Material de Lectura

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de la Torre




Nota
introductoria de
Silvia Molina



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Nota introductoria

 

Gerardo es sentimental y apasionado; bueno como pocos, irónico como él solo y fanático del béisbol, quizá porque lo jugó durante años. Fue actor, quiso escribir teatro, ha hecho periodismo, historietas y guiones de cine y televisión que se han filmado o no y que han tenido éxito o no; reconoce a Hemingway como a uno de los autores que más lo han impresionado, y como el mejor amigo que tuvo a Juan Manuel Torres. Toma Siloprin para la gota, y a veces deja de beber y pide limonadas. Pero sobre todo, Gerardo es profundamente humano como lo es su obra, construida a partir de su experiencia. Lo que a Gerardo le interesa o lo que nos entrega en sus cuentos y novelas es el alma del ser humano, a pesar de que se le ha querido encasillar como un escritor de “tendencia social” o como un narrador de “La onda”. Nada más absurdo.

Gerardo de la Torre pasó un poco inadvertido precisamente cuando los onderos hacían moda. Ahora, pasada ésta, se salvan tan pocos autores que sobran los dedos de una mano para contarlos; pero nos queda la posibilidad de encontrar a los talentos de ese tiempo. Uno es, sin duda, De la Torre, porque su obra, vista en conjunto y a distancia, permanece no sólo por la fuerza con la que pone en evidencia las contradicciones del hombre y sus infiernos (el alcoholismo, la frustración, la corrupción, la injusticia, la ira, el dolor, la rebeldía, la crueldad, la represión, el miedo y la fantasía, las pasiones y el amor a pesar de todo) sino también por lo bien construida. El lenguaje y las técnicas narrativas que maneja son impecables por lo bien trabajados y porque expresan nítidamente al hombre y a la sociedad que el escritor observa.

Los que han visto la “tendencia social” en Gerardo han comparado su obra con la de Revueltas, pero como el mismo Gerardo reconoce, sólo tienen en común que ambos intentan darle una forma literaria a la vida. Las novelas de Revueltas son más reflexivas, más filosóficas, mientras que las de Gerardo son más narrativas. “Yo estoy preocupado por los hechos, por las situaciones, por lo meramente anecdótico; Revueltas está mucho más preocupado por la reflexión que por los hechos.”

Gerardo de la Torre proviene de una clase popular: heredó de su padre una vida de obrero en PEMEX. Esta circunstancia lo condujo de una manera natural a recrear ese mundo que la experiencia le regaló mientras sus compañeros de generación exploraban los temas de la clase media.

De la Torre nació el 15 de marzo de 1938 en la ciudad de Oaxaca. Terminó la primaria y dejó a medias la secundaria cuando entró a trabajar, en 1953, a Petróleos Mexicanos, donde permaneció 18 años como obrero. A la literatura llegó por su barrio: la Narvarte, donde conoció a José Agustín; y entró por las puertas del teatro: unas clases que impartía el Seguro Social a sus afiliados. Comenzó como actor (y “escribiendo” obritas de teatro). De allí saltó a publicar con sus amigos del Café San José La hoja literaria, y con Anya Schroeder Nuevas letras. Más tarde participó en el taller de Juan José Arreola al lado de José Agustín, René Avilés Fabila, Alejandro Aura, Roberto Páramo, Jorge Arturo Ojeda, Elsa Cross, Eduardo Rodríguez Solís y Antonio Leal, entre otros. Entonces escribió la mayoría de los cuentos que aparecieron publicados en su primer libro, El otro diluvio, en los que no encontraba aún su propia voz y quedaron bajo la influencia de Arreola.

Gerardo de la Torre publicó su primera novela, Ensayo general, en 1970. En ella, el telón de fondo es el movimiento sindical de 1958 y 1959; lo que le sirve para retratar en forma extraordinaria la figura de los líderes sindicales de nuestro país. Sin embargo, su novela va mucho más allá: es la historia de dos hombres (dos amigos que han crecido juntos desde niños) y la manera en que ambos se enfrentan a los retos de la vida. La novela está narrada desde diversas voces (primera, segunda y tercera personas) y sorprende por lo bien entretejidas que están sus estructuras.

Su segunda novela, La línea dura, es interesante a partir del planteamiento: los tres últimos días de la vida de un sastre que decide tomar una chinampa en Xochimilco y declararla el segundo territorio libre de América. La historia de este sastre le da la oportunidad a Gerardo de la Torre de jugar hasta encontrar su propia libertad en el terreno de la escritura. Si Ensayo general gozaba ya de una estructura impecable y de un lenguaje narrativo propio del escritor, en La línea dura los perfecciona echando mano de un elemento nuevo: el humor. Sin embargo, lo que descubrimos en las acciones del sastre es una historia profundamente dolorosa a pesar de la ironía.

En Muertes de Aurora, su tercera novela, vuelve a surgir el medio petrolero, ahora, durante el 68: la experiencia del autor, cuando dirigió el movimiento en la sección 35 de PEMEX. Cualquiera diría, sin fijarse, que la novela pretende recoger la historia política del país (lo cual es verdad en cierta forma), pero habría que hacer hincapié en que lo que sostiene la anécdota son los problemas del ser humano y sobre todo, la historia de un hombre obsesionado por la muerte de su mujer, ocurrida tiempo atrás pero que se repite con la misma intensidad en contextos diferentes varias veces.

Gerardo de la Torre tiene además dos volúmenes de cuentos: El vengador y Viejos lobos de Marx, donde ha reunido textos con temática diversa pero en los cuales pinta a esos hombres y mujeres de la clase media enajenados y frustrados para los cuales la vida empieza a pesar, a esos hombres y mujeres obreros que sufren o ejercen la corrupción y la represión; y una novela: Hijos del águila, donde volvemos a reconocer las obsesiones del escritor y su mundo, el nuestro, el México que le ha tocado vivir y amar, odiar y padecer y que nos entrega con una gran pasión literaria.
 

Silvia Molina


El guerrero

 

A los 40 años de edad, Guerrero, ya no es lo mismo. El cuerpo pierde elasticidad, los huesos se hacen frágiles y quebradizos, los reflejos se han ido al diablo y no hay músculo que te responda, te falta velocidad y, lo más importante, en algún sitio, a lo largo de la vida, de los años, del trajín de todos los días en la oficina, de la comodidad hogareña, se ha quedado la agresividad. Y el valor.

El Guerrero sonrió y dijo que de todos modos tenía ganas, muchas ganas de participar en ese partido. Pero son jóvenes, Guerrero, veteranos de tantas batallas como nosotros, y hace dos o tres años, cinco a lo más, eran estrellas. Que yo recuerde, la última vez que te pusiste los arreos fue hace 15 años, ¿o 16, o 17? Además la técnica se ha venido perfeccionando. Los muchachos golpean mejor, conocen los puntos débiles y en una de ésas te prenden y no sabes ni cómo y allí estás conmocionado. Yo diría que lo pensaras. Claro, en nuestros tiempos se jugaba más fuerte y con menos técnica y si quieres con menos protección. Pero los golpes son golpes, Guerrero, entonces y ahora.

Bueno, dijo el Guerrero, pero entrenando unos días me pongo en forma y... Tú sabes, más tiene el rico cuando empobrece. Ya sé, Guerrero, que van a salir a orearse las viejas glorias, las hazañas cumplidas. Nomás te aclaro, Guerrero, que se puede vivir para los recuerdos o a pesar de los recuerdos, pero no de los recuerdos. Nomás te lo recuerdo, Guerrero.

Y de pronto el Guerrero estaba en el juego ocupando su posición antigua de corredor. El juego de veteranos había atraído una multitud. El Guerrero no tenía conciencia, y en eso el presente era idéntico al pasado, del griterío en las tribunas. Se hallaba sumergido en un silencio denso, el silencio de un campo de batalla antes de la batalla, apenas roto, penetrado, por las voces del mariscal de campo.

Jeeep/do... Jeeep/do... Jeeep/do. El centro entregaba el balón.

Era una jugada de engaño y el Guerrero pasaba al lado del mariscal de campo y, sin balón, iba a estrellarse contra la muralla de cuerpos. Los jugadores de su equipo se reunieron a unos pasos para decidir la siguiente jugada.

Vamos por ocho yardas, Pelón, ¿cómo te sientes? El Pelón era el tacle derecho y dijo que fueran por ellas, él se encargaba. Directa, Alfredo, te vas detrás del Pelón y te cortas para donde se abra el hueco. Le daban otra vez el balón a Alfredo y el Guerrero supo que no le tenían confianza. Me creen viejo, pero en la primera oportunidad les demuestro. Otra vez el silencio previo a la batalla. Otra vez los gritos contundentes del mariscal. Con la primera llamada el Guerrero hizo un movimiento distractivo hacia el lado opuesto al del choque. Alfredo consiguió tres o cuatro yardas y el Guerrero vio que entraba al campo el equipo de relevo. Se dirigió a la línea lateral y en el camino dijo, débilmente, más bien para sí, que no pasen, muchachos, no los dejen.

El Guerrero se quitó el casco y se fue caminando hacia uno de los extremos del estadio, hacia el túnel que llevaba a los vestidores. Estarían pensando sus compañeros y el entrenador, si es que lo observaban, que el Guerrero, agotado, desistía, que los años y el miedo habían acabado por derrotarlo. El Guerrero se dio vuelta y pudo darse cuenta de que nadie lo miraba, atentos todos a lo que sucedía en el terreno de juego. Entonces echó a correr hacia la banca y se unió al grupo. Su respiración pausada, normal, demostraba que una carrera de 30 o 40 yardas no le hacía daño. Permaneció de pie al lado de la línea de cal que delimitada el campo de batalla.

El equipo azul y oro no hizo mayor daño y los guindas tomaron la ofensiva. El Guerrero se puso el casco. Iba a entrar al terreno cuando el entrenador lo detuvo. Vamos a dejar que el Martillo nos enseñe qué le queda. El Martillo tenía 10 años menos, una buena razón para que a él lo sentaran. En la posición de corredor izquierdo había comenzado el juego Rafael Urrutia, un bebé de 80 kilos y uno ochenta de estatura, rápido, fuerte, que no pudo hacer nada. El Guerrero había estado dentro durante dos series de jugadas y nada tampoco, pero la verdad es que ni siquiera tuvo el balón en las manos. Ahora el Martillo. En la vida usaba unos lentes gruesos, fondos de botella, y el Guerrero no se explicaba cómo podría arreglárselas sin ellos en el campo. El Guerrero también usaba anteojos, pero solamente para ver de muy lejos, para distinguir los ojos facetados de una mosca parada en la punta de la nariz de un hombre trepado en lo más alto de un campanario.

El Guerrero fue a sentarse. Ahora estaría largo rato en la banca, porque seguramente el entrenador recurriría a Rafael en la siguiente serie, si no es que hallaba por ahí otro veterano de historial brillante. El Guerrero se miró el uniforme enlodado en las rodillas. Y con razón. Lo único que había logrado fue arrodillarse ante los contrarios. Imaginaba la crónica del día siguiente. El Guerrero San Martín, que en los años 60 brindara partidos inolvidables, demostró ayer que el tiempo aniquila. Dos veces estuvo en el terreno y las dos las pasó de rodillas. Ciertos veteranos deberían comprender que llega el momento en que este rudo deporte sólo es bueno cuando se mira desde la tribuna.

Se volvió hacia la tribuna y se le arrojó una visión de rostros frescos, adolescentes. Dolía, pero lo aceptaba, reconocer que muy pocos espectadores tenían memoria de él. No más de una docena acaso. Media docena, exagerando, recordaría su nombre y apellido. Y se daba por satisfecho con que una persona, entre aquellas diez mil, citara la anotación en el último minuto o las 300 yardas que ganó en un juego. Le pegaba el aire a las glorias antiguas, a las hazañas indocumentadas. Nomás quiero decirte, Guerrero, que a la momia le da el aire y se desmorona, se convierte en polvo. Los compañeros iban hacia el túnel, desaparecían en el túnel.

Llegó a los vestidores cuando el entrenador comenzaba a exponer la táctica para el segundo tiempo. Los muchachos miraban atentos el pizarrón queriéndose grabar muy bien cada línea que representaba un movimiento, cada cifra que significaba una situación. Hasta el momento no había anotaciones y para el Guerrero ganar o perder era una cuestión de pantalones. En condiciones semejantes, cuando los dos equipos se mantienen la mitad del tiempo parejos, el triunfo se inclina hacia los más valerosos, hacia el equipo que compromete el corazón. Le vinieron a la mente las arengas violentas y apasionadas de los viejos entrenadores. No hablaban de las debilidades que nuestros observadores han descubierto en la defensa del enemigo, sino de la costilla que le rompieron a nuestro compañero el receptor, de los escolares símbolos que amaban, del honor.

Una vez que el entrenador dijo relájense, descansen, el Guerrero se colocó frente al pizarrón y borró círculos, líneas, números y letras. Iba a escribir una palabra, el nombre de la escuela, y se arrepintió. Escribió el número que llevaba en el pecho y quiso decir algo y se dio cuenta de que no podía decir nada y los otros lo estaban mirando como a un viejo ridículo.

El juego estaba terminado. Los de guinda y blanco perdían por siete puntos y los contrarios se disponían a patear el balón. El Guerrero había visto jugar a Urrutia y al Martillo. El Guerrero le pidió al entrenador que lo dejara recibir la patada.

Muy atrás, abandonado, solitario, escuchaba las llamadas del mariscal azul y oro. Vio salir el balón. Lo vio elevarse y volar por encima de su cabeza, recortándose contra un cielo muy azul. Lo vio chocar con el suelo, saltar hacia un lado, hacia otro, sin rumbo, como un animal enloquecido. Y lo tomó. Se dio vuelta. Sabía que los hombres de casco dorado, once figuras que se desplazaban en el sentido de su avance, once cuerpos cuyos movimientos dependían de su decisión, querían atraparlo, deseaban destruirlo, no tenían idea. Buscó la protección de los cascos blancos, un arco, una valla, un puente que le permitía escapar. Corrió. Percibía, porque no veía sino las líneas del terreno, una aquí, otra adelante, ésta que dejó atrás, aquella que debo alcanzar, la caída de cuerpos con casco dorado ante el embate de los cuerpos con casco blanco. Y ahora un cuerpo de casco dorado se le enredaba en las piernas y el Guerrero caía, perforaba una costra lodosa, la tierra, se hundía en ella como si quisiera hundirse para no sufrir más humillaciones, no arrodillarse jamás ante nadie. Te lo advertí, Guerrero, ya no está uno para estos trotes. El Guerrero se levantó y uno de los árbitros le pidió el balón. ¿Por qué a mí? Miraba al árbitro preguntándole con el azoro de sus ojos por qué se lo pedía, si él no tenía idea del destino de ese balón. En las tribunas gritaban, Guerrero, Guerrero, Guerrero. Se dio cuenta entonces que tenía el balón, de que se lo entregaba al árbitro.

¿Fue Urrutia o fue el Martillo? Uno de ellos lo acompañó a la línea, de hecho lo condujo a ella y le señaló la banca. Iba a sentarse pero no se lo permitieron. El entrenador le puso un pañuelo en la nariz mientras lo felicitaba, y el Guerrero se dio cuenta de que sangraba. Qué carrera, qué pantalones, Guerrero. Lo palmeaban, lo abrazaban, lo apretaban y él quería preguntar qué había sucedido. Se pasó la mano por los labios, vio la mano enrojecida, sintió en la boca el sabor de la sangre. Uno de los aguadores le dio una toalla húmeda y repitió qué carrera, 70 yardas, Guerrero.

Desde la banca, con la toalla fría colocada a modo de turbante, el Guerrero observaba el juego. Estaban en la yarda 20 de los enemigos, perdían por siete puntos y el corredor izquierdo era Rafael Urrutia. Rafael dejó caer el balón y los enemigos comenzaron a correr. Pero perdieron el balón. El entrenador preguntó al Guerrero si quería entrar y el Guerrero se acomodó el casco.

Jeeep/do... Jeeep/do... Jeeep/do. Alfredo ganó dos yardas por fuera del ala. A ver, Pelón, vamos con el Guerrero. Vamos. El Pelón cayó y el Guerrero fue derribado a un paso. Otras dos yardas. El tiempo terminaba y ellos necesitaban siete puntos. Tú tirabas buenos pases, Guerrero, ¿quieres tirar?

¿Qué quedaría de tiempo? Un minuto, minuto y medio. Te vi asentir, Guerrero. El mariscal dijo las señales, tomó el balón y te lo entregó. Corriste hacia el lado derecho, y cuando todos estaban esperando que continuaras la carrera allí estabas, inmóvil, buscando, dejándote cercar con el balón a la altura de la cabeza.

Vi que Carretero, el ala izquierda, se despegaba de sus vigilantes y se internaba en la zona de anotación. Los cascos dorados me rodeaban, uno se me vino al pecho como un relámpago y tiré el balón a Carretero. No siempre se deja uno derrotar por el tiempo.

Tranquilo, viejo. Tranquilo, muchacho. ¿No te lo había dicho, Guerrero? El balón volaba muy alto, se recortaba contra un cielo muy azul.

El Guerrero abrió los ojos. Sentía opresión en el pecho y varios hilos de sudor le bajaban por la frente. Dejó que su mirada se acostumbrara a la oscuridad y se incorporó. Quedó sentado en la cama. La respiración de Magdalena era plácida, suave. Otras noches ella, en la mitad del sueño, agitaba el cuerpo del Guerrero y al abrir él los ojos atónitos, todavía ciegos a la realidad, partícipes del sueño, le mencionaba otra vez las pesadillas.

El Guerrero se levantó con delicadeza para no despertar a Magdalena. Pasó por la habitación de los niños y en la sala, iluminado por un fulgor amarillento que atravesaba el ventanal, decidió fumar un cigarro, pensar, reconocerse. ¿Qué quedaba del Guerrero? A los cuarenta años las piernas le servían para caminar, no demasiado, porque el Rambler lo llevaba a todos lados. Tenía brazos fuertes y los usaba en la cantina, cada viernes, para doblar las latas de cerveza que los compañeros le ofrecían. Todavía estás duro, Guerrero. Pero se había ablandado. Lo ablandó el señor Kermit, que cada vez, con cada sonrisa, con los brazos abiertos y unos dientes que deslumbraban, le entregaba un diploma por las buenas ventas del año. Lo ablandó el cheque anual, jugoso, que le anticipaba unas hermosas fiestas de fin de año. Y también lo había ablandado Magdalena. No decía una palabra Magdalena, pero cómo disfrutaba del club, del cochecito que le cambiaba cada año, de los desayunos dominicales, de los relojes de cada 10 de mayo, de la fiesta que hacemos a los niños para el cumpleaños en ese salón tan bonito con payaso y mago. ¿Y si todo cambiara, Magdalena? ¿Si de pronto nos viéramos arrojados a un departamentito incómodo, a las quincenas inseguras, al coche que cuando no se jode del carburador falla de las balatas? Pero, Magdalena.

El Guerrero le dio vuelta al vaso, jugó a darle vueltas al vaso en la mano. Un vaso vacío, un vaso que le había brotado de la mano en ese instante. Lo llevó a la cocina, lo depositó en el fregadero entre un montón de platos sucios, vasos con residuos de leche y trozos mordisqueados de salchicha. Buena mujer la Magdalena. Mañana, sábado, antes de que él abriera los ojos, Magdalena ya estaría viendo que se levantaran los niños y vigilando que les hubiese dado el desayuno: medio vaso de jugo de naranja, un huevo revuelto con jamón para los menores y quizá dos huevos para el mayorcito que ya estaría preguntando por qué papá tomaba güisqui cada noche.

No podría explicártelo, Magdalena, pero en alguna parte, intacto, me queda el valor. Soy un guerrero viejo pero valeroso. Ese casco dorado se me venía encima, Magdalena, y no le tuve miedo. Soy el Guerrero. Y solamente quiero que tú y los niños, en su momento, lo comprendan. Nada más.


Viejos lobos de Marx

para Susana y Abelardo

Esta casita, así como la ves, me salió en poco más de un millón de pesos: Tuve que construirle fosa séptica porque todavía no hay drenaje en la región ni han entubado el agua potable. Para beber y cocinar me traen agua del pueblo en garrafones, y eso sí, para los tragos agua embotellada.

Estaban en una terraza alargada que comunicaba el ala principal, el edificio de ocho habitaciones dobles, con el ala que albergaba la sala, el comedor espacioso con mesas para veinte personas, la cocina, dos habitaciones extras y cuartos para la servidumbre.

Augusto levantó la botella de güisqui Ushers y con un gesto le preguntó al interlocutor si le servía.

—Sí, dos dedos.

Dos dedos colocados verticalmente uno sobre otro, repitió su antiquísimo chiste Augusto, y sirvió razonablemente en los dos vasos. Tomaron hielos semiderretidos de un platito con más agua que cubos y el interlocutor completó las bebidas con sifón.

—El terreno me costó cualquier cosa, cinco pesos el metro hace siete años, pero no había nada aquí, un erial, apenas un angosto camino que las autoridades prometieron pavimentar. Me enteré por un amigo bien colocado en el gobierno local, íntimo del director de obras. Parece que tenían la intención de hacer aquí un fraccionamiento muy exclusivo y no sé por qué pero el proyecto se cayó. De todos modos pavimentaron, es una carretera necesaria. Como te habrás dado cuenta son tierras de labranza, dan caña, maíz, frijoles, cebollas, aunque son malas para los cítricos. El terreno de la casa era una parcela de un medio pariente de mi primera esposa. El pobre tipo andaba desesperado por vender. Le habían ofrecido una chamba de visitador médico o algo así en el De Efe, y como ya le andaba por dejar la tierra se fue. Un destripado de medicina, con dos años o algo así, pero el cuento es que perdió el empleo, se dio a los tragos, le iba cada vez peor, y como no tenía ganas de volver a la agricultura comenzó a ofrecer a tres pesos metro. Yo le di cinco, le compré ésta y otras dos parcelas. Aquéllas las estoy surcando y esta semana comienzo a sembrar, A ver si mañana temprano damos una vuelta. No son gran cosa, diez o doce hectáreas, pero es buena tierra y bien trabajada produce cantidad. Si ahora las viera el tío se moría de envidia. Pobre diablo, no sé que habrá sido de él. Pero de mi mujer tampoco sé nada. Cada dos o tres meses le mando un cheque a casa de su madre y eso es todo, jamás me llama, jamás me molesta. ¿Te platiqué alguna vez por qué nos divorciamos?

El sol comenzaba a declinar. Al norte, doraba los peñascos del macizo atravesado entre la región y el valle de México. Augusto permaneció unos instantes embebido en los resplandores. Tocó una campanita de plata para llamar a la criada. El interlocutor había terminado su güisqui y, sin mencionarlo, reclamaba otro. En el vaso de Augusto quedaba un resto bueno para llenar la boca.

—No te imaginas cuánto gusto me da que hayas venido, Dani. De veras que estoy contento, no pensé que te fueras a animar.

—A mí también me da gusto verte, ver que te ha ido bien. La carrera te sirvió para un capirucho, ¿no?

Braulia, la sirvienta, se acercó en silencio. Era una muchachota morena, aindiada, con unos pechos grandes que le querían reventar las costuras del vestido. Augusto puso en los vasos el poco hielo que quedaba y ordenó a la muchacha que trajera más y un sifón. Sirvió güisqui en los vasos y esperó el agua.

—Me ha ido bien de milagro, pura suerte. Nunca busqué nada de lo que tengo. Estos terrenos, ya te dije, los adquirí gracias al pariente jodido. Tengo otros en mi tierra, Coahuila, que en parte eran de la familia. Quince hectáreas con peras y duraznos, pero no me ocupo de ellas, las rento. Y a ti no te va tan mal, Dani. Buen coche, esposa, tres hijos, trabajo seguro por lo menos por el sexenio. No te quejes, sécate las lágrimas.

Llegaron los hielos y el sifón. Con los vasos llenos Augusto y Dani se reacomodaron en los equipales. Mudos, miraban los dos en la misma dirección, hacia aquellos peñascales que se iban desdorando, que adquirían tonalidades: anaranjadas, violetas, cada vez más oscuras.

—No me quejo, no me estoy quejando. Tendría que estar ardiendo de envidia, Augusto, y no estoy. A cada quién le va como debe irle.

—¡Carajo! Esas muchachas no se cansan del deporte. Lo bueno es que ya comienza a oscurecer. A lo más la luz aguanta hasta las siete y ya faltan veinte. Ya que se vengan a tomar un trago. ¿Te dije por qué nos divorciamos? Tú conociste a Patricia, la conociste bien, no sé si salieron alguna vez. A Patricia le jodía mucho su madre, pero en la escuela era de las liberadas, ¿te acuerdas? Bronca y de trato fácil.

—Como las demás, como casi todas.

—¿Saliste con ella? ¿Tuvieron relaciones?

—No preguntes pendejadas. En aquellos tiempos salir con alguna muchacha no significaba nada. No pasábamos de las caricias, el manoseo y el noviazgo apenas un poco más que platónico. Pero no te preocupes, nunca me acosté con ella, si eso es lo que te está matando.

—Sí, fue una estupidez preguntar, pero tuve miedo de que... Bueno, no lo entiendo, Patricia dejó de interesarme hace muchos años, antes del divorcio, tal vez antes del matrimonio. Además tienes razón. Éramos distintos, distintos a los jóvenes de hoy. Yo quisiera creer que éramos más sanos, más limpios de corazón. La verdad es que padecimos muchas más frustraciones, sobre todo en lo sexual. Tú sabes, nos faltaron las pastillas y odiábamos los condones. ¿Alguna vez nos fuimos juntos de putas? Siempre le tuve miedo a las enfermedades, y así y todo cuando menos les caía una vez a la quincena y después me lavaba el aparato con alcohol y con no sé qué tantas cosas. Ni así me libré de las condecoraciones. Fue la época en que trabajaba con Singer, ya pasante. Máquinas de coser, refrigeradores, tejedoras. En la escuela, tú lo sabes, siempre andaba ofreciendo artefactos a crédito a los compa-ñeros, pero muy pocos se dejaron enganchar. Qué muertos de hambre éramos, pero recuerdo cosas muy bellas, momentos muy auténticos, discusiones apasionadas y violentas. A veces me dan ganas de volver a vivir aquello.

—Con la vida que te das, lo dudo.

—No creas... Ahí vienen ya las mujeres, anímate. Te estoy viendo tristón, como que no te sientan los tragos. O a lo mejor eres de esos que extrañan a la mujer, a la legítima. Y no sé quién eres, Dani, cómo vives, cómo piensas.

Dani se sintió colocado bajo una lupa. Quién eres, cómo vives, cómo piensas, había inquirido Augusto, quien ahora, güisqui en mano, lo contemplaba desde la altura de sus posesiones, esa casa enorme, esa piscina, esa cancha de tenis desde la cual se acercaban las muchachas. Tres preguntas de aire inofensivo que no tenían respuesta o tenían múltiples respuestas parciales, incompletas, definiciones elaboradas a lo largo de años y modificadas ante el acoso de las circunstancias, reinventadas por cada gesto o actitud que uno se descubría.

—Sabes perfectamente quién soy. En realidad no he cambiado gran cosa. Trabajo para el gobierno, soy un burócrata, si quieres un burócrata bien pagado. Tecnócratas, nos dicen.

—No te lo preguntaba para que te disculparas. Lo que sucede, mi querido Dani, es que de verdad he pensado mucho en nosotros, en mí, en ti, en David, en Pablo Pancardo, en otros compañeros de la escuela. Fue una buena generación. Abres los periódicos y te enteras de que uno llegó a secretario de Estado, dos o tres son subsecretarios, alguno director general, y una vez, en las páginas de sociales, me topé con Paco, Paco Delibes, aquel muchacho brillante, de armas tomar, ¿lo recuerdas? Ahora es, o fue, presidente de la sociedad de economistas de la industria automotriz. A Paco todos le augurábamos otro porvenir, podría llegar a presidente o pudrirse en la cárcel. Pero eso, imagínate qué mezquindad, economistas de la industria automotriz. De verdad, Dani, qué poco nos conocíamos entonces.

Las muchachas bordeaban ya la piscina. Subieron riendo, desparpajadas, los escalones de la terraza y fueron en derechura hacia Augusto y Dani. De paso dejaron las raquetas sobre una mesa de pin pon. Dani atrajo a Julieta por la cintura y pegó el rostro al trajecito blanco, ligeramente húmedo, a la altura de las caderas. Julieta despedía un olor carnal, agrio y penetrante, su olor auténtico, no el olor de los perfumes caros que le regalaba Dani. Dani le ofreció su vaso.

—Un traguito.

—Se me antoja una cerveza muy fría.

Augusto hizo sonar la campanita y ordenó a Braulia que buscara la cerveza más fría.

Silvia se había dejado caer despatarrada en un equipal. Sin preguntar, Augusto le preparó un güisqui con soda, fuerte.

—Estoy agotada —dijo Silvia—, agonizante. Me dan ganas de meterme a la alberca. ¿Vamos

Estaba invitando a Julieta y Dani se opuso al remojón aduciendo que comenzaba a enfriar y el agua debía estar helada. En realidad no deseaba que Julieta se despojara de sus aromas excitantes, de esa esencia tan suya que únicamente podía disfrutar en las ocasiones escasas en que, por razones de trabajo, salía de viaje y Julieta lo acompañaba. Acostumbraban dar largas caminatas en las capitales provincianas, visitaban iglesias antiguas, museos, jardines, mercados, los alrededores. De regreso en el hotel se tendían en la cama y hacían el amor antes de meterse a la ducha porque así lo prefería él.

—El agua está tibia —dijo Augusto, y Dani lo aborreció—, la mantengo tibia con un sistema de calefacción solar.

Julieta fue a tocar el agua de la piscina y dictaminó:

—Está rica.

Las muchachas fueron a ponerse los trajes. Augusto explicó que el agua de la región era friísima. En las épocas de calor llegaba a entibiarse por la tarde, pero irremediablemente amanecía helada. Claro que con la calefacción...

—No estás tomando nada, Dani. Acábatelo para servirte.

Dani bebió lo que tenía y con mansedumbre se dejó servir. Braulia acudió a un nuevo llamado de la campana y Augusto le solicitó hielo, otra botella de Ushers y que abriera unas latas, espárragos, ostiones ahumados, pasta de camarón, lo que hubiera.

—Qué gusto estar contigo, Dani. De veras. Me gustaría organizar una reunión con todos los compañeros, con los localizables. Traerlos aquí un fin de semana, divertirnos, venir con las esposas o con las queridas, tomar los tragos y hablar de aquellos tiempos.

—Más de uno tendría que venir con sus guaruras y eso nos estropearía la fiesta.

—Sí. Sauceda. Qué carrera relampagueante ¿no? A los 34 años secretario de Estado. Pero no va a llegar más lejos, no puede ser presidente porque es hijo de español.

—Pero tal vez la gubernatura.

—Tampoco —dijo Augusto sonriente y triunfal— es capitalino, del mero De Efe.

—Tengo entendido que nació en el Estado de México, en alguno de esos pueblitos de nombre indígena.

—No, es capitalino.

—Lo de menos es falsificar un acta.

—¿Tú lo ves, hablas con él?

La pregunta quedó en el aire porque las muchachas habían salido de sus habitaciones y ya se zambullían. Julieta tenía puesta una gorrita de baño que la afeaba, dejaba descubiertas unas orejas grandes y puntiagudas, como de duende, que Dani sólo había conocido en hombres. Posiblemente, pensó, porque las únicas orejas femeninas que se preocupaba por examinar eran las de Cristina, su esposa; orejas breves y redondas, pálidas, casi traslúcidas. De cualquier modo le molestaba el gorro de Julieta. Permitía que Augusto le viera las orejas y el amigo, después, en la intimidad de la recámara comentaría con Silvia que la querida de su condiscípulo era bella, pero esas orejas no alcanzaban perdón. Le entraron ganas de ver las orejas de Silvia. Unas orejas feas lo reconciliarían con Julieta, la pobre de Julieta retozaba en el agua ajena a sus pensamientos, sin preocuparse por aquellos horribles órganos auditivos.

—¿Lo ves, hablas con él?

—Raramente. Hemos llegado a saludarnos en actos oficiales. Alguna vez le llamé por teléfono a petición de mi director.

—¿Cómo se portó?

—Sauceda siempre fue un poco pedante, como buen tonto con aspiraciones. En la escuela no pasaba de perico perro, era una medianía, pero cómo alardeaba de sus éxitos con las mujeres, cómo le gustaba ser incluido en cualquier comisión que se nombrara. Un tipo simpático, eso sí. ¿No llegó a ser de tus enemigos políticos?

Braulia llegó con la botella y los hielos, trajo un platón con ostiones ahumados, aceitunas, trozos de queso y galletas. Augusto le preguntó cuántas botellas de güisqui quedaban.

—Hay otra.

—Había dos. ¿Quién se tomó una?

—Pues si había dos usted se la habrá tomado. Toma y ya luego ni se acuerda.

Braulia se expresaba en un tono a la vez juguetón y desafiante, agradable y pícaro. Se veía que le tenía agarrados los modos al patrón.

—Ándele pues, váyase. Pero ya no ande invitando al novio a tomarse mi güisqui.

Augusto, cuando la sirvienta se retiraba, le comentó a Dani que a Braulia le gustaba lo bueno, no se bebía el ron o el brandy del país sino botellas importadas.

—¡Uy, sí! Si las tiene guardadas con llave —dijo Braulia. Dani lo creyó.

Augusto, originario de Parras, vivía muy humildemente en su época de estudiante, en casas de huéspedes baratas. Había cambiado, como necesariamente habían cambiado todos ellos. Ahora tocaba una campanilla de plata para llamar a la servidumbre, bebía güisqui, guardaba bajo llave las botellas. Indudablemente la mentalidad del norteño también había cambiado.

—Te decíamos el Norteño.

—Será porque soy del norte. Y tú eras el Rebelde. No sé si algo te quede que pueda justificar el apodo.

Dani miró hacia la piscina, Julieta y Silvia se perseguían bajo el agua. Una de ellas emergía de pronto y gritaba, fingía chillidos de espanto. La otra aparecía sonriente a su lado, reían, tornaban a sumergirse. Dani las imaginó involucradas en algún juego de lesbianas, provocándose deseos que luego querrían satisfacer con ellos, con sus machos. Pero ese cuerpo limpio, purificado por las aguas, más tarde oloroso a fragancias caras, no lo quería esa noche, lo rechazaría con cualquier pretexto.

—Vamos a beber, Augusto, vamos a bebernos esta botella y la otra que tienes encerrada. A Braulia hay que dejarle el ron.

Augusto llenó los vasos y preguntó a Dani si ordenaba que hicieran algo de cenar.

—No, esta noche no voy a cenar. Quiero emborracharme como la gente grande.

Augusto soltó una gran carcajada.

—Libérate, libérate, no te midas. Un alto funcionario, un subdirector, no puede permitirse borracheras públicas, a veces ni borracheras privadas. Ya ves lo que le sucedió a Horacio. No, ya no eres, ya no puedes ser el Rebelde.

Dani sintió el aguijonazo. Augusto debía creer que un puesto público, un pequeño puesto público en el que a todas horas se lidiaban asuntos que podían determinar el rumbo del país, era tan castrante como el dinero, como la propiedad.

—Finalmente —dijo— tú eres un iniciativo, un hombre de negocios. Yo no soy sino un asalariado.

—Pero un asalariado con muy buen sueldo y seguramente con algunas entraditas privadas, con ingresos extras por cuenta de favores concedidos. ¿O no? Pero no te molestes en darme explicaciones. Dentro de ciertos límites, tenemos que reconocerlo, seguimos siendo personas decentes.

—La gente rica es la honorable, la decente, por lo menos a los ojos de su propia clase. Pero no hay fortuna que no haya sido hecha a costillas de los otros, de los que no tienen una pinta decente. Por favor, sírveme otro güisqui.

Augusto sirvió los güisquis sonriendo con malevolencia. Dani se hizo pequeño en el asiento. Se sentía embarazado por sus propias palabras, atrapado en la trampa que Augusto tendiera con tanta delicadeza. La provocación, y el acalorante güisqui lo habían obligado a retornar a unas ideas y un lenguaje que ya no usaba, que a su tiempo agotaron él, Augusto, Pancardo, y todos ellos.

—Me sacaste de una duda —dijo Augusto—, sigues pensando como el Rebelde. La diferencia es que ya no vives como antes, ya no vivimos como entonces, y ni siquiera hacemos nada por mantener a flote aquellas ideas. Nos explicábamos coherentemente el mundo, teníamos el método para analizar cualquier hecho y solución para todos los problemas, incluidos los sentimentales y los del sexo. Nos mandaba una mujer al carajo y corríamos a refugiarnos en El Capital.

—El socialismo —dijo Dani con tono nostálgico, como si se refiriera a cosas perdidas, a una creencia desolificada.

Julieta y Silvia abandonaron el agua y fueron a las habitaciones. Augusto y Dani permanecieron en silencio largo rato, bebiendo güisqui hundidos en la noche, aplastados por la oscuridad intensa, retinta, que los aislaba en una burbuja de luz eléctrica. Se evitaban las miradas como si en ellas fueran a encontrarse reproches por lo que no eran, por ese proyecto descarrilado en que se convirtieron. Augusto tocó la campana y Braulia acudió desganada. Más hielo. Desaparecida la muchacha, Dani le elogió las buenas nalgas, gruesas y poderosas.

—Las nalgas del socialismo —dijo Augusto al fin—. Discusiones en la escuela, discusiones fuera, a todas horas, para aclararnos el socialismo y los caminos para alcanzarlo. Incluso estudiábamos para hacer la revolución. Pero la desgraciada no se presentó, no llegó en el plazo que le fijamos y entonces no supimos qué hacer.

—Sí, sí supimos y lo supimos bien. Si el socialismo no viene a nosotros, nosotros no vamos al socialismo. Y nos dispusimos a esperarlo cómodamente. Nada de abandonar la ideología, más bien fuimos transformando los conceptos en otra cosa, en algo mucho más elaborado. Pusimos atención en los matices, hastiados de un blanco y negro que no condujo a ninguna parte. Pero qué inteligentemente sabemos distinguir los matices, destacando siempre los que nos acomodan. Si en este momento, por alguna razón, los grupos estudiantiles se alistaran para ir a defender una revolución, es seguro que los aplaudiríamos, sí, pero en el fondo estaríamos pensando que gestos como esos, de tal generosidad, no modifican la relación de fuerzas, no ofrecen una solución real para el problema, resultan inútiles, pues. Sin embargo nosotros, mexicanos al grito de guerra, corrimos a alistarnos cuando la invasión a Cuba. También en alguna época fuimos cabrones y generosos, y vamos a decir que sin muchos matices.

—Y también ahora, Dani. Algo le queda al rico cuando empobrece. Si mañana viniera la revolución yo estaría dispuesto a renunciar a todo lo que tengo, a entregarlo todo, a luchar al lado de la clase obrera.

—Al lado de tus peones, supongo. Traes una borrachera linda, Norteño. Renuncias a tus bienes siempre que te pongan la revolución en bandeja. Que los obreros se levanten y comiencen a desenmierdar el país y entonces te vacías los bolsillos y entregas lo que tienes antes de que te lo arrebaten. Te aseguro que a tus peones, a los que trabajan estas tierras que según nuestras viejas ideas deberían ser suyas, les pagas una miseria.

Augusto Dávila, reflexivo, tamborileó sobre el cuero de la mesa. Se tragó un eructo y después los ojos le chisporrotearon.

—Ya vienen las muchachas —observó.

Julieta se había puesto un vestido de grandes flores amarillas sobre fondo verde, muy suelto y con ondulaciones que se le pegaban al cuerpo caderón. Fue a sentarse al lado de Dani y le tomó la mano.

—¿Ahora sí te vas a tomar un güisqui?

—Me lo tomo.

Si fuera buena se tomaría diez o veinte y él la llevaría a la cama con una borrachera fenomenal. Así no tendrían que hacer el amor, no sumaría su cuerpo a ese cuerpo cuya frescura, sus deleitosos aromas, le repugnaba ahora, contrapuesto con el cuerpo con olores de flujo femenino, sexual, que acarició antes del baño. Dani le preparó un jaibol muy cargado de güisqui.

Silvia vestía pantaloncito y una blusa breve, una franja de tela que le cubría los pechos. Era una hembra de primera, exuberante, un animal sano de facciones atractivas. Julieta era hermosa y fina, pero salía perdiendo frente a la cachondería tosca de Silvia.

—¿Qué quieres tomar?

Silvia pidió ron y Augusto hizo que Braulia trajera una botella de Havana.

—Ya ves, compro ron cubano.

Dani sonrió. Antes soñaban con importar la revolución cubana, ahora se conformaban con beber ron importado de la isla. Una manera de pagar la cuota.

—Yo también me voy a tomar un ron —dijo Dani.

—Para sentirse revolucionario. Es a toda madre emborracharse con productos socialistas, ¿no?

—Si te molesta tomo güisqui y sigo siendo reaccionario, pero yo lo hacía porque nada más queda otra botella y entonces qué van a tomar Julieta y tú.

Una risa larga de Augusto revoloteó sobre la mesa.

—Ya no aguantas una broma, Rebelde, hasta en eso has cambiado.

Dani se enfurruñó. Julieta le acercó el rostro y le besó levemente los labios.

—¿Verdad que sí? ¿Verdad que te gusta que te haga bromas en la cama?

Dani la apartó con suavidad. Tintineó con la una en el vaso de ella.

—Tómate el güisqui y cuando estés borracha bromeas todo lo que quieras. Te prometo mi benevolencia.

Braulia hizo algunos viajes más con hielo. En el tercero trajo la botella sobrante de Ushers y otra de Havana.

—Después, mañana, no me las vaya a reclamar —le dijo engallada a Augusto.

Augusto jaló un equipal y lo ofreció a la muchacha.

—A ver, ándele, siéntese y se toma un trago con nosotros.

—No qué. Si yo no tomo.

—Tómese un trago, yo la he visto tomar.

Si bien Augusto mostraba una testarudez seca y grosera, la muchacha parecía divertirse y eso evitaba cualquier tensión que un enfrentamiento formal hubiera provocado.

—Tengo café allá en la cocina.

—Pues tráigaselo y saca una botella de coñac y se lo toma con coñac, pero aquí con nosotros.

—Yo no tengo amistad con el señor ni con la señorita.

Augusto fue a la cocina mientras Braulia, indecisa, se paseaba a medio camino entre la mesa de los contertulios y la puerta batiente que daba a la cocina. Augusto volvió con la taza de café, una botella de Hennessy y dos copas. Obligó a Braulia, forzándola casi físicamente, a sentarse a la mesa: Sirvió dos copas.

—Nos vamos a tomar una usted y una yo. De un trago, ándele.

Augusto puso el ejemplo. Braulia, sin reticencia, apuró su copa. Luego hizo algunos gestos de malestar y se golpeó el pecho, tosió, se quejó de lo fuerte de la bebida.

—Ahorita se le olvida lo fuerte. A ver otra.

Augusto llenó las copas con cierto gozo maligno.

Los demás asistían interesados a la representación, como si contemplaran un acto circense, el equilibrista que se tambaleaba en la cuerda elástica y sube y baja pidiendo auxilio. Sólo que no se sabía quién era el equilibrista.

Norteño cabrón, pensó Dani. Quería demostrarle que igual alternaba con un subdirector que con la sirvienta; llegado el caso, con un millonario y con un pordiosero. Dani levantó su bebida.

—Salud, Braulia, por el gusto de conocerla. Salud, Silvia. Salud, Julieta.

Braulia levantó la copa y respondió las saludes. Bebieron todos.

—¿Cuántos años tiene, Braulia? —preguntó Dani.

—Veintidós entrados a veintitrés.

—¿Es casada?

—No, no me quiero casar. Los hombres nada más maltratan. Braulia miró, admiró a Julieta.

—Su esposa está muy bonita —dijo.

—No es mi esposa.

—Bueno, su novia.

—Tampoco es mi novia, pero tengo esposa y tres hijos.

Augusto llenó la copa de Braulia. Comprendía muy bien las intenciones de Dani. El funcionario público que dependía de su salario y no de su capital y por lo tanto era capaz de tratarse de tú a tú con una ranchera, una sirvienta; era capaz de hacer confidencias, de ridiculizar a la querida para ganarse al público.

—Cuídese, Braulia, al señor le gustan mucho las muchachas. Ya oyó, es casado y mírelo con la señorita. Cuídese.

Julieta se chupaba los labios, su boca era una raya pálida. Braulia bebió y después echó a reír.

—De qué me voy a cuidar. La señorita es bonita, y su esposa también ha de ser, ¿verdad?

—Mi mujer es bonita —reconoció Dani—, pero no es tan joven como Julieta y es mucho menos joven que usted.

Augusto comenzaba a arrepentirse del juego. Le sirvió más coñac a Braulia y la envió a la cocina, allí podría beber todo lo que quisiera.

—No, quédese con nosotros —dijo Dani.

Julieta se sirvió medio vaso de güisqui y puso mucho ron en el vaso de Dani.

—Salud —dijo—, por tu esposa.

Dani se negó a beber. Que no le viniera ahora Julieta con un ataque de celos. Desde dos años atrás, desde que se conocieron y hubo cena y baile, lo sabía casado. No acostumbraban mezclar sus otras vidas con esa relación.

—Si tienes amantes no me importa, no me inmiscuyo en tus ires y venires, no te espío por el ojo de la cerradura. Así que deja en paz a mi esposa y que no te rechinen los dientes cuando se hable de ella.

—¿Y tampoco te importa si tu Cristina tiene amantes?

Dani no quiso responder a la pregunta torpe. Dirigió una mirada risueña a Braulia, a Augusto, a Silvia.

—Estamos dando lo que se dice un espectáculo.

Con el vaso en la mano se dirigió a Julieta.

—Salud, Julieta. Vamos a beber por nosotros dos.

Braulia se levantó. Sin decir palabra se fue echando para atrás con los brazos cruzados sobre el pecho, protegiéndose de una perversidad que no entendía, mirándolos como los miraría un animal intimidado, una bestia pura.

—No se vaya, Braulia. Quédese a tomar otra copa —dijo Dani.

Pero Braulia meneó pausada la cabeza, negándose, en retirada.

—Váyase a dormir y mañana levanta esto —concedió Augusto.

Se fue Braulia y repentinamente se borró de las mentes y corazones. Dani insistía en el brindis.

—Por nosotros dos, Julieta.

Julieta accedió. Dani, complacido, la vio agotar el güisqui. Luego bebió lo suyo y llenó todos los vasos. Güisqui para Julieta y Augusto, ron para Silvia y para él.

—Vamos a beber, vamos a bebernos hasta el agua de la alberca.

Silvia se había acercado a Augusto, lo envolvía con su mera proximidad, lo protegía, y se protegía, de los efluvios nocivos de una relación que, buena y sana horas antes, acababa de irse a la escupidera.

—Después de ésta nos vamos a acostar —dijo melosa, repegando las tetas a las costillas de Augusto.

—Después de esta botella —dijo Augusto y señaló la botella de coñac que andaba por la mitad.

—Tengo mucho sueño, muuucho sueño.

Finalmente los pezones erguidos, la pierna morena y dura que se enredaba en la suya, la voz insinuante, la mano que jugueteaba con el vello de su pecho, precipitaron a Augusto a la habitación. Ofreció la casa a sus invitados, era suya, podían envolverla y echarla a la maleta.

Dani aprovechó la soledad para meter la mano bajo el vestido de su compañera. Julieta se dejó acariciar la rodilla, pero frenó la mano que le avanzaba por el muslo. Imperativa, áspera.

— Estoy reglando, Dani.

—Falso, tuviste la regla la semana pasada.

—Hace diez minutos comencé a reglar, Dani.

—¡Ay, Julieta! Ay, Julieta.

Dani sometió los impulsos de darle una bofetada, insultarla, arrojarla a la alberca con todo y asiento. Se dedicó a beber en silencio y virtualmente ajeno a la presencia enemiga.

—Me voy a acostar —dijo ella—. ¿Vas a quedarte aquí toda la noche?

—Puede ser.

Julieta se incorporó y con paso rápido, azotando los mosaicos, marchó a su habitación. Dani esperó una media hora, se demoró en dos rones y varios cigarros y al fin decidió acostarse, pero en cama separada, lejos del cuerpo lleno de gracia.

Julieta había echado llave. Dani tocó quedo con los nudillos, golpeó con la palma de la mano, se entretuvo jaloneando la manija. A Julieta le dolía Cristina y nunca se lo había dicho.

Volvió a la terraza y se sirvió más ron. Con el vaso en la mano bordeó la piscina y fue a los límites del prado, donde comenzaban los campos labrantíos que se extendían hasta el río Yautepec. Dani se dejó caer en el césped. Contemplando la cerrazón de la noche, el cielo estrellado y sin luna, escuchando el rumor sordo de las aguas en el pedregullo, bebió su ron, más sereno a cada trago, convencido del inminente acabamiento de una relación que pudo ser dichosa.

Volvió a la casa y fue apagando luces. Recorrió la terraza, el comedor, la sala. Invadió luego un patio interior que comunicaba con la cocina y los cuartos de la servidumbre. Asomándose por el ventanucho de uno de los cuartos, malamente cubierto con periódicos, descubrió a Braulia. Se acercó a la puerta, hizo girar la perilla y entró. Braulia dormía como una alma buena, con un sueño sin sobresaltos. Dani se acomodó en el borde de la cama y comenzó a acariciar el cabello de la muchacha, el rostro, la brillante y elástica piel de la espalda. Percibía sus olores, sudor agriado, emanaciones extrañas de poder afrodisiaco. Aproximó los labios a la piel, rozándola, depositando en ella un vaho alcoholoso. Cuando subía hacia el cuello, buscando una oreja pequeña y de bordes duros, Braulia despertó, giró violenta y se quedó mirando al intruso, asombrada pero sin pánico. Se quedaron viendo largos minutos, enmudecidos, como si no hubiera palabras buenas para rechazar, justificarse o exigir. Dani alargó la mano, acarició el rostro de la muchacha y ella lo dejó recorrer sus líneas imperfectas, Dani la besó, clavó la lengua en aquella boca cálida y amplia. Echó el cuerpo sobre ella y no dejaba de besarla, de lamer la piel, el cuello, los pechos abombados, mientras se despojaba del pantalón.

Dani, exhausto y aligerado, permaneció quieto al lado de la muchacha. Retrasaba el momento de levantarse y, quizá, derribar la puerta de su habitación, acostarse muy pegado a Julieta para que le percibiera el olor rústico que había adquirido y así infamarla en el nombre de Braulia, por su esencia.

Braulia había vuelto a su sueño tranquilo. Dani se levantó con desgano y antes de abandonar el cuarto dejó sobre la cama un billete de cien pesos.

En la terraza se detuvo para beber un trago final. Se acomodó en un equipal, y muy temprano, en el amanecer deslumbrante, allí lo encontró dormido Augusto. Inocente, infantil.

El fin del círculo

                               ...los hombres están tan tristes que
                               tienen necesidad de ser humillados
                               por alguien.

Roberto Arlt, Los siete locos


La luz del sol atravesaba las cortinas de tul, dándole al aposento un tono rojizo. Edmundo paseaba con desgano un trapo sobre las mesitas, sobre la madera de los muebles de un danés cursi y pasado de moda. Después se entretuvo limpiando meticulosamente un paisaje marino al óleo, que colgaba en el centro de la pared principal de la sala. Eran las cinco de la tarde; a las siete debía correr las cortinas oscuras en esa habitación, en la de junto y en los cuartos del piso superior, donde andaba ahorita la Negra cambiando sábanas, barriendo pisos, moviendo muebles, trajinando de manera que el ruido le hiciera saber a él, a Edmundo, que trabajaba, que se movía afanosa, que estaba viva. Pero a él bien poco le importaba lo que hiciese la Negra; por su parte, podía tirarse en una cama, estándose allí toda la tarde, hasta que llegara doña Jesusa y con sus gritos y su cara hosca pusiera a todo mundo en movimiento. A todo mundo: es decir a él y a la Negra.

Edmundo, echándose en un sillón, pensó dulcemente en Eloísa. La niña, el pimpollo, la bebita de la casa de citas de doña Jesusa. ¿Qué me cuentas, niña? Eloísa diciendo que está muy cansada, que le duele la barriga, que esa tarde tomó un té de manzanilla, pero ni así. Edmundo también se sentía cansado y aburrido. Quisiera que a las siete no llegara doña Jesusa y, después de quitarse el abrigo comenzara a revisar la casa para ver si todo estaba limpio y en orden. Luego iría a la cocina para abrir la alacena y contar las botellas de licor. ¿No falta nada, Edmundo? Y Edmundo parado frente a ella, con los ojos bajos, diciendo no falta nada tenemos tehuacanes cocacolas refrescos de todas marcas ayer se rompieron siete vasos los compré luego le doy la nota. Quisiera que a las ocho no llegaran las muchachas, pintadas y temblorosas, no fueran al baño, después de despojarse de los abrigos, para fumar un cigarro y retocar su maquillaje. Quisiera que más tarde los clientes no tocaran a la puerta y entraran frotándose las manos, diciendo qué frío hace y se acomodaran en los sillones que él había sacudido esa tarde. Edmundo pensaba dulcemente en Eloísa. Quisiera que esta noche la niña llegara antes que nadie y le dijera Edmundo vámonos de aquí, ya no aguanto esta vida. Entonces él se pondría el saco y saldrían a la calle y se alejarían del lugar a toda prisa para no volver jamás.

A las cinco y media la Negra bajó y le dijo que había terminado. Agitaba una escoba y sonreía, mostrando los huecos de su dentadura. A Edmundo le molestó la presencia de la Negra.

—¿Quieres que te diga una cosa, Negra...? Eres muy fea.

La Negra se dirigió a la cocina arrastrando la escoba. Antes de desaparecer se dio vuelta y le dijo a Edmundo que era un completo huevón.

—Quiero que venga doña Jesusa para decirle que no haces nada, pasas toda la tarde echado en los sillones, papando moscas.

Edmundo se echó a reír. Lo que me asusta la vieja. Pero se levantó y se puso a desempolvar los cojines de los muebles, azotándolos uno contra otro. Luego fue a la cocina y encontró a la Negra, comiendo cacahuates de una bolsa.

—Así que vas a rajar con la vieja, desgraciada.

La tomó de la mano e hizo pasar su brazo por la espalda. La Negra se quejaba y lanzaba taconazos a las espinillas de Edmundo.

—¿Qué le vas a decir a la vieja?

La Negra nada, nada, suéltame, me lastimas.

—¿Me vas a seguir amenazando?

La Negra no, no, te lo prometo, suéltame. Edmundo la soltó y la Negra le dio una cachetada. Entonces él dejó caer su mano dos veces sobre las oscuras mejillas de la Negra y ella salió corriendo de la cocina y se puso a llorar con la cara entre las manos, recostada en una de las mesitas. Edmundo se echó un puñado de cacahuates a la boca y cerró la bolsa. Negra pendeja, a mí no me va a faltar al respeto. Luego subió al piso superior y se acostó en una de las camas. Desde allí escuchaba los sollozos de la Negra, que poco a poco se fueron apagando.

Asomado a la ventana, de codos en el antepecho, Edmundo miraba la calle oscura, llena de sombras, y entonces fueron encendidas las luces de mercurio y un grupo de chamacos saltó al pavimento para jugar futbol y Edmundo dejó caer la mirada sobre el perro bermejo que se rascaba las pulgas en la acera de enfrente. Faltaba poco para las siete de la noche; dentro de unos minutos bajaría a correr las cortinas oscuras, y luego subiría a acodarse de nuevo en la ventana hasta que el taxi se detuviera frente a la puerta y bajara la señora de cara macilenta y abrigo negro. Entonces escucharía el chirrido de la llave en la cerradura y la voz de doña Jesusa preguntando por él.

—¿Dónde está Edmundo? —preguntó doña Jesusa. La Negra indicó con la mano que arriba.

—¿Ya llegó Ramón?

La Negra dijo que no. Doña Jesusa subió los escalones arrastrando las piernas reumáticas. En la recámara la esperaba Edmundo limpiando la luna del ropero. La señora, quitándose el abrigo, preguntó si no faltaba nada. Edmundo dijo nada, nada, deme su abrigo, y tomó el abrigo negro para guardarlo en el ropero donde las muchachas depositaban sus cosas. La señora le dijo a Edmundo que saliera y él abandonó la habitación. Por el ojo de la cerradura la vio despojarse de los zapatos y tirarse en la cama con un cigarro encendido en la boca.

Con el ojo colocado ante la cerradura, Edmundo veía fumar a la mujer. Que ese humo que aspiraba, deleitándose, que llenaba todas las concavidades de su boca, que subía a su nariz para salir despedido en dos largas columnas, le supiera amargo. La maldita tenía, o se tomaba, tiempo para pensar en sus problemas. El primero, la edad: cincuenta y dos años, la cara arrugada a pesar de los diarios embates de las cremas y de los cosméticos, el cuerpo gordo y esponjoso, las piernas hinchadas y doloridas. Odiaba a sus muchachas, la perra; odiaba a las jovencitas de maneras fáciles y piel tensa, brillante, laqueada. Pero sobre todo odiaba a Eloísa, la niña que la hacía regresar a su juventud, como en algunas ocasiones se lo había confesado a él, a Edmundo. La carne blanca y turgente de Eloísa le recordaba la carne de sus veinte años. Dentro de pocos minutos ellas estarían en la casa, riendo, subiendo a los cuartos, entregándose, y la vieja las miraría con envidia, con celos, e iría a la cocina para decir a Ramón que no sirviera las cubas tan cargadas. Eloísa. Ojalá que su carne no se pudriera nunca; nunca se llenara de granulitos azulados como la de doña Jesusa. ¡Maldita vieja! Cómo la aborrecía.

Antes de las ocho comenzaron a llegar las muchachas. Subían a guardar los abrigos y se amontonaban en el baño para fumar el primer cigarro, para comentar los hechos de su vida. Eloísa se sumó al grupo de muchachas del baño. Edmundo, desde el pasillo que separaba las hileras de cuartitos, acechaba su salida del baño. Cuando el primer cliente entró a la sala, doña Jesusa tocó la puerta del baño para que las muchachas salieran a divertirlo. Edmundo bajó a ver si el cliente quería tomar algo.

Las muchachas bajaron con sus escotes amplios y sus vestidos esplendorosos y entallados. Desfilaron frente al cliente, que las miraba con ojos ávidos, que no se decidía, están todas muy buenas, con cuál me quedo, hasta que escogió a Aurora, una costeña de nalgas boludas, y la invitó a que se sentara a su lado y bebiera una copa. Las demás mujeres se diseminaron por el cuarto para esperar a los clientes, que no tardarían en llegar. Eloísa se acomodó con las piernas cruzadas, mostrando, más allá de donde Edmundo lo aceptaría, los muslos blancos y redondos. Edmundo depositó una cuba y una copa de anís frente a la pareja y miró con placer y disgusto los muslos de Eloísa.

—¿Quieres una copa, Eloísa...? Yo te la invito para que entres en calor.

La muchacha dijo que sí.

A las once de la noche el establecimiento estaba lleno. Edmundo se veía atareadísimo llevando copas para acá y para allá y había perdido a Eloísa entre el tumulto. Siempre es así los viernes. En una de esas se dio maña para subir la escalera y encontrar a la Negra y preguntarle cuántas veces había entrado Eloísa. Ninguna todavía.

—Mírala, allá está, rodeada de muchachones.

La negra señaló un rincón de la sala, donde Eloísa se desnudaba los pechos frente a tres carcajeantes jóvenes. ¡La desgraciada piruja de mierda!

Alfredo, Pancho y Pepe le pedían que mostrara los senos y Eloísa los complacía, pensando en los ciento cincuenta pesos que ganaría por acostarse con alguno de ellos. Con Pancho, el de los cabellos y los ojos negros, que cuando sacaba los senos los acariciaba, los besaba, decía qué chula eres, te llevo conmigo a la cama. Con Pancho, con Pancho. Pero a la mera hora Pancho dijo que no tenía dinero. Con Alfredo. Pero Alfredo eligió a Rosa María, que le iba a cobrar nada más cien pesos. Con Pepe. Pero Pepe le ofrecía cien pesos y Eloísa estaba necia con ciento cincuenta. Cincuenta para la vieja y cien para ella, si no no convenía. Pepe dale a los cien y Eloísa ciento cincuenta, ciento cincuenta. Los tres muchachos la abandonaron, y un viejo que gastaba mucho dinero, que enseñaba los rutilantes anillos, que fumaba cigarros americanos, que llamaba a Edmundo a cada rato y whisky, whisky, le dijo a Eloísa que se sentara a su lado y ella pensó ahora sí, ciento cincuenta pesos.

—Te voy a dar doscientos, pero harás lo que yo quiera —dijo el hombre de los anillos.

—¿Qué quieres por doscientos pesos?

El hombre dijo que si no pedía explicaciones le daría doscientos cincuenta. El hombre estaba dispuesto a gastar su dinero. Eloísa pidió quinientos. El hombre la llevó a la alcoba, al pequeño cuarto donde apenas había espacio para la cama y para desvestirse.

Quinientos pesos. El hombre le pidió a Eloísa que no se desnudara. El hombre sacó uno de sus cigarros americanos y lo encendió.

—Nada más descúbrete la espalda.

El hombre fumaba. Eloísa sintió el círculo de fuego que se extendía.

—No grites, no vayas a gritar.

Eloísa sintió de nuevo el fuego y apretó los dientes. Quinientos pesos. Se dio vuelta para ver al hombre: sudaba, sonreía mostrando los dientes cariados y amarillos; el cigarro avanzaba y Eloísa esperaba con los ojos cerrados, con las mandíbulas trabadas. El marco la invadió y ya no supo más hasta que Edmundo la encontró desmayada en la cama.

Edmundo agitó el cuerpo laso de Eloísa. Ella abrió los ojos y dijo ya no, no quiero. Edmundo agitaba con la mano derecha un frasco con alcohol. Humedeció un trapo y lo colocó bajo la nariz de Eloísa, luego le frotó las sienes y la frente. Eloísa se quejaba. Edmundo miró con ojos helados las manchas en la espalda de la muchacha y luego la miró a los ojos. Ella comenzó a llorar, muy quedo, conteniendo los gemidos con el trapo lleno de alcohol. Abajo la vieja llamaba a gritos a Edmundo. Él salió, seco, vacío, indiferente.

 


Coser y cantar


Ana, Anita, la niña, alta y delgada, a un lado de la ventana, con el pelo caído sobre la cara, cosía el dobladillo del vestido nuevo, azul, con encaje blanco en el pecho. Los dos incisivos, largos, filudos, blancos, mordían su labio inferior, del rojo al amarillo al blanco al rojo. La mirada de los ojos claros seguía sin interrupciones el paso sinuoso de la aguja, el oído atento registraba los rumores de la calle y los roncos estertores de la madre, que dormía echada en la cama, con el vestido dejando ver los muslos, las piernas sin medias, las piernas varicosas, con nudos azules, amoratados, asqueantes. Anita levantó la mirada para descansarla, miró el cielorraso sucio, manchado por la humedad; miró el cuerpo vencido de su madre. Mamá, roncando, borracha, como la noche de ayer y la de mañana. Si mamá no bebiera... Pero se trataba de una historia larga, un continuo rodar de botellas vacías desde la muerte de papá y el desengaño aquel con el hombre de la playa. Ana volvió la mirada a la calle y el pensamiento a los años de su infancia, marcados por la risa, los besos y los jadeos de la pareja. El hombre se fue, pero a mamá le quedó la afición por la ginebra. El cuerpo se agitaba sobre la cama y dejaba escapar de vez en cuando ronquidos ásperos, con los que salía un poco de la borrachera. Ana, no te olvides de rezar. Y era una Ave María y luego el San Jorge bendito bendice tu altar, musitado sin esperanzas, sabido ineficaz a causa de los murmullos que se elevaban desde la cama del rincón opuesto, y cuida tus animalitos no me vayan a picar. Y tu mamá, Ana, ¿es cierto que bebe mucho? Está enferma, es una receta del médico. Solamente Carlos, en la escuela, no hablaba de su mamá. Vamos al cine, Coneja, vamos a una fiesta. Pídele permiso a mi mamá. Y Carlos, sí, cómo no, le pido permiso. Si su madre estaba muy borracha se enojaba, se perdía en gritos y discusiones inútiles, y Ana, llorando, acompañaba a Carlos a la puerta. No llores, Ana, entiéndela, te quiere.

Ana se apresuró con la costura, porque quería terminar el vestido esa tarde de sábado para llevarlo a la misa del domingo y pasear con Carlos, orgullosos los dos. La luz se iba y Ana no sabía si Carlos, esa noche, silbaría frente a su ventana y vamos, Coneja, a dar la vuelta, a caminar un poco. O quizá Carlos fuera a la cantina a tomar cervezas con sus amigos y ella estaría pendiente de los ruidos callejeros, mirando un trocito de cielo desde su cama y abanicándose el calor. Ana dejó la costura a un lado y se levantó para encender la luz; luego colocó su silla contra la pared y volvió a la costura. Su madre se agitó en la cama, abrió a medias los ojos y con una mano los cubrió de la luz. ¿Para qué tienes encendido? Ana, con la respuesta dura en la boca, miró de frente a su madre, pero la señora esquivó la mirada, levantó las piernas y las echó fuera de la cama. ¡Qué calor! Y Ana, más que de las palabras, estaba pendiente de la cabeza y los senos que se agitaban. La madre se levantó y con pasos arrastrados fue a la mesa. ¡Qué calor!, repitió. Ana la miraba, pero la madre tenía los ojos en la botella y sirvió un chorro de ginebra en el vaso grasiento que estaba al lado. ¡Qué calor! Tomó asiento y se dispuso a beber. Ana metía y sacaba la aguja y escuchó el crujido del celofán de la cajetilla de cigarros y el sonido del cerillo en la raspadera y la combustión del fósforo. ¡Qué calor!, dijo Ana muy bajito, para que su madre no la oyera, y puso la aguja en el alfiletero y levantó el vestido, con el dobladillo a la altura de sus ojos, para juzgar el trabajo. Había quedado bonito, muy bonito. Ana se levantó para guardar el vestido en el ropero. Después salió por la puerta trasera y fue a echarse en la cara un poco de agua de la pileta. De regreso en la habitación observó a su madre que, oblicua sobre la silla, ya había dejado caer el cigarro. Acuéstate, mamá. La madre trató de enderezarse y el movimiento casi la hizo caer. Ana corrió, la detuvo y la ayudó a acostarse. La botella de ginebra estaba vacía y en el vaso quedaba un residuo incomprensible. Ana se sentó frente a la mesa con ganas de llorar y con un rápido e impensado manotazo arrojó la botella al piso. Su madre roncaba imperturbable. ¿Y si Carlos se iba a tomar una cerveza? Ana pasaría la noche llorando y tirando manotazos contra botellas invisibles. Pero cerca de las ocho Ana escuchó cuatro silbidos cortos y uno que se alargaba hasta confundirse con el sirenazo de un buque en el puerto. Se arregló el pelo frente al espejo y apagó la luz. Cuando abandonaba la habitación percibió el llamado de su madre: Anaaa, Anitaaa. La voz quejumbrosa la exigía, pero no atendió. Ve a comprar una botella, quizás, que no era comprar una botella porque se trataba de pedirla prestada al abarrotero, o no vas a salir, no vas a salir. Carlos estaba de espaldas, recostado en la cerca de madera. Ella lo besó tras una oreja y echaron a andar rumbo al puerto, hacia las playas. Se acomodarían en la arena, de espaldas a una roca lisa, muy juntos, y escucharían los golpes de las olas y se estremecerían cuando el viento comenzara a llegar helado, penetrante... Muy, muy juntos.

Carlos, dejando caer descuidadamente una mano sobre los pechos de Ana, dijo: mañana me voy a México, a trabajar. Ana, delgada, alta, pero muy pequeñita allí en la arena, entre los brazos de Carlos, clavó los incisivos en su labio inferior, pero no dijo nada. Carlos colocó su boca abierta y húmeda sobre unos labios apretados. ¿Qué tienes, qué te pasa, no estás enojada, verdad? Anita se desprendió de los brazos, se incorporó. De arriba abajo, la de ella arriba, cruzaron sus miradas. ¿Estás deveras enojada? Ana se dio vuelta y echó a andar por la playa iluminada por la luna, bordeando el rastro espumoso que dejaban las olas. Se fue haciendo chiquita en la distancia, más pequeña que el cigarro que Carlos colocó en su boca, más pequeña que el cerillo con que lo encendió, más pequeña que la llama amarilla. Carlos fumaba observando la figurita que cabía entre sus dedos índice y pulgar, y sabía que estaba bien que Ana, Anita, la Coneja, se fuera lejos a meditar: él de todos modos saldría mañana para México. Ana era una sombra diminuta con el pelo ondeante y el vestido agitado por el viento. Ana creció al tamaño del cerillo, al tamaño del cigarro. Ana estaba allí preguntando: ¿A qué horas te vas? Carlos arrojó el cigarro muy lejos. Mañana a las seis de la mañana. Ana no dijo palabra. Se arrojó sobre Carlos, lo abrazó, lo besó, lo obligó a levantar su vestido, a morder su espalda desnuda, rodaron por la arena, gimieron, se mordieron los labios, hombre y mujer. Ana, sin llanto, sin emoción, dijo: vámonos.

Caminaron de regreso a la ciudad, callados. Carlos mirando el piso, Ana con la cabeza levantada y las manos a la espalda. Carlos encendió un cigarro y Ana pidió que la dejara fumar. ¿Para qué, Coneja? Pero le dio el cigarro. Ana y Carlos llegaron a la cerca de madera. Llévame contigo, dijo Ana, pero sin convicción, como si las palabras hubiesen perdido su valor. Luego vengo por ti, deveras, te lo prometo. Carlos prometió y lloró con las manos apretadas contra la cerca. Ana, Anita, delgada, irreconocible en su frialdad, desde lo alto de la escalera dijo: adiós.

La madre seguía dormida, trepidando, soñando sus pesadillas, y no despertó cuando Ana encendió la luz y bajó del ropero una maleta de cartón y abrió el ropero y sacó el vestido azul, nuevo, y los demás vestidos y toda su ropa, y colocó todo en la maleta y salió a la calle, dejando la luz encendida. Buscó un taxi y dijo al chofer que la llevara a casa de doña Herlinda, y no tuvo que dar la dirección porque en el puerto todo el mundo sabía donde estaba la casa, pero tuvo que explicar a doña Herlinda que sí, que su mamá sabía, que no tenía papá, y además ya era mayorcita. Doña Herlinda le dijo que pusiera su maleta por ahí.

Mañana, poco después de que Carlos subiera al autobús, alguien le iría con el chisme a su mamá. Y la madre iría por la noche a la casa de doña Herlinda y preguntaría por Ana, su hija. Te buscan, Coneja, una señora que dice que es tu mamá. Y Ana saldría con la boca y los ojos muy pintados y le daría a su madre un billete de cincuenta pesos. Para que compres ginebra. Si quieres más, ven mañana.

La señora intentó asomarse para ver qué sucedía en esa sala, pero Ana interpuso el cuerpo. Su madre se fue meneando la cabeza, arrugando y desarrugando el billete.