Material de Lectura

Trinitario

 

Llegaron un sábado por la mañana. Una mujer les abrió la puerta. Entraron uno tras de otro, sacándose el sombrero de la cabeza y volviéndoselo a poner luego. La mujer cerró la puerta; ahogó la luz que venía de la calle tranquila. Los hombres se quedaron parados, en fila, esperándola a que los precediera. Cuando pasó a su lado, en la penumbra del cuarto, los acarició con perfume de azahares. Ellos abiertamente lo aspiraron y se dispusieron a seguirla. Del cuarto en donde estaban, una salita con muebles de madera y un linóleo viejo, como pudieron ver, pasaron a otro que tenía una ventana llena de sol, y que era la fuente del perfume de la mujer. Había allí una cama grande, nada más, con una cenefa azul en la colcha de seda. La mujer dilató ostensiblemente el paso, como si fuera un cicerone mostrando a turistas una habitación histórica. Pero los hombres, que al penetrar allí ya habían visto todo lo que había que ver, dedicaron sus miradas mejor a la clara estampa de la mujer, hundida y como navegando en la luz que se colaba del exterior. Su nuca descubierta y sus orejas con pelusilla de oro en los lóbulos, fueron las dos cosas que de inmediato los cautivaron. Una corriente de aire fresco los atravesó a los tres, como a un campo muy atosigado por un verano terrible. Y el que iba a la cabeza hizo un movimiento de apropiación con una mano... pero luego se arrepintió. Pero para entonces, ya estaban entrando a una tercera pieza, y los encantos de la mujer se habían eclipsado. Pieza penumbrosa, como la salita. Y fría. Los hombres, a un mismo tiempo, se arrebujaron en sus capas y miraron a diestra y siniestra. En aquello, que les pareció, ser una bodega, columbraron altos rimeros de costales, cuyo remate se perdía en la total tiniebla del techo; y cajas, también estibadas, y otros objetos, tirados en el suelo. Para aliviar sus almas, todos a una volvieron sus ojos interiores al esplendor que acababan de contemplar. La mujer, conocedora del camino les había tomado ventaja, de manera que cuando ellos mediaban la pieza, ella estaba esperándolos ya en la puerta siguiente, de espaldas. Otra recámara, igual de iluminada que la primera, pero muy descuidada, un camastro desnudo, una percha de dos clavos en la pared, y un piso de polvo. Los hombres pensaron que allí no dormiría nadie, pero luego, fijándose bien, advirtieron las señas recientes de un cuerpo sobre la sábana sucia. Volvían a pisar casi los talones de la mujer, y a beberse su perfume y su imagen: se sintieron protegidos contra la sordidez del lugar, como a salvo de las potencias que en su atmósfera pululaban. La recámara tenía, más o menos, las mismas dimensiones que los otros cuartos, pero a los hombres les pareció mucho mayor. Y cuando al fin salieron a un patio y recobraron el cielo y el aire, lanzaron un tan ruidoso suspiro, que la mujer volteó a mirarlos.


En el patio, los hombres avanzaron de frente. La mujer se rezagó entonces. Quería contemplar a su gusto las capas rojas de los visitantes, que desde la entrada le habían llamado la atención. Aunque no soplaba ni pizca de viento, ni los hombres caminaban de prisa, sus capas, sin embargo, ondeaban como estandartes, como banderas de guerra. El patio era grande, bardeado, y la mujer caminó un buen trecho detrás de los trapos, como un niño que sigue el convite de un circo. Al fondo del patio se veía un automóvil, y enmarcándolo un zaguán de alto dintel. Conforme los hombres se aproximaban al auto, cerraban la formación que traían. Pronto sus capas, al estorbarse entre sí, cuando ellos iban ya codo con codo, dejaron de zarandearse. A la mujer se le esfumó el contento del rostro, y comenzó a andar con reposo. Llevaba la mirada alzada, alojada en el vacío. Los hombres, a unos cuantos metros del auto, se detuvieron a esperarla. La mujer llegó y fue a pararse junto al cofre.

—Trinitario... —dijo inclinándose levemente.

Transcurrieron largos segundos sin que nadie le respondiera. Los hombres la miraban. Les pareció graciosa, y joven en extremo. Pero algo en el ámbito del patio no tardó en levantarse para deslucirla y aventajarla. Los hombres miraron la barda. Y la mujer repitió su llamado:

—Trinitario: lo buscan.

Un ruido, debajo del auto, y, un segundo después, la cara grasienta de un viejo asomándose.

—Servidor —les dijo a los hombres—. Y acabó de salir.


Corto de estatura. Recio de cuerpo. Sólo la cara no encajaba en su persona. Con un movimiento vigoroso de sus anchas manos, se sacudió la tierra de los riñones y las nalgas. Mientras, miró a la mujer, todavía frente al cofre, pero las nubecitas de polvo que se le corrieron por detrás y a la derecha, se le nublaron. Entonces volvió los ojos a la pechera del pantalón. Bizqueando, se dio a la tarea de examinar las manchas recién descubiertas. Los hombres le vieron así la mollera, con facilidad: hundido y pálido redondel sin pelos a la luz del sol. El viejo debió sentir las indiscretas miradas, porque en seguida enderezó la cabeza y le pasó una mano por encima. Luego, con la misma mano le hizo señas a la mujer para que se acercara. La mujer obedeció al instante. Parada entre el viejo y ellos, los hombres sintieron que ya no olía a nada. Les estaba dando la espalda y el viejo apenas le llegaba a los pechos, de manera que cuando él habló les pareció que su voz tropezaba y se rompía allí, al subir. Como en las paredes de una cañada. Nada pudieron entenderle. La mujer, después de oír hasta la última palabra, partió al trote rumbo a la casa. Recargado en una puerta del auto, el tacón del zapato en el estribo, el viejo se había quedado esperándola. Tenía la cara ligeramente vuelta en dirección a la casa, y los ojos entornados y pariendo arrugas; el sol lo bañaba de lleno. Los hombres estaban incómodos. No sabían qué pensar. Y tampoco sentían muchas ganas de ser ellos quienes abatieran el prolongado silencio si el viejo no les prestaba verdadera atención primero. La mujer regresó con una estopa y una botella. El viejo se apartó del auto. Luego, parsimonioso, abrió sus manazas con desmesura, como si estuviera por recibir un don del cielo en la apacible mañana. Pero ya estaba la mujer poniéndole la estopa en las manos y se preparaba a verter el líquido de la botella. El choque surgió claro como el agua y mojó la estopa. La mujer hizo un poco la cara hacia atrás, como para evitar los vapores de la gasolina, el tufo. Había destapado la botella con la boca y se le veía entre los dientes el corcho oscuro: los hombres se quedaron admirados de tan blancos y parejos dientes, y se imaginaron, en lugar del corcho, la secreta carne de ellos, mordida dulcemente. Con una especie de gruñido, el viejo le indicó a la mujer que enderezara ya el pico de la botella y la volviera a tapar. La mujer lo hizo y luego se dispuso a observarlo cómo comenzó a restregarse las manos y los antebrazos, con furor. La estopa rezumaba gasolina y la pestilencia era inaguantable. Sin aspavientos, recatados, los hombres se embozaron, y entonces el reflejo del sol en las capas arreboló a la mujer y al viejo. Ella se sonrió y hubo un relámpago de felicidad en su cara, como si un amor le hubiera entrado en el cuerpo, al atardecer. Los brazos del viejo, como los émbolos de una máquina fatigada, se detuvieron en medio de un resoplido. La mujer dejó la botella en el suelo. Los hombres bajaron sus capas. El viejo miraba el aire de la mañana con ojos de briago; sudaba negro en la frente, por la grasa. Sin que hubiera habido ninguna orden previa, los hombres vieron avanzar un paso a la mujer y limpiarle con el mandil la cara al viejo, que cerró dócilmente los ojos. En tanto terminaba, los hombres se pusieron a ver más detenidamente el patio, las cosas que tenía. Cuando no pudieron abarcarlo todo y sus cuellos se hallaban en el máximo grado de torsión, empezaron a girar sobre sí mismos. Emitían, en la silenciosa mañana, un ruido de engranajes, como de muñecos montados en sendas plataformas mecánicas. En su vuelta, con el sol prendido a las capas de seda, incendiaron con sordo fuego rojo la región sombría del patio: la parte trasera de la casa. La mujer estaba recogiendo la botella del suelo cuando ellos retornaron al punto de partida; se sacaron —dibujando un saludo en el aire— los sombreros de nuevo, como para despedirla. Y la mujer regresó a la casa.

El viejo miró a los tres hombres de arriba abajo.

—Me gusta la gente perspicaz —les dijo—. Hay asuntos que no toleran la presencia del mundo, y la mujer es el mundo. Díganme.

Los hombres se humedecieron los labios con la lengua. Comprobaron si el moñito del cordón con el que se ataban las capas estaba bien, y luego dijeron:

—El automóvil, ¿en cuánto lo está usted vendiendo?

El viejo se puso a sobarse un antebrazo, como si acariciara a un animal al sol. Los hombres volvieron a humedecerse los labios. Notaron que el viejo comenzaba a oler de nuevo a gasolina. Se miraron entre sí. E insistieron:

—¿Qué nos dice usted?

El viejo terminó de sobarse, y dijo, mal velada la burla:

—Qué no saben mucho de negocios. Vénganse conmigo a la sombra. Antes de los pesos, algunas palabras, o muchas; es una regla.

Los hombres lo siguieron hasta un rincón del patio.

—Aquí —señaló el viejo—. Ni mundo, ni aire indiscreto. Conque les interesa el auto...

—Sí.

—Pues habrá necesidad de probarlo primero.

—Eso íbamos a pedirle...

—Ustedes me preguntaron por el precio.

—De alguna manera...

El viejo los miró hacia arriba, a los ojos.

—Bueno. Regresemos —dijo.

Los cuatro volvieron otra vez al sol. El viejo por delante, llamando a gritos a la mujer:

—¡Salga! ¡Venga a abrirnos el zaguán!


Los tres hombres llegaron al auto antes que el viejo, que se había desviado para llamar a la mujer desde la puerta de la casa. Se asomaron al interior, aplastando las narices contra los vidrios cerrados. El lujo del tablero y los asientos los sorprendió: felpa por donde quiera, de color blanco, inmaculada. Sin dejar de asomarse, fueron dando la vuelta alrededor del auto, golpeando con sus nudillos la lámina verde mate. Pero no lo hacían por intención alguna de indagar la dureza del material; pegaban por pegar, por nervios. Quizá por eso los toquidos se apagaban y morían luego sobre la lámina caliente, como las palabras cuando nacen al mundo privadas del poderío y la clarividencia de la voluntad. Terminada su inspección, los hombres se recargaron en un guardafango a esperar al viejo. El viejo salió de la casa con la mujer, que a los pocos pasos se apartó de él. Limpísimo divisaron los hom­bres al viejo. De overol azul con cremallera radiante que lo partía por el centro; de zapatos tenis, también azules.

—Dispénsenme ustedes —les dijo al llegar—, pero no me acordaba que tenía que cambiarme de ropa. Habrán mirado ustedes la tapicería...

El viejo abrió la puerta del lado del volante y se metió al auto y se corrió en el asiento para quitar el seguro a las demás puertas.

—Suban —invitó a los hombres mientras bajaba rápidamente el vidrio de su ventanilla.


Los hombres subieron y se acomodaron: uno enfrente, los otros dos atrás. Envolvieron las piernas en la capa y se quedaron profundamente quietos. La blancura los rodeaba; estaban intimidados, como adolescentes ante una mujer rijosa. El viejo, por el contrario, se movía con absoluta naturalidad y sacaba y metía botones en el tablero de control. Indicaba a los hieráticos, sin ningún fruto, para qué era todo. Le brillaban de placer los ojos de mico. A la boca de sus arrugas afloraba una luz de entusiasmo que le cundía por el rostro, anulando el desdichado espesor del tiempo. Les mostró también, y por último, la cajuelita. Entonces se oyó el zaguán. Un chirrido de bisagras renuentes hizo a los tres hombres girar la cabeza a la derecha y mirar. La mujer lo estaba abriendo ya. Con mucho trabajo: como si al mismo tiempo que el zaguán, estuviera empujando el inmenso cielo azul que se extendía al fondo. Los tres hombres sintieron lástima por la mujer y odiaron al viejo. Cuando el camino estuvo libre y el llano desnudo a la vista, el viejo echó a andar el auto. Primero de reversa, hasta ponerlo de trompa apuntándolo a la soledad de afuera, y luego hacia adelante. Pasaron rozando a la mujer. Los tres hombres tuvieron repetida, inesperada y fugaz, la visión del principio: oro en los lóbulos velluditos de las orejas. El auto entró al llano buscando un camino practicable. Lenta, perezosamente, como un verde escarabajo aturdido por el sol. Al viejo el volante le quedaba grande. Para maniobrarlo se colgaba de él y sudaba y fruncía el rostro peor que un alma en tormento. Los hombres lo miraban con sorna y ceñían más sus capas al cuerpo. Pero no sentían ganas de reír. Era el odio lo que les estaba creciendo adentro. Por fin, el auto empezó a rodar por un camino vecinal, de tierra maciza, recto. El viejo, aliviado, respiró y descansó la húmeda frente en una manga del overol.

—Nunca me había sucedido esto —se quejó a los hombres—, se encabritó la máquina como un caballo. Como queriendo regresarse al patio. Ustedes no saben lo entumidos que traigo ahora los brazos.

Los tres hombres siguieron callados. El sol entraba por la ventanilla de atrás; a los dos hombres que venían allí sentados la capa se les incendiaba por los hombros y les inventaba un resplandor en torno a la cabeza. El motor del auto casi no se oía. Las llantas sí: un susurro que se elevaba del camino y rompía apenas el silencio de la mañana. El viejo traía sólo una mano en el volante. La otra, fuera de la ventanilla, en el aire, se le iba desentumiendo y despertando por los dedos. Los hombres pensaron en un pulsador de arpa. Entonces, el viejo, la vista en el camino, les preguntó que por qué no bajaban los vidrios.

—No hace falta —dijeron— tenemos esta mañana clima benigno. Primaveral. Un tan excelente clima, don, que hasta su fatigada mano revive.

El viejo sonrió, miró de soslayo la mano y dijo:

—Y qué les parece, pues, el auto.

El hombre de adelante volteó a mirar a los de atrás, iluminados como santos en su hornacina; luego miró a sus sombreros, sobre el asiento blanco; como un par de huellas elefantinas en la nieve.

—Ostentoso —respondieron los hombres— para este pueblo.

El viejo metió la mano, tibia de sol y despabilada, y la cerró en torno al volante. Los ojitos de mono se le hundieron flechados por mil arrugas. Las palabras le salieron aplanadas, como navajas, por entre las mandíbulas trabadas por una musculatura potente:

—No me gusta la franqueza en bocas no amigas. No me gusta. Yo les pregunto a ustedes por la máquina, cómo la sienten...

Los hombres hicieron una mueca de fastidio.

—No entendemos de máquinas —dijeron—; pero parece que ésta camina perfectamente.


El viejo aminoró la velocidad. Cerca había un grupo de casas a ambos lados del camino. El viejo se echó a su derecha y se estacionó junto a unos arbolitos frente a una casa de fachada azul, una tienda. No acababa de detenerse el auto, cuando ya los tres hombres habían escondido la cabeza por debajo de las ventanillas; en el caparazón verde, como tortugas temerosas. Pero el viejo ni siquiera se dio cuenta; abrió la puerta con energía y bajó. En el suelo, se dirigió al aire para anunciarle que tenía sed, mucha sed. Los hombres lo oyeron. Todavía vibraba en su voz el coraje. El viejo rodeó el auto por detrás y entró a la tienda. Su cuerpo escaso movió, sin embargo, al pasar por los arbolitos, las ramas con una corriente de aire. El viejo sintió la racha y volteó a mirar a los arbolitos, cuyas ramas seguían meciéndose y lloviendo polvo; y tuvo miedo. La tienda estaba sola; en el mostrador unas moscas se paseaban por un queso y se encaramaban al cuchillo medio enterrado en él. Otras se habían precipitado al abismo de unas botellas vacías, encontrando la muerte. El hombre las contempló un segundo. Luego buscó la hielera y sacó un refresco. Lo destapó y comenzó a tomárselo, recorriendo, mientras tanto, los casilleros con la vista. Allí, la desolación era peor aún: las tablas, pintadas de azul como la fachada, se hallaban desiertas y habían venido a parar en polvosas terrazas a donde otras moscas iban a pasear. El viejo cerró los ojos, acabó de beberse el refresco, y puso luego la botella vacía sobre el mostrador. Después, volviendo a ver la desolación de las terrazas, preguntó si no había nadie en la tienda que viniera a despacharlo. Una mosca voló del queso a la nueva botella, al pico. Se columpió, atraída por el dulce fondo amarillo, por las heces tranquilas. El viejo la había visto, y entonces, con un rapidísimo movimiento de su mano, tapó el pico, despenándola. Cayó la mosca en lo amarillo. Navegó, sin fortuna apreciable, unos cuantos segundos... Pero el viejo quiso, como un dios impaciente, rematar la peripecia de la mosca, y tomó otra vez la botella por el cuello y empezó a agitar vivamente las heces. Una voz sonó a sus espaldas. Dejó la botella y se volvió: era el dueño de la tienda.

—Cómo le va... —lo saludó.

—Bien —le dijo el otro—, qué anda haciendo usted por acá. Vi su auto estacionado en la calle.

El dueño se fue directo al queso, a espantar a las moscas.

—Nada en especial —contestó el viejo—, pasaba, nada más. Pero traía sed.

Las moscas volaron hasta los casilleros. El dueño miró a las botellas vacías:

—¿Y tomó usted algo? —preguntó.

—Un refresco de naranja. Pero el naranja no es un sabor de mi predilección. De fresa, ¿tiene?

—No sé. En la hielera...

—No hay. No había más que el de naranja. En otro lado, tal vez, aunque sea al tiempo.

—No. Hace días y días que no me surten. Usted tuvo suerte.

El dueño se le quedó viendo fijamente a la cara al viejo. Algunas moscas regresaron al queso y al pomo del cuchillo. Y el dueño dijo.

—¡Qué cara la de usted esta mañana!...

—¿Qué cara?

—Mitades iguales de diablo y de congoja

—Me voy. Cuánto le debo...

—Nada. Que le vaya bien...

—Bueno. Gracias y adiós.


El viejo trepó al auto. Pensó en mirarse la cara en el espejo retrovisor del parabrisas, pero se arrepintió en seguida. Encendió el motor. Pero no arrancó sino que se apoyó en el volante a mirar el camino, el cielo límpido y el camino que se unía a lo lejos, confundidos por el brillo del sol. La tierra no conocía montes allí, nada que atajara las soledades, los vientos, los silencios. El sol se tendía siempre a morir en pleno llano, como una bestia reventada; la hierba recibía su cuerpo, y no había el beneficio de las sombras refrescantes, piadosas, que preceden el fin de otros soles en otros lugares. El viejo se mordió los labios; la congoja le ganó el resto de la cara. Metió el cambio y arrancó. Ya en el camino y a distancia de las casas, los tres hombres emergieron. El viejo los sintió, sobre todo por el reflejo de sus capas que la luz del sol volvía a herir. Miró al que traía a un lado, endurecidos los ojitos. Rencoroso, le dijo:

—Así que ustedes no entienden de máquinas.

—Ni pizca, don —respondieron.

El viejo comenzó a acelerar.

—Correré un poco, unos cinco kilómetros, y luego regresamos —dijo, las palabras como partidas, como partida el alma que las había proferido. Los hombres repitieron su gesto de fastidio y afirmaron sus pies en el piso del auto. El tiempo que duró la carrera los hombres tuvieron el sentimiento de no haberse movido para nada y de haber sólo empañado el monótono paisaje con una espesa nube de polvo.

Cuando el viejo sacó el acelerador y dio la vuelta para el regreso, los hombres se aflojaron y volvieron a mirarse entre sí. El viejo tosió.

—¿De qué entienden ustedes, pues? —dijo.

—Somos actores.

El viejo se burló, maligno como cuando la mosca:

—¿Por eso traen tan ridículos trapos, esa hojarasca de risa?... ¿Por eso hablan como quien les está pidiendo la lección: al mismo tiempo, como tres niños benditos?

—Exacto, don. Estábamos ensayando cuando nos pidieron ir a su casa a ver el auto. Nuestro patrón. Ensayamos siempre así, vestiditos, según nuestro papel...

—Hace años tuve dificultades con un carpero —dijo el viejo cortándoles la palabra, ¿cómo se llama el patrón de ustedes?

—La nuestra no es carpa. Es Compañía. El patrón se apellida Santiago.

—Entonces no es. Aquél era un tal Martín.

—Santiago es éste.

—Sí, ya les oí. No ha de saber tampoco nada de autos, puesto que confía en ustedes.

El auto cruzó de nuevo entre las casas, por la tienda de los arbolitos. Los tres hombres sólo doblaron la cabeza para adelante, escondiéndola. El viejo se burló de ellos.

—Ya, don..., no se sobrepase —le advirtieron, volteando sus boquitas hacia arriba, hacia la región de luz más clara, la que comenzaba a partir del marco inferior de las ventanillas.

—Así se me figuran ustedes peces: con su trompita abierta, como una flor, en las aguas de un río.


El viejo manejaba, como al principio, despacio. Los hombres se habían recargado en las portezuelas, la cabeza descansando en los vidrios cerrados, en los rostros un reflejo de insuperable fastidio, de cansancio. El que iba al lado del viejo, despegando la cabeza del vidrio, dijo:

—¿Quisiera detenerse usted un rato, don?, queremos estirar las piernas. La inmovilidad no es buena, y menos para nosotros. Un rato. Unos pasos.

El viejo no contestó nada, pero luego detuvo el auto. Los hombres, entonces, abrieron las portezuelas y bajaron. Pero no se fueron caminando juntos, sino que se repartieron el horizonte; uno, rumbo al norte, por la orilla de la terracería, como si el cofre del auto le hubiera indicado la dirección; el otro, por el poniente; y el tercero, al oriente: ambos por el llano. El viejo sólo siguió con la vista al que sus ojos encuadraban de una manera natural y sin esfuerzo, y por un momento tuvo la tentación de echarle el auto encima.

No habían transcurrido cinco minutos cuando los tres hombres estaban ya de regreso. El viejo puso la mano en la palanca de las velocidades, listo para embragar.

¡Qué rápidos! —pensó.

El hombre del Norte se quedó parado delante del auto, y llamó a los otros dos; y luego al viejo, con una mano y voz de alarma:

—¡Don, venga, vea...!

Los hombres miraban algo debajo de la coraza del auto y se agarraban a los bordes de sus capas, como si temieran resbalar y caer. El viejo llegó manoteando, todas sus arrugas exaltadas. Se colocó en medio de los hombres, su overol más azul por efecto de los rayos del sol que rebotaban en el cromo abundante de la coraza. Se volvió al que lo había llamado y le dijo:

—¡Qué! ¿qué hay?

El otro advirtió:

—Allí, fíjese... el agua, el radiador...

El viejo se inclinó. Pero entonces, los hombres, sin soltar el borde de sus capas, abrieron los brazos como alas y lo cubrieron.

—¿Y esta carpa...? —fue todo lo que alcanzó a decir el viejo bajo la sombra roja, y antes de las balas.

Los hombres lo arrastraron al llano sin destaparlo, hacia el poniente; como una araña a su víctima, así se lo llevaron.

De vuelta, uno de ellos dejó oír su voz solitaria:

—Y “Trinitario”, ¿qué será: nombre o apellido?

—¿Quién va a saberlo? —dijeron los otros—, habría que preguntárselo a don Martín.

—¿Y la mujer...? —tornó a preguntar la voz solitaria.