Material de Lectura

 

Amira y los monstruos de San Cosme


A Nora Melgar

 

Más de veinte años han pasado y aún me resisto a olvidar algunas escenas de mi educación preescolar. Esos hechos me parecen significativos ahora; en cambio, cuando tenía seis años no los pude comprender.

Sin alternativa ni discusión, mis padres me inscribieron en el Colegio Francés de San Cosme. La historia de una niña en un colegio católico y además burgués carece de importancia, a no ser que se considere que la niña no era católica ni burguesa, y que se recuerde la cercanía del Museo del Chopo: estaba a un lado del colegio, y las “yeguas finas”, como nos llamaban a las alumnas, casi éramos reliquias suyas. (Conocí el museo mucho tiempo después. No hicimos aquel año una visita escolar.)

Sentada esta mañana frente al gigantesco esqueleto del dinosaurio, en el Museo de Historia Natural, me inquietó no sólo su magistral arquitectura sino la obstinada presencia, en mi mente, del último patio del colegio de San Cosme.

Cerré los ojos; me vi en aquel patio, con la cara pegada a un gran portón de madera (creo que era rojo tierra). Del otro lado, en El Chopo, estaba aquel osario prehistórico. Espiábamos por rendijas y agujeros tratando de verlo... Se contaban historias aterradoras de él. Sus exageradas descripciones podrían igualarse en imaginación a las de los primeros viajeros al Oriente.

Nunca vi al dinosaurio, sin embargo, mis compañeras escuchaban lo que yo decía observar a través de las rendijas. Nuestros relatos habrían podido formar otro Manual de zoología fantástica.

Mi padre, descendiente de árabes sin preocupación religiosa alguna, era, entonces, un pequeño comerciante en telas de La Lagunilla. Mi madre, mujer hermosa e ignorante, trabajó hasta antes de su boda en El Palacio de Hierro, atendiendo el departamento de ropa interior para caballero. Sorpresivamente papá heredó la cadena de almacenes de importación “Telas Amira”, y una buena suma de dinero. Compró una casa en la colonia Polanco y decidió enviarme a lo que sus clientes llamaban “el mejor colegio para mujeres”. Dejé con tristeza la colonia Roma; nunca más me dejaron salir a la calle a jugar: era mal visto por los vecinos. A mi papá lo veía muy poco, trabajaba lo que se dice de sol a sol; pero estar con él era una delicia. Su amor por mí lo llevaba a todo; no hubo cosa que yo le pidiera que no hiciese... excepto una.

A mi mamá, de familia católica no practicante, la nueva posición la volvió frívola. Su papel como madre se limitó a comprar aquellos incómodos uniformes de lana azul marino con cuello, puños y cinturón deshilados y blancos. No pretendo ser injusta: aparte de obligarme a ir a la escuela, debe haber hecho muchas cosas por mí, aunque la recuerdo muy poco en la casa. Perfecta climber o parvenue, desperdiciaba su tiempo en reuniones sociales.

No es éste el momento de entrar en detalles acerca de las relaciones entre mis padres. Mi mamá, además, nunca me lo perdonaría. He dicho algo de ellos, no porque pretenda hacer mi autobiografía sino porque será más fácil comprender mi extraña situación en esa escuela.

Vuelvo, pues, a la historia del monstruo.

Yo debía esperar el autobús escolar en la esquina de mi casa, a las seis y media de la mañana; es decir, oscuro todavía; así que decidí no levantarme de noche ni sufrir las prisas en los jalones de pelo.

Como todas las niñas de Polanco, tuve nana: me vestía estando yo casi dormida, “alisaba” mi cola de caballo y me llevaba trotando a Mariano Escobedo. Renegaba, tirando de mí, como a un perro necio que no quiere caminar. Tomábamos un camión Santa Julia lleno a más no poder, donde invariablemente arrugaba el esplendor del cuello almidonado y, ya a las puertas del Francés, hacía yo todo un escándalo.

—¡Ay, señora! se pone a chillar y grita que la encierran con un monstruo —se quejaba, enojada, la nana.

A pesar de los castigos, repetía el berrinche, afinando un detalle cada vez. Mi nana, como ahora me resulta fácil comprender, huyó con el novio, más que por pasión, por deshacerse de mí. Pero tuve ocho nanas más aquel año.

No recuerdo cómo me hacían entrar al colegio. Veo vagamente a mis papás hablando con la directora y creo, repetí una docena de veces:

—Voy a ser buena ahora en adelante para que el Niño Jesús no se enoje conmigo.

Mi padre, con cierta satisfacción, aseguraba que yo había heredado el carácter del abuelo y me decía muy quedo al oído, para no contrariar a mi mamá:

—El Niño Jesús es invento de los católicos.

Tal era el amor de papá por mí que, para asegurar mi lugar en la escuela, regalaba a las religiosas, mensualmente, diez yardas de lino importado. Yo se lo agradecía besándole con ternura la calva.

¿Tiene que ver el monstruo en todo esto? A mis rabiosos seis años gritaba por gritar; nunca medité el porqué de mi repugnancia al colegio. Aunque mi posición social y religiosa no era la de la mayoría de las niñas, en los juegos éramos iguales. Es verdad, en calificaciones yo iba muy atrás y leía silabeando.

Mi madre amaneció repentinamente con la ocurrencia de que yo aprendiera a tocar el piano. Había ido a casa de una amiga suya a jugar póker:

—Hubieras visto a la hijita de Magali —me dijo—, traía un vestido precioso de organdí blanco. Se sentó al piano y nos tocó una pieza di-vi-na.

¡Dios mío! Mis primas jamás enfrentaron aquellas estúpidas vanidades; además, iban a un colegio oficial.

Contra la voluntad de mi madre no hubo pero que valiera; me compró un vestido blanco de organdí, habló con la directora del Francés para que allí me dieran las clasecitas y fuimos a la Chopin de donde salí con el Método Beyer bajo el brazo. Mamá llevaba la lista de precios de los pianos en exhibición.

Confieso que la idea de tener aquel instrumento me encantó y que ese día, únicamente ese día, agradecí a los dioses los caprichos de mamá porque en la Sala Chopin escuché algo que ahora creo reconocer en una Gimnopedia de Satie. Soñé con llegar a tocar aquella melodía.

Dormí muy inquieta por la emoción: al día siguiente abriría con la maestra el Beyer y pondría las manos por primera vez en un piano. Me levanté sin que me despertaran y cuando la nana entró a la recámara ya estaba yo vestida.

Ocho largos meses fui a clase de piano. Ocho infinitos meses en que en vano rogué a papá me sacara de la escuela.

A fin de año la boleta de calificaciones decía REPROBADA. No me aceptaron para la primaria alegando que mi conducta era atroz e indigna de un colegio tan selectivo como aquél.

Mi madre lloró. Papá reclamó sus cien yardas de lino.

Esas vacaciones, mientras me daban clases particulares para ponerme al corriente y poder entrar a la Benito Juárez gané peso y no volví a sufrir de dolores de estómago ni de vómito repentino.

Como en el colegio no le dijeron a papá por qué no me habían aceptado, yo tampoco dije nada. Las profesoras lograron hacerme sentir culpable; pero no, nunca pude olvidar la pesadilla del monstruo.

Voy a tratar de reconstruir aquellas escenas:

Las diez en punto. Tomo el cuaderno pautado y el Beyer, salgo del salón y, apoyada en la baranda del corredor, camino rumbo al sótano de la casa de las religiosas. Me detengo en la escalera que une el corredor con el sótano y me quedo observando los mosaicos del piso: rosetones rojos, rayas verde y naranja. Luego corro por la escalera semi-oscura hasta el cuarto donde me esperan. Agazapada observo las letras negras de la puerta; leo: “pia-no”, y no sé cómo el Beyer, el cuaderno pautado y el lápiz se me resbalan de las manos. Cuando estoy recogiéndolos la puerta se abre:

—Cada día llegas más tarde. Son diez y media.

Entro. Mientras me siento a la mesa, la señorita Hilaria ha ido a accionar el metrónomo que está encima del piano.

Tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac...

Por la rendija de la puerta se cuela una luz amarilla y opaca. No recuerdo bien el cuarto; debió ser oscuro porque veo la bombilla encendida. La luz cae sobre el pelo blanco y quebrado de la señorita Hilaria, la única mujer bigotuda que yo conocía.

Estiro las piernas bostezando y la señorita Hilaria golpea la mesa con los nudillos, ordenándome que cambie de posición:

—¡Espalda recta!

—Me duele el estómago.

—Escucha el tiempo que te da el metrónomo. Compás cuatro cuartos y… un y dos y tres y cuatrui... un y dos y tres y...

Escucha el metrónomo. Escucha: tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac...

—Fíjate. Mira el cuaderno: Do, re, mi, silencio. Mi, re, do, silencio. Marca con tu mano derecha: arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha. Arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha.

Ocho densos y angustiosos meses en aquel horrible cuarto sin abrir el piano. ¡Llegué a pensar que no tenía teclas! Me sabía de memoria todas las escalas, la clave de Sol, la clave de Fa, el valor de las notas, las corcheas... ¿Por qué entonces la señorita Hilaria no me dejaba hacer los ejercicios en el piano? Todo lo hacía yo sobre la mesa:

—Espalda recta, levanta las manos; un poco más, brazo suelto; acá, desde el hombro. Relájate...

—Me duele el estómago.

—No te distraigas.

—No me gusta el solfeo, es muy aburrido. Quiero tocar el piano aunque sea para ver cómo suena.

La señorita Hilaria se pone de pie y me levanta de una oreja. Nos dirigimos atropelladamente al piano. Ella quita, histérica, la tapa. Cada vez veo más cerca las teclas: primero veo teclas blancas y teclas negras; luego, es un color gris lo que se estrella contra mi cara.

Fue mi última lección y yo, no la señorita Hilaria, quedé expulsada una semana de la escuela.

A mi regreso me encargué de difundir que en el cuarto de piano había un monstruo fétido que torturaba a las niñas: tenía cabeza de serpiente, de dragón o de mujer, según estaba de humor, y emitía un gemido de furia cuando las niñas querían tocar el piano. Había que escapar a la mortífera mirada del HILARIADISAURIO.

—Sus manos, garras encorvadas, me estrujaron —aseguré.

Sus colmillos de serpiente morderían a quien tratara de defenderse; prueba de su ferocidad era la herida de mi cara.

El monstruo, con su cabeza de mujer, había dicho que después de insultarla corrí tropezándome en los escalones del corredor. En cambio yo dije que no había podido escapar porque el monstruo me había hipnotizado con su inmensa cola que azotaba contra el piso haciendo tac-tac, tac-tac, tac-tac...

Me expulsaron porque la directora no creyó que la señorita Hilaria, en un arrebato de histeria, se había metamorfoseado en aquel terrible ser.

El invierno siguiente entré en la escuela Benito Juárez; y no fue sino mucho tiempo después cuando supe que se contaba que el Monstruo de San Cosme vivía en aquel sótano y que cada año devoraba a una niña.

A la hora del recreo, las niñas espiaban por la cerradura de la puerta a la señorita Hilaria quien tocaba una música como de ángeles para atraer a sus víctimas.