Material de Lectura

Viejos lobos de Marx

para Susana y Abelardo

Esta casita, así como la ves, me salió en poco más de un millón de pesos: Tuve que construirle fosa séptica porque todavía no hay drenaje en la región ni han entubado el agua potable. Para beber y cocinar me traen agua del pueblo en garrafones, y eso sí, para los tragos agua embotellada.

Estaban en una terraza alargada que comunicaba el ala principal, el edificio de ocho habitaciones dobles, con el ala que albergaba la sala, el comedor espacioso con mesas para veinte personas, la cocina, dos habitaciones extras y cuartos para la servidumbre.

Augusto levantó la botella de güisqui Ushers y con un gesto le preguntó al interlocutor si le servía.

—Sí, dos dedos.

Dos dedos colocados verticalmente uno sobre otro, repitió su antiquísimo chiste Augusto, y sirvió razonablemente en los dos vasos. Tomaron hielos semiderretidos de un platito con más agua que cubos y el interlocutor completó las bebidas con sifón.

—El terreno me costó cualquier cosa, cinco pesos el metro hace siete años, pero no había nada aquí, un erial, apenas un angosto camino que las autoridades prometieron pavimentar. Me enteré por un amigo bien colocado en el gobierno local, íntimo del director de obras. Parece que tenían la intención de hacer aquí un fraccionamiento muy exclusivo y no sé por qué pero el proyecto se cayó. De todos modos pavimentaron, es una carretera necesaria. Como te habrás dado cuenta son tierras de labranza, dan caña, maíz, frijoles, cebollas, aunque son malas para los cítricos. El terreno de la casa era una parcela de un medio pariente de mi primera esposa. El pobre tipo andaba desesperado por vender. Le habían ofrecido una chamba de visitador médico o algo así en el De Efe, y como ya le andaba por dejar la tierra se fue. Un destripado de medicina, con dos años o algo así, pero el cuento es que perdió el empleo, se dio a los tragos, le iba cada vez peor, y como no tenía ganas de volver a la agricultura comenzó a ofrecer a tres pesos metro. Yo le di cinco, le compré ésta y otras dos parcelas. Aquéllas las estoy surcando y esta semana comienzo a sembrar, A ver si mañana temprano damos una vuelta. No son gran cosa, diez o doce hectáreas, pero es buena tierra y bien trabajada produce cantidad. Si ahora las viera el tío se moría de envidia. Pobre diablo, no sé que habrá sido de él. Pero de mi mujer tampoco sé nada. Cada dos o tres meses le mando un cheque a casa de su madre y eso es todo, jamás me llama, jamás me molesta. ¿Te platiqué alguna vez por qué nos divorciamos?

El sol comenzaba a declinar. Al norte, doraba los peñascos del macizo atravesado entre la región y el valle de México. Augusto permaneció unos instantes embebido en los resplandores. Tocó una campanita de plata para llamar a la criada. El interlocutor había terminado su güisqui y, sin mencionarlo, reclamaba otro. En el vaso de Augusto quedaba un resto bueno para llenar la boca.

—No te imaginas cuánto gusto me da que hayas venido, Dani. De veras que estoy contento, no pensé que te fueras a animar.

—A mí también me da gusto verte, ver que te ha ido bien. La carrera te sirvió para un capirucho, ¿no?

Braulia, la sirvienta, se acercó en silencio. Era una muchachota morena, aindiada, con unos pechos grandes que le querían reventar las costuras del vestido. Augusto puso en los vasos el poco hielo que quedaba y ordenó a la muchacha que trajera más y un sifón. Sirvió güisqui en los vasos y esperó el agua.

—Me ha ido bien de milagro, pura suerte. Nunca busqué nada de lo que tengo. Estos terrenos, ya te dije, los adquirí gracias al pariente jodido. Tengo otros en mi tierra, Coahuila, que en parte eran de la familia. Quince hectáreas con peras y duraznos, pero no me ocupo de ellas, las rento. Y a ti no te va tan mal, Dani. Buen coche, esposa, tres hijos, trabajo seguro por lo menos por el sexenio. No te quejes, sécate las lágrimas.

Llegaron los hielos y el sifón. Con los vasos llenos Augusto y Dani se reacomodaron en los equipales. Mudos, miraban los dos en la misma dirección, hacia aquellos peñascales que se iban desdorando, que adquirían tonalidades: anaranjadas, violetas, cada vez más oscuras.

—No me quejo, no me estoy quejando. Tendría que estar ardiendo de envidia, Augusto, y no estoy. A cada quién le va como debe irle.

—¡Carajo! Esas muchachas no se cansan del deporte. Lo bueno es que ya comienza a oscurecer. A lo más la luz aguanta hasta las siete y ya faltan veinte. Ya que se vengan a tomar un trago. ¿Te dije por qué nos divorciamos? Tú conociste a Patricia, la conociste bien, no sé si salieron alguna vez. A Patricia le jodía mucho su madre, pero en la escuela era de las liberadas, ¿te acuerdas? Bronca y de trato fácil.

—Como las demás, como casi todas.

—¿Saliste con ella? ¿Tuvieron relaciones?

—No preguntes pendejadas. En aquellos tiempos salir con alguna muchacha no significaba nada. No pasábamos de las caricias, el manoseo y el noviazgo apenas un poco más que platónico. Pero no te preocupes, nunca me acosté con ella, si eso es lo que te está matando.

—Sí, fue una estupidez preguntar, pero tuve miedo de que... Bueno, no lo entiendo, Patricia dejó de interesarme hace muchos años, antes del divorcio, tal vez antes del matrimonio. Además tienes razón. Éramos distintos, distintos a los jóvenes de hoy. Yo quisiera creer que éramos más sanos, más limpios de corazón. La verdad es que padecimos muchas más frustraciones, sobre todo en lo sexual. Tú sabes, nos faltaron las pastillas y odiábamos los condones. ¿Alguna vez nos fuimos juntos de putas? Siempre le tuve miedo a las enfermedades, y así y todo cuando menos les caía una vez a la quincena y después me lavaba el aparato con alcohol y con no sé qué tantas cosas. Ni así me libré de las condecoraciones. Fue la época en que trabajaba con Singer, ya pasante. Máquinas de coser, refrigeradores, tejedoras. En la escuela, tú lo sabes, siempre andaba ofreciendo artefactos a crédito a los compa-ñeros, pero muy pocos se dejaron enganchar. Qué muertos de hambre éramos, pero recuerdo cosas muy bellas, momentos muy auténticos, discusiones apasionadas y violentas. A veces me dan ganas de volver a vivir aquello.

—Con la vida que te das, lo dudo.

—No creas... Ahí vienen ya las mujeres, anímate. Te estoy viendo tristón, como que no te sientan los tragos. O a lo mejor eres de esos que extrañan a la mujer, a la legítima. Y no sé quién eres, Dani, cómo vives, cómo piensas.

Dani se sintió colocado bajo una lupa. Quién eres, cómo vives, cómo piensas, había inquirido Augusto, quien ahora, güisqui en mano, lo contemplaba desde la altura de sus posesiones, esa casa enorme, esa piscina, esa cancha de tenis desde la cual se acercaban las muchachas. Tres preguntas de aire inofensivo que no tenían respuesta o tenían múltiples respuestas parciales, incompletas, definiciones elaboradas a lo largo de años y modificadas ante el acoso de las circunstancias, reinventadas por cada gesto o actitud que uno se descubría.

—Sabes perfectamente quién soy. En realidad no he cambiado gran cosa. Trabajo para el gobierno, soy un burócrata, si quieres un burócrata bien pagado. Tecnócratas, nos dicen.

—No te lo preguntaba para que te disculparas. Lo que sucede, mi querido Dani, es que de verdad he pensado mucho en nosotros, en mí, en ti, en David, en Pablo Pancardo, en otros compañeros de la escuela. Fue una buena generación. Abres los periódicos y te enteras de que uno llegó a secretario de Estado, dos o tres son subsecretarios, alguno director general, y una vez, en las páginas de sociales, me topé con Paco, Paco Delibes, aquel muchacho brillante, de armas tomar, ¿lo recuerdas? Ahora es, o fue, presidente de la sociedad de economistas de la industria automotriz. A Paco todos le augurábamos otro porvenir, podría llegar a presidente o pudrirse en la cárcel. Pero eso, imagínate qué mezquindad, economistas de la industria automotriz. De verdad, Dani, qué poco nos conocíamos entonces.

Las muchachas bordeaban ya la piscina. Subieron riendo, desparpajadas, los escalones de la terraza y fueron en derechura hacia Augusto y Dani. De paso dejaron las raquetas sobre una mesa de pin pon. Dani atrajo a Julieta por la cintura y pegó el rostro al trajecito blanco, ligeramente húmedo, a la altura de las caderas. Julieta despedía un olor carnal, agrio y penetrante, su olor auténtico, no el olor de los perfumes caros que le regalaba Dani. Dani le ofreció su vaso.

—Un traguito.

—Se me antoja una cerveza muy fría.

Augusto hizo sonar la campanita y ordenó a Braulia que buscara la cerveza más fría.

Silvia se había dejado caer despatarrada en un equipal. Sin preguntar, Augusto le preparó un güisqui con soda, fuerte.

—Estoy agotada —dijo Silvia—, agonizante. Me dan ganas de meterme a la alberca. ¿Vamos

Estaba invitando a Julieta y Dani se opuso al remojón aduciendo que comenzaba a enfriar y el agua debía estar helada. En realidad no deseaba que Julieta se despojara de sus aromas excitantes, de esa esencia tan suya que únicamente podía disfrutar en las ocasiones escasas en que, por razones de trabajo, salía de viaje y Julieta lo acompañaba. Acostumbraban dar largas caminatas en las capitales provincianas, visitaban iglesias antiguas, museos, jardines, mercados, los alrededores. De regreso en el hotel se tendían en la cama y hacían el amor antes de meterse a la ducha porque así lo prefería él.

—El agua está tibia —dijo Augusto, y Dani lo aborreció—, la mantengo tibia con un sistema de calefacción solar.

Julieta fue a tocar el agua de la piscina y dictaminó:

—Está rica.

Las muchachas fueron a ponerse los trajes. Augusto explicó que el agua de la región era friísima. En las épocas de calor llegaba a entibiarse por la tarde, pero irremediablemente amanecía helada. Claro que con la calefacción...

—No estás tomando nada, Dani. Acábatelo para servirte.

Dani bebió lo que tenía y con mansedumbre se dejó servir. Braulia acudió a un nuevo llamado de la campana y Augusto le solicitó hielo, otra botella de Ushers y que abriera unas latas, espárragos, ostiones ahumados, pasta de camarón, lo que hubiera.

—Qué gusto estar contigo, Dani. De veras. Me gustaría organizar una reunión con todos los compañeros, con los localizables. Traerlos aquí un fin de semana, divertirnos, venir con las esposas o con las queridas, tomar los tragos y hablar de aquellos tiempos.

—Más de uno tendría que venir con sus guaruras y eso nos estropearía la fiesta.

—Sí. Sauceda. Qué carrera relampagueante ¿no? A los 34 años secretario de Estado. Pero no va a llegar más lejos, no puede ser presidente porque es hijo de español.

—Pero tal vez la gubernatura.

—Tampoco —dijo Augusto sonriente y triunfal— es capitalino, del mero De Efe.

—Tengo entendido que nació en el Estado de México, en alguno de esos pueblitos de nombre indígena.

—No, es capitalino.

—Lo de menos es falsificar un acta.

—¿Tú lo ves, hablas con él?

La pregunta quedó en el aire porque las muchachas habían salido de sus habitaciones y ya se zambullían. Julieta tenía puesta una gorrita de baño que la afeaba, dejaba descubiertas unas orejas grandes y puntiagudas, como de duende, que Dani sólo había conocido en hombres. Posiblemente, pensó, porque las únicas orejas femeninas que se preocupaba por examinar eran las de Cristina, su esposa; orejas breves y redondas, pálidas, casi traslúcidas. De cualquier modo le molestaba el gorro de Julieta. Permitía que Augusto le viera las orejas y el amigo, después, en la intimidad de la recámara comentaría con Silvia que la querida de su condiscípulo era bella, pero esas orejas no alcanzaban perdón. Le entraron ganas de ver las orejas de Silvia. Unas orejas feas lo reconciliarían con Julieta, la pobre de Julieta retozaba en el agua ajena a sus pensamientos, sin preocuparse por aquellos horribles órganos auditivos.

—¿Lo ves, hablas con él?

—Raramente. Hemos llegado a saludarnos en actos oficiales. Alguna vez le llamé por teléfono a petición de mi director.

—¿Cómo se portó?

—Sauceda siempre fue un poco pedante, como buen tonto con aspiraciones. En la escuela no pasaba de perico perro, era una medianía, pero cómo alardeaba de sus éxitos con las mujeres, cómo le gustaba ser incluido en cualquier comisión que se nombrara. Un tipo simpático, eso sí. ¿No llegó a ser de tus enemigos políticos?

Braulia llegó con la botella y los hielos, trajo un platón con ostiones ahumados, aceitunas, trozos de queso y galletas. Augusto le preguntó cuántas botellas de güisqui quedaban.

—Hay otra.

—Había dos. ¿Quién se tomó una?

—Pues si había dos usted se la habrá tomado. Toma y ya luego ni se acuerda.

Braulia se expresaba en un tono a la vez juguetón y desafiante, agradable y pícaro. Se veía que le tenía agarrados los modos al patrón.

—Ándele pues, váyase. Pero ya no ande invitando al novio a tomarse mi güisqui.

Augusto, cuando la sirvienta se retiraba, le comentó a Dani que a Braulia le gustaba lo bueno, no se bebía el ron o el brandy del país sino botellas importadas.

—¡Uy, sí! Si las tiene guardadas con llave —dijo Braulia. Dani lo creyó.

Augusto, originario de Parras, vivía muy humildemente en su época de estudiante, en casas de huéspedes baratas. Había cambiado, como necesariamente habían cambiado todos ellos. Ahora tocaba una campanilla de plata para llamar a la servidumbre, bebía güisqui, guardaba bajo llave las botellas. Indudablemente la mentalidad del norteño también había cambiado.

—Te decíamos el Norteño.

—Será porque soy del norte. Y tú eras el Rebelde. No sé si algo te quede que pueda justificar el apodo.

Dani miró hacia la piscina, Julieta y Silvia se perseguían bajo el agua. Una de ellas emergía de pronto y gritaba, fingía chillidos de espanto. La otra aparecía sonriente a su lado, reían, tornaban a sumergirse. Dani las imaginó involucradas en algún juego de lesbianas, provocándose deseos que luego querrían satisfacer con ellos, con sus machos. Pero ese cuerpo limpio, purificado por las aguas, más tarde oloroso a fragancias caras, no lo quería esa noche, lo rechazaría con cualquier pretexto.

—Vamos a beber, Augusto, vamos a bebernos esta botella y la otra que tienes encerrada. A Braulia hay que dejarle el ron.

Augusto llenó los vasos y preguntó a Dani si ordenaba que hicieran algo de cenar.

—No, esta noche no voy a cenar. Quiero emborracharme como la gente grande.

Augusto soltó una gran carcajada.

—Libérate, libérate, no te midas. Un alto funcionario, un subdirector, no puede permitirse borracheras públicas, a veces ni borracheras privadas. Ya ves lo que le sucedió a Horacio. No, ya no eres, ya no puedes ser el Rebelde.

Dani sintió el aguijonazo. Augusto debía creer que un puesto público, un pequeño puesto público en el que a todas horas se lidiaban asuntos que podían determinar el rumbo del país, era tan castrante como el dinero, como la propiedad.

—Finalmente —dijo— tú eres un iniciativo, un hombre de negocios. Yo no soy sino un asalariado.

—Pero un asalariado con muy buen sueldo y seguramente con algunas entraditas privadas, con ingresos extras por cuenta de favores concedidos. ¿O no? Pero no te molestes en darme explicaciones. Dentro de ciertos límites, tenemos que reconocerlo, seguimos siendo personas decentes.

—La gente rica es la honorable, la decente, por lo menos a los ojos de su propia clase. Pero no hay fortuna que no haya sido hecha a costillas de los otros, de los que no tienen una pinta decente. Por favor, sírveme otro güisqui.

Augusto sirvió los güisquis sonriendo con malevolencia. Dani se hizo pequeño en el asiento. Se sentía embarazado por sus propias palabras, atrapado en la trampa que Augusto tendiera con tanta delicadeza. La provocación, y el acalorante güisqui lo habían obligado a retornar a unas ideas y un lenguaje que ya no usaba, que a su tiempo agotaron él, Augusto, Pancardo, y todos ellos.

—Me sacaste de una duda —dijo Augusto—, sigues pensando como el Rebelde. La diferencia es que ya no vives como antes, ya no vivimos como entonces, y ni siquiera hacemos nada por mantener a flote aquellas ideas. Nos explicábamos coherentemente el mundo, teníamos el método para analizar cualquier hecho y solución para todos los problemas, incluidos los sentimentales y los del sexo. Nos mandaba una mujer al carajo y corríamos a refugiarnos en El Capital.

—El socialismo —dijo Dani con tono nostálgico, como si se refiriera a cosas perdidas, a una creencia desolificada.

Julieta y Silvia abandonaron el agua y fueron a las habitaciones. Augusto y Dani permanecieron en silencio largo rato, bebiendo güisqui hundidos en la noche, aplastados por la oscuridad intensa, retinta, que los aislaba en una burbuja de luz eléctrica. Se evitaban las miradas como si en ellas fueran a encontrarse reproches por lo que no eran, por ese proyecto descarrilado en que se convirtieron. Augusto tocó la campana y Braulia acudió desganada. Más hielo. Desaparecida la muchacha, Dani le elogió las buenas nalgas, gruesas y poderosas.

—Las nalgas del socialismo —dijo Augusto al fin—. Discusiones en la escuela, discusiones fuera, a todas horas, para aclararnos el socialismo y los caminos para alcanzarlo. Incluso estudiábamos para hacer la revolución. Pero la desgraciada no se presentó, no llegó en el plazo que le fijamos y entonces no supimos qué hacer.

—Sí, sí supimos y lo supimos bien. Si el socialismo no viene a nosotros, nosotros no vamos al socialismo. Y nos dispusimos a esperarlo cómodamente. Nada de abandonar la ideología, más bien fuimos transformando los conceptos en otra cosa, en algo mucho más elaborado. Pusimos atención en los matices, hastiados de un blanco y negro que no condujo a ninguna parte. Pero qué inteligentemente sabemos distinguir los matices, destacando siempre los que nos acomodan. Si en este momento, por alguna razón, los grupos estudiantiles se alistaran para ir a defender una revolución, es seguro que los aplaudiríamos, sí, pero en el fondo estaríamos pensando que gestos como esos, de tal generosidad, no modifican la relación de fuerzas, no ofrecen una solución real para el problema, resultan inútiles, pues. Sin embargo nosotros, mexicanos al grito de guerra, corrimos a alistarnos cuando la invasión a Cuba. También en alguna época fuimos cabrones y generosos, y vamos a decir que sin muchos matices.

—Y también ahora, Dani. Algo le queda al rico cuando empobrece. Si mañana viniera la revolución yo estaría dispuesto a renunciar a todo lo que tengo, a entregarlo todo, a luchar al lado de la clase obrera.

—Al lado de tus peones, supongo. Traes una borrachera linda, Norteño. Renuncias a tus bienes siempre que te pongan la revolución en bandeja. Que los obreros se levanten y comiencen a desenmierdar el país y entonces te vacías los bolsillos y entregas lo que tienes antes de que te lo arrebaten. Te aseguro que a tus peones, a los que trabajan estas tierras que según nuestras viejas ideas deberían ser suyas, les pagas una miseria.

Augusto Dávila, reflexivo, tamborileó sobre el cuero de la mesa. Se tragó un eructo y después los ojos le chisporrotearon.

—Ya vienen las muchachas —observó.

Julieta se había puesto un vestido de grandes flores amarillas sobre fondo verde, muy suelto y con ondulaciones que se le pegaban al cuerpo caderón. Fue a sentarse al lado de Dani y le tomó la mano.

—¿Ahora sí te vas a tomar un güisqui?

—Me lo tomo.

Si fuera buena se tomaría diez o veinte y él la llevaría a la cama con una borrachera fenomenal. Así no tendrían que hacer el amor, no sumaría su cuerpo a ese cuerpo cuya frescura, sus deleitosos aromas, le repugnaba ahora, contrapuesto con el cuerpo con olores de flujo femenino, sexual, que acarició antes del baño. Dani le preparó un jaibol muy cargado de güisqui.

Silvia vestía pantaloncito y una blusa breve, una franja de tela que le cubría los pechos. Era una hembra de primera, exuberante, un animal sano de facciones atractivas. Julieta era hermosa y fina, pero salía perdiendo frente a la cachondería tosca de Silvia.

—¿Qué quieres tomar?

Silvia pidió ron y Augusto hizo que Braulia trajera una botella de Havana.

—Ya ves, compro ron cubano.

Dani sonrió. Antes soñaban con importar la revolución cubana, ahora se conformaban con beber ron importado de la isla. Una manera de pagar la cuota.

—Yo también me voy a tomar un ron —dijo Dani.

—Para sentirse revolucionario. Es a toda madre emborracharse con productos socialistas, ¿no?

—Si te molesta tomo güisqui y sigo siendo reaccionario, pero yo lo hacía porque nada más queda otra botella y entonces qué van a tomar Julieta y tú.

Una risa larga de Augusto revoloteó sobre la mesa.

—Ya no aguantas una broma, Rebelde, hasta en eso has cambiado.

Dani se enfurruñó. Julieta le acercó el rostro y le besó levemente los labios.

—¿Verdad que sí? ¿Verdad que te gusta que te haga bromas en la cama?

Dani la apartó con suavidad. Tintineó con la una en el vaso de ella.

—Tómate el güisqui y cuando estés borracha bromeas todo lo que quieras. Te prometo mi benevolencia.

Braulia hizo algunos viajes más con hielo. En el tercero trajo la botella sobrante de Ushers y otra de Havana.

—Después, mañana, no me las vaya a reclamar —le dijo engallada a Augusto.

Augusto jaló un equipal y lo ofreció a la muchacha.

—A ver, ándele, siéntese y se toma un trago con nosotros.

—No qué. Si yo no tomo.

—Tómese un trago, yo la he visto tomar.

Si bien Augusto mostraba una testarudez seca y grosera, la muchacha parecía divertirse y eso evitaba cualquier tensión que un enfrentamiento formal hubiera provocado.

—Tengo café allá en la cocina.

—Pues tráigaselo y saca una botella de coñac y se lo toma con coñac, pero aquí con nosotros.

—Yo no tengo amistad con el señor ni con la señorita.

Augusto fue a la cocina mientras Braulia, indecisa, se paseaba a medio camino entre la mesa de los contertulios y la puerta batiente que daba a la cocina. Augusto volvió con la taza de café, una botella de Hennessy y dos copas. Obligó a Braulia, forzándola casi físicamente, a sentarse a la mesa: Sirvió dos copas.

—Nos vamos a tomar una usted y una yo. De un trago, ándele.

Augusto puso el ejemplo. Braulia, sin reticencia, apuró su copa. Luego hizo algunos gestos de malestar y se golpeó el pecho, tosió, se quejó de lo fuerte de la bebida.

—Ahorita se le olvida lo fuerte. A ver otra.

Augusto llenó las copas con cierto gozo maligno.

Los demás asistían interesados a la representación, como si contemplaran un acto circense, el equilibrista que se tambaleaba en la cuerda elástica y sube y baja pidiendo auxilio. Sólo que no se sabía quién era el equilibrista.

Norteño cabrón, pensó Dani. Quería demostrarle que igual alternaba con un subdirector que con la sirvienta; llegado el caso, con un millonario y con un pordiosero. Dani levantó su bebida.

—Salud, Braulia, por el gusto de conocerla. Salud, Silvia. Salud, Julieta.

Braulia levantó la copa y respondió las saludes. Bebieron todos.

—¿Cuántos años tiene, Braulia? —preguntó Dani.

—Veintidós entrados a veintitrés.

—¿Es casada?

—No, no me quiero casar. Los hombres nada más maltratan. Braulia miró, admiró a Julieta.

—Su esposa está muy bonita —dijo.

—No es mi esposa.

—Bueno, su novia.

—Tampoco es mi novia, pero tengo esposa y tres hijos.

Augusto llenó la copa de Braulia. Comprendía muy bien las intenciones de Dani. El funcionario público que dependía de su salario y no de su capital y por lo tanto era capaz de tratarse de tú a tú con una ranchera, una sirvienta; era capaz de hacer confidencias, de ridiculizar a la querida para ganarse al público.

—Cuídese, Braulia, al señor le gustan mucho las muchachas. Ya oyó, es casado y mírelo con la señorita. Cuídese.

Julieta se chupaba los labios, su boca era una raya pálida. Braulia bebió y después echó a reír.

—De qué me voy a cuidar. La señorita es bonita, y su esposa también ha de ser, ¿verdad?

—Mi mujer es bonita —reconoció Dani—, pero no es tan joven como Julieta y es mucho menos joven que usted.

Augusto comenzaba a arrepentirse del juego. Le sirvió más coñac a Braulia y la envió a la cocina, allí podría beber todo lo que quisiera.

—No, quédese con nosotros —dijo Dani.

Julieta se sirvió medio vaso de güisqui y puso mucho ron en el vaso de Dani.

—Salud —dijo—, por tu esposa.

Dani se negó a beber. Que no le viniera ahora Julieta con un ataque de celos. Desde dos años atrás, desde que se conocieron y hubo cena y baile, lo sabía casado. No acostumbraban mezclar sus otras vidas con esa relación.

—Si tienes amantes no me importa, no me inmiscuyo en tus ires y venires, no te espío por el ojo de la cerradura. Así que deja en paz a mi esposa y que no te rechinen los dientes cuando se hable de ella.

—¿Y tampoco te importa si tu Cristina tiene amantes?

Dani no quiso responder a la pregunta torpe. Dirigió una mirada risueña a Braulia, a Augusto, a Silvia.

—Estamos dando lo que se dice un espectáculo.

Con el vaso en la mano se dirigió a Julieta.

—Salud, Julieta. Vamos a beber por nosotros dos.

Braulia se levantó. Sin decir palabra se fue echando para atrás con los brazos cruzados sobre el pecho, protegiéndose de una perversidad que no entendía, mirándolos como los miraría un animal intimidado, una bestia pura.

—No se vaya, Braulia. Quédese a tomar otra copa —dijo Dani.

Pero Braulia meneó pausada la cabeza, negándose, en retirada.

—Váyase a dormir y mañana levanta esto —concedió Augusto.

Se fue Braulia y repentinamente se borró de las mentes y corazones. Dani insistía en el brindis.

—Por nosotros dos, Julieta.

Julieta accedió. Dani, complacido, la vio agotar el güisqui. Luego bebió lo suyo y llenó todos los vasos. Güisqui para Julieta y Augusto, ron para Silvia y para él.

—Vamos a beber, vamos a bebernos hasta el agua de la alberca.

Silvia se había acercado a Augusto, lo envolvía con su mera proximidad, lo protegía, y se protegía, de los efluvios nocivos de una relación que, buena y sana horas antes, acababa de irse a la escupidera.

—Después de ésta nos vamos a acostar —dijo melosa, repegando las tetas a las costillas de Augusto.

—Después de esta botella —dijo Augusto y señaló la botella de coñac que andaba por la mitad.

—Tengo mucho sueño, muuucho sueño.

Finalmente los pezones erguidos, la pierna morena y dura que se enredaba en la suya, la voz insinuante, la mano que jugueteaba con el vello de su pecho, precipitaron a Augusto a la habitación. Ofreció la casa a sus invitados, era suya, podían envolverla y echarla a la maleta.

Dani aprovechó la soledad para meter la mano bajo el vestido de su compañera. Julieta se dejó acariciar la rodilla, pero frenó la mano que le avanzaba por el muslo. Imperativa, áspera.

— Estoy reglando, Dani.

—Falso, tuviste la regla la semana pasada.

—Hace diez minutos comencé a reglar, Dani.

—¡Ay, Julieta! Ay, Julieta.

Dani sometió los impulsos de darle una bofetada, insultarla, arrojarla a la alberca con todo y asiento. Se dedicó a beber en silencio y virtualmente ajeno a la presencia enemiga.

—Me voy a acostar —dijo ella—. ¿Vas a quedarte aquí toda la noche?

—Puede ser.

Julieta se incorporó y con paso rápido, azotando los mosaicos, marchó a su habitación. Dani esperó una media hora, se demoró en dos rones y varios cigarros y al fin decidió acostarse, pero en cama separada, lejos del cuerpo lleno de gracia.

Julieta había echado llave. Dani tocó quedo con los nudillos, golpeó con la palma de la mano, se entretuvo jaloneando la manija. A Julieta le dolía Cristina y nunca se lo había dicho.

Volvió a la terraza y se sirvió más ron. Con el vaso en la mano bordeó la piscina y fue a los límites del prado, donde comenzaban los campos labrantíos que se extendían hasta el río Yautepec. Dani se dejó caer en el césped. Contemplando la cerrazón de la noche, el cielo estrellado y sin luna, escuchando el rumor sordo de las aguas en el pedregullo, bebió su ron, más sereno a cada trago, convencido del inminente acabamiento de una relación que pudo ser dichosa.

Volvió a la casa y fue apagando luces. Recorrió la terraza, el comedor, la sala. Invadió luego un patio interior que comunicaba con la cocina y los cuartos de la servidumbre. Asomándose por el ventanucho de uno de los cuartos, malamente cubierto con periódicos, descubrió a Braulia. Se acercó a la puerta, hizo girar la perilla y entró. Braulia dormía como una alma buena, con un sueño sin sobresaltos. Dani se acomodó en el borde de la cama y comenzó a acariciar el cabello de la muchacha, el rostro, la brillante y elástica piel de la espalda. Percibía sus olores, sudor agriado, emanaciones extrañas de poder afrodisiaco. Aproximó los labios a la piel, rozándola, depositando en ella un vaho alcoholoso. Cuando subía hacia el cuello, buscando una oreja pequeña y de bordes duros, Braulia despertó, giró violenta y se quedó mirando al intruso, asombrada pero sin pánico. Se quedaron viendo largos minutos, enmudecidos, como si no hubiera palabras buenas para rechazar, justificarse o exigir. Dani alargó la mano, acarició el rostro de la muchacha y ella lo dejó recorrer sus líneas imperfectas, Dani la besó, clavó la lengua en aquella boca cálida y amplia. Echó el cuerpo sobre ella y no dejaba de besarla, de lamer la piel, el cuello, los pechos abombados, mientras se despojaba del pantalón.

Dani, exhausto y aligerado, permaneció quieto al lado de la muchacha. Retrasaba el momento de levantarse y, quizá, derribar la puerta de su habitación, acostarse muy pegado a Julieta para que le percibiera el olor rústico que había adquirido y así infamarla en el nombre de Braulia, por su esencia.

Braulia había vuelto a su sueño tranquilo. Dani se levantó con desgano y antes de abandonar el cuarto dejó sobre la cama un billete de cien pesos.

En la terraza se detuvo para beber un trago final. Se acomodó en un equipal, y muy temprano, en el amanecer deslumbrante, allí lo encontró dormido Augusto. Inocente, infantil.