Material de Lectura

La cuenta

 

Aunque la calle se encontraba en las cercanías de un río, estaba cercada de tierra y era estrecha, una hilera torcida de viejos edificios de ladrillos para vivienda. Un niño que lanzara su pelota verticalmente, veía un trocito pálido de cielo. En la esquina, opuesto al ennegrecido inmueble donde Willy Schlegel trabajaba como portero, había otro parecido, excepto que incluía la única tienda de la calle. Se bajaban cinco escalones hasta el sótano, a una delicatessen pequeña y oscura de que eran dueños el señor y la señora F. Panessa. En realidad, agujero en la pared.

Justo acababan de comprarla con el resto de su dinero, dijo la señora Panessa a la esposa del portero, para no tener que depender de ninguna de sus hijas, ambas, según entendió la señora Schlegel, casadas con hombres egoístas que les habían afectado el carácter negativamente. Para ser por completo independiente de ellas el señor Panessa, un obrero jubilado, retiró del banco los tres mil dólares ahorrados y compró la pequeña delicatessen. Cuando la señora Schlegel, mirando en rededor —aunque conocía muy bien la delicatessen por los muchos años que ella y Willy habían sido porteros al otro lado de la calle—, preguntó “¿Por qué compraron esto?”, la señora Panessa replicó alegremente que era un lugar pequeño y no habría que trabajar en exceso. Panessa tenía 63. No estaban aquí para amontonar dinero, sino para mantenerse sin trabajar demasiado duro. Tras discutirlo muchas noches y días, habían decidido que la tienda les daría al menos para vivir. Miró en los ojos desvaídos de Etta Schlegel y Etta dijo que así lo esperaba.

Contó a Willy de la gente nueva al otro lado de la calle, quienes habían comprado del judío, y propuso comprar allí si se daba la oportunidad; quería decir con esto seguir comprando en el autoservicio, pero cuando hubiera un detallito o faltante por cubrir, algo que hubieran olvidado comprar, podían ir donde Panessa. Willy hizo lo que se le pidió. Era alto y de espaldas anchas, con un rostro lleno cubierto de rayas negras a causa del carbón y las cenizas que paleaba todo el invierno; su cabello solía verse gris debido al polvo que el viento levantaba de los recipientes de ceniza cuando los forraba para el camión de basura. Siempre de overol —se quejaba de nunca estar sin trabajo—, cruzaba la calle y bajaba los escalones cuando había necesidad de algo; luego de encender su pipa, allí se estaba hablando con la señora Panessa mientras el mari­do de ella, un hombrecito encorvado de sonrisa espas­módica, parado detrás del mostrador esperaba que el portero, tras un largo intervalo de plática pidiera, después de reflexionarlo, diez centavos de esto o aquello, sin que la transacción sobrepasara jamás el medio dólar. Ocurrió un día que Willy cayó en hablar de cómo los inquilinos lo hostigaban todo el tiempo y lo que el cruel y codo casateniente ideaba para tenerlo ocupado en aquel maloliente calabozo de cinco pisos. Estaba absorto en lo que decía y antes de darse cuenta la compra era ya de tres dólares, aunque consigo sólo tenía cincuenta centavos. Willy parecía un perro recién apaleado, pero el señor Panessa, tras aclararse la garganta, pió que no importaba, que pagara lo demás cuando quisiera. Dijo que todo funcionaba a crédito, los negocios y el resto, porque después de todo ¿qué significa el crédito? sino que la gente era seres humanos, y si en verdad somos seres humanos damos crédito a otro y él a nosotros. Esto sorprendió a Willy, pues nunca antes oyó a un tendero decir esto. Un par de días más tarde pagó los 2.50, pero cuando Panessa dijo que podía fiarle siempre que lo quisiera, Willy aplicó fuego a su pipa y comenzó a ordenar todo tipo de cosas.

Cuando llegó a casa con dos grandes bolsas de productos, Etta le gritó que estaba loco. Willy Respondió que todo era fiado y no había pagado en efectivo.

—Pero alguna vez tendremos que pagar ¿no? —gritó Etta—, Y los precios son más altos que en el autoservicio —y dijo entonces lo que siempre decía—. Somos pobres, Willy. No podemos permitirnos demasiado.

Aunque Willy entendía lo justo de aquellos comentarios, a pesar de los regaños, seguía cruzando la calle y pidiendo a crédito. En una ocasión tenía un arrugado billete de diez dólares en el bolsillo del pantalón, y la suma era inferior a cuatro, pero no ofreció pagar, dejando que Panessa anotara la cantidad en la libreta. Etta sabía del dinero, así que gritó tras admitir él que había comprado a crédito.

—¿Por qué lo haces? ¿Por qué no pagar si tienes el dinero?

No respondió, pero al cabo de un tiempo dijo que de vez en cuando tenía que comprar otras cosas. Fue al cuarto de la caldera y volvió con un paquete que abrió: contenía un vestido negro adornado con chaquira.

Etta lloró a causa del vestido y dijo que jamás se lo pondría, pues la única vez en que él le trajo alguna cosa fue tras haber hecho algo malo. Desde ese momento lo dejó encargarse de toda la compra de abarrotes y nada expresó cuando él compraba fiado.


Willy siguió comprando con Panessa. Parecía que siempre estuvieran esperando su llegada. Vivían en tres habitaciones diminutas encima de la tienda, y cuando la señora Panessa lo veía desde su ventana, bajaba corriendo a la tienda. Willy salía de su sótano, cruzaba la calle y descendía los escalones de la delicatessen, grande de apariencia cuando abría la puerta. En cada compra la suma nunca era inferior a dos dólares y a veces incluso se elevaba a cinco. La señora Panessa empacaba todo en una profunda bolsa doble, tras de que Panessa nombraba cada artículo y escribía el precio, con un grasoso lápiz negro, en su carpeta. En cuanto Willy entraba, Panessa abría su libreta, se humedecía la punta del dedo y pasaba cierto número de hojas en blanco, hasta encontrar en el centro del cuaderno la cuenta de Willy. Una vez empacada la compra, Panessa agregaba la nueva cantidad, marcando cada cifra con el lápiz, susurrándose mientras sumaba; los ojos de pájaro de la señora Panessa seguían el proceso hasta que Panessa anotaba la suma y el nuevo total (tras de que Panessa había echado una mirada a Willy y comprobado que éste lo miraba) quedaba doblemente subrayado y Panessa cerraba la libreta. Willy, la apagada pipa colgando suelta de la boca, no se movía hasta que el libro desaparecía bajo el mostrador; entonces se erguía y embrazando el paquete –para el cual le ofrecían ayuda hasta el otro lado de la calle, a lo que siempre se rehusaba–, con un impulso abandonaba la tienda.

Un día, cuando el total llegaba a 83 dólares y algunos centavos, Panessa, tras levantar la cabeza y sonreír, preguntó a Willy cuándo podría pagar algo a cuenta. Al día siguiente Willy dejó de comprar con Panessa y luego Etta, con su bolsa de cuerda para el mandado, comenzó a mercar de nuevo en el autoservicio, y ninguno de los dos cruzó la calle aunque sólo fuera por una libra de ciruelas pasas o una caja de sal que se habían propuesto comprar pero lo habían olvidado.

Etta, al volver de la compra en el autoservicio, rozaba la pared en su lado de la calle para alejarse todo lo posible de Panessa.

Más tarde preguntó a Willy si les había pagado algo.

Dijo que no.
—¿Cuándo lo harás?

Dijo que no lo sabía.

Pasó un mes y entonces Etta se encontró con la señora Panessa, con aire de tristeza, nada dijo de la cuenta, Etta volvió a casa y se lo recordó a Willy

—Déjame en paz —dijo él—. Ya tengo bastantes problemas.

—¿Qué problemas tienes, Willy?

—Los malditos inquilinos y el maldito dueño —gritó, azotando la puerta. Al regresar dijo: “¿Qué tengo que pueda yo pagar? ¿No he sido pobre todos los días de mi vida?

Sentada a la mesa, Etta apoyó los brazos, puso la ca­beza en ellos y lloró.

—¿Con qué? —gritó él, la encendida cara negra y llena de rayas—. ¿Quitándole la carne a mis huesos?

—Con las cenias en mis ojos, con los orines que limpio del piso, con el frío de mis pulmones cuando duermo.

Sentía por Panessa y su esposa un odio raspante, y juró nunca pagar porque los odiaba tanto, en especial al jorobado tras el mostrador. Si éste volvía a sonreírle con aquellos malditos ojos, lo levantaría del piso y le rompería los torcidos huesos.

Aquella noche salió, se emborrachó y quedó tirado hasta el amanecer al borde de la acera. A su regreso, las ropas sucias y los ojos inyectados, Etta le puso ante la mirada el retrato de su hijo de cuatro años, que había muerto de difteria, y Willy, con lágrimas en goterones, juró nunca más tocar otra gota de licor.

Cada mañana salía a poner en fila los botes de ceniza, sin jamás cubrir con la mirada hasta el otro lado de la calle.

—Dar crédito —remedaba con burla—, dar crédito.

Llegaron tiempos difíciles. El dueño ordenó reducciones en el aire acondicionado, reducciones en el agua caliente. Redujo el dinero para gastos y el salario de Willy. Los inquilinos estaban enojados. Todo el día importunaban a Willy como nubes de moscas, y él les decía lo ordenado por el casero. Entonces maldecían a Willy y Willy los maldecía. Telefonearon al Departamento de Salubridad, pero cuando los inspectores llegaron dijeron que la temperatura estaba dentro del mínimo legal, aunque en la casa hubiera corrientes de aire. Sin embargo los inquilinos seguían quejándose de tener frío y por ello hostigaban a Willy todo el día, pero él decía que también pasaba frío. Decía estarse helando, pero nadie le creía.

Un día levantó la vista de los cuatro tambos de ceniza que alineaba para que el camión se los llevara, y vio al señor y a la señora Panessa mirándolo fijamente desde la tienda. Miraban a través del vidrio de la puerta frontal, y cuando los vio de principio su visión fue borrosa y le parecieron dos pájaros entecos de plumas maltratadas.

Fue calle abajo a pedir de otro portero una llave de tuercas; al volver, le recordaron dos flacuchos arbustos sin hojas, que brotaran a través del piso de madera. A través de los arbustos podía ver los anaqueles vacíos.

En la primavera, cuando las hojas de hierba se elevaban en las rajaduras de la acera, dijo a Etta: “Estoy esperando a poder pagarles todo”.

—¿Cómo, Willy?

—Podemos ahorrar.

—¿Cómo?

—¿Cuánto ahorramos al mes?

—Nada.

—¿Cuánto tienes escondido?

—Ya nada.

—Les pagaré poco a poco. Por Dios que lo haré.

El problema estaba en que en ningún lugar podían obtener el dinero. A veces, cuando intentaba pensar en las diferentes maneras de conseguir dinero, los pensamientos se le escapaban hacia el futuro y veía cómo iba a ser todo cuando pagara. Sujetaría el fajo de billetes con una gruesa liga de goma, subiría las escaleras, cruzaría la calle y descendiendo los cinco escalones llegaría a la tienda. Diría a Panessa: “Aquí está, viejito, y apuesto que no pensaba que lo haría, y supongo que nadie lo creía y a veces ni yo mismo. Pero aquí está, en billetes de a dólar sujetos por una gorda liga”. Tras sopesar el fajo un instante lo colocaba, como si moviera una pieza en el tablero de ajedrez, justo en el centro del mostrador; y el hombrecillo y su mujer lo iban deshojando, con grititos chillantes y chasqueantes ante cada dólar ennegrecido, admirados de que tantos hubieran sido atados en un paquete tan pequeño.

Tal era el sueño que Willy soñaba, pero nunca pudo hacerlo realidad.

Trabajó duro. Se levantaba temprano y fregaba las escaleras del sótano a la azotea con jabón y un cepillo rígido, y luego repasaba con un trapeador húmedo. También limpiaba las partes de madera y aceitaba el pasamanos hasta que el zigzag brillaba de arriba a abajo, y en el vestíbulo frotaba los buzones con pulimento para metal y un trapo suave hasta que pudiera verse el rostro en ellos. Veía su propio rostro lleno con un sorprendente bigote amarillo que hacía poco se dejara y la gorra de fieltro color canela que al mudarse un inquilino dejara en un clóset lleno de basura. Etta lo ayudaba y juntos limpiaron el sótano y el patio oscuro bajo los cruzados tendederos, y eran prontos en responder a cualquier solicitud, incluso de inquilinos que les disgustaban, para reparaciones en fregaderos y retretes. Cada día trabajaban hasta el agotamiento pero, como lo supusieron desde el principio, ningún dinero extra llegó.

Una mañana que Willy abrillantaba los buzones, en el suyo encontró una carta para él. Tras quitarse la gorra, abrió el sobre, colocó la hoja a la luz y leyó la temblorosa escritura. Era de la señora Panessa escribiéndole que tenía al marido enfermo al otro lado de la calle, que estaba sin dinero en casa y tal vez él pudiera pagarle sólo 10 dólares y dejar el resto para más tarde.

Rompió la carta en pedacitos y se ocultó en el sótano todo el día. Aquella noche Etta, que lo había estado buscando por las calles, lo encontró tras la caldera, entre los tubos, y le preguntó qué hacía allí.

Explicó lo de la carta.

—Esconderte de nada va a servirte —dijo ella desesperanzada.

—Y entonces ¿qué hago?

—Irte a dormir, supongo.

Fue a dormir, pero a la mañana siguiente brotó de entre sus mantas, se puso el overol y salió corriendo de casa con un abrigo sobre los hombros. A la vuelta de la esquina halló una casa de empeños, donde obtuvo diez dólares por el abrigo y se puso gozoso.

Pero al regresar corriendo había en la calle una carroza fúnebre o algo parecido, y dos hombres de negro sacaban de la casa aquella caja de pino pequeña y estrecha.

—¿Quién murió, un niño? —preguntó a uno de los inquilinos.

—No, un hombre llamado Panessa.

Willy no pudo hablar. La garganta se le había convertido en hueso.

Tras de salir la caja de pino rozando las puertas del vestíbulo, la señora Panessa, toda ella afligida y tambaleante, apareció sola. Willy volvió la cabeza, aunque pensando que ella no lo reconocería debido al bigote nuevo y a la gorra canela.

—¿De qué murió? —preguntó al inquilino.

—En verdad que no lo sé.

Pero la señora Panessa, que caminaba tras la caja, había escuchado.

—De vejez —respondió con voz aguda.

El trató de decir algo dulce, pero su lengua colgaba en la boca como la fruta muerta de algún árbol y su corazón era una ventana pintada de negro.

La señora Panessa se mudó, primero a vivir con una hija de rostro imposible y luego con la otra. Y nunca se pagó la deuda.