Material de Lectura

Celephais

 

En un sueño, Kuranes vio la ciudad en el valle, y más allá la costa del mar, y la nevada cumbre que contemplaba el océano, y las galeras pintadas de alegres colores que salían del puerto hacia lejanas regiones donde el cielo y el mar se encuentran. También en un sueño se hizo llamar Kuranes —otro era su nombre en la vigilia—. Posiblemente le era fácil soñar un nombre nuevo porque era el último de su familia y vivía solo entre los indiferentes millones de londinenses. Pocos hablaban con él, pocos recordaban quién era. Su dinero y sus tierras estaban perdidos; Kuranes no se cuidaba de lo que la gente pensara de él; prefirió soñar y escribir acerca de sus sueños. Quienes leyeron sus escritos se burlaron de él; por eso los guardó. Y, finalmente, dejó de escribir. Conforme se alejaba del mundo, sus sueños se volvían más grandiosos —sería inútil tratar de describirlos—. Kuranes no era moderno, no pensaba como otros escritores. Mientras éstos se esforzaban por alejar de su vida los entretejidos ropajes del mito y mostrar en su fealdad desnuda la cosa idiota que es la realidad, Kuranes sólo contemplaba la belleza. Cuando verdad y experiencia la ocultaban, él la admiraba en la ilusión y la fantasía. Y encontró la belleza en su verdadero umbral, en las nebulosas memorias de los cuentos y sueños de su niñez.

No todos conocen qué maravillas se abren en las historias y visiones de su infancia. Cuando niños, soñamos y escuchamos, razonamos, pero con pensamientos a medias conformados. Y tratamos de recordar en la madurez, cuando somos tontos y prosaicos con la posición de la vida. Sin embargo, algunos de nosotros despertamos, por la noche, con la visión de extrañas fantasmagorías de colinas y jardines encantados; de fuentes que cantan bajo el sol; de dorados riscos que se elevan sobre el murmullo de los mares; de llanuras que se extienden hasta dormidas ciudades de bronce y piedra; y del sombrío acompañamiento de héroes armados que cabalgan sobre caballos blancos, a lo largo de los límites de espesos bosques —y conocemos entonces que hemos visto, a través de las puertas de marfil, dentro de ese mundo maravilloso que fue nuestro antes de convertirnos en sabios e infelices.

Con frecuencia, Kuranes regresaba al viejo mundo de su infancia. Había soñado con la casa donde nació; la gran casa de piedra, cubierta de hiedra, donde vivieron trece generaciones de sus ancestros, y donde él hubiera querido morir. Había luz de luna; se sumergió en la fragante noche de verano; paseó por los jardines; bajó por las terrazas; atravesó los robles grandiosos del parque y anduvo hasta el poblado por la inmensa avenida blanca. La villa parecía muy vieja, desaparecía al final como la luna —que comenzaba a desvanecerse— y Kuranes se preguntó si los picos de los tejados colgaban muertos o dormidos. En las calles crecía largo el pasto y los cristales de las ventanas estaban rotos o firmemente clavados sus paneles. Kuranes no se había detenido, pero caminaba con dificultad, como si lo llamaran hacia una meta. No se atrevió a desobedecer este llamado porque temía comprobar que todo era una ilusión, como las aspiraciones e impulsos de la vigilia que a nada conducen. Bajó, entonces, por una callejuela que conducía a las afueras del poblado, hasta llegar a los acantilados del canal, fin de las cosas —abismo y precipicio donde la ciudad y el mundo se precipitaban abruptos dentro del infinito vacío sin ecos; y donde aun el alto cielo estaba solo, apagado, sin la poniente luna, sin las observantes estrellas. La certeza lo impulsó al precipicio y al golfo, donde flotó hacia abajo, abajo, a lo bajo; tras la oscuridad, aparecieron, sin contorno, sueños no soñados, esferas fantasiosas y luminiscentes que podían haber sido, en parte, soñados sueños y aladas cosas risueñas que parecían burlarse de los soñadores de todos los mundos. Entonces, ante él, una grieta pareció abrirse en la oscuridad, y lejana, vio la ciudad del valle resplandecer radiante, lejos, abajo, lejos, con el cielo y el mar al fondo, en el horizonte, y, cercana a la costa, una montaña cubierta por eternas nieves.

En el momento preciso en que contemplaba la ciudad, Kuranes despertó. Dedujo, por su breve visión, que la ciudad no era otra que Celephais, en el valle de Ooth-Nargai, más allá de las colinas de Tanaria, donde habitó su espíritu, en la absoluta eternidad de una hora, un atardecer de verano mucho tiempo atrás, cuando escapó de su niñera y dejó que la tibia brisa marina lo arrullara mientras se dormía contemplando las nubes del acantilado cercano a la villa. Se quejó aquella vez cuando lo encontraron, porque lo despertaron y llevaron a casa. Ya que, precisamente cuando lo levantaron, estaba a punto de zarpar en un galeón dorado hacia las seductoras regiones donde el mar se encuentra con el cielo. Ahora, al despertar, él estaba tan molesto como entonces, porque había encontrado, después de cuarenta fatigosos años, su fabulosa ciudad.

Pero tres noches después, Kuranes regresó a Celephais. Como antes, soñó primero con el poblado, muerto o dormido, y con el silencioso abismo en que se flota durante la caída; de nuevo apareció la grieta, contempló los relucientes minaretes de la urbe, y vio en el azul puerto las gráciles galeras anclar y navegar; en Monte Aran miró el balanceo de los árboles de yinko con la brisa del mar. Mas esta vez, nadie lo molestó. Y, como un ser alado, descendió suavemente sobre la hierba de una colina, hasta que sus pies descansaron en el césped. Regresó realmente al valle de Ooth-Nargai y a la ciudad espléndida de Celephais.

Kuranes bajó hasta el burbujeante río Naraxa entre pastos perfumados y flores brillantes; atravesó el puente de madera, donde había grabado su nombre numerosos años atrás, la arboleda murmurante y llegó hasta el inmenso puente de piedra cerca de las puertas de la ciudad. Todo estaba como antes, ni las murallas de mármol se habían decolorado, ni las pulidas estatuas de bronce estaban empañadas. Y Kuranes vio que no debía temer que las cosas que conoció hubieran desaparecido; hasta los corredores sobre los bastiones eran los mismos, idénticos, y los recordaba aún como habían sido en su infancia. Cuando entro en la ciudad, tras las puertas de bronce, por avenidas de onyx, los mercaderes y camelleros lo saludaron como si jamás hubiera partido; fue igual el trato que le dieron en el templo de turquesa de Nath Horthath, donde la sacerdotisa coronada por orquídeas le dijo que no hay tiempo en Ooth-Nargai, sólo juventud eterna. Entonces Kuranes caminó por la Calle de los Pilares hasta la muralla que da al mar, ahí contempló a los mercaderes y marinos, y a extraños hombres de las regiones donde el mar encuentra al cielo. Ahí permaneció largo tiempo viendo un sol desconocido sobre el resplandor del puerto, donde centelleaban las crestas de las olas y donde, luminosos, los galeones venidos de sitios lejanos se deslizaban sobre las aguas. Y vio también el Monte Aran levantándose regio sobre la costa, sus más bajas cumbres verdecían con árboles que se balanceaban y su blanca cumbre tocaba el cielo.

Más que nunca, Kuranes quiso navegar en una galera hacia sitios distantes. Había oído numerosos y extraños relatos. Y halló de nuevo al capitán que había querido —hacía mucho— llevarlo con él. Encontró al hombre, Athib, sentado en la misma silla de mimbre donde estuvo antes sentado. Athib pareció no darse cuenta de que hubiera transcurrido el tiempo. Así, ambos remaron hasta una galera fondeada en el puerto, dieron órdenes a los remeros y salieron del puerto. Se adentraron en el ondulado Mar de Cerenarian que conduce al cielo. Se deslizaron, durante algunos días, sobre las onduladas aguas hasta llegar al horizonte, donde el mar se encuentra con el cielo. No se detuvo el navío, flotó con facilidad en el azul del cielo entre aborregadas nubes de color de rosa. Desde la quilla, Kuranes vio a lo lejos tierras extrañas y riveras y ciudades de sorprendente belleza diseminadas indolentes bajo la luz solar que parecía no faltar o desaparecer jamás. Luego, Athib le comentó que su viaje estaba próximo a su fin. Y que pronto entrarían al puerto de Serannian, la rosada ciudad de mármol en las nubes —construida en esa etérea costa donde el viento Oeste flota en los cielos—. Pero conforme se acercaban a la mas alta torre esculpida de la ciudad, y la admiraban, un sonido atronó en alguna parte del cielo. Y Kuranes despertó en su buhardilla en Londres.

Meses después de que Kuranes viera en vano la maravillosa Celephais y sus galeones que atravesaban los cielos; y mientras sus sueños lo llevaban a cuantiosos lugares incontados y magníficos, jamás pudo conocer quién le dijera cómo encontrar a Ooth-Nargai, más allá de las colinas de Tannarian. Una noche voló sobre oscuras montañas donde había solitarias y desvanecidas hogueras muy alejadas entre sí; y raros rebaños hirsutos cuyos jefes tintineaban campanas; y en la más selvática región de este país de él— encontró una aterradora muralla o calzada, antiquísima, de piedras zigzaguenates a lo largo de valles y laderas —tan grandes que ninguna mano humana hubiera podido, jamás, erigirla, y de una longitud tal que jamás se alcanzaba a ver su fin. Más allá de aquel muro, llegó en la gris alba a una tierra de raros jardines y cerezos. Y cuando el sol se levantó, contempló una belleza tal de blancas y rojas flores, verde follaje y verdes prados, blancos senderos, arroyos diamantinos, azules lagos, puentes esculpidos y pagodas de rojos techos, que por un momento olvidó a Celephais en aquella consumada delicia. Pero la recordó de nuevo cuando descendió por un blanco sendero hasta una pagoda de rojo techo y quiso preguntar a la gente de aquella tierra por Celephais; pero no encontró ahí gente, sólo pájaros, abejas y mariposas. Otra noche subió una húmeda escalera espiral de interminable roca. Y llegó a la ventana de una torre desde donde se veían una pradera enorme y un río, iluminados por la luz de la luna llena. Y en la silenciosa ciudad que se extendía más allá de la otra margen del río, pensó que contemplaba un conjunto o imagen anteriormente conocido. Quiso descender y preguntar el camino hacia Ooth-Nargai. No lo hizo. Una medrosa aurora surgida de algún lugar remoto más allá del horizonte mostró la ruina y antigüedad de la ciudad, y el paralizado río rojizo, y la muerte ciñéndose sobre aquella tierra —como se había ceñido desde que el rey Kynaratholis regresó a ella de sus conquistas sólo para encontrar la venganza de los dioses.

Así buscó Kuranes, infructuosamente, la maravillosa ciudad de Celephais y sus galeras que navegan en el cielo hacia Serannian. Mientras, vio muchas maravillas. Una vez, apenas pudo escapar del sumo sacerdote indescriptible, el que usa la sedosa máscara amarilla sobre el rostro y habita solitario en el prehistórico monasterio de roca en la fría y desértica llanura de Leng. Creció tanto su impaciencia durante los turbios intervalos diurnos, que para incrementar sus periodos de sueño comenzó a comprar drogas. El hashish lo ayudó bastante. Lo envió una vez a un lugar del espacio donde no hay formas; pero, donde relucientes gases estudian los secretos de la existencia. Un gas color violeta le comentó que esa parte del espacio se halla fuera de lo que Kuranes llamaba infinito. El gas no había escuchado antes acerca de planetas u organismos, pero identificó a Kuranes, sólo, como uno del infinito donde existe materia, energía y gravitación. Ahora, Kuranes estaba ansioso por regresar a Celephais, la abundante en minaretes, y aumentó sus dosis de drogas. Finalmente, no tuvo más dinero y no pudo comprar más drogas. Así, un día de verano en el que había salido de su buhardilla y vagaba sin rumbo por las calles, llegó a un puente; luego a un sitio donde disminuía y disminuía el número de casas. Y fue ahí donde vino la saturación. Y encontró al cortejo de caballeros venidos de Celephais para llevarlo, allá, para siempre.

Eran hermosos caballeros, rosados caballos cabalgaban. Hacían ruido sus armaduras relucientes, cortas, que cubrían extraños emblemas de los dioses. Kuranes creyó era un ejército: así eran de numerosos los enviados en su honor. Desde que creó Ooth-Nargai, en sus sueños, fue requerido para ser el dios supremo para siempre. Dieron entonces a Kuranes un caballo y lo pusieron al frente de la caballería. Desfilaron majestuosos hacia los ocasos de Surrey y más allá, hacia las regiones donde Kuranes y sus ancestros habían nacido. Era muy extraño, pero según avanzaban, los jinetes parecían galopar hacia atrás en el tiempo. A su paso, en la luz del crepúsculo, veían solamente algunas casas y poblados como habían sido vistos por Chaucer y hombres anteriores. Y vieron algunas veces caballeros en sus monturas acompañados por peones. Cuando la oscuridad aumentó, viajaron con mayor rapidez, hasta que, pronto, volaban pavorosos, como si fueran por el aire. En la húmeda alborada llegaron a la ciudad que Kuranes vio viva en su niñez, y muerta o dormida en sus sueños; vivía ahora, y mañaneros villanos los aclamaban conforme pasaban, calle abajo, los caballeros. Hasta que entraron en el callejón que termina en el abismo de los sueños. Kuranes sólo había entrado una noche en ese abismo y lo maravilló cómo se asemejaba al día. Observó ansioso la columna conforme se acercaban al vacío. Conforme ascendían el precipicio, un resplandor dorado venido del Oeste cubrió la campiña con su brillo. El abismo era un hirviente caos de rosados e hirvientes esplendores. Y voces invisibles aclamaban a la caballería, mientras el séquito se sumergía en el vacío flotando grácil en su descenso entre nubes relucientes y reflejos plateados. Descendieron, sin fin, en su caída; las monturas pateaban el éter como si corrieran sobre arenas de oro. Entonces los vapores luminosos se abrieron para revelar un resplandor inmenso, el brillo de Celephais, la ciudad, y más allá la costa, y la nevada cumbre que contemplaba el océano, y las galeras pintadas con alegres colores que zarpaban del puerto rumbo a lejanas regiones donde el mar encuentra al cielo.

Y Kuranes reinó desde entonces sobre Ooth-Nargai y las regiones cercanas al sueño. Con su corte habitaba un tiempo en Celephais y otro en la magnificente Serannian, en las nubes. Reina aún y reinará feliz por siempre en tanto, al pie de los acantilados de Innsmouth, la marea del canal jugaba burlona con el cuerpo de un vagabundo que había errado a través del poblado semidesierto al alba; jugaba burlonamente estrellándolo contra las rocas cubiertas de hiedra de Trevor Towers, donde un notable y especialmente ofensivo gordo, cervecero millonario, gozaba la comprada atmósfera de la nobleza extinta.

 

 

1920