Material de Lectura

 width= Silvia Molina



Selección y nota
introductoria de
Evodio Escalante



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Nota introductoria

 

 

Pareciera que existe una trabazón entre la inconsciencia y el mal. Se peca por ignorancia, por desconocimiento de la Ley, porque faltaron luces para advertir la real consecuencia de nuestros actos. La perversión, así, estaría fundada en una ausencia, en el hiato o la fisura que surgen apenas en un parpadeo, en el más leve descuido de la conciencia vigilante. El desconocimiento, como se sabe, es el origen de muchas desdichas. El vacío, y no la abundancia, es lo que seduce infinitamente, lo que atrae de un modo casi irresistible. Esta concepción del mal tiene la ventaja de abonarse los territorios de la inocencia. Su sujeto privilegiado: el niño. ¿Quién mejor que el niño para gratificarnos con la imagen de esa tabula rasa en la que la mano del demonio escribe sus mejores poemas?

Si los niños son perversos por naturaleza, esto es, porque no han todavía introyectado las normas morales creadas por el mundo civilizado, entonces son los adultos quienes han de señalarles el camino del bien. Son ellos, los “grandes”, los que saben, los que disciernen; sólo ellos pueden “atemperar” la plétora instintiva de los pequeños de manera que ceda su inclinación a cometer el mal. La coartada de los adultos parece perfecta. ¿Pero qué sucede cuando advertimos que los perversos no son los niños, faltos de luces, sino esos adultos resentidos que se vengan de las injurias que la vida les ha propinado, y que escogen para ejercer su desquite los cuerpos de los inocentes? ¿Qué sucede cuando las premisas se invierten? ¿A qué suerte de ironía nos enfrentamos como lectores?

Lo que más me impresiona en algunos de los textos de Silvia Molina es su capacidad para mostrar al desnudo la infinita crueldad de los grandes en contra de los pequeños. Quiero decir: la manera en que logra invertir la tabla de valores aceptada por todos para enseñarnos la otra cara de la moneda. Los crueles y los perversos son los adultos. No tiene remedio: el tiempo los ha podrido. Es cierto: podrían abstenerse. Podrían dejar que las cosas corrieran por sí solas, por sus rumbos particulares, pero no lo hacen. En el fondo, más débiles que los débiles, sucumben ante su ignorancia. Ante su extraña necesidad de ejercer el bien. Ante su ilimitada mediocridad. Y propinan el golpe. Ahí está, para quien se resista a creerlo, “La casa nueva”. La sola lectura de este cuento bastará para que sepamos cuál es el escalpelo con el que la mano de la escritora ha de abrirnos el mundo. Y para que adquiera nuevas resonancias el verso de Sabines que Silvia Molina ha colocado como epígrafe de su libro: Parece que la vida nos embiste...

Sí, es cierto, nos embiste, pero no habría que inculpar a la vida sino a los otros. Esos otros hiperconscientes que nunca se equivocan, y que si se equivocan es con la vida de los demás. Llámense adultos, mayores, maestros, padres o señores. Esta colección de relatos de Silvia Molina propone una lectura irónica de esta situación. Irónica no porque se desprenda de ella, sino porque cala en su centro. Y porque escoge el mundo de la infancia no para dar un perfil de su supuesta inocencia, sino para revelar las imbricaciones del mal. Sólo asimilando y superando las deformaciones de ese mundo preconstruido y que nos antecede, es que llegamos a crecer. Los relatos de Silvia Molina nos colocan de nuevo en esa encrucijada, al mismo tiempo maravillosa y atroz. Espero que los disfruten.

Evodio Escalante

 


 

La casa nueva

 

A Elena Poniatowska

Claro que no creo en la suerte, mamá. Ya está usted como mi papá. No me diga que fue un soñador; era un enfermo —con el perdón de usted—. ¿Qué otra cosa? Para mí, la fortuna está ahí o, de plano, no está. Nada de que nos vamos a sacar la lotería. ¿Cuál lotería? No, mamá. La vida no es ninguna ilusión; es la vida, y se acabó. Está bueno para los niños que creen en todo: “Te voy a traer la camita”, y de tanto esperar, pues se van olvidando. Aunque le diré. A veces, pasa el tiempo y uno se niega a olvidar ciertas promesas; como aquella tarde en que mi papá me llevó a ver la casa nueva de la colonia Anzures.

El trayecto en el camión, desde la San Rafael, me pareció diferente, mamá. Como si fuera otro... Me iba fijando en los árboles —se llaman fresnos, insistía él—, en los camellones repletos de flores anaranjadas y amarillas —son girasoles y margaritas—, decía.

Miles de veces habíamos recorrido Melchor Ocampo, pero nunca hasta Gutemberg. La amplitud y la limpieza de las calles me gustaba cada vez más. No quería recordar la San Rafael, tan triste y tan vieja: “No está sucia, son los años”, repelaba usted siempre, mamá. ¿Se acuerda? Tampoco quería pensar en nuestra privada sin intimidad y sin agua.

Mi papá se detuvo antes de entrar y me preguntó:

—¿Qué te parece? Un sueño, ¿verdad?

Tenía la reja blanca, recién pintada. A través de ella vi por primera vez la casa nueva... La cuidaba un hombre uniformado. Se me hizo tan... igual que cuando usted compra una tela: olor a nuevo, a fresco, a ganas de sentirla.

Abrí bien los ojos, mamá. Él me llevaba de aquí para allá de la mano. Cuando subimos me dijo:

—Esta va a ser tu recámara.

Había inflado el pecho y hasta parecía que se le cortaba la voz de la emoción. Para mí solita, pensé. Ya no tendría que dormir con mis hermanos. Apenas abrí una puerta, él se apresuró:

—Para que guardes la ropa.

Y la verdad, la puse allí, muy acomodadita en las tablas, y mis tres vestidos colgados, y mis tesoros en aquellos cajones. Me dieron ganas de saltar en la cama del gusto, pero él me detuvo y abrió la otra puerta:

—Mira, murmuró, un baño.

Y yo me tendí con el pensamiento en aquella tina inmensa, suelto mi cuerpo para que el agua lo arrullara.

Luego me enseñó su recámara, su baño, su vestidor. Se enrollaba el bigote como cuando estaba ansioso. Y yo, mamá, la sospeché enlazada a él en esa camota —no se parecía en nada a la suya—, en la que harían sus cosas sin que sus hijos escucháramos. Después, salió usted recién bañada, olorosa a durazno, a manzana, a limpio. Contenta, mamá, muy contenta de haberlo abrazado a solas, sin la perturbación ni los lloridos de mis hermanos.

Pasamos por el cuarto de las niñas, rosa como sus mejillas y las camitas gemelas; y luego, mamá, por el cuarto de los niños que “ya verás, acá van a poner los cochecitos y los soldados”. Anduvimos por la sala, porque tenía sala; y por el comedor y por la cocina y por el cuarto de lavar y planchar. Me subió hasta la azotea y me bajó de prisa porque “tienes que ver el cuarto para mi restirador”. Y lo encerré ahí para que hiciera sus dibujos sin gritos ni peleas, sin niños cállense que su papá está trabajando, que se quema las pestañas de dibujante para darnos de comer.

No quería irme de allí nunca, mamá. Aun encerrada viviría feliz. Esperaría a que llegaran ustedes, miraría las paredes lisitas, me sentaría en los pisos de mosaico, en las alfombras, en la sala acojinada; me bañaría en cada uno de los baños; subiría y bajaría cientos, miles de veces, la escalera de piedra y la de caracol; hornearía muchos panes para saborearlos despacito en el comedor. Allí esperaría la llegada de usted, mamá, la de Anita, de Rebe, de Gonza, del bebé, y mientras, también escribiría una composición para la escuela: La casa nueva.

En esta casa, mi familia va a ser feliz. Mi mamá no se volverá a quejar de la mugre en que vivimos. Mi papá no irá a la cantina; llegará temprano a dibujar. Yo voy a tener mi cuartito, mío, para mí solita; y mis hermanos...

No sé qué me dio por soltarme de su mano, mamá. Corrí escaleras arriba, a mi recámara, a verla otra vez, a mirar bien los muebles y su gran ventanal; y toqué la cama para estar segura de que no era una de tantas promesas de mi papá, que allí estaba todo tan real como yo misma, cuando el hombre uniformado me ordenó:

—Bájate, vamos a cerrar.

Casi ruedo las escaleras, el corazón se me salía por la boca:

—¿Cómo que van a cerrar, papá? ¿No es mi recámara?

Ni con el tiempo he podido olvidar: ¡Que iba a ser nuestra cuando se hiciera la rifa!
 

El paraíso perdido

A Claudia
Hace poco recibí una efusiva invitación de mi hija, para atender un puesto en la kermesse de su escuela. Al principio mi negativa fue rotunda: dije un no redondo, claro y prolongado.

No sirvió de nada, Marisol insistió una semana: “Por favor, mami”.

—No puedo ir; tengo mucho trabajo. ¿No entiendes? No es no.

Marisol no dio su brazo a torcer.

Cansada de escucharla, me sorprendí poniendo en la balanza las cosas que perdería en una mañana aceptando la invitación: escribir unas cuantas cuartillas, leer por lo menos un rato, preparar mi clase de la Universidad... y lo que iba a perder declinándola: la sonrisa franca de un cierto orgullo infantil: “Mira, es mi mamá”.

Aunque la proposición me resultaba muy embarazosa, busqué una justificación. En realidad, no son tantas las oportunidades que tengo de compartir con Marisol sus experiencias, y no soy de aquellas personas que no levantan ni un dedo por mejorar las relaciones familiares. Creí que no me iba a arrepentir: “Después de todo es una mañana”, me dije.

¡Oh, dioses! perdí otra, en la compra de la lotería —me habían designado como “cantante de la lotería”—, y del material para decorar el puesto, porque había que hacerlo.

Aquel día “tan esperado”, llegamos muy temprano a la escuela para ganar un buen lugar. Escogimos la esquina sombreada por un viejo manzano cuyas raíces habían comenzado a levantar las planchas de cemento del patio, y bajo la total supervisión de mi hija, arreglé mi pequeño espacio. Colgamos globos amarillos de las ramas más bajas del manzano, vestimos con papel crepé las mesitas que nos prestaron y dibujamos una cartulina, en donde, a pesar de tantas flores y estrellas, claramente se podía leer: Lotería.

Otras señoras corrían de aquí para allá haciendo más o menos lo mismo en sus puestos; además, jalaban sillas, pelaban jícamas y naranjas, hacían tostadas y aguas frescas, le ponían agua a las tinas para la pesca o inflaban globos para los dardos. Veía sus puestos y, la verdad, me llegué a sentir orgullosa del nuestro que parecía sencillo pero alegre.

Marisol se despidió. Bajaría al patio con sus compañeros a las nueve en punto.

Acababa de irse cuando empecé a incomodarme. No conocía a nadie, y mi ideal en la vida no era precisamente estar sentada detrás de un puesto en una kermesse escolar. El calor comenzó a mecerse en las ramas del manzano y pensé que en cualquier momento el silencio de la mañana podía romperse en una gritería insoportable. La memoria me trajo imágenes de muy lejos: recordé, entonces, lo importantes que habían sido para mí las fiestas de la niñez: era todo un mundo blanco, emocionante, de muñecas de trapo y jueguitos de té.

En eso estaba yo, cuando se abrieron las grandes puertas del patio para dar cabida a algo que desde donde yo miraba, parecía un arco triunfal. Dos mozos lo colocaron justo enfrente de mí: era un enorme corazón rojo, adornado con un cupido en cada extremo. En la parte superior decía con letras negras: Registro Civil. Enseguida trajeron varias cajas y finalmente un escritorio.

Tras el registro civil estaban, por lo menos, unas seis señoras jóvenes llenas de energía. Me quedé pasmada, más que un vulgar puesto de kermesse, aquello imitaba la escenografía de una pieza cómica o la ingenuidad de una zarzuela.

De las cajas fueron saliendo ramitos de flores; una señora los colocaba en una charola. Un libro de registro, como de contador, quedó sobre el mantel blanco puesto sobre el escritorio. De otra caja surgieron un hermoso “velo de novia” pendiente de una coronita de azahares y un gigantesco y aterciopelado sombrero de copa.

Por supuesto, todas las mamás habíamos abandonado nuestros puestos para observar de cerca aquella extravagancia. Lo último en aparecer fue un ciento de pequeñas argollas de enlace que, faltaba más, tenían destinadas una bandeja de plata.

—¿Eres nueva? —me preguntó una señora gordita de aspecto agradable.

Dije que sí, no sé por qué; aunque me sentía total y francamente nueva ante aquel espectáculo: como actriz en butaca de galería. Tuve nostalgia por mi escritorio desordenado y por la novela de Kundera.

—¿A quién tienes en la escuela? —me dijo, después de encender un cigarro.

—A una niña de siete años, se llama Marisol.

—Yo tengo un niño de nueve en tercero. Me rogó tanto que viniera que tuve que posponer a la masajista.

Comenzaron a bajar los niños. Marisol se dejó venir con todos sus compañeros de clase. Caminé angustiada hasta mi puesto. La vi a los ojos: lucía, realmente, orgullosa. Entonces, pretendí afinar mi canto con maestría para dejar a los niños contentos y no defraudar a mi hija.

Al principio, la ostentación del registro civil mantuvo alejados a los niños; pero bastó con que una parejita se animara: tuvieron que formar a los chiquillos para evitar un tumultuoso desorden. A cada matrimonio se le colocaba velo y sombrero, se le daba ramo y argollas y se le entonaba la marcha nupcial.

Cuando me di cuenta, Marisol había desaparecido; creí descubrirla a lo lejos persiguiendo a unos niños. Yo estaba más que cansada, aburrida y deseosa de que todo terminara pronto.

Más tarde, detrás de mí, escuché una vocecita familiar:

—¿Vas a ir a la lotería?

—No sé.

—Es mi mamá...

Me volví hacia ellos: era un niño más o menos de su edad. Marisol lo observó con fijeza y dio un paso adelante.

—¿Vas a ir al registro civil?

—No sé.

—Vamos a la lotería; mi mamá nos dará un premio.

Marisol bajó la cabeza y empujó con el pie un palo que estaba en el suelo.

—¿Te gusta el mastique? —inquirió él.

—¿Si me gusta qué?

—El mastique.

—Mucho, ¿a ti no?

El niño asintió con la cabeza.

—¿Te gustan los perros? —insistió él.

—Tengo dos cachorritos —aseguró Marisol; y sonreí de su facilidad para mentir.

Volví a darles la espalda y continué gritando la lotería apresurándome para no perderlos. Un momento después los escuché nuevamente:

—¿Te gustaría ir conmigo al registro civil?

—¿Si me gustaría qué? —preguntó su amiguito. No oí la respuesta.

—¿Me invitas a comer para ver a los perritos? —fue lo último que llegó hasta mí.

Pasaron tomados de la mano rumbo al registro civil. Noté que mi hija estaba emocionada; se paraba en un pie y luego en el otro, y se alisaba con ambas manos su lacio cabello. Yo podía imaginar su exaltación: poseer todo aquello en un solo instante.

Me di prisa en el juego y corrí para ver de cerca la boda. Llegué justo en el momento en que le colocaban el velo. Con la luz del sol sobre su rostro parecía más hermosa y feliz.

Yo me iba dejando llevar por el encanto; aquella escena había vencido mis escrúpulos: la sonrisa de mi hija valía más que toda una mañana tras la máquina de escribir.

Cuando una de las señoras tomó el sombrero de copa para colocárselo al niño, él me vio y echó la carrera.

De regreso a la casa, en el coche, la niña miraba por la ventanilla. Yo sólo veía el pelo lacio sobre su espalda. Iba yo apenada y manejando torpemente; ni siquiera sabía cómo abordar a mi propia hija. Era la primera vez que algo así me sucedía:

—Marisol...

Se me atravesó un coche y tuve que frenar con brusquedad; Marisol siguió aferrada a la ventanilla. Tampoco entonces volteó.

—Mira Marisol... no debí... es que...

Nunca dejó de darme la espalda ni respondió. Ya en la puerta de la casa insistí:

—Yo sólo quería acercarme a...

Entonces la niña sin cambiar de posición, con una voz firme y completamente nueva para mí, murmuró:

—Ya cállate. ¿Quieres?

No pude verle la cara y no encontré ninguna palabra que darle: las dos cumplíamos un acto de soledad.

 


 

Amira y los monstruos de San Cosme


A Nora Melgar

 

Más de veinte años han pasado y aún me resisto a olvidar algunas escenas de mi educación preescolar. Esos hechos me parecen significativos ahora; en cambio, cuando tenía seis años no los pude comprender.

Sin alternativa ni discusión, mis padres me inscribieron en el Colegio Francés de San Cosme. La historia de una niña en un colegio católico y además burgués carece de importancia, a no ser que se considere que la niña no era católica ni burguesa, y que se recuerde la cercanía del Museo del Chopo: estaba a un lado del colegio, y las “yeguas finas”, como nos llamaban a las alumnas, casi éramos reliquias suyas. (Conocí el museo mucho tiempo después. No hicimos aquel año una visita escolar.)

Sentada esta mañana frente al gigantesco esqueleto del dinosaurio, en el Museo de Historia Natural, me inquietó no sólo su magistral arquitectura sino la obstinada presencia, en mi mente, del último patio del colegio de San Cosme.

Cerré los ojos; me vi en aquel patio, con la cara pegada a un gran portón de madera (creo que era rojo tierra). Del otro lado, en El Chopo, estaba aquel osario prehistórico. Espiábamos por rendijas y agujeros tratando de verlo... Se contaban historias aterradoras de él. Sus exageradas descripciones podrían igualarse en imaginación a las de los primeros viajeros al Oriente.

Nunca vi al dinosaurio, sin embargo, mis compañeras escuchaban lo que yo decía observar a través de las rendijas. Nuestros relatos habrían podido formar otro Manual de zoología fantástica.

Mi padre, descendiente de árabes sin preocupación religiosa alguna, era, entonces, un pequeño comerciante en telas de La Lagunilla. Mi madre, mujer hermosa e ignorante, trabajó hasta antes de su boda en El Palacio de Hierro, atendiendo el departamento de ropa interior para caballero. Sorpresivamente papá heredó la cadena de almacenes de importación “Telas Amira”, y una buena suma de dinero. Compró una casa en la colonia Polanco y decidió enviarme a lo que sus clientes llamaban “el mejor colegio para mujeres”. Dejé con tristeza la colonia Roma; nunca más me dejaron salir a la calle a jugar: era mal visto por los vecinos. A mi papá lo veía muy poco, trabajaba lo que se dice de sol a sol; pero estar con él era una delicia. Su amor por mí lo llevaba a todo; no hubo cosa que yo le pidiera que no hiciese... excepto una.

A mi mamá, de familia católica no practicante, la nueva posición la volvió frívola. Su papel como madre se limitó a comprar aquellos incómodos uniformes de lana azul marino con cuello, puños y cinturón deshilados y blancos. No pretendo ser injusta: aparte de obligarme a ir a la escuela, debe haber hecho muchas cosas por mí, aunque la recuerdo muy poco en la casa. Perfecta climber o parvenue, desperdiciaba su tiempo en reuniones sociales.

No es éste el momento de entrar en detalles acerca de las relaciones entre mis padres. Mi mamá, además, nunca me lo perdonaría. He dicho algo de ellos, no porque pretenda hacer mi autobiografía sino porque será más fácil comprender mi extraña situación en esa escuela.

Vuelvo, pues, a la historia del monstruo.

Yo debía esperar el autobús escolar en la esquina de mi casa, a las seis y media de la mañana; es decir, oscuro todavía; así que decidí no levantarme de noche ni sufrir las prisas en los jalones de pelo.

Como todas las niñas de Polanco, tuve nana: me vestía estando yo casi dormida, “alisaba” mi cola de caballo y me llevaba trotando a Mariano Escobedo. Renegaba, tirando de mí, como a un perro necio que no quiere caminar. Tomábamos un camión Santa Julia lleno a más no poder, donde invariablemente arrugaba el esplendor del cuello almidonado y, ya a las puertas del Francés, hacía yo todo un escándalo.

—¡Ay, señora! se pone a chillar y grita que la encierran con un monstruo —se quejaba, enojada, la nana.

A pesar de los castigos, repetía el berrinche, afinando un detalle cada vez. Mi nana, como ahora me resulta fácil comprender, huyó con el novio, más que por pasión, por deshacerse de mí. Pero tuve ocho nanas más aquel año.

No recuerdo cómo me hacían entrar al colegio. Veo vagamente a mis papás hablando con la directora y creo, repetí una docena de veces:

—Voy a ser buena ahora en adelante para que el Niño Jesús no se enoje conmigo.

Mi padre, con cierta satisfacción, aseguraba que yo había heredado el carácter del abuelo y me decía muy quedo al oído, para no contrariar a mi mamá:

—El Niño Jesús es invento de los católicos.

Tal era el amor de papá por mí que, para asegurar mi lugar en la escuela, regalaba a las religiosas, mensualmente, diez yardas de lino importado. Yo se lo agradecía besándole con ternura la calva.

¿Tiene que ver el monstruo en todo esto? A mis rabiosos seis años gritaba por gritar; nunca medité el porqué de mi repugnancia al colegio. Aunque mi posición social y religiosa no era la de la mayoría de las niñas, en los juegos éramos iguales. Es verdad, en calificaciones yo iba muy atrás y leía silabeando.

Mi madre amaneció repentinamente con la ocurrencia de que yo aprendiera a tocar el piano. Había ido a casa de una amiga suya a jugar póker:

—Hubieras visto a la hijita de Magali —me dijo—, traía un vestido precioso de organdí blanco. Se sentó al piano y nos tocó una pieza di-vi-na.

¡Dios mío! Mis primas jamás enfrentaron aquellas estúpidas vanidades; además, iban a un colegio oficial.

Contra la voluntad de mi madre no hubo pero que valiera; me compró un vestido blanco de organdí, habló con la directora del Francés para que allí me dieran las clasecitas y fuimos a la Chopin de donde salí con el Método Beyer bajo el brazo. Mamá llevaba la lista de precios de los pianos en exhibición.

Confieso que la idea de tener aquel instrumento me encantó y que ese día, únicamente ese día, agradecí a los dioses los caprichos de mamá porque en la Sala Chopin escuché algo que ahora creo reconocer en una Gimnopedia de Satie. Soñé con llegar a tocar aquella melodía.

Dormí muy inquieta por la emoción: al día siguiente abriría con la maestra el Beyer y pondría las manos por primera vez en un piano. Me levanté sin que me despertaran y cuando la nana entró a la recámara ya estaba yo vestida.

Ocho largos meses fui a clase de piano. Ocho infinitos meses en que en vano rogué a papá me sacara de la escuela.

A fin de año la boleta de calificaciones decía REPROBADA. No me aceptaron para la primaria alegando que mi conducta era atroz e indigna de un colegio tan selectivo como aquél.

Mi madre lloró. Papá reclamó sus cien yardas de lino.

Esas vacaciones, mientras me daban clases particulares para ponerme al corriente y poder entrar a la Benito Juárez gané peso y no volví a sufrir de dolores de estómago ni de vómito repentino.

Como en el colegio no le dijeron a papá por qué no me habían aceptado, yo tampoco dije nada. Las profesoras lograron hacerme sentir culpable; pero no, nunca pude olvidar la pesadilla del monstruo.

Voy a tratar de reconstruir aquellas escenas:

Las diez en punto. Tomo el cuaderno pautado y el Beyer, salgo del salón y, apoyada en la baranda del corredor, camino rumbo al sótano de la casa de las religiosas. Me detengo en la escalera que une el corredor con el sótano y me quedo observando los mosaicos del piso: rosetones rojos, rayas verde y naranja. Luego corro por la escalera semi-oscura hasta el cuarto donde me esperan. Agazapada observo las letras negras de la puerta; leo: “pia-no”, y no sé cómo el Beyer, el cuaderno pautado y el lápiz se me resbalan de las manos. Cuando estoy recogiéndolos la puerta se abre:

—Cada día llegas más tarde. Son diez y media.

Entro. Mientras me siento a la mesa, la señorita Hilaria ha ido a accionar el metrónomo que está encima del piano.

Tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac...

Por la rendija de la puerta se cuela una luz amarilla y opaca. No recuerdo bien el cuarto; debió ser oscuro porque veo la bombilla encendida. La luz cae sobre el pelo blanco y quebrado de la señorita Hilaria, la única mujer bigotuda que yo conocía.

Estiro las piernas bostezando y la señorita Hilaria golpea la mesa con los nudillos, ordenándome que cambie de posición:

—¡Espalda recta!

—Me duele el estómago.

—Escucha el tiempo que te da el metrónomo. Compás cuatro cuartos y… un y dos y tres y cuatrui... un y dos y tres y...

Escucha el metrónomo. Escucha: tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac...

—Fíjate. Mira el cuaderno: Do, re, mi, silencio. Mi, re, do, silencio. Marca con tu mano derecha: arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha. Arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha.

Ocho densos y angustiosos meses en aquel horrible cuarto sin abrir el piano. ¡Llegué a pensar que no tenía teclas! Me sabía de memoria todas las escalas, la clave de Sol, la clave de Fa, el valor de las notas, las corcheas... ¿Por qué entonces la señorita Hilaria no me dejaba hacer los ejercicios en el piano? Todo lo hacía yo sobre la mesa:

—Espalda recta, levanta las manos; un poco más, brazo suelto; acá, desde el hombro. Relájate...

—Me duele el estómago.

—No te distraigas.

—No me gusta el solfeo, es muy aburrido. Quiero tocar el piano aunque sea para ver cómo suena.

La señorita Hilaria se pone de pie y me levanta de una oreja. Nos dirigimos atropelladamente al piano. Ella quita, histérica, la tapa. Cada vez veo más cerca las teclas: primero veo teclas blancas y teclas negras; luego, es un color gris lo que se estrella contra mi cara.

Fue mi última lección y yo, no la señorita Hilaria, quedé expulsada una semana de la escuela.

A mi regreso me encargué de difundir que en el cuarto de piano había un monstruo fétido que torturaba a las niñas: tenía cabeza de serpiente, de dragón o de mujer, según estaba de humor, y emitía un gemido de furia cuando las niñas querían tocar el piano. Había que escapar a la mortífera mirada del HILARIADISAURIO.

—Sus manos, garras encorvadas, me estrujaron —aseguré.

Sus colmillos de serpiente morderían a quien tratara de defenderse; prueba de su ferocidad era la herida de mi cara.

El monstruo, con su cabeza de mujer, había dicho que después de insultarla corrí tropezándome en los escalones del corredor. En cambio yo dije que no había podido escapar porque el monstruo me había hipnotizado con su inmensa cola que azotaba contra el piso haciendo tac-tac, tac-tac, tac-tac...

Me expulsaron porque la directora no creyó que la señorita Hilaria, en un arrebato de histeria, se había metamorfoseado en aquel terrible ser.

El invierno siguiente entré en la escuela Benito Juárez; y no fue sino mucho tiempo después cuando supe que se contaba que el Monstruo de San Cosme vivía en aquel sótano y que cada año devoraba a una niña.

A la hora del recreo, las niñas espiaban por la cerradura de la puerta a la señorita Hilaria quien tocaba una música como de ángeles para atraer a sus víctimas.

 

 


 

Confieso



                       Somos la imagen fugaz e involuntaria
                       que cruza la mente de los amantes
                       cuando se encuentran, en el instante en
                       que se gozan, en el momento en que
                       mueren. Somos un pensamiento secreto...


Salvador Elizondo

 
 
 
 


Hace días algo cambió; desde entonces, tu mirada me pesa sobre la conciencia. La madre superiora me sugirió que hablara contigo: “La he venido observando, quizá él pueda ayudarla”, agregó. ¿Cómo decirle? ¿Cómo decirte a ti, precisamente a ti, lo que me sucede? Porque ya lo he averiguado y no sé si podría decírtelo.

Esta mañana has llegado al convento con tu sotana luida del codo izquierdo; pones como siempre, como últimamente, tus anteojos sobre la mesa y comienzas a leernos: “La evolución progresiva del arte es una fantasmagoría propia del cerebro de los poetas. Evocando sensaciones eróticas, producen la embriaguez de los sentidos”. Y evoco esas sensaciones dentro de mí; por eso no sé quién soy ni por qué me encuentro en este lugar escuchándote.

Salimos. Tal vez has hablado con la madre superiora. Te sigo.

La puerta que da al atrio está casi cerrada; preguntas si podemos salir, a la hermana que como todas las mañanas desempeña allí sus labores. Mientras empujas fuertemente la puerta entreabierta, me detengo, ¿recuerdas?

Una sensación extraña nos rodea, sale de mí. Confundo todo: el lugar, tus pasos, tus manos, el tiempo... Entonces comienzo a ser otra, la que el deseo de esta mañana ha creado, y todo lo que habrías podido encontrar en mí ya no existe porque se ha ido con el temor de haber amado infinitamente tu ser, aun sabiendo quién eres.

Si sólo pudieras darte cuenta o algo te llamara la atención para intuir lo que sucedería en este atrio, no habrías pasado la puerta. Pero ahora es demasiado tarde, aquí estamos.

Ya adentro, me ocupo de atrapar la mañana, la transformo para devolvértela. Es una mañana en un jardín cerrado, en otra parte del mundo. Somos otros. He dejado tu sotana colgada tras la puerta; ahora traes un saco gris, luido el codo del brazo izquierdo, y tienes una barba negra y un cabello rebelde que yo he inventado. Mis pantalones desteñidos y la blusa blanca me dan un aire despreocupado; además, llevo el cabello recogido hacia atrás.

El jardín es diferente a éste en el que estamos: el pasto y las rosas de las hermanas han desaparecido; toda la superficie y las paredes están empedradas, y a ti, eso te gusta, lo sé. Es un lugar tan silencioso y solitario como éste en el que estamos, y puesto que amas los libros voy a situarlo al lado de una biblioteca. Eso quiere decir que hemos salido bajo la mirada de los que se encuentran leyendo allí. ¿Te parece bien?

Una muchacha que escribía ha dejado la pluma sobre la mesa y se graba nuestra imagen cruzando esa puerta. Esa mujer, tú lo sabes, es la parte de mí que más temo; por eso, la obligué, a permanecer allá adentro. Es la otra. Seguramente ahora se pregunta quiénes somos y qué hacemos en este jardín cerrado, envuelto en un aire misterioso, de paz, diríase de convento.

He volteado de reojo para ver si sigue observándonos; igual hubiera espiado a la hermana que trapea del otro lado de la puerta. Toma otra hoja en blanco y escribe nuevamente. Algo me dice que se ha adueñado de nosotros y comienza a escribir nuestra historia. Iba a decírtelo, a advertirte que tuviéramos cuidado; pero tú sonríes y pienso que mientes en la misma forma en que yo lo hago. Luego entonces no podría descubrirnos.

Comienza a describir esta escena: un hombre joven está sentado al lado de una muchacha bajo un fresno. El libro que coloqué entre los dos figura allí. Él señala el gorrión que revolotea en aquel charco. Nos describe igual que ahora: yo, contemplándote; tú, señalando ese pájaro que ha bajado a bañarse. Pero en su texto, él no rozó mi piel al levantar el brazo como lo haces ahora que empiezas a obligarla a dudar de su manuscrito.

Me he vuelto hacia ti, permanecemos sentados bajo la sombra y me pienso mostrándote el libro: es una edición antigua de Las Geórgicas, ilustrada, en verdad hermosa. También si me animo te mostraré algo que he escrito... Pero no debes olvidar que soy otra, por eso no encuentro nada qué decirte.

Ignoro lo que piensas, prefiero ver tu rostro barbado y esperar que rompas el silencio; mientras, busco en el fondo de mí misma lo que dejó la otra antes de irse. ¿Quiénes somos?, ¿por qué hemos venido aquí?, pregunto sin que puedas oírlo, pues me hablas de este jardín, de las piedras que pisamos, del drenaje, de aquellos gorriones entre la hierba seca. Me hace reír; descubres la razón de su color hoja seca: engañar al gavilán. ¿Y nuestro color?, me digo. Después de todo creo que no importa nuestra identidad si el viento nos hace sentir reales y el espacio está lleno de esos rumores que sólo se escuchan en la quietud. ¿Importa si el nombre que llevo no me corresponde? Lo que debe ocuparnos es hacer nuestro este jardín. Seremos sus descubridores; así, evocarlo nos transmitirá a esta mañana en la que no pasará nada, porque no tiene que pasar nada, ¿verdad?

Únicamente hay un vidrio y una puerta entre nosotros. ¿Qué dirán? Extraño ver gente afuera. Por primera vez alguien sale. Han preguntado a la señorita de la biblioteca que atiende la reserva si podían salir. ¿Es acaso un lugar prohibido? ¿Quién ha cruzado la puerta? Se han sentado bajo la sombra del fresno. Él toma un libro mientras ella me mira de reojo. Por su actitud parece que van a iniciar una confesión. Sería divertido escribir una historia: una novicia duda de su vocación; no, no, una novicia enamorada de su confesor. Tiene que decirle, no puede, lo oculta. O escribir lo contrario: el confesor enamorado de la novicia, y como escenario, el jardín de un convento en Coyoacán. Más interesante, quizá, describir una situación en la que no pasara nada. Una conversación limitada a hablar del jardín: “Él se sienta al lado de ella, bajo la sombra de...”

Interrumpes mis preocupaciones: otra vez atrapas algo que pudo haber sido un recuerdo extraviado; así, en el porvenir o acaso en una lectura, me sentiré asaltada por el recuerdo de la lagartija. La señalas en este mo­mento, está escondida entre las piedras de la banca de enfrente. No puedo verla, permanece agazapada, inmó­vil, engañándome. Espero, saldrá de su escondite; no podrá ocultarse toda la mañana, no burlará nuestra vigilancia.

Hablas queda, dulcemente a la otra, pero ella está tras la puerta. Adivinando tu pensamiento escucho sin entender nada. Me concentro: es una farsa perfecta y hemos engañado a la otra que nos mira acechando desde la ventana, convertida en numerosos personajes: la madre superiora, la hermana que trapea, los estudiantes que leen o esa muchacha obstinada en atraparnos como se pesca a un dorado, como se enjaula a un canario.

Cuando leas su relato vas a decir que todo es mentira: “Aquella mañana en el jardín de la biblioteca no existió”. Pondrás especial cuidado al aclarar que “todo fue sagazmente inventado por la otra; aburrida decidió colocar a dos personajes en el jardín frente a ella. Les dio vida y tú, ingenuamente, lo has creído...

Sin embargo estoy segura de haber visto un gorrión bañándose en el charco dejado por la lluvia durante la noche, y la lagartija disimulándose entre las piedras. Está bien, está bien, admito: fuimos su invención a partir de una lectura de Salvador Elizondo, y por divertirse ha decidido manejarnos. ¿Le pertenecemos? Entonces, no podemos abandonar voluntariamente este lugar mientras ella no lo decida. ¿Cómo nos hará salir? ¿Qué sucederá entre nosotros? Porque no es verdad que yo te ame ni que tú hayas rozado mi piel o me estés viendo a los ojos como en este momento lo haces. Me niego a creer cualquier cosa que tú y yo no haríamos de estar en otro lugar. Es necesario engañarla, ¿comprendes?

¿Sabes cuál será mi venganza? Poco a poco ella sentirá demasiado real mi presencia; seré cada vez más ese personaje que ella hubiera querido ser. No lo dudes, querrá hacerme decir o hacer cosas; las que ella no ha podido ni podrá ejecutar. Hará desearnos: hablándote al oído insinuará tomes mi mano; o cuando se sienta segura de poseerme va a escribir: “Ella provoca su deseo, allí mismo, bajo la sombra del fresno”. Pero no lo permitas ni lo consentiré. Dejémosla en la duda: o somos cómplices en el descubrimiento de este lugar o hemos venido a pactar por nuestro silencio. Intentará todo: en esos momentos debemos ser otros: tú pondrás los lentes sobre la mesa, yo recogeré el libro que quería mostrarte.

Quisiera olvidarme de mí misma y también un poco de ti. Quisiera no recordarte para ir recuperándote. En realidad, aprenderé de memoria esta mañana: empezaré como ahora, nombrando las plantas y los objetos de este lugar. Mientras, eres otro, el que también quiere ser y no puede.

Evocando sensaciones busco la embriaguez de los sentidos, por eso miro hacia dentro de mí. Hemos llamado al fresno por su nombre, al basalto, al durazno, a los gorriones, a las rosas; y sin embargo, sigo sin saber quién soy. A decir verdad, no me interesa un nombre y acaricio suavemente a la que se encuentra acurrucada dentro de mí, a la otra. Si pudiera escoger desearía ser tú mismo y dejar de padecerme porque será la única manera de encontrarme.

Somos víctimas de un juego; la que escribe dentro de la biblioteca nos engaña. Está empeñada en sacarnos del atrio para torturarnos en este jardín. ¿Dónde están las rosas? ¿Acaso has visto una flor? ¿Una sola flor? Mírame, es probable que viendo tus ojos sepa la verdad; mírame, será una regla del juego entre nosotros.

¿Quiénes son? Esa mujer no es una novicia ni está enamorada. Él no es sacerdote ni está enamorado ni son amantes ni se conocen ni nada. Tienen cara de ser maestro y alumna. Pudieron haber venido a la biblioteca a ver la exposición de dibujos canadienses: como está cerrada decidieron salir. Seguramente él ha hablado de su vida, de su proyecto de trabajo, de su antepenúltima obsesión. Y ella ¿quién es? ¿Por qué está leyendo un pequeño texto sobre un hombre y una mujer en un convento de Coyoacán?

Iba a escribir sobre ellos pero se han rebelado; he caído en su trampa. Han utilizado su silencio en contra mía. Hubiera sido preciso adueñarme por completo de sus movimientos, marcar el ritmo de su respiración, inventarles otra historia. Hubiera sido preciso cerrar con llave el jardín. Pero deben someterse, deben comprender...


Descansa un instante, apoya como ahora los brazos en tus piernas, concéntrate. ¿Ya? Entonces, sin decirlo, piensa, ¿qué has venido a cumplir a este jardín? ¿Sabes quién eres? No te dejes engañar por el silencio y el recogimiento de este lugar. Cierra los ojos y revisa una a una todas las imágenes que puedas guardar de este sitio. Evoca todos los recuerdos, no olvides nada, ni siquiera aquel mínimo detalle de la lagartija. Ahora, dilo: ¿qué soy para ti?, ¿cómo es que nunca me has besado? ¿Podrías decirme quién soy y qué he venido a gozar aquí, contigo?

Imagínate a ti mismo con tu saco gris luido del codo izquierdo abrir esa puerta, caminar hacia la sombra, sentarte bajo las ramas del fresno. Debes recordar los gorriones ocultos entre la hierba seca. No olvides aquel que se bañaba y voló cuando lo señalaste. Te gustan las piedras, lo has dicho, ¿verdad? Hay algo que nunca vas a decirme: en este momento ves la figura de Orfeo perdiendo a Eurídice, en los grabados del libro que puse entre los dos. Ilustra la “IV Geórgica”, está en la página 60. Cierras el libro y disimuladamente lo colocas en la banca mientras yo sigo ocupada en mirar de reojo hacia la ventana. No me lo dirás aunque tal vez eso me habría ayudado a saber quién soy. Pero piensa, ¿de veras crees saber quién eres? ¿Qué has venido a cumplir a este jardín?

No quiero ser un recuerdo de nadie ni tuyo ni mío ni de la otra. Es preferible alterar palabras, borrar gestos, ocultar miradas. No hay que esperar nada. Descifrar esta mañana debe ser impedido a toda costa. ¿Por qué esperar siempre algo? Nadie puede quedarse atrás de una puerta e intentar comprender lo que pasa del otro lado. Somos demasiado para la que nos contempla desde el cristal, obsesionada en hacernos creer que podemos ser personajes de su relato. No sabe por qué estamos aquí. No podrá indagar nuestra complicidad, por eso debemos pactar, debemos pactar...

Sería terrible que un día publicara nuestra historia, que decidiera descubrirnos, y provocara nuestro recuerdo. Es indispensable hacer a un lado el temor y abrir bien los sentidos: deja embriagarme con tu presencia y mi presencia toda te envuelva. Grábate todo, aun el olor de estos árboles, de las rosas. Repasa una y mil veces el ruido de nuestros gestos, olvida para siempre los ruidos de afuera convertidos en mil conjeturas sobre quiénes somos y qué hemos venido a pactar aquí. Estoy segura de que así nadie podrá descubrirnos, nadie podrá, nadie.


                        Nuestras invenciones no influyen
                        poco en la incepción y desarrollo de
                        nuestras desesperaciones totales. Yo
                        también he soñado de acuerdo a
                        estos preceptos. Circunstancias que
                        parecen producidas por el azar,
                        encontradas así, de pronto. Gestos de la
                        realidad reveladores de un arcano
                        insospechado e inquietante; ése era
                        el afán que imperaba. Gestos casi
                        siempre incomprensibles. Muecas en
                        las que se esconde el diablo, como
                        lagartos en las grietas.

Salvador Elizondo


 

 

Lucrecia


A Sara y Nito

Nací en Tepexpan, un pueblo pequeño y pobre, al que se llega por la carretera a San Juan Teotihuacán. Mi pueblo es, sin embargo, famoso: custodia en un museo rural los prehistóricos huesos de una mujer, mal llamada “El hombre de Tepexpan”, y de un mamut. Sus extensos y áridos campos están llenos de obsidiana, serpientes y hierbas olorosas.

Los habitantes de Tepexpan provienen de los constructores de las pirámides del Sol y de la Luna, pero su grandeza ha declinado al punto de que nadie la recuerda. Los ancianos visten de blanco y aunque no son intrépidos andan siempre con el machete en el cinto. Los jóvenes emigran en busca de trabajo y desprecian el oficio ancestral: barbacoyero. A veces, un domingo, se presentan a visitar a la familia, a llevarse ropa limpia, a ver a la novia. Llegan transformados, con pantalones y camisas a la moda, melenudos, altivos. Las muchachas se pasan la vida esperando que el novio regrese, que alguien llegue a sacarlas de la soledad; y en esa espera, lo único que las hace felices son las premoniciones, el invento de un futuro irremediable en el que yo también aprendí a creer.

Adormecida sobre sus inmensas bardas, una antigua hacienda ocupa casi todo mi pueblo. Construida a principios de siglo, su arquitectura no es particularmente bella. La hermosura consiste en la sobriedad de los muros, en sus trazos rectos, y en sus columnas cuadradas.

La Hacienda de Tepexpan, donde nací, alberga en uno de sus rincones el Hospital Nicolás Bravo, una dependencia de Salubridad para enfermos crónicos no contagiosos. Por los cincuenta nombraron a mi padre director del hospital y llevó a mi madre a la hacienda, en cuyo viejo casco vivíamos muchas familias: las de los doctores y las del personal administrativo. Y dentro del viejo casco, cada familia vivía plácida e independientemente.

En el segundo piso de la fachada tienen todavía sus habitaciones las Hermanas de la Caridad, y allí mismo se eleva una misteriosa capilla. Las Hermanas entonaban maitines que me hacían despertar soñando con ángeles y oraban en el crepúsculo con una armonía y un ritmo que no he podido olvidar.

Crecí rodeada de ahuehuetes y pirules. La flor del nopal, los entierros prehispánicos y la transformación de los renacuajos eran para mí cosa tan natural como los semáforos y los cines para mi prima Soledad, quien vivía en la ciudad de México.

En aquel tiempo, mi mamá estaba preñada otra vez y por motivos que desconozco guardó cama durante casi todo su embarazo. Mi papá pasaba la mayor parte del día en el hospital; todas las tardes iba a buscarlo y me entretenía platicando con los enfermos o jugando con el teléfono de la administración: una cajita de madera a la que se le daba cuerda antes de descolgar.

Los fines de semana venían a vernos mis abuelos, mis tíos y mis primos, y no faltaban amigos de mi papá; pero nosotros nunca íbamos a ningún lado.

Para Lucrecia, mi nana, la ciudad de México era un desafío; allá estaban, según me decía, todos los hombres del pueblo. Lucrecia tenía, en esa época, los ojos más sinceros que yo conocía; su mirada hacía alarde de lealtad. Lucrecia reía con los ojos, pero cuando los domingos traspasábamos las puertas de la hacienda para ir a la plaza donde se ponía el tianguis, no levantaba la vista del suelo y me hablaba casi en secreto. “Aquella señora que va para allá es la mamá de Juan.” Juan era su novio.

Quería a Lucrecia y creía en su mágica palabra. Por las noches, mientras ella me desvestía para dormir, me rodeaba de las fantasías que deseábamos: por supuesto que se casaría con Juan y tendría un cuartito y... Yo aseguraba entenderla, pero una niña entiende apenas las cosas de las muchachas enamoradas que viven soñando, porque un día Juan también se fue a México.

Con la ausencia del novio, Lucrecia cambió rotundamente. Tantos meses sin saber nada de él le dieron una mirada desapacible. Por las noches me contaba historias de nahuales, de muchachas robadas, de espantados.

—Duérmete o me convierto en víbora.

—No me asustes, Lucrecia. Además, nadie puede convertirse en animal.

—No estés tan segura. ¿Ojos de qué me ves?

—No los hagas así que me asustas.

Me comenzó a dar miedo estar con Lucrecia y se lo dije a mi mamá: “Lucrecia, me haces el favor de no contarle tonterías a la niña; va a seguir con pesadillas”. Pero Lucrecia no hizo caso y mi mamá se vio obligada a pedirle que se fuera al anochecer para regresar hasta el día siguiente.

Cuando mi prima Soledad venía a pasar las vacaciones con nosotros, yo le iba mostrando lentamente los secretos de la hacienda: al fondo estaban los potreros y el jagüey, las gallinas del administrador, el establo abandonado, la gruta de la Virgen del Rosario de Fátima; luego, la huerta que cuidaban las Hermanas, y el campo, un campo soleado donde nos perdíamos corriendo con el Cajeme, mi perro, o cazando mariposas y atrapando chapulines. También la llevaba al hospital y le enseñaba los enfermos contrahechos, las rapadas, los muchachos sin piernas, las viejitas calladas e inmóviles.

A la una, Lucrecia iba a buscarnos.

—La comida está lista.

La una de la tarde era aburrida, larga y desesperante porque Lucrecia nos obligaba a dejar los juegos; y mientras nos servía la sopa de fideo, el arroz con plátano y el bistec, le preguntaba a Soledad cosas de la ciudad de México.

Soledad era miedosa y educada. Sabía cortar la carne y contestar: “Sí, tío. No, tía. Muchas gracias”. Tenía los ojos verdes y dos años más que yo; presumía de que cursaba tercer año y de que dividía y multiplicaba de varias cifras.

En Tepexpan no había escuela, y el sol del campo tostaba mi piel cada vez más. No sabía multiplicar ni dividir pero paraba de manos al Tetabiate, mi caballo, y tres horas a la semana me era permitido conocer el misterioso mundo de las Hermanas de la Caridad, pues subía a las habitaciones de Sor María Rosa, de quien recibí una sofisticada instrucción: los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Iglesia, entremezclados con la vida de Fray Bartolomé de Las Casas y de Fray Toribio de Benavente; narraciones que yo le exigía por no repetir el silabario ni hacer sumas y restas. Cuando le recitaba de memoria los mandamientos, me regalaba estampitas de santos y me mostraba su colección de objetos prehispánicos. Constantemente venían del pueblo a regalarle figurillas y vasijas con los que tiempo después montó un modesto museo a la entrada del hospital. Sor María Rosa me dejaba jugar con las cuentas de jade y estampaba geométricos sellos precolombinos en mis manos.

Sin embargo, la mamá de mi mamá quería que me fuera a vivir con ella para que se me quitara lo “salvaje”. La mamá de mi papá, más consentidora, aseguraba que ya tendría tiempo para ir a la escuela, pero me orillaba a tejer cadenitas con gancho y a bordar punto atrás.

Después de la comida, Soledad y yo nos íbamos a sentar en las banquitas de la calzada que unía a la hacienda con el hospital. Por allí iban y venían los doctores y las Hermanas. Sor María Rosa, con su toca almidonadísima, entre ellas.

En la calzada esperábamos a mi papá, bailábamos el trompo o jugábamos a las canicas, y después nos perdíamos por los rincones de la hacienda seguidas por el Cajeme que no me dejaba ni para dormir.

Lucrecia nos buscaba antes de irse:

—Se las va a tragar el anochecer —nos decía con una voz mustia y llena de risa.

Volvíamos acosadas por Lucrecia y un horizonte de sonidos extraños. Nos daba de merendar y luego se despedía de mi madre:

—Hasta mañana, señora. Ya vinieron por mí.

Era verdad: iba por ella la yerbera del pueblo.

—Con ella estoy aprendiendo.

—¿Qué cosa, Lucrecia?

—Cuál hierba cura el dolor de estómago y cuál es buena para el frío o el calor, con qué otra se quita el mal de ojo...

—¿Qué es eso?

—Lo que te voy a hacer si preguntas tanto, Soledad.

Cuando las vacaciones terminaban, de alguna manera yo comprendía más a Lucrecia: la ciudad de México nos privaba de los seres queridos.

Un día Lucrecia se presentó sin sus hermosas trenzas: se había hecho permanente en Texcoco. Sentí como si con su grueso cabello hubiera cortado el poco de cariño que le quedaba por mí. También es cierto que nos separó el nacimiento de mi hermano Román: se afanaba planchando el alterón de pañales. Mi nana se había transformado, sin remedio, en un ser violento y distante, cuya mirada me ponía nerviosa.

Un domingo en el que estaban mis abuelos en casa, fui con los niños de la hacienda a buscar huevos de sincuate. Traía media docena en las bolsas de mi delantal, cuando al caer los aplasté.

—Mira nada más cómo vienes. ¿Qué te embarraste allí?

—Eran huevos de sincuate, Lucrecia.

—Pues vas a ver... la sincuata los va a andar buscando y va a venir a estrangularte.

Sus palabras cayeron infalibles sobre mí: su mirada no mentía. No habría escondite, no tendría salvación. Mis papas me habían prohibido participar en las exploraciones en busca de serpientes o de sus crías. Culpable de mi desobediencia corrí a pedirles a mis abuelos que me llevaran a México.

Asociaba la crueldad de mi nana a su pelo chino, a sus nuevos zapatos de tacón, a sus vestidos pegados, a su ambición de irse, ella también, a la ciudad: “Cuando venga Juan me voy a ir con él”.

Esa noche, cuando Lucrecia ya no estaba, mi abuela, complacida, hizo mi maleta para una semana.

Mis abuelos vivían en la calle de Morelia en la colonia Roma. La casa me recibió lúgubre, oscura, y la falta de espacio para jugar me ahogó en la nostalgia de la hacienda.

Regresé desesperada por ver a mis papás, por cargar a Romancito, por montar al Tetabiate, por perderme en el campo con el Cajeme. Además tenía que contarle a Lucrecia lo horrible que era la vida en la ciudad: no me dejaron salir a la calle porque “viene el robachicos de Romita y te lleva”. Tenía que sentarme derecha, caminar derecha, no podía poner los codos sobre la mesa. A mi abuelo no le gustaba el ruido, dormía siesta, y las carreras y los gritos estaban prohibidos, como el trompo, las canicas y todo: “Las niñas son modositas y juegan en silencio”.

No acabábamos de llegar, cuando mi madre, asustada todavía, contó a la abuela lo que sucedió la noche que nos habíamos ido:

—Notamos al Cajeme muy inquieto. Iba y venía ladrando y llorando; trataba de decirnos que en el cuarto de los niños había algo. Pensamos que se había metido una rata. Román y yo fuimos por unas escobas... No te imaginas, mamá... Detrás del ropero estaba una sincuata de casi dos metros. Qué horror, mamá. No sabes qué horror. La gente del pueblo tiene la creencia de que vienen cuando hay niños de pecho; dicen que se prenden a las mamas de las madres; por eso, les dicen así, sincuates. Imagínate, no es que yo crea en eso, pero no he vuelto a abrir los ventanales del cuarto, y me ha quedado una inquietud muy grande. Me la paso registrando por todos lados.

—¿Y la sincuata, mamá? —me atreví, no sé cómo, a preguntar.

—La mató tu papá —confesó triunfante. Corrí a buscar a Lucrecia. En la cocina estaba otra muchacha del pueblo.

—¿Y Lucrecia? —le dije.

—Dicen que a Lucrecia se la robó Juan y se la llevó a México.

Todavía hoy, cuando hablo con Soledad acerca de aquella época, llegan hasta mí los armoniosos cantos de las Hermanas de la Caridad y la voz templada de Sor María Rosa: “Fray Toribio de Benavente, Motolinia, tomó el hábito de la orden de San Francisco, allá en España...”; y también me atrevo a pensar que Lucrecia, mi nana, fue teniendo algo de víbora.