo, sólo para  que no me sigan molestando. Yo bien sé dónde podría encontrar una escalera. La verdad es que me simpatiza mucho su carita.

En un principio me pareció un retrato de familia. El retrato de una abuela o de una tía de don Maurilio; pero cuando me puse los anteojos nuevos hice un descubrimiento: descubrí su nombre.

Un nombre y una imagen eran los únicos datos suyos que tenía. Más luego, su traje, y trayendo a mi memoria el refrán que dice: “El traje hace al monje”, vine a saber que no es el retrato de ninguna abuela, sino que se trata de una monja.

Por dos o tres minutos me asaltó una duda. Bien podía ser una comedianta. Las comediantas se visten con cualquier vestido.

Una comedianta vestida de monja, no es una monja. Pero en este momento una lamparita que noté al apagarse y porque se apagó, me dio a entender que sin duda alguna no se trata de una comedianta. Todo el mundo sabe que a las comediantas no se les prenden lamparitas.

Del pronombre posesivo que hay en su nombre, deduje que no es una persona libre y que su dueño es Jesús.

En general es muy dolorosa la vida de los siervos. ¿Ha estudiado, usted, Derecho Romano? ¿Ha leído, usted, la historia de Egipto? Cuando una persona es de condición servil, sufre mucho. Los señores o dueños consideran que sus siervos son como animales y los tratan con crueldades inauditas. Sin embargo, Santa Teresa de Jesús tuvo mayor fortuna; porque, de Jesús, se dice que fue muy buena gente.

Confieso que Jesús cuando pequeño era una alhaja. Lo mismo decía de mí mi papá Nacho. Por eso quería más a Palemón. Palemón era juicioso, Palemón era atento, Palemón no les ponía colas de papel a las visitas.

Jesús sacaba los fierros de la carpintería de San José, San José lo arrodillaba y le ponía orejas de burro, la Virgen lavaba, Santa Ana tendía.

Pero con el tiempo, Jesús cambió completamente. Nos lo dicen San Mateo, San Juan, San Lucas y San Marcos: “Con los años crecía en edad, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres.”

La narración es dulce, milagrosa, transparente como el curso paulatino del Jordán. Y cuando murió Jesús, la tierra se llenó de sombra.

Ahora va haciéndose noche, cada vez se hace más noche. Nos estamos acercando al más estricto lindero de la noche. El reloj dice que faltan dos minutos para que sean las doce. Dejemos, pues, la historia, y vamos a dormir.

¡Qué buena suerte tuvo Santa Teresa de Jesús! Cuánto diéramos nosotros, hombres libres, por ser esclavos de un señor tan apacible como éste, que sólo se enojó una vez, la vez que se enojó en la Lagunilla.


Cuando zumba un mosquito ya sé que no voy a poder dormir. Afortunadamente aquí hay autores clásicos, mejores que el bromural para el insomnio.

Al abrir el libro sucede una increíble cosa. He topado con la historia de las tantas veces arriba mencionada Santa Teresa de Jesús.

Antes dije: Vamos a dormir.

Ahora digo: ¿Usted gusta? Vamos a leer.

“Santa Teresa de Jesús era incansable, se movió febrilmente, no paró en toda su vida.”

Luego viene un regaño. El autor de este prólogo regaña al autor de otro prólogo a un libro de la misma señorita; porque tuvo el atrevimiento de pensar los siguientes versos:

Tantas idas
y venidas,
y revueltas,
quiero, amiga,
que me digas:
¿Son de alguna utilidad?


fueron escritos en honor de Santa Teresa de Jesús.

Después vienen unas ideas extravagantes. Dice que Santa Teresa de Jesús es una santa.

—Un momento, señor escritor, le digo yo entre mí. ¿Por qué dice usted que Santa Teresa de Jesús es una santa? Yo tengo el honor de conocerla personalmente. Las santas son unas señoras que no se mueven nunca, que permanecen quietecitas en los nichos de los templos, o bajo los capelos de cristal en las rinconeras de las casas. ¿Cómo ésta puede ser santa si no se estaba quieta ni un momento? Es posible que se puedan hacer santas de cuerda. Unas semejantes a esos negros que bailan; pero me parece a mí que esta Santa Teresa de Jesús fue mucha cuerda. Además, ¿cómo no se descompuso en tanto tiempo? Por otra parte, en aquel tiempo no había juguetes tan perfeccionados.

Tanto barajé estos pensamientos, que me cansé de barajarlos y, por descansar, cambié de libro.

Pero salí perdiendo.

El nuevo libro dice que algunos hombres se parecen a los gatos, en que por las noches vagan en las azoteas.

Para decir verdad, diré que en este punto cerré el libro, pensando que el escritor es un salvaje; pero al apagar la luz, la luna se metió por la ventana, y muchas azoteas en mi cabeza, muchas azoteas llenas de tendederos y de luna.

Efectivamente, ¿qué duda cabía ahora de que yo era un gato?

"Algunos hombres se parecen a los gatos, en que por las noches vagan en las azoteas." Esto somos los hombres; unos gatos incoloros, pardos; como todos los gatos en la noche, unos gatos errantes sobre los pretiles sin rumbo de la vida... El silencio era una cosa que caía, que colgaba, como una cabellera de seda resbalando en los hombros de la noche de luna.

En sueños, vi una parejita de papel ahogándose en un estanque roto como un vidrio, y a una señorita de escuela que: —una bolita más una bolita son dos bolitas—, decía desde el principio del mundo.

Después llegó un gigante. La profesora ya no siguió sumando y se quedó con la boca abierta, porque el gigante comía a cucharadas una sopa de la que cada arroz era un elefantito de tamaño natural. Finalmente, llegaron al baño dos choferes, y el más chico se enojó con el más grande:

—Como se conoce que no tienes costumbre de bañarte. No sabes bañarte. ¡Todo te mojas!

Cuando desperté me hacía temblar el frío, por eso eché el pestillo a la ventana y, aunque el frío se entibieció, se me fue el sueño.

Así volví a esta pieza.

Para determinar mi posición exacta, sólo me falta conocer la hora. Mi reloj ya no camina, lo conozco en que no se oyen sus pasos. Para conocerlo, sería necesario ir con el juez de paz, y despertarlo, o caminar doce kilómetros, que es, aproximadamente, la distancia que hay de aquí al campanario con reloj ilu minado de mi tierra.

Por la ventana se ven tres jacalitos mexicanos. En seguida se ve una nopalera; más allá comienza el declive suave de una loma. El cielo es una colcha nítida que se extiende tras de todas las cosas y en él, las estrellitas saltan incansablemente como jumping beans, y la luna es una perezosa que no tiene quehacer, y no hace nada.

Estoy aquí, porque me lo pidió con insistencia don Maurilio. Un señor que vive de recuerdos, y, por filosofías, dedicado, ya que no puede a sus campos, a cultivar su espíritu y el de su hija.

Cada vez que baja a la ciudad, va a la librería y dice al librero:

—Déme usted ocho pesos de libros; pero que sean surtidos y de buenos autores.

En todos los viajes trae consigo un estudiante de los más inteligentes, tabaco, guayabate y un trapito.

—Para que te hagas una blusa, Inés.

Inés piensa que ya tiene muchas blusas.

Don Maurilio piensa que si no se resuelve pronto la cuestión religiosa, pronto será el fin de la patria mexicana.


Este golpe que acabo de sentir en mi zapato, lo ha dado el ratón.

Inés tiene muchas blusas.

Don Maurilio teme que esté pronto el fin de la patria mexicana. Cada quien, más o menos grandes, tiene sus preocupaciones. Hasta el ratoncito. El ratoncito piensa que yo puedo comérmelo.

Se conoce en que está retirado varios metros, y también en que no se atreve a dar un paso. Está haciéndose el muerto, con la raposita mortecina de la fábula del conde Lucanor.

"Si pasara un home, e dijera que los pelos de la frente del ratón es bueno ponerlos en la frente de los niños para que lo los aojen", él permanecería quieto como la raposita. Pero pues no pasa ningún home; ningún home dice nada, ningún home saca sus tijeras para cortar los pelos de la frente del ratón.

Un refrán indica: cree el león que todos son de su condición. En este refrán. león no quiere decir únicamente león sino Pedro, Juan o Francisco. Por eso, al ratoncito, se le prende en la imaginación una malicia, y descubre que yo también me estoy haciendo el muerto.

Se trata de un ratón sencillo que tiene las costumbres sencillas de la gente sencilla del campo No de una raposita enredadora.

Una raposita saldría fácilmente de este apuro prometiéndome la luna, dándome un consejo par alcanzar un reino, o diciéndome que tengo una hermosa voz. Pero se trata de un miedoso ratoncito, que viendo que no me muevo durante tanto tiempo, se le ocurre que debo ser muy peligroso.

Fuera de esto, es un ratón que tiene muy grande memoria, y ahora le parece recordar que me ha visto antes; pero no se acuerda cuándo.

¿O será que me parezco a alguien con quien me confunde?

Por su conciencia van pasando arañas, cucarachas, grillos. Él no ha salido nunca de este cuarto, con excepción de aquella vez que tuvo el atrevimiento de subir a la ventana y vio un conejo. Yo no soy parecido a las arañas, ni a las cucarachas, ni a los grillos. Tampoco me parezco a los conejos. ¿En dónde me ha visto pues? ¿En el techo? ¿Sobre el piso? No, no me vio en el techo ni en el suelo, me vio colgado de la pared.

En efecto, no soy precisamente el que estaba colgado en la pared, sino que la Santa Teresa es, de todo cuanto ha visto, lo que más se parece a mí.

Santa Teresa no es peligrosa, no se hace la muerta para inspirar confianza, él puede hacer cuanto le plazca, aunque esté Santa Teresa junto a él, y nunca ha tratado de comérselo.

He aquí al ratoncito que ya no me tiene miedo, se me acerca, y comienza a alimentarse con la cinta de un zapato mío.

Decididamente me ha caído en gracia el ratoncito pero aquí no hay tiendas, y si acaba con la cinta de mi zapato, ¿en dónde la repondré?

—¡Ushia! Ratón.

¿Qué habría usted hecho si de pronto se moviera una estatua de Nerón o de don Benito Juárez?

El ratón al oír mi grito y al ver mi movimiento, hizo lo que usted hubiera hecho: se quedó espantado.

Después, ya repuesto del susto, se metió de visita en el agujero de un amigo suyo y se lo dijo todo.

—Una Santa Teresa grande que trajeron hace poco, levantó la mano y dijo: ¡Ushia, ratón! Si no lo quieres creer, vamos para que lo veas.

El otro ratoncito estaba ciego, así que no podía verme; pero el oído lo tenía perfectamente y, si se repetía el milagro, cuando menos lo oiría.

En este momento yo ya me había olvidado de los ratones, y estaba viendo, con los ojos que me quedan cuando cierro los ojos, el gato en que me convertía por un momento, un poco antes.

A veces los recuerdos son más vivos que las impresiones originales, y esta vez fui más gato que antes, e hice miau con el pensamiento, y los ratones, al oírme, se escondieron y no volvieron a salir.

Ahora mis pensamientos van por otro rumbo. Los ratones serán tan simpáticos como usted quiera, pero son muy perjudiciales. Don Maurilio debería tener algunos gatos para acabar con los ratones. En menos de doce horas que tengo en esta casa he visto cuatro: uno en la troje, dos aquí y el que se subió a la mesa cuando estábamos cenando.

Fue, precisamente, en el momento en que don Maurilio se quejaba de un dolor en el muslo.

—No, no es reumatismo —decía don Maurilio— Es un dolor que tengo desde que un caballo me dio un puntapié.

Silenciosamente atravesó el ratón, y no lo habríamos visto si no hubiera hecho sonar un vaso contra otro.
Por fortuna, se fue inmediatamente, y no distrajo a Inés.

Inés, sin darse cuenta que estaba con nosotros, se mordía las uñas. Durante toda la cena hizo lo mismo; sólo una vez interrumpió su quehacer, para quemar en la llama de la vela, el cuernito que arrancó de su dedo del corazón.

¿En dónde están estas muchachas que se muerden las uñas enfrente de un muchacho al que apenas hace un momento conocieron?

Con el fuego de la flama se encogió la uña.

Ates estábamos en un error respecto de las flamas. No es exacto que éstas sean planas, como un puñalito de dos filos. Son redondas, de la forma de un paraguas sin abrir.

Ésta es una cosa que, a pesar de estudiar tanto, nunca supo Santa Teresa de Jesús.

¿E Inés? Pues ella fue, precisamente, la que hizo este descubrimiento, y, para cerciorarse, volteó el candelero, primero para acá y luego para allá.

Finalmente, sus ojitos se quedaron flotando sobre el aire.

Esta tarde, cuando me vio llegar:

—Papá —dijo—. ¿este joven es un seminarista?

La tarde había sido limpiada escrupulosamente por la lluvia en la tierra, y por el viento en el cielo. La estrella de la tarde fue la última gota que rodó por las cuencas del crepúsculo.Ya un poco después, la luna, tras el ojo de agua, extendía su luz recién amanecida, y don Maurilio preguntaba:

—Inés, ¿por qué no cenas?

Pero ella estaba pensando en una golondrina que dio un tope contra un campanario y se quebró.


 

 

Sobre causas de títeres


A Octavio Ponzanelli

 

Ya, viejo, ya no estamos en edad de soñar sueños de niños, ni, acaso, nuestro estado civil es ya el más propio para esto de andarnos con Jesús por los rincones, y contándonoslo.

Porque es notorio, y todo el mundo empieza a darse cuenta que ya no somos niños, y murmura.

Y es justicia, pues es un hecho que no lo somos ya. Tú, desde hace ya casi dos meses, desde que te casaste. Yo, desde hace apenas un poco más de veinte años, desde muchísimo antes de que me casara.

Sin embargo, tú y yo aún seguimos siendo teóricos y líricos, y de sesos volátiles los dos. Tú, a pesar de tus dieciséis verdes diciembre. Yo a pesar de mis cuarenta violadas primaveras.

Lo mismo que dos niños retardados, así somos tú y yo. Y esto es lo que nos junta, mejor dicho, lo que me unce a ti. Mira, antes que tú nacieras, en un tiempo apenas anterior a este hoy, cuando yo iba cumpliendo vente años, mis contemporáneos, haciendo como yo, también iban cumpliendo veinte años. Parece que fue ayer, lo recuerdo clarito, clarito como si lo estuviera viendo. Veníamos de subida, subiendo como tiernos árboles que se exhalan del mundo.

Y qué dichosos sueños soñábamos entonces. Pero a partir de entonces, aproximadamente desde entonces, mis contemporáneos empezaron a perder su espíritu infantil, empezaron a hacerse serios, a adquirir espíritu de responsabilidad, a subordinarse a las exigencias de la vida práctica, a trabajar, a negociar, a prosperar como personas serias.

Yo, en cambio, mal dotado, retrasado, inadaptable a un modo de vida cuyas realidades no logro percibir, continué siendo irresponsable, ciego, sordo y, sobre todo, tonto para la vida práctica. Y esto fue distanciándome de mis contemporáneos.

De mis amigos de entonces, fui perdiendo primero uno, luego otro, hasta que me quedé sin nadie, sin nadie. Y así, sin proponérmelo, sin analizarlo, sin notarlo siquiera todavía, por puro instinto me acogí a amigos inmediatamente más jóvenes que yo.

Más tarde, estos amigos, digo aquellos, a quienes llamaré de la segunda serie, fueron también creciendo, y, a su tiempo, llegaron, lo mismo que había llegado a los primeros, a la edad en que los hombres empiezan a tornarse serios, y me fueron dejando, y tuve que bajar a rodearme de una tercera serie.

Así ha ido sucediendo indefinidas veces.

Y ahora, me he hecho amigo tuyo, ahora te ha tocado a ti.

Y, no sé porqué, pero tengo esperanza que contigo no ha de pasarme igual que con los otros.

En mi esperanza existen, es posible, migajas de egoísmo; pero al mismo tiempo un poco he pensado en ti, olvidándome un tanto de mí mismo.

Es cierto, ciertamente, que el no apartarte de esa forma de existencia, te atraerá juicios en contra, menosprecios, incomprensión y escarnios; pero es la eficiencia íntima, el suceso insostenible de la sensibilidad, no la acomodación externa, lo que es valor. Para el alma, lo único cierto es lo que ella vive. Para  el sujeto seco, que se ha objetivizado, todo resulta seco, y el destuetanado que ha extravertido su caudal, siempre estará mentando que esto es vanidad.

Una misma fue la mano con que se escriben el Cantar de los Cantares y el Eclesiastés. Una misma fue la mano que lo escribió. Advierte, no obstante, como se contraponen: “Manojito de mirra es para mí, mi amado.” “Vanidad de vanidades y todo vanidad.”

En el primer escrito está la vida, su desbordamiento proyectándose, entregando, encendiendo de “valor absoluto”, una florida brizna. En el segundo, está el cansancio, la sequía, el aniquilamiento, consintiendo su astenismo y su no ser, en toda cosa.

No, “no tuerzas el cuello al cisne”, tuérceselos más bien y no dejes de hacerlo si, por dicha, alguna vez se te presenta la ocasión, a Stalin, a Mussolini, a Hitler, a todo hombre y mujer, a todo tipo que fuere como tubo destapado de abajo, y a todo ente con entidad vacía; al que nació vacío o se vació después, y, luego, no sabe ya llenarse, y todo el mundo quisiérase comer; mas le resulta en vano, pues del objeto inerte no puede ser corroborado el individuo, ni de la cosa el ser.

Es evidente, si dejaras de ser igual a un niño, si perdieras el poder de animar de diamantes, la corona de papeles con que juegas al rey, tampoco animarás ni proyectarás ningún valor sobre la corona de diamantes. Porque no es la estrella la que alumbra el ojo, sino la fuente de que ha manado el ojo la que nos da la estrella. Y si la ves arder, es porque en tu conciencia luce ardiente tu ojo. Y ten por cierto que si la sombra, cuando cierras tus ojos, no se puebla de soles y luceros, el sol te será noche, el lirio, arena, miseria en el polvo de oro, y todo vanidad.

Advierte que esta alma que tenemos es como el carbón, que por más que la pongas entre mayores focos, oscuro se verá, y sólo entrará en lumbre, si él mismo se hace llama y se da a arder.

Y dime, ¿qué es el Universo; la música, el color y los aromas, las caricias del gusto y las del tacto, y la espina y lo negro, y lo callado mismo, para una piedra?

Y, ¿no has tratado tú alguna vez, de conmover al perezoso o con sueño, que ni el sol naciendo, ni el rayo retumbando ni cosa alguna le abre la atención?

En cambio, al vigilante, ¿no le basta un murmullo, un fulgorcito tenue, un  parpadeo del aire para vivir arderse y conmoverse?

Y al niño, al fresco y tierno que no ha hecho aún su gasto, ¿no le has visto atar a un hilo dos carretes, o tres, e irlos rodando, y obtener con un delgado hilo el ser del maquinista estremecido, en un gran tren que hace del mundo un soplo y una ráfaga?

Pues bien, yo soñé un sueño.

Recordarás cierto día, aquel que viniste a esta casa, y que luego salimos, y que en el camino encontramos un vendedor de títeres de barro, a quien compraste estos que todavía la última vez que fui a tu casa vi colgados de la lámpara del comedor. Te lo recuerdo, porque, según yo, aquel fue el estímulo de dónde arrancó este sueño que te digo que soñé.

Y fue, y ojalá y no lo entiendas, el siguiente:

Íbamos tú y tu servidor por unas calles. Entramos con sigilo a un  estanquillo. Y tú, a la que lo atendía, le preguntaste si no vendía títeres. Ella dijo que sí, y trajo una rueda de donde pendían no menos de cien mil figuras. Los empezaste a ver y —¿A cómo son, señora —le preguntaste—, estos títeres? —Pues de éstos —contestó la vieja—, cien docenas le cuestan un centavo. —Oh, —le replicaste—, ¡cien docenas me cuestan un centavo! No los llevo, deben ser muy corrientes. ¿No tiene otros más finos? Porque , entiéndalo usted, yo no sé nada de títeres, ni de ninguna cosa. Para mí, todo es magnífico, de manera que, cuando compro una cosa, para saber si es buena o mala no tengo otra base, sino el precio a como la venden.

Muy mala me pareció su táctica. Y más, cuando vi a la estanquillera no contestarte nada. Y sólo entrarte y volver al cabo de un gran rato, con una rueda igual a la que había traído de primero; pero sólo con un títere, el cual puso a tu vista.

Nosotros, viendo el títere, advertimos que era en todo igual a los primeros, hasta tal punto que, tú mismo, tan cándido en cosas de negocios, llevándome a un rincón del estanquillo me dijiste: —¿Qué opinas tú de esto? Yo te apuesto a que si lo resolvemos, la misma vieja no va a poderlo separar de entre los otros. —Y luego nos tornamos a la vieja y, mirándola con toda impasibilidad: —Y este títere que acaba de traer, le preguntamos sincrónicamente, —¿a cómo es? —Pues éste, contestó la vendedora—, este sí es de veras fino, y cuesta, él solo, ocho cientos de pesos.

—¡Ocho cientos de pesos éste solo! Está muy bien, envuélvamelo para regalo; pero dígame: ¿por qué es tanta la diferencia?

—Oh, contestó la vieja—, porque este es finísimo, porque éste está perfectamente hecho. ¿Ve usted cómo, de los que traje primero, cada uno está colgado nada más de un solo hilo?, pues es que no saben hacer más que una sola cosa, bailar a saltitos, lo mismo que cualquier monito atado a un hilo; en tanto que este último tiene, él solo, tantos hilos, cuantos los otros todos juntos. Pues es que cada hilo es llave para hacerlo ejecutar una función distinta. Mire, tómelo usted en sus manos —y lo puso en tus manos, y te instó a que fueras comprobándolo. Y cuando, de entre sus innumerables hilos, llamaste a uno, al primero que se te ocurrió, el insignificante titerito aquel de mal cocido barro que, por su humilde y astroso aspecto, era en todo semejante a los de 1200 por centavo, mostró resueltamente su talento para actuar como diablo, entrando a fruncir el ceño y a cambiar los colores de sus ojos, de pardos en azules, de azules en verdosos, amarillos, cárdenos, violáceos, indefinidamente, sin repetirse nunca. En seguida llamaste a otro hilo, y empezó a apestar azufre y a arrojar humo por las orejas.

Ibas a llamar, más tarde, a otro hilo; pero la mujer, arrojándose convulsa sobre ti, toda espantada, te conjuró que no lo hicieras, que aquel hilo no fueras a tocarlo nunca, porque era el más terrible, el más profundo, el más trascendental de cuantos hilos habían existido hasta hoy sobre la tierra. Que ya te había indicado cómo aquel diablo era de construcción acabadísima, y estaba tan esmeradamente hecho, que podría, sin el menor empacho, ejecutar la más osada y endiablada cosa, que jamás pudiera un diablo de verdad. Y que, por tanto, te advertía, te rogaba —ella que no había rogado nunca— que el hilo aquel no lo tocaras, pues si lo hacías, el diablo se volvería en tu contra y, como uno auténtico, con tanta realidad como podría el propio Lucifer, te arrancaría el alma y te conduciría al infierno.

Siguió un momento inane. Todos nos estuvimos quedos y callados, durante tres momentos: uno, el momento que era necesario para reponernos del susto y la sorpresa; dos, el momento que era necesario para volver a entrarnos adentro de nuestra conciencia, y tres, el momento que era necesario para pensar en lo que debería hacerse.

Y luego que nos repusimos, que entramos en nuestra conciencia y que meditamos en lo que debía hacerse, con inmanente calma, con ademán amable y trascendente —aunque no sin misterio—, le dijiste: —Señora, yo, en verdad, como le dije, deseo con toda el alma un títere de estos, pero uno que no sea diablo, uno que sea más bien, un ángel.

Y la mujer te vio con tal mirada, que era cual si hubiera leído, como en un libro abierto, en el cartapacio por de fuera invisible, de tus pensamientos, y, sonriente, comprensiva, maliciosa, benigna, misteriosa, sin espacio ni prisa, entróse dentro y tornó a no mucho, con otra rueda en la cual estaba suspendido el títere que habías solicitado. Y lo puso a tu alcance, y tú sacaste cuentas, comparaste los hilos, y cuando creíste dar con el correspondiente a aquel del diablo que no osaste llamar, llamaste a él. Y he aquí, el angelito hizo ademán de posarse sobre el piso, con movimiento que hacía creer a los espectadores, que venía, no de la trastienda, sino del firmamento. Y una vez posado, con angelical mesura, blanda y celestemente se inclinó ante ti y te dijo que, por orden de la superioridad, venía a hacerte sabedor de que en la Quinta Delegación del celestial Distrito, se había presentado, en contra tuya, acusación de ser persona soñadora y poco seria, nada apropiada para este mundo, y que, en tal virtud, se le había confiado la misión de conducirte vivo o muerto, y por las buenas o de una oreja, a un lugar más propio para tu condición romántica.

Válgame Dios, y cuán penosa y larga, mas cuán encantadora era la senda por do íbamos. Era en subida y llana, sin ninguna aspereza, antes pulida, tersa, y sólida como un espejo. Hierbas, no se veían, tampoco troncos, ni céspedes, ni rosas. Sólo profundidad y estrellas se ofrecían como suelo a nuestros pasos, y cada paso había que darlo con honda precaución, pues el peligro de resbalar sin caer, patinando de pie, hacia atrás y para abajo, era infinito...

...Ya, viejo, ya no estamos en edad de soñar sueños de niños, ni, acaso, nuestro estado es ya el más propio para esto de andárnoslo contando. Porque no somos niños ya. Tú , desde hace ya casi dos meses, desde que te casaste. Yo, desde hace apenas un poco más de veinte años, desde muchísimo antes de que me casara.

Pero ¿qué quieres? se duerme uno, se duerme, y suelta sus controles, se le evaden sus pitas, las riendas de su imaginación se independizan, y entonces sueña uno, sueña, y a veces sueña lo que no se espera, a veces, lo que no debiera, y, a veces, ay, a veces, hasta lo que no quisiera...

Ya, viejo, ya muy cierto es que no estamos en edad de soñar sueños de niños; pero estamos en ello, tan lejos como cerca de nosotros, vamos por la pendiente resbalosa y luciente de los sueños, y el peligro de resbalar sin caer, patinando de pie, hacia atrás, sin objeto a do asirse y para abajo, es infinito...