Material de Lectura

 

Confieso



                       Somos la imagen fugaz e involuntaria
                       que cruza la mente de los amantes
                       cuando se encuentran, en el instante en
                       que se gozan, en el momento en que
                       mueren. Somos un pensamiento secreto...


Salvador Elizondo

 
 
 
 


Hace días algo cambió; desde entonces, tu mirada me pesa sobre la conciencia. La madre superiora me sugirió que hablara contigo: “La he venido observando, quizá él pueda ayudarla”, agregó. ¿Cómo decirle? ¿Cómo decirte a ti, precisamente a ti, lo que me sucede? Porque ya lo he averiguado y no sé si podría decírtelo.

Esta mañana has llegado al convento con tu sotana luida del codo izquierdo; pones como siempre, como últimamente, tus anteojos sobre la mesa y comienzas a leernos: “La evolución progresiva del arte es una fantasmagoría propia del cerebro de los poetas. Evocando sensaciones eróticas, producen la embriaguez de los sentidos”. Y evoco esas sensaciones dentro de mí; por eso no sé quién soy ni por qué me encuentro en este lugar escuchándote.

Salimos. Tal vez has hablado con la madre superiora. Te sigo.

La puerta que da al atrio está casi cerrada; preguntas si podemos salir, a la hermana que como todas las mañanas desempeña allí sus labores. Mientras empujas fuertemente la puerta entreabierta, me detengo, ¿recuerdas?

Una sensación extraña nos rodea, sale de mí. Confundo todo: el lugar, tus pasos, tus manos, el tiempo... Entonces comienzo a ser otra, la que el deseo de esta mañana ha creado, y todo lo que habrías podido encontrar en mí ya no existe porque se ha ido con el temor de haber amado infinitamente tu ser, aun sabiendo quién eres.

Si sólo pudieras darte cuenta o algo te llamara la atención para intuir lo que sucedería en este atrio, no habrías pasado la puerta. Pero ahora es demasiado tarde, aquí estamos.

Ya adentro, me ocupo de atrapar la mañana, la transformo para devolvértela. Es una mañana en un jardín cerrado, en otra parte del mundo. Somos otros. He dejado tu sotana colgada tras la puerta; ahora traes un saco gris, luido el codo del brazo izquierdo, y tienes una barba negra y un cabello rebelde que yo he inventado. Mis pantalones desteñidos y la blusa blanca me dan un aire despreocupado; además, llevo el cabello recogido hacia atrás.

El jardín es diferente a éste en el que estamos: el pasto y las rosas de las hermanas han desaparecido; toda la superficie y las paredes están empedradas, y a ti, eso te gusta, lo sé. Es un lugar tan silencioso y solitario como éste en el que estamos, y puesto que amas los libros voy a situarlo al lado de una biblioteca. Eso quiere decir que hemos salido bajo la mirada de los que se encuentran leyendo allí. ¿Te parece bien?

Una muchacha que escribía ha dejado la pluma sobre la mesa y se graba nuestra imagen cruzando esa puerta. Esa mujer, tú lo sabes, es la parte de mí que más temo; por eso, la obligué, a permanecer allá adentro. Es la otra. Seguramente ahora se pregunta quiénes somos y qué hacemos en este jardín cerrado, envuelto en un aire misterioso, de paz, diríase de convento.

He volteado de reojo para ver si sigue observándonos; igual hubiera espiado a la hermana que trapea del otro lado de la puerta. Toma otra hoja en blanco y escribe nuevamente. Algo me dice que se ha adueñado de nosotros y comienza a escribir nuestra historia. Iba a decírtelo, a advertirte que tuviéramos cuidado; pero tú sonríes y pienso que mientes en la misma forma en que yo lo hago. Luego entonces no podría descubrirnos.

Comienza a describir esta escena: un hombre joven está sentado al lado de una muchacha bajo un fresno. El libro que coloqué entre los dos figura allí. Él señala el gorrión que revolotea en aquel charco. Nos describe igual que ahora: yo, contemplándote; tú, señalando ese pájaro que ha bajado a bañarse. Pero en su texto, él no rozó mi piel al levantar el brazo como lo haces ahora que empiezas a obligarla a dudar de su manuscrito.

Me he vuelto hacia ti, permanecemos sentados bajo la sombra y me pienso mostrándote el libro: es una edición antigua de Las Geórgicas, ilustrada, en verdad hermosa. También si me animo te mostraré algo que he escrito... Pero no debes olvidar que soy otra, por eso no encuentro nada qué decirte.

Ignoro lo que piensas, prefiero ver tu rostro barbado y esperar que rompas el silencio; mientras, busco en el fondo de mí misma lo que dejó la otra antes de irse. ¿Quiénes somos?, ¿por qué hemos venido aquí?, pregunto sin que puedas oírlo, pues me hablas de este jardín, de las piedras que pisamos, del drenaje, de aquellos gorriones entre la hierba seca. Me hace reír; descubres la razón de su color hoja seca: engañar al gavilán. ¿Y nuestro color?, me digo. Después de todo creo que no importa nuestra identidad si el viento nos hace sentir reales y el espacio está lleno de esos rumores que sólo se escuchan en la quietud. ¿Importa si el nombre que llevo no me corresponde? Lo que debe ocuparnos es hacer nuestro este jardín. Seremos sus descubridores; así, evocarlo nos transmitirá a esta mañana en la que no pasará nada, porque no tiene que pasar nada, ¿verdad?

Únicamente hay un vidrio y una puerta entre nosotros. ¿Qué dirán? Extraño ver gente afuera. Por primera vez alguien sale. Han preguntado a la señorita de la biblioteca que atiende la reserva si podían salir. ¿Es acaso un lugar prohibido? ¿Quién ha cruzado la puerta? Se han sentado bajo la sombra del fresno. Él toma un libro mientras ella me mira de reojo. Por su actitud parece que van a iniciar una confesión. Sería divertido escribir una historia: una novicia duda de su vocación; no, no, una novicia enamorada de su confesor. Tiene que decirle, no puede, lo oculta. O escribir lo contrario: el confesor enamorado de la novicia, y como escenario, el jardín de un convento en Coyoacán. Más interesante, quizá, describir una situación en la que no pasara nada. Una conversación limitada a hablar del jardín: “Él se sienta al lado de ella, bajo la sombra de...”

Interrumpes mis preocupaciones: otra vez atrapas algo que pudo haber sido un recuerdo extraviado; así, en el porvenir o acaso en una lectura, me sentiré asaltada por el recuerdo de la lagartija. La señalas en este mo­mento, está escondida entre las piedras de la banca de enfrente. No puedo verla, permanece agazapada, inmó­vil, engañándome. Espero, saldrá de su escondite; no podrá ocultarse toda la mañana, no burlará nuestra vigilancia.

Hablas queda, dulcemente a la otra, pero ella está tras la puerta. Adivinando tu pensamiento escucho sin entender nada. Me concentro: es una farsa perfecta y hemos engañado a la otra que nos mira acechando desde la ventana, convertida en numerosos personajes: la madre superiora, la hermana que trapea, los estudiantes que leen o esa muchacha obstinada en atraparnos como se pesca a un dorado, como se enjaula a un canario.

Cuando leas su relato vas a decir que todo es mentira: “Aquella mañana en el jardín de la biblioteca no existió”. Pondrás especial cuidado al aclarar que “todo fue sagazmente inventado por la otra; aburrida decidió colocar a dos personajes en el jardín frente a ella. Les dio vida y tú, ingenuamente, lo has creído...

Sin embargo estoy segura de haber visto un gorrión bañándose en el charco dejado por la lluvia durante la noche, y la lagartija disimulándose entre las piedras. Está bien, está bien, admito: fuimos su invención a partir de una lectura de Salvador Elizondo, y por divertirse ha decidido manejarnos. ¿Le pertenecemos? Entonces, no podemos abandonar voluntariamente este lugar mientras ella no lo decida. ¿Cómo nos hará salir? ¿Qué sucederá entre nosotros? Porque no es verdad que yo te ame ni que tú hayas rozado mi piel o me estés viendo a los ojos como en este momento lo haces. Me niego a creer cualquier cosa que tú y yo no haríamos de estar en otro lugar. Es necesario engañarla, ¿comprendes?

¿Sabes cuál será mi venganza? Poco a poco ella sentirá demasiado real mi presencia; seré cada vez más ese personaje que ella hubiera querido ser. No lo dudes, querrá hacerme decir o hacer cosas; las que ella no ha podido ni podrá ejecutar. Hará desearnos: hablándote al oído insinuará tomes mi mano; o cuando se sienta segura de poseerme va a escribir: “Ella provoca su deseo, allí mismo, bajo la sombra del fresno”. Pero no lo permitas ni lo consentiré. Dejémosla en la duda: o somos cómplices en el descubrimiento de este lugar o hemos venido a pactar por nuestro silencio. Intentará todo: en esos momentos debemos ser otros: tú pondrás los lentes sobre la mesa, yo recogeré el libro que quería mostrarte.

Quisiera olvidarme de mí misma y también un poco de ti. Quisiera no recordarte para ir recuperándote. En realidad, aprenderé de memoria esta mañana: empezaré como ahora, nombrando las plantas y los objetos de este lugar. Mientras, eres otro, el que también quiere ser y no puede.

Evocando sensaciones busco la embriaguez de los sentidos, por eso miro hacia dentro de mí. Hemos llamado al fresno por su nombre, al basalto, al durazno, a los gorriones, a las rosas; y sin embargo, sigo sin saber quién soy. A decir verdad, no me interesa un nombre y acaricio suavemente a la que se encuentra acurrucada dentro de mí, a la otra. Si pudiera escoger desearía ser tú mismo y dejar de padecerme porque será la única manera de encontrarme.

Somos víctimas de un juego; la que escribe dentro de la biblioteca nos engaña. Está empeñada en sacarnos del atrio para torturarnos en este jardín. ¿Dónde están las rosas? ¿Acaso has visto una flor? ¿Una sola flor? Mírame, es probable que viendo tus ojos sepa la verdad; mírame, será una regla del juego entre nosotros.

¿Quiénes son? Esa mujer no es una novicia ni está enamorada. Él no es sacerdote ni está enamorado ni son amantes ni se conocen ni nada. Tienen cara de ser maestro y alumna. Pudieron haber venido a la biblioteca a ver la exposición de dibujos canadienses: como está cerrada decidieron salir. Seguramente él ha hablado de su vida, de su proyecto de trabajo, de su antepenúltima obsesión. Y ella ¿quién es? ¿Por qué está leyendo un pequeño texto sobre un hombre y una mujer en un convento de Coyoacán?

Iba a escribir sobre ellos pero se han rebelado; he caído en su trampa. Han utilizado su silencio en contra mía. Hubiera sido preciso adueñarme por completo de sus movimientos, marcar el ritmo de su respiración, inventarles otra historia. Hubiera sido preciso cerrar con llave el jardín. Pero deben someterse, deben comprender...


Descansa un instante, apoya como ahora los brazos en tus piernas, concéntrate. ¿Ya? Entonces, sin decirlo, piensa, ¿qué has venido a cumplir a este jardín? ¿Sabes quién eres? No te dejes engañar por el silencio y el recogimiento de este lugar. Cierra los ojos y revisa una a una todas las imágenes que puedas guardar de este sitio. Evoca todos los recuerdos, no olvides nada, ni siquiera aquel mínimo detalle de la lagartija. Ahora, dilo: ¿qué soy para ti?, ¿cómo es que nunca me has besado? ¿Podrías decirme quién soy y qué he venido a gozar aquí, contigo?

Imagínate a ti mismo con tu saco gris luido del codo izquierdo abrir esa puerta, caminar hacia la sombra, sentarte bajo las ramas del fresno. Debes recordar los gorriones ocultos entre la hierba seca. No olvides aquel que se bañaba y voló cuando lo señalaste. Te gustan las piedras, lo has dicho, ¿verdad? Hay algo que nunca vas a decirme: en este momento ves la figura de Orfeo perdiendo a Eurídice, en los grabados del libro que puse entre los dos. Ilustra la “IV Geórgica”, está en la página 60. Cierras el libro y disimuladamente lo colocas en la banca mientras yo sigo ocupada en mirar de reojo hacia la ventana. No me lo dirás aunque tal vez eso me habría ayudado a saber quién soy. Pero piensa, ¿de veras crees saber quién eres? ¿Qué has venido a cumplir a este jardín?

No quiero ser un recuerdo de nadie ni tuyo ni mío ni de la otra. Es preferible alterar palabras, borrar gestos, ocultar miradas. No hay que esperar nada. Descifrar esta mañana debe ser impedido a toda costa. ¿Por qué esperar siempre algo? Nadie puede quedarse atrás de una puerta e intentar comprender lo que pasa del otro lado. Somos demasiado para la que nos contempla desde el cristal, obsesionada en hacernos creer que podemos ser personajes de su relato. No sabe por qué estamos aquí. No podrá indagar nuestra complicidad, por eso debemos pactar, debemos pactar...

Sería terrible que un día publicara nuestra historia, que decidiera descubrirnos, y provocara nuestro recuerdo. Es indispensable hacer a un lado el temor y abrir bien los sentidos: deja embriagarme con tu presencia y mi presencia toda te envuelva. Grábate todo, aun el olor de estos árboles, de las rosas. Repasa una y mil veces el ruido de nuestros gestos, olvida para siempre los ruidos de afuera convertidos en mil conjeturas sobre quiénes somos y qué hemos venido a pactar aquí. Estoy segura de que así nadie podrá descubrirnos, nadie podrá, nadie.


                        Nuestras invenciones no influyen
                        poco en la incepción y desarrollo de
                        nuestras desesperaciones totales. Yo
                        también he soñado de acuerdo a
                        estos preceptos. Circunstancias que
                        parecen producidas por el azar,
                        encontradas así, de pronto. Gestos de la
                        realidad reveladores de un arcano
                        insospechado e inquietante; ése era
                        el afán que imperaba. Gestos casi
                        siempre incomprensibles. Muecas en
                        las que se esconde el diablo, como
                        lagartos en las grietas.

Salvador Elizondo