Material de Lectura

Síndrome de naufragios


En sentido muy ancho la mortificación es abrazar las cosas que causan pena y dolor: el camino de la perfección pasa por sus cilicios y sus soledades y para alcanzarlo plenamente, como aconsejan Job, San Gregorio y Góngora, es necesario un ejercicio continuo o quizá la falta absoluta de ejercicio: San Onofre practicaba la templanza y la dieta encaramado en un árbol y sus nodrizas fueron los pájaros; San Simeón, el estilita, fue el precursor de las estatuas napoleónicas y la inmovilidad y las poleas fueron su máximo invento. La más alta dedicación de Hans Wallenda fue caer a tierra por andar sobre una cuerda floja restirada entre los tejados de una ciudad amurallada para protegerse de los piratas de Salgari. El cuerpo del equilibrista se estrelló contra el adoquinado y su pelvis astillada adorna el museo de la ciudad; en cambio, San Agustín enseña que nuestras pasiones son nuestros máximos enemigos y si las mortificamos a conciencia podremos llegar al cielo.

Abelardo se dejó conquistar por la molicie y escribió en el cuerpo de Eloísa apasionadas cartas con el desenfreno del amante y la templanza del sabio y del asceta. María Egipciaca desató sus largas trenzas y con ellas atrapó a los transeúntes en su cuerpo; luego, los mismos cabellos desenredados le sirvieron para escalar los cielos y fomentar las tormentas y mortificaciones que habrían de subirla por la senda pedregosa e inmaculada de la perfección.


Es en vano que alcanzó las cimas nevadas de una desilusión, pero al principio ayuda. Se ve una sandalia y se dibujan los dedos claros, perfectos, con ese alargamiento cotidiano que da la santidad, una santidad parecida a la del pobre de Asís, santidad protegida, es verdad, por el polvo del camino, pero en última instancia santidad. Ese despojo verdadero, esa inocencia, se matizan con una mirada hacia arriba, cristalina y la niña de mis ojos (o de los tuyos) adquiere su transparencia infinita, casi tanto como la de los ojos de pescado que se lleva al matadero, cuando los pescadores olvidan su oficio para convertirse en malabaristas, o en equilibristas, y pescan con las redes moradas del crepúsculo. Los peces van cayendo, solitos, y solitos se enredan en la nada: sólo sus ojos revelan la verdad que araña. Sólo los ojos, porque los peces, sobre todo cuando se han pescado, no tienen pies, apenas cola y la cola pertenece a las sirenas.

Tú no serás nunca ni Neptuno ni Tritón.

Insisto, en tus ojos se refleja la santidad. Pero es el cardillo. Brilla de lejos, deslumbra, apabulla. Pero es eso, el cardillo. Una mancha luminosa aposentada en una roca, o una mancha luminosa distraída por el verdadero espejo, el que viene de arriba, el de los cielos, el que se mira en los Evangelios y el que disfraza a San Juan. Pero no es San Juan de la Cruz, en este reflejo no hay misticismo verdadero, cabe en todo caso en las sandalias y las sandalias están empolvadas. Es oficio de peregrinos y no de santos. Los santos verdaderos son pocos y los santos verdaderos son como el Dios de Pascal, invisibles aunque traicioneros. Tú llevas una santidad condicionada a las correas de un calzado de tiritas color carne y una santidad atada a las correas transparentes cuando miras hacia arriba, como santo en su nicho cuando espera el tormento (o después de practicado).


—También las cosas tienen celos, no las cambies seis años sin tocarlo.


Hay golondrinas viajeras, mariposas migratorias, salmones que remontan las corrientes y anillos que cambian de morada. Los he visto recorrer distancias breves, las que hay de dedo a dedo y de tamaño a tamaño, las he visto cambiar sus espacios y alterar sus montaduras con las piedras no preciosas. Aparecen de repente en viejas manos de epidermis secas y mudan de apariencia si cambian de armadura. Suelen servir como despojos de coronas arrumbadas en museos y pueden ser reliquias de viejas promesas incumplidas. A veces las sortijas quedan sepultadas en valijas de doble fondo y alternan con las drogas y los contrabandos. Se llevan como antes se llevaban los venenos. Se ostentan en vidrieras iluminadas y protegidas por cristales a prueba de los gángsters de Chicago. Son humildes solitarios engarzados, simples argollas de oro delgado, más bien alambres de oro, reliquias que se intercambian en los esponsales diarios: anillos bizantinos, recuerdo de Recaredo o de Reinaldo el Viejo. Son atributos de reyes coronados, determinan un relumbrón alquitranado por las minas de diamante del Congo Belga; allí se producen las piedras —o carbones— de alto quilataje: se los disputan los magnates, las actrices, los nuevos ricos.

Un humilde anillo fue nuestro intercambio: recuerdo épocas felices y pasadas: una pérdida de anillos es tan irreparable como una hemorragia y tan irresistible como un desmayo por ella ocasionado. Toda sangre que descansa en paz pierde su anillo y tú perdiste el mío, azul y martillado, en un cuarto de hotel. Ahora su brillo se manosea y el sello cambia al influjo de duras batallas coloidales.

Es un texto que le queda chico o grande según se trate el dedo anular o del pulgar o hasta del cordial, aunque el pulgar rechace los anillos. Es un cuadro de Rembrandt en donde la pareja brilla por su ausencia y se detiene en un dedo gordo atrabiliario aunque ennoblecido por la gema y el retrato.

Hay un vacío que ya no puede llenarse de recuerdos, ni con rituales desmorecidos. Habría que ponerle un cachalote protegido por los tridentes del calamar gigante que detiene las hélices de los submarinos. Nemo lleva un barco ballenero, pero con él protege a las ballenas. Nemo me mira. En la mano derecha lleva el anillo hindú de la rebelión y el credo lleno de fosfatos, otras veces delimitados y narrados en páginas curiosas y amarillas, pero no son pergaminos, son esponjas.

El dulce coloquio se prosigue sin anillos, los esponsales se celebran en secreto. La ingenuidad de Fulberto es perfecta: confía la ternera a un lobo hambriento. Mis manos corrían por su cara y las suyas por mis senos, apenas veíamos los libros y antes que el de Francesca nuestro pacto se inició con un verso.


Muchos me alaban. He construido mi suerte, así me dicen. Yo los miro: He pagado con mi sangre esa suerte y prefiero destruirla para mirarte. Y entonces…

—¿Por qué empiezas así? ¿No conoces otros comienzos? Debieras cumplir con los mandamientos.

—No, esos comienzos son los de un sueño vestido de tafeta rosa. ¿Lo recuerdas?

—¡Cómo olvidarlo! Mi vida sigue tu sueño que se repite cada noche con intranquilidad.

—Bien sabes que odio los melodramas pero los propicio. Vuelvo a empezar.

Nada me queda, sólo esa sensación cuando me despierto y sigue al pie del muro, vestido delicadamente de tafeta rosa, con las reminiscencias sedosas de seda.

—Hablas con enigmas y lo que es peor, te repites.

—Nada es importante, es apenas un sueño. No interrumpas, sigue oyendo y míralo, cerca del muro, vestido de tafeta rosa.

—Un hombre vestido de esa manera es ridículo.

—No, el hombre de mi sueño provoca las angustias. Hasta las angustias pueden alguna vez vestirse de color de rosa o acariciar con la textura de la seda.

—Bueno, si quieres cuéntame tu sueño.

—Soñé que lo veía, ya te lo dije, estaba junto al muro, vestido de tafeta rosa. Y ese color de cuento era el color de la angustia. Perdona que repita, pero es el mismo sueño repetido durante los últimos quince años. Lo miré y traté de decirle algo. A mi alrededor se oían otras voces. Me di cuenta y vi a los que hablaban. Estaban lejos, vestidos con elegancia refinada. Iban hacia el salón de este castillo. Varios criados pasaban junto a mí sin mirarme, parecían no advertir que a mi lado estaba la figura varonil vestida de color de rosa.

De repente grité algo, queriendo llamar la atención aunque fuera de los criados… Ninguno se inmutó. Su mirada se detenía en el muro pero sin sorpresa, parecía que no había nadie allí, sólo las piedras que lo forman. Los invitados también vestían de tafeta, con tonos variados, nunca rosa, y simulaban no oír cuando gritaba.

La angustia se hizo inmensa, gigantesca, tanto que empezó a cubrir el muro. La figura vestida de rosa desapareció dejando su olor adocenado como una grieta que transforma mi universo.

—¿Y los otros sueños?

—Vuelvo a empezar, oye mi relato:

“Junto al muro había un hombre vestido de tafeta rosa que nunca hablaba de mi suerte. Enfrente, varios criados vestidos con libreas que atendían a los invitados vestidos de tafeta oscura. Las mujeres llevaban unos trajes de gran elegancia, de sobriedad exagerada. En un salón entreabierto se veían varias mesas y se oía el sonido de un piano. Era algo así como una sonata de Beethoven, quizá tocaba en honor del Conde Waldstein, pero no es el piano ni su sonido lo que cuentan en este sueño. Lo único que veo, lo único que añoro es la figura vestida de tafeta rosa que se apoya contra el muro. Tres gustos y tres sueños me fatigan, son monótonos aunque sedosos, su textura es torpe y repetida.

“No me entiendes, esa casa tenía 11 patios repetidos e iguales y en cada uno de ellos había un muro y en cada muro estaba la figura vestida de tafeta rosa. Cada sueño se repetía 3 veces llenando las paredes con 33 figuras vestidas de color de rosa.

“Ahora no son las voces, son los colores con los que me engañan.

“La escalera era estrecha y un escalón estaba quebrado, como hace 9 años. El paraguas colgaba del barandal, negro y ominoso, a pesar de la luz que arrojaba el sombrero de paja, colocado al lado con seriedad provinciana. Nadie salía de los departamentos, ni siquiera el ruido, y los paraguas comenzaban a invadir con sus colores maravillosos los escalones.

“Me detuve.

“No puedo dejarlo, pensé, está allí al alcance de mi mano, si los dejo cualquiera pasa, los toma y me quedo (como siempre) sin nada.”

Regresé corriendo y lo puse sobre mi brazo deslizando el puño encima de mi muñeca (era color de rosa y sus ojos de vidrio).

Más abajo había un paraguas también rosa y luego otro rojo. Preferí agarrar, sin pensarlo dos veces, el rojo y bajé, feliz, con mis dos paraguas haciendo huelga juntos.

La escalera se amplió como escalera de ópera decimonónica y Anna Karenina apareció del brazo de su hermano, se cruzó conmigo, y ni siquiera me miró (llevaba un traje de calle corto).

“Es claro, me dije, el paraguas rojo no es muy elegante.”

La escalera crecía, a lo lejos oía todavía el roce satinado del vestido de fiesta de la bella mujer asesinada. Los paraguas eran más vivos que los que Lautréamont utilizaba sobre los manequíes y la máquina de escribir cuelga por los aires, mientras Bretón los coloca ayudado por mí.

Los paraguas empiezan a correr, pasan como paracaídas de la guerra fría. Algunos pies desnudos me saludan desde los hilos invisibles y la escalera es el terraplén de un convento agustiniano del siglo XVI con almenas y con capilla abierta, un enorme paraguas color crudo.

Camino de prisa, con mis dos paraguas, y el terraplén se va llenando de gente: todos son invitados, visten trajes elegantes, nunca tanto como el de Greta para contrastar con mi vestido de color amarillo, totalmente disparejo, totalmente desahuciado, sobre todo si lo acerco a los colores de los paraguas que brincan a mi paso.

“No importa, nadie me mira.”

Todos los ojos convergen hacia mí y las miradas son anónimas y hostiles. A nadie le gusta la combinación de colores, a nadie le parece oportuna mi aparición anterior a la de la novia, quizá en lugar de ella, esa joven tierna, vestida tradicionalmente con sus gasas vaporosas y sus azahares, con los ojos felices y el paso triunfal de las damiselas que llegan al baile con los zapatitos de cristal, seguras de conquistar el mundo, seguras de que el final feliz del cuento las deja protegidas contra los paraguas y contra los paracaídas, contra los pies desnudos, contra los cadáveres, contra los descansillos de las escaleras deslucidas y los barandales despintados.

La doncella blanca, la joven de los zapatitos no aparece y los invitados miran mi paraguas y los ojos se les van ensanchando como las escaleras convertidas en terraplenes y el paraguas abierto convertido en capilla abierta de frailes franciscanos. Los ojos son telescopios y los cuerpos abultan ajando los vistosos y complicados atavíos. Cada invitado ha elegido un lugar donde crece la hierba ocultando con su verdor disparejo las tumbas hacinadas por los siglos y las inscripciones que rodean unas cruces. En los asientos-tumba se mezclan, como en los enterramientos, los niños, los valses y los viejos galanes del cine mudo peinados a la Valentino o las doncellas envueltas en el aura garbosa de las divas y el aleteo de los gavilanes.

Los paraguas carecen de epitelio y las lenguas se erizan en la noche.