Material de Lectura

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Selección, nota
introductoria y
traducción de
Guillermo Fernández



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Nota introductoria*

 

 

Alberto Savinio —pseudónimo de Andrea de Chirico—, nació en Atenas en 1891. Hijo de un siciliano trabajador, taciturno, y de una genovesa obstinada, mundana y ambiciosa, con pretensiones intelectuales, desde muy joven se dedicó al estudio de las letras clásicas, a la música y a la pintura, disciplinas que cultivaría durante toda su vida y que hallamos entrelazadas en su obra literaria. Después de estudiar en los conservatorios de Múnich y de Atenas, Savinio estableció su residencia en París, donde, a partir de 1910, estrechó relaciones amistosas con los más notables artistas de vanguardia: Apollinaire, Tzara, Max Jacob y, naturalmente, su hermano Giorgio de Chirico. Savinio colaboró con frecuencia en la Soirée de París, que dirigía Guillaume Apollinaire, y se sumó al movimiento que, algunos años después, se conocería como surrealismo. Al volver a Italia, colaboró con entusiasmo en las revistas de vanguardia de esos tiempos: La Voce, Lacerta y La Ronda.

La escasa popularidad de su obra literaria en Italia se debió en gran parte a la miopía de la crítica de cuño fascista, aquejada de provincianismo triunfalista, que no supo o no quiso ver en la obra narrativa y ensayística de Savinio la inquieta y totalizadora moralidad del “monstruo de genialidad intelectual” (Giacomo Debenedetti). El triunfalismo demagógico que malogró la mayor parte de las actividades culturales de ese periodo, las que podían contar con los medios adecuados para su difusión, malogró también muchos saludables fermentos de la cultura italiana de esos años, hundiéndolos en el silencio. La obra literaria de Savinio no corrió con mejor suerte durante los primeros años de la posguerra, dominados por el neorrealismo y las vanguardias. Con una obra reconocida por unos cuantos pero importantes lectores, víctima de la conspiración del silencio con que la crítica arrumbó su obra durante decenios, Alberto Savinio murió en Roma en 1952.

Stefano Lanuzza —uno de los más destacados y devotos savinianos, a quien debemos en gran parte la reedición y publicación de algunos libros inéditos de Savinio, analizados a fondo en su extenso e iluminador ensayo Alberto Savinio— resume en unas cuantas palabras la personalidad y la importancia de este creador, literalmente excéntrico:

Al igual que Luciano de Samosata, Verga, Pirandello o Svevo, o de los más próximos, Gadda, Pizzuto, Landolfi y D’Arrigo, también Savinio, con su gorra vasca de clochard y su aire triste en un polvoriento museo de cera, ajeno al mundo estandarizado de sus contemporáneos, pertenece a “la especie de los llamados inteligentes, a la categoría de los disgregadores de masonerías”; es decir, una especie que, según los demás escritores, no debería existir.

 

 


Guillermo Fernández



* Los cuentos que aquí aparecen fueron seleccionados del libro Tutta la vita, Ed. Bompiani, Milán, 1945, 3a. ed.

Bibliografía del autor

 

Obra narrativa

Hermaphrodito, La Voce, Florencia, 1918.
La casa impirata, Carabba, Lanciano, 1925.
Angélica o la notte dimaggio, Ed. Monreale, Milán, 1927.
Tragedia delVinfamia, Ed. La Cometa, Roma, 1937.
Achule innamorato, Ed. Vallecchi, Florencia, 1938.
Infamia di Nivasio Dolcemare, Ed. Mondadori, Milán, 1941.
Dico a te, Clio, Ed. La Cometa, Florencia, 1941.
Ascolto il tuo cuore, citta, Ed. Bompiani, Milán, 1943.
Casa “La Vita”, Ed. Bompiani, Milán, 1943.
La nostra anima, Ed. Bompiani, Milán, 1944.
Tutta la vita, Ed. Bompiani, Milán, 1945.
L’angolino, Ed. Pagine Nuove, Roma, 1950.


Ensayo

Seconda vita di Gemito, Ed. Modernisima, Roma, 1938.
Leo Longanesi, Ed. Hoepli, Milán, 1942.
Nárrate, uomini, la vostra storia, Ed. Bompiani, Milán, 1942.
Scatola sonora, Ed. Ricordi, Milán, 1955.
Maupassant e “l’altro”, Ed. I Saggiatore, Milán, 1960.


Teatro

Capitán Ulisse, Ed. Ribet, Turín, 1929.
La famiglia Mastinu, en “Sipario”, núm. 26, 1948.
Emma B., vedova Giocasta, en “Sipario”, núm. 38, 1949.
Alcesti di Samuele, Ed. Bompiani, Milán, 1949.
Orfeo vedovo, Roma, 1950.


Prefacio

 

Un día de 1937, en París, André Bretón me leyó un texto suyo en el que aparecía el nombre de mi hermano Giorgio de Chirico y el mío, a la cabeza de una lista de participantes en el movimiento artístico que luego se conoció como surrealismo. En dicho texto consideraba nuestros dos nombres como iniciadores de tal movimiento en los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial. De manera que los iniciadores —inocentes, pues— del surrealismo somos dos hermanos, hijos de la misma madre y del mismo padre, y hermanos tanto en espíritu como en la carne. Hablando de surrealismo, ¿cómo refutar las afirmaciones del jefe del surrealismo, de su teórico más reconocido? En lo que a mí concierne, acepto tal afirmación pero siento la necesidad de comentarla.

El surrealismo es, según mi manera de ver y pensar, la representación de lo informe, de lo que aún no ha tomado forma; es la expresión del inconsciente, de lo que la conciencia aún no ha organizado. En lo tocante a un surrealismo de mi propio cuño, si debemos hablar de surrealismo, el mío es exactamente lo contrario de lo que hemos dicho, puesto que mis textos y mis cuadros no pretenden solamente representar lo informe y expresar lo inconsciente, sino que quieren darle forma a lo informe y conciencia a lo inconsciente.

¿Está claro? En mi surrealismo se oculta una voluntad formativa y, ¿por qué no decirlo?, una especie de finalidad apostólica. En cuanto a la “poesía” de mi surrealismo, ésta no es gratuita ni un fin en sí misma, sino un tipo de poesía “cívica”, en cuanto que opera en un civismo más alto y más vasto, un supercivismo.

Estas indicaciones son útiles para comprender mejor los cuentos que componen este libro.

Entre estos cuentos —algunos de los cuales son los más singulares y profundos que se hayan escrito en lengua italiana, y no sólo en esta lengua, junto con algunos otros cuentos de Gradus Parnasum y de Casa “La Vida”—, hay algunos que llevan a la escena divanes, poltronas, armarios y otros muebles como personajes sensibles, hablantes y operantes. ¿Pero quién ha entendido esos cuentos, quién entenderá a estos personajes?

Otra indicación.

Estamos atravesando la crisis del ensanchamiento del universo. Las guerras, las revoluciones y la angustia del hombre, todo lo que es crisis en el mundo de muchos años a esta parte, es la consecuencia de este ensanchamiento, de este universo más vasto, en el cual Dios ya no halla lugar para establecerse y afirmarse, al menos en esa forma concreta y persuasiva que le daba protección y seguridad al hombre y paz a su ánimo.

También el cristianismo va por el derrotero de este universo más vasto.

En el tiempo por venir, no será cristiano quien no le brinde a los animales, a las plantas y a los metales el amor cristiano que hasta hoy sólo le ha brindado al hombre.

Alberto Savinio

Toda la vida

 

“...¿Y qué con que yo esté todavía chico...? Ustedes son los que dicen que estoy chico... ¿Qué quiere decir estar chico...? Ustedes han hecho la división entre grandes y chicos, porque les conviene... Ustedes se han adueñado de todas las cosas del mundo, y nos las esconden, porque tienen miedo de que nos las llevemos... Sin ninguna precisa razón, como dicen... Sólo por el gusto de quitárnoslas, porque podemos servirnos de ellas mejor que ustedes... ¿Creen que no lo sé...? Y por eso ponen caras severas... ¿No saben que ya descubrí por qué andan siempre con caras largas...? Ustedes dicen que los grandes son personas serias. Nunca ríen. Sus pensamientos son graves, con graves preocupaciones. Se sientan agachados, con la barbilla en la mano y la frente fruncida, como las estatuas de los cementerios. Pero yo sé que no es cierto... Lo hacen para que entre ustedes y nosotros no haya ninguna confianza, para crearse una defensa, para impedir que descubramos su truco... Yo lo sé... ¡Nada de seriedad...! Un día los vi. Los vi por el ojo de la cerradura... ¡No, no me castiguen, no me peguen...! No me pueden castigar, ustedes mismos lo dijeron, antier; yo los oí, cuando no quería tomar el polvito amargo; dijeron que no me podían castigar, porque ahora estoy enfermo... Vi por el ojo de la cerradura... los vi... Los descubrí... Y no estaban tan serios mientras los veía, sin que ustedes lo supieran... Reían, bromeaban, jugaban como nosotros jugamos... Más que nosotros... Igual a muchas otras veces, cuando entro de repente a la recámara de ustedes, cuando todavía no me han visto. Pero luego me ven y cambian inmediatamente de cara, se ponen de nuevo la cara de Padres... ¿Por qué...? ¿Por qué siempre una barrera entre ustedes y nosotros...? ¿Por qué siempre esta barrera que no se ve, pero que nadie puede atravesar...? ¿Por qué siempre este vacío entre ustedes y nosotros, este temor, esta amenaza que nunca se acaba...?

Ustedes nos ven como a enemigos, y nosotros también... Tal vez ya saben que queremos derrocarlos... Que queremos descubrir todo lo que nos esconde... Que queremos convertirnos en los amos... Y cuando sienten que somos cada vez más fuertes, entonces, para detenernos, dicen que estamos enfermos y nos meten a la cama, nos purgan, nos obligan a tomar ese polvito amargo, no nos dejan jugar... Yo sé que los grandes son malos... Y todos los que ustedes llaman chicos, lo sabemos... ¿Pero cuánto tiempo más van a impedirme que salga? ¿Por cuánto tiempo más podrán obligarme a estar en cama...? Otra vez me han tomado el pelo... Mi mamá me dijo durante muchos días que iba a levantarme al día siguiente. .. Me lo decía a diario... Y yo se lo creí porque ustedes dicen las cosas con tanta seguridad, que a uno no le queda más remedio que creerles... Los días siguen pasando, y nada... Por eso comprendí que su promesa era igual a las otras, a las promesas que nos hacen los grandes, las que jamás nos cumplen, porque sólo las hacen para que dejemos de dar lata, cuando sienten que los metemos en apuros y ustedes no saben qué responder... ¿O no es cierto...? Y para que vean que digo la verdad, hace días que mi mamá ya no me dice que me voy a levantar al día siguiente... Ella sabe que yo sé que no me dice la verdad y ya le da vergüenza decir esa mentira... Pero yo voy a levantarme, a como dé lugar... Ya no puedo esperar. Al fin y al cabo, yo sé que no puedo esperar nada de ustedes... Me levantaré, tengo que levantarme... Tengo unos trabajos sin acabar... que no puedo “diferir”, como dice papá... No puedo “diferirlos”... Sí, se trata de trabajos muy serios, muy importantes... ¿Acaso creen que sólo ustedes tienen trabajos muy serios, trabajos muy importantes...? Eso es lo que ustedes andan diciendo para mantenerse aparte, detrás de la barrera que han puesto entre ustedes y nosotros... Ustedes le llaman trabajo a lo que hacen; a lo que nosotros hacemos, le llaman juego... Pero ustedes saben bien que nuestros trabajos son muy serios, mucho más importantes que los suyos, que los nuestros transformarán el mundo, que lo revolucionarán, y tienen miedo... Sí, me levantaré; no podrán impedírmelo... No por las malas, porque ahora estoy enfermo... Y me levantaré aunque me lo prohíban. Me levantaré cuando nadie me vea, cuando nadie me vigile... Debo levantarme, para ir al jardín. Debo ver en qué quedó el castillo y el laberinto que comencé a construir y que ustedes me obligaron a dejarlos a la mitad, porque me metieron a la cama... Si no voy a cuidarlos, otros pasarán por el jardín y los pisarán, los destruirán... Porque los grandes no respetan nuestros trabajos y se entercan en no tomarlos en serio... Y dicen que no son cosa seria, adrede, para poder destruirlos sin sentir ningún remordimiento... Me voy a levantar ahora mismo... No... Mejor mañana... Mañana será otro día y yo estaré más grande... Estaré más grande, más fuerte... Hoy no... Esta mañana, cuando papá se fue a la oficina y mamá le estaba hablando por teléfono al doctor, mientras estaba conmigo la enfermera... Ustedes confían en la enfermera, están seguros de que ella me vigila como lo hacen ustedes... Pero la verdad es que ella no me vigila, y se pone a dormir cuando no están ustedes... Ustedes no lo saben, y ojos que no ven, corazón que no siente... No se dan cuenta de nada... Las cosas no marchan como ustedes quieren, no son como creen, sino todo lo contrario... Pero como no lo saben, poco les importa... La enfermera estaba durmiendo, y quise levantarme de la cama... No, sólo quise sentarme un poco sobre la cama, y saqué una pierna para apoyarla en el suelo... Parecía que me faltaba la pierna... Sentí una especie de vacío a mi alrededor... El viejo de la pared, el que está dentro del marco y fuma su pipa tirolesa, se cubrió de niebla, ya no podía ver su cara... Todo el cuarto parecía estar patas arriba, y empezó a dar vueltas... Y me recosté otra vez sobre la almohada... Creo que la enfermera se despertó, pues sentí que volvía a poner mi pierna sobre la cama... Pero no me morí... Me han dicho otra mentira... ¿No me dijeron que caería muerto si intentaba levantarme? En cambio... Sólo que el cuarto empezó a dar vueltas... Pero mañana estaré más grande... Más grande y más fuerte... Y me levantaré... Iré al jardín... Iré a ver mis trabajos, que por su culpa dejé a medio terminar... Debo terminar esos trabajos... La fortaleza, el laberinto... Todavía falta mucho, sobre todo en el laberinto: es algo difícil... Es necesario poder entrar en él y no poder salir... Nunca jamás... Cuando termine el laberinto volveré a casa, sólo entonces... Pero quizá no vuelva... Es más: nunca volveré... Al fin y al cabo nunca podré hacer todas las cosas que tengo en la cabeza mientras esté con ustedes... Siempre querrán tenerme sometido, con el pretexto de que todavía estoy chico, de que no tengo juicio, como dicen ustedes con su gusto de pronunciar sentencias, para prohibirme que haga lo que quiero hacer y que nunca haré mientras viva aquí, sometido a ustedes, obstaculizado, envidiado y odiado por ustedes... Debo irme... Lo sé... Ya sé a donde... Si se los digo, me dirán que no... Que son locuras, tonterías... Claro, porque creen que sólo ustedes hacen cosas serias... Si les pidiera permiso para irme, nunca me lo darían... ¿Y para qué pedirles permiso...? ¿Por qué pedir permiso...? ¿Porque son mis padres y debo obedecerlos...? Así dicen ustedes, ¿pero quién inventó estas leyes? Ustedes, por su propia conveniencia... Pero yo sé que es una ley que inventaron ustedes, una ley que les conviene, y yo ya no creo en ella... Me iré sin su permiso, me iré a como dé lugar... Y si en realidad son tan buenos como ustedes dicen, si en verdad me quieren tanto como dicen, entonces no podrán sino aprobarme cuando sepan, cuando vean lo que haré cuando me halle lejos de ustedes... Me aprobarán y admirarán... Sólo entonces comprenderán quién era realmente este hijo, lo que valía... Me iré hasta el otro lado de esa montaña... Cruzaré por ella, por esa cosa oscura que se ve en la cima de la montaña, un bosque pequeño, según la enfermera... ¿Pero qué puede saber la enfermera...? Y detrás de esa montaña hay una ciudad grandísima, totalmente blanca... Llegaré allá y seré grande... Todos me esperan. Y lucharé contra todos, solo... Realizaré trabajos colosales... Seré alto, rubio... Todos me verán, todos me aplaudirán. Y junto a mí estará Matildita... Me amará mucho y yo la protegeré... Y toda la vida será así... Magnífica... Toda la vida...”

—¿Por qué ha dejado de hablar?

—Ha muerto.

 

 


Poltrón de amor

 

El comendador Cándido Buey de pronto se apercibe de que está con los ojos abiertos. No es luz diurna ni claridad de lámpara. Parece la glauca luminosidad de un fondo marino. El silencio se parece también al de un fondo marino. En el oído del comendador alienta todavía el recuerdo de una voz. ¿Qué voz...? Cándido empieza a ver lo que hay a su alrededor, lentamente. Mueve la cabeza como si sólo ésta conservara todavía la facultad de movimiento; como si el cuerpo, en cambio, estuviese encerrado fatigosamente en una caja de cura diatérmica. Ve con lentitud, y poco a poco va reconociendo algunas cosas que lo rodean. Redondeadas, opacas, familiares. “¿Por qué”, piensa el comendador Buey, “por qué he despertado entre los muebles del salón principal?” Se estanca en el aire un olor untuoso de cera destilada en lágrimas y un craso perfume de flores.

El comendador Buey se halla en la feliz condición entre sueño y realidad que resuelve los problemas arduos y revela los secretos de la vida.

El aroma de las flores frescas es ligero y volante. Si se pudiese fotografiar el olor de las flores frescas, aparecerían sobre la placa tantas imágenes de mariposas, y los diferentes colores de sus alas serían la concreción figurada de los distintos perfumes.

Las axilas de Teresa también olían a flores frescas, hace mucho, mucho tiempo, en su ralo bosquecillo rubio bajo los sutiles brazos de virgen. Este, en cambio, es un olor avestruz, un olor pavo, el olor pesado y sin vuelo de las flores viejas y mustias. El olor de las flores sentadas. El olor que despiden las flores aplastadas por un trasero. En rápida confrontación que acelera el remolino de nuevos conocimientos, el comendador Cándido Buey asocia este olor a flores viejas y mustias con el acre olor que Teresa despide por la mañana, cuando anda atareada con ciertas labores domésticas, en alpargatas y despeinada, con la crema nocturna todavía untada en la cara y vestida con esa bata sórdida de ramas amarillas, la que, aun estando colgada en el perchero del baño, despide un hedor punzante como si estuviese viva y llena aún de ella. También las flores se fatigan y sudan; y cuando se cansan apestan como apestan los hombres, como apestan las mujeres.

El comendador Cándido Buey se exalta con la novedad, sobre todo ton la verdad de este pensamiento. Pero es menester desarrollarlo, analizarlo profundamente. El comendador proyecta la creación de un taller para la limpieza de las flores, con un departamento especial para la desinfección. Imagina artefactos para lavar las flores, instrumentos para perfumarlas con nuevos y frescos perfumes.

Tan contento está Cándido con su idea, que quiere confiársela inmediatamente a Teresa. Extiende la mano derecha hacia el lugar de Teresa, pero al no hallar el amado trasero en el lugar acostumbrado, su mano cae en el vacío, en un horrible vacío en cuyo fondo se topa de repente con la dureza de la realidad.

¡Teresa está sepultada!

Ésta es la única realidad. A Teresa la enterraron el día anterior. Al regresar del camposanto, Cándido Buey se encontró solo en toda la casa. Incluso Rosa, la “fiel” Rosa lo ha abandonado temporalmente. Le dijo que “el corazón se le partía al ver la casa sin la señora Teresa”, y pidió permiso de pasar un par de días en el campo, con su hermana. Cándido había colgado en el perchero el sombrero de paja, por dentro totalmente bañado de sudor. Y por primera vez en toda su vida, se sentó en la vieja silla de tijera de la antesala: señal de que el orden de su vida estaba profundamente turbado. Nadie hasta entonces se había sentado en esa silla tan solitaria y tan casta, con su respaldó apoyado contra la pared y disciplinada como una educanda en el locutorio; su presencia en la antesala sólo era decorativa. Cándido vería el sombrero de paja, con la copa circundada por un listón negro que se balanceaba en la clavija del perchero; y cuando el sombrero dejó de moverse, Cándido se sintió aún más solo. Calvo, gordo, lustroso de lágrimas y de sudor, y vestido de negro, se inclinó sobre el arquibanco recubierto, como un altar, de un dosel recamado de oro.

Ante la idea de que Teresa ya no existe, Cándido se precipita de nuevo en un horrible vacío. ¿Qué cosa queda en el mundo si Teresa ya no existe?

Anduvo todo el día por la casa, en busca de su Teresa. Abrió los armarios, sacó los vestidos, extendió los calzoncillos, apretó entre sus manos los corpiños. Buscó a su Teresa detrás de los muebles, en los cajones, en el buró. Halló un viejo corsé que sólo conservaba la mitad de sus varillas, patinado por las secreciones sebáceas, y durante toda una hora lo tuvo pegado a su mejilla, como si quisiera aplacar las dolorosas punzadas de una caries. Besó largo rato las chanclas de Teresa, sobre los talones brillantes por el uso. Encontró la bata de ramas amarillas y lloro sobre el fiel indumento tan agradecido de su hedor.

Llegó la noche y a Cándido le faltó valor para subir a la recámara. Lo acobardó la idea de acostarse solo en la cama matrimonial, en la que por cuarenta años seguidos se había acostado junto a su querida Teresa. Buscó un lugar donde los recuerdos fueran menos vivos. El salón principal sólo era abierto en ocasiones muy especiales, como la del día anterior, a fin de que Teresa, acostada entre los cirios y las flores, recibiese la última visita de parientes y amigos. Cándido buscó a tientas uno de los divanes y se sentó. Se estancaba en el aire el olor untuoso de la cera fundida y el craso aroma de las flores. Era evidente que se había quedado dormido en el diván, y que en el sueño había olvidado que Teresa estaba muerta. Qué extraño es el mundo de los sueños, en el cual los muertos vuelven a vivir y los vivos están muertos; en el que encontramos, amamos y odiamos hombres y cosas que solamente allá existen, que se precipitan en un abismo ignoto al desvanecerse el sueño.

¡Muerta!

Cándido cae nuevamente en el horrible vacío, y desde el fondo abismal oye su propia voz llamando con infinito dolor:

—¡Teresa...! ¡Teresa...!

Cándido está asombrado de oír su propia voz, pero más asombrado todavía al oír otra voz que pregunta:

—¿Para qué llamas a Teresa, si Teresa ya no existe?

Cándido reconoce la voz. Es la voz que le había quedado en el oído. La voz que poco antes lo despertó. Nadie responde; pero poco después la voz agrega:

—No importa. De todos los que estamos en el salón, sólo uno tiene voz masculina. ¿Pero también tú estabas enamorado de la señora Teresa...? ¡Pobre de ti!

Un coro de risitas recorre el salón y se apaga en la chimenea.

Cándido está tenso, escuchando anhelante. Escucha con los oídos, con el estómago, con las puntas de los pies, y para escuchar mejor extiende ambas piernas a guisa de antenas.

¿Pero quién está hablando, si él está a solas?

Una vocecita muy joven dice:

—Si ese cascarrabias no quiere contestar, allá él; pero sigue hablando tú, abuela.

La claridad es muy escasa, pero suficiente para ver que, excepto él, no hay alma viva en el salón.

Otra voz, también joven, añade:

—Cuando nuestra decana no habla, este salón se muere de aburrimiento.

Voces extrañas. Voces sofocadas. Voces de tela.

Dice la voz que habló antes y que en comparación con las otras suena muy grave:

—Respetemos el luto de la casa que nos alberga.

Y responden muchas voces al unísono:

—Tiene razón.

Al oír tantas voces reunidas, una luz improvisa se enciende en el ánimo del comendador Cándido Buey: esas voces extrañas, esas voces sofocadas, esas voces de tela son las voces de los muebles.

El efecto de este descubrimiento es tal, que anula cualquier cosa a su alrededor, incluso el recuerdo de la pobre Teresa. Pero se trata de una sorpresa sin miedo, de una sorpresa casi sin sorpresa. La revelación de este mundo prolongado ensancha el ánimo de Cándido, lo recibe con hondo afecto infantil, y el comendador Cándido Buey experimenta la felicidad de volver al estado candoroso.

Vuelven a hablar las vocecitas juveniles, en las cuales Cándido reconoce ahora la voz de los silloncitos de seda carmesí, que están a ambos lados del diván donde él está acostado. Dice uno de los silloncitos:

—No te conoces bien, abuela. Lo dices porque estás enojada con nosotros. ¿Qué tiene de malo que hablemos mientras los hombres duermen?

Cándido comprende que aquélla a la que los dos silloncitos llaman “abuela” no es otra que la gran poltrona con brazos que está a la izquierda de la chimenea.

Toma la palabra la repisita que se halla a la derecha de la chimenea, sobre la que descansan algunos animales estilizados, entre los cuales hay un elefante de cristal con la trompa enrollada como cuerno de caza.

Dice la repisita:

—Nosotros sabemos cuán púdica eres, abuela. Si tú supieras la risa que nos da cuando la Rosa viene por la mañana a hacer el aseo y te levanta el ribete, para pasar la escoba bajo tu enagua; y tú, mientras la Rosa te da la espalda, te la vuelves a bajar. La Rosa vuelve a levantártela y tú te la vuelves a bajar.

Tercia en la conversación el segundo de los silloncitos:

—¡Imagínate el miedo que le daría a la Rosa si supiera que tú misma te bajas el ribete todas las veces que ella te lo levanta!

Habla ahora la gran poltrona con brazos, la que llaman “abuela”, a los dos silloncitos carmesíes:

—Hijitos: no es pudor lo que me hace bajarme el ribete cuando me lo levanta la Rosa. No. He visto demasiadas cosas en mi ya larga vida como para seguir teniendo pudores de ese tipo. No, no es por eso. Me bajo el ribete para que no vean mis resortes rotos.

Los silloncitos preguntan, al mismo tiempo:

—¿Tienes rotos los resortes, abuelita? Yo no me había dado cuenta.

Y la abuela:

—Los jóvenes no se dan cuenta de muchas cosas. Ver es un arte difícil que se aprende con el paso de los años. ¿Habéis visto ya que el comendador usa dentadura postiza? ¿Os disteis cuenta de que la pobre señora Teresa usaba peluca? Las personas mayores y con experiencia conocemos muy bien el arte del disimulo, que es la base de la vida civilizada.
Pregunta la repisa:

—¿Quién le rompió los resortes, abuelita? La abuela le contesta:

—Esto no lo puedo decir.

—¿Pero por qué? —pregunta a coro todas las vocecillas de los muebles del salón.

—Es una historia que tiene que ver con la pobre señora Teresa, y mientras su memoria se mantenga viva en este salón, me gustaría abstenerme de cualquier comentario que pudiera mancharla.

Al oír estas palabras, el comendador Cándido Buey dio un brinco en el diván, pero contrariamente a lo que podría suponerse, el motivo de tal brinco no se debía a la sorpresa del comendador al escuchar las palabras de la poltrona, sino a un fuerte movimiento sobresaltado que, bajo la pesada mole del comendador, produjo el propio diván.

—¡Oh, cuéntanos; no nos dejes intrigados! —invocan al unísono los muebles— ¡Cuéntanos, cuéntanos!

—Sois jóvenes y no podéis saberlo; pero yo, que era coetánea de la pobre señora Teresa, conozco su vida como si fuera la mía. Sí, puedo decirlo con orgullo: solamente yo conozco la vida de mi ama en esté salón; y revocarla ahora, mientras el dolor de su muerte me acompaña, puede servirme de consuelo. Vosotros sois jóvenes, ninguno de vosotros tiene más de diez años y ésta es una circunstancia fundamental. Vosotros sabéis que hace diez años nuestros patrones, por ponerse a la moda, para “actualizarse”, como ahora se dice, vendieron en una bicoca los muebles robustos, suntuosos y opulentos que amueblaban este salón, y los sustituyeron con muebles de este siglo, flacos, desnudos, incómodos. Y me estoy refiriendo a vosotros, para acabar pronto.

—¡Incómodos, nosotros! —protesta uno de los silloncitos.

—¡Mide bien tus palabras! —añade el otro silloncito—. El hecho de que seas más vieja que nosotros no...

—Calma, niñitos— interviene la abuela con tono pacificador—. No soy tan tonta para tomar a pecho vuestros defectos. Sólo digo que al malbaratar los muebles antiguos, ya muy viejos y todo lo que se quiera, y sustituirlos por vosotros, apenas salidos de las fábricas que os engendraron, nuestros amos se comportaron de manera inconsulta e intempestiva, como todos los que en la actualidad se sienten arrastrados por la manía de la renovación. En este mundo, cariños míos, todo es cosa de saber esperar; tanto en el mobiliario como en la política, como en la vida misma. Lo viejo deviene estilo. Si el comendador y la señora Teresa hubieran tenido menos prisa y un poco más de olfato, hoy este salón sería uno de los más apreciados de la ciudad; porque ya sabéis que el siglo XIX ha superado la fase de la antigualla chistosa, para convertirse en un estilo respetabilísimo, no menos que el Luis XV o el Renacimiento florentino. ¡Este era un salón muy hermoso, lleno de fascinación y misterio! ¡Aquellos divanes, blandos como lechos y profundos como barcas! ¡Aquellas poltronas ventrudas y soberbias, graves como tantas tías de trasero bajo, arabescadas de encajes y listones colgantes, con la puntita del pie asomando apenas bajo el ribete!

¡Aquellos pufs, semejantes a tibias cúpulas de terciopelo; aquellas alfombras pesadas, como prados de lana; aquellas columnas en forma de espiral; los cortinajes celosamente abrazados, que mantenían el salón en una penumbra de floresta! Sólo a mí no me vendió nuestra ama al deshacerse de aquellos muebles del siglo XIX, porque yo, y lo digo sin jactarme, no solamente era la coetánea de la señora Teresa, sino su compañera, su amiga, su confidente.
¡Qué bellos años pasamos juntas! Vosotros sois demasiado jóvenes, habéis entrado ya tarde en esta casa y conocisteis a nuestra ama en edad ya avanzada, con cabellos postizos y sus arrugas; pero yo, que la conocí en sus buenos tiempos, puedo decir qué tipo de mujer era. Hermosa, llena de brío y de vida; ingeniosa y alegre, pero sobre todas las cosas, la mujer más amante del amor que yo haya conocido en mi vida.

Una profunda conmoción sacude al comendador Cándido Buey al escuchar la revocación de los buenos tiempos de su Teresa, de su brío, de su ingenio, de su alegría; y él está por alzarse del diván y arrojarse entre los brazos de la poltrona parlante, para estrecharla también entre sus brazos, pero las últimas palabras de la “abuela” refrenan de pronto ese impulso y lo hacen recelar. Cándido busca rápidamente en sus recuerdos algunas pruebas que justifiquen semejante fama de amante del amor de su Teresa. Entretanto, bajo el trasero del comendador el diván continúa sacudiéndose trabajosamente, como si quisiera desembarazarse de aquella mole humana y decir lo que piensa; pero el comendador, atento a las palabras de la poltrona, hace caso omiso de los sacudimientos del diván, pensando que éstos se deben a sus propios movimientos y a su nerviosidad, y trata de calmarse frotándose los mulos y las rodillas.

La poltrona continúa:

—No lo digo por vanagloriarme, pero solamente yo conozco la vida de la pobre de doña Teresa; de su vida en este salón y quizá también fuera de él. Todos la creían una mujer de costumbres intachables, un modelo de fidelidad y una santa, sobre todo su marido; pero si tuviera que hacer una lista de todos los cuernos que esa pimentosa mujer le puso a nuestro buen comendador Cándido Buey, que con tanto esmero inconsciente le ha hecho honor a su nombre y a su apellido, les aseguro que no me bastaría un mes para hablarles del asunto. Y todo ocurría aquí, entre mis brazos amacarronados, sobre mi asiento tan muelle en otros tiempos, tan rebotante. ¡Cuántas veces, cuántas, cuántas! Y el señor Arturo, el socio de nuestro comendador, el que portaba unos bigotes a la káiser, el que murió en la guerra, a causa de un hueso de avellana que se le quedó atravesado en el gañote; y el teniente Flordelís, aquel baboso baboso, el de la cabecita lustrosa como un manubrio y que no hablaba sino de tenis y de bridge; y el profesor Rosci, el célebre cirujano, el que se daba aires de deportista y únicamente viajaba en su avioneta, el que se subía a su avioncito todos los domingos para ir a Venecia a comer bacalao hervido en leche, porque decía que sólo en la “Grançeola” saben cocinar el bacalao con leche... A propósito: cuando Rosci se hizo amante de la señora Teresa y quería planear con ella una luna de miel, fue a buscar a nuestro comendador y le dijo que estaba gravemente enfermo de apendicitis, que era menester operarlo de urgencia. El comendador se negaba, diciendo que se sentía bueno y sano, pero Rosci se lo llevó en peso a su clínica, le abrió la panza y volvió a cosérsela sin quitarle ni ponerle absolutamente nada, y lo internó durante cuarenta días, después de los cuales le presentó la cuenta, que ascendía a veinticinco mil liras; mientras tanto, ¡él y la señora Teresa se divertían de lo lindo sobre mi asiento! Es más: creo que mi primer resorte roto se lo debo al baile que Rosci y doña Teresa bailaron encima de mí, y me asombra que él, siendo un cirujano, no haya pensado en volver a ponerme las tripas en su lugar. ¡Qué carnicería! Y tantos otros, de los que no recuerdo ni la cara, y que probablemente ni ella misma, pobrecita, podía ya recordar... ¡Ah, pero cómo no recordar a Franz, el tenor! Al gordo aquél, rosado como un cerdo, con su cara de lactante. Al tenor Franz le gustaba que le pusieran sobre el trasero una tortilla de huevos caliente cuando llegaba el momento del espasmo; y cuando la señora Teresa intuía que llegaba lo bueno, tocaba el timbre, y la Rosa llegaba corriendo desde la cocina con la sartén humeante. Ninguno se le escapaba. Ni el mismo señorito Enrico, oídlo bien, el sobrino del comendador, que venía a pasar la Navidad y la Pascua vestido de colegial. Su tía lo guiaba hasta este salón y lo sentaba encima de mí, lo desnudaba con muchos halagos y le decía que él era como los angelitos, que era necesario hacer de él un hombrecito. ¿Y cuántos más? Creo que si en lugar de ser una poltrona de salón fuera yo un sillón de dentista, no me habrían pasado por encima tantos traseros de todos los tipos y medidas, y, sobre todo, no habría arruinado mis resortes como me ocurrió en esta casa. Estoy convencida de que la señora Teresa estaba encariñada conmigo, y cuando el comendador se deshizo de los muebles viejos porque “estaban deshilachados” y los cambió por muebles del siglo XX, ella, pobrecita, no quiso que por nada en el mundo se deshiciera también de mí, y me quiso conservar en prueba de afecto y gratitud, como se tiene en casa a una vieja y fiel doméstica, aun cuando ésta ya no se halle en condiciones de trabajar. “¿Pero no ves que esta poltrona destartalada desentona en nuestro salón nuevo?”, decía el comendador. “No importa”, respondía la señora Teresa. “Yo estoy encariñada con esta vieja poltrona, y estoy segura de que me trae suerte.” Después de tantas batallas combatidas en mi campo de batalla, llegó el tiempo de que se marchitaran las gracias de la señora Teresa, pero su fogosidad guerrera no disminuía y tuvo que conformarse con amantes mercenarios. Traía al salón boxeadores con caras de mastines, orejas de coliflor y con la piel del cuello como tallada con piedra pómez; futbolistas y toda clase de atletas; marineros; mensajeros telegráficos y a tipejos de toda clase. Y después de esos amores tormentosos, despachados a la carrera y, podría decirse que con cuentagotas, seguían los chantajes, los llantos y la crisis de desesperación de la pobre señora Teresa. Pero también los amores comprados escasearon, fueron acabándose poco a poco, y de diez años a esta parte, la pobre señora Teresa venía sola a este salón, se me sentaba encima y quedaba mucho tiempo silenciosa, absorta en sus recuerdos... Muchas veces estuve a punto de manifestármele, de decirle que yo compartía su pena; pero los hombres no deben saber nunca que nosotros, los muebles, los vemos y juzgamos. ¡Ay de nosotros si así fuera! Recordadlo bien vosotros, que sois jóvenes: ¡significaría nuestra ruina!

Dijo uno de los silloncitos carmesíes:

—De modo que tú, abuelita, jamás le revelarías al comendador Cándido que su mujer, la que él considera una santa, era en cambio...

Responde la poltrona:

—Pero por nada del mundo, hijito. Si hiciera lo que dices, no sólo me traicionaría a mí misma, metiéndoos a vosotros en un verdadero lío, sino que traicionaría también a la vida misma, lo que con gran prudencia y honda sabiduría rodea a cada hombre de un denso velo tejido con tres hilos que son la ficción, la ignorancia, la credulidad sin los cuales los hombres se descuartizarían aún más ferozmente de como lo hacen ahora; y los sobrevivientes, al no hallar a otros hombres en los cuales desahogar su rabia se descuartizarían por sí mismos y morirían por su propia mano.

Pregunta a su vez una sillita con patas de metal cromado, onduladas en forma de s, la cual, no obstante haber sido diseñada por un arquitecto funcionalista, posee acumen crítico:

—Sácame de una duda, abuela. La señora Teresa tenía una casa muy grande y una cama amplísima, como yo misma tuve ocasión de ver una vez que la patrona estaba enferma y encamada a causa de las fiebres reumáticas, y eran necesarias más sillas para acomodar a sus amigas que vinieron a visitarla. ¿Por qué, pues, escogía el salón para recibir a sus amoríos, y precisamente a ti, que a pesar de ser amplia y mórbida, resultas a la postre un campo de batalla amoroso un tanto estrecho y algo incómodo?

Responde la poltrona:

—Por honestidad, antes que nada. A la pobre señora Teresa le gustaba satisfacer hasta la saciedad sus apetitos amorosos, pero por nada en el mundo se hubiera atrevido a profanar con extrañas compañías el lecho conyugal, en el que cada semana, puntualmente, el sábado por la noche, ella se entregaba a su marido, “más por deber que por placer”, como solía decirle al señor Arturo, el socio de nuestro comendador. En segundo lugar, por prudencia; porque a este salón, siendo el especial, nadie venía sino los martes, que era el día que le gusta recibir a sus amistades... Cuántas veces, mientras la pobre señora Teresa estaba encima de mí y solazándose con el señor Arturo, o con el teniente Flordelís, o con el cirujano Rosci, o con su sobrino Enrico, o con el tenor Franz, o con cualquier otro, cuántas veces oímos que regresaba el comendador, que cruzaba la antesala con sus zapatos rechinantes; pero la señora Teresa no se inmutaba ni interrumpía la amorosa tenzón, porque sabía que nuestro comendador, excepto el martes, por ninguna razón del mundo entraría en el salón “especial”. Y en lo que respecta a haberme escogido como palestra de sus amores, no puedo menos que reconocer que hay lugares más cómodos e indicados para realizar los ejercicios que a la pobre señora Teresa le gustaba practicar; pero la pobre señora Teresa me tenía confianza y consideraba que los amores consumados en una poltrona eran menos comprometedores que los que se consuman en la cama. A todo esto hay que agregar que me escogió por superstición, porque como ella misma le dijo al comendador, creía que yo le daba buena suerte:

Pero yo, y que esto quede bien claro, no hablo sino de lo que sé, y no excluyo que la señora Teresa haya tenido otros lugares para consumar sus amores. Y con toda franqueza os digo que si yo llegara a comprobarlo, no podría evitar ciertos celos. ¡Sólo eso me faltaría! ¡Yo fui su compañera, su confidente! ¡Yo sacrifiqué mis resortes a fin de que ella pudiera “sostener” sus amores...! Oíd en qué condiciones me encuentro ahora...

Se hace un gran silencio en el salón, y unos instantes después de una espera palpitante, resuena un largo lamento metálico: “Dannnn...”

Al patético lamento producido por un resorte destrozado de la vieja y fiel poltrona responde un quedo rumor como de telas desplegadas, señal de que los muebles estallan en carcajadas. Entre ese rumor destaca un tintineo argentino, lo cual indica que la araña de luces se suma al coro hilarante, sacudiendo sus gotas de cristal como las hojas en los árboles.

Pero en este preciso momento el diván en que está sentado el comendador da un brinco aún más violento que los anteriores, y recobrando la voz sofocada bajo el quintal humano que tiene encima y por el asombro, grita con voz entrecortada:

—¡Imbéciles! ¡En qué lío nos habéis metido! ¡Aquí encima tengo al comendador que lo ha oído todo!

Un nuevo rumor se propaga por el salón al oír el grito de alarma, diferente al anterior y acompañado de un vasto calosfrío, señal de que los muebles se mueren de terror.

Y en medio del rumor aterrorizado de los muebles resuenan los gritos histéricos del comendador Cándido Buey, como los de un recién nacido, al que de pronto le hubiese brotado en el ánimo un furor homicida. Y dando un salto prodigioso, el pesadísimo comendador llega hasta la vieja poltrona sin tocar el piso, y comienza a golpearla con sus minúsculos puños, a desgarrarla con la uñas, a morderla ferozmente con su dentadura postiza.

Tres días después, muy temprano, Rosa entró en el salón “especial” armada de escoba y plumero, para limpiarlo como de costumbre. Dio tres pasos sobre la alfombra, lanzó un grito, de sus manos cayeron escoba y plumero y salió corriendo del salón, bajó precipitadamente las escaleras, sin dejar de gritar, e irrumpió en la casa del portero.

Poco tiempo después, Rosa tras el portero, y éste tras un policía que casualmente pasaba por la calle en esos momentos, entraron en fila india al salón de la casa Buey.

El cuerpo del comendador estaba en medio del salón. La piel de las manos estaba hecha pedazos en la parte de los nudillos, con gruesos coágulos de sangre. Sobre la alfombra había un objeto orlado de blanco y, en medio, de color rosado, el mismo que recogió el policía con delicadeza, en el cual reconoció, después de examinarlo largamente, una dentadura postiza. Delante del cadáver del comendador, ya en avanzado estado de descomposición, yacía patas arriba la gran poltrona del salón, semejante a una mujer con las piernas al aire, la poltrona “preferida” de la pobre señora Teresa; el único mueble del siglo pasado entre tantos otros del siglo XX. Y, además de vieja, la poltrona se hallaba en muy malas condiciones: con los encajes del respaldo desprendidos, las borlas de los brazos rotas y con el ribete que la rodeaba hecho jirones. Y puesto que la vieja poltrona estaba patas arriba, podían verse algunos tirantes rotos y los enmohecidos resortes de fuera, como inmóviles serpientes enroscadas.

Desde la misma casa del delito el policía habló por teléfono a la comisaría. Poco después llegó un comisario de seguridad pública. Luego un juez instructor, seguido del médico forense. Después del médico llegó un reportero de Il Messaggero. Y, finalmente, un fotógrafo de Il Piccolo.

He dicho “la casa del delito” porque nadie, ni el médico forense, ni el juez instructor, ni el comisario de seguridad pública, ni el policía, ni el fotógrafo, ni el portero, ni Rosa dudaban que el comendador Cándido Buey había sido asesinado. Todos los indicios revelaban el delito, y las manos ensangrentadas de la víctima, la dentadura postiza por tierra y la posición de la poltrona demostraban inequívocamente que el comendador Buey se había defendido con encarnizamiento.

Sin embargo, nunca se supo el móvil del delito ni se descubrió al asesino, y después de algunos días la práctica relativa al asesinato del comendador Buey fue arrumbada en los archivos de la jefatura de policía.

Y aún no han aclarado otro misterio: el cambio de color de los muebles. Rosa se lo dijo al portero inmediatamente después de abrir ventanas y persianas del salón, por orden del policía; lo mismo le dijo al policía, después al comisario de seguridad pública, luego al forense, al reportero de Il Messaggero y al fotógrafo de Il Piccolo; y cuando éstos se marcharon se lo contó también a todos los porteros y a todas las sirvientas del vecindario. Rosa aseguraba que los muebles del salón “principal”, antes del asesinato, eran de distintos colores: azules, amarillos, rojos, verdes... Y que ahora todos eran de color blanco. El comisario, el juez instructor y todos los demás la escucharon con más indulgencia que atención, y se retiraron meneando la cabeza. Estando ya en la calle, el forense, con precisión de especialista, le explicó al juez instructor que el shock había perturbado las facultades mentales de la pobre mujer.

Y el cambio de color de los muebles sigue siendo un misterio. Nadie sabe ni sabrá nunca que, en el mismo momento en que el diván dio la voz de alarma para decirles que el comendador estaba ahí presente y que había escuchado todo lo que había dicho la poltrona los muebles del salón “especial” fueron presa de tal terror, que todos ellos, incluso los más jóvenes y los silloncitos que flanqueaban ambos lados del diván, que eran todavía muy niños, encanecieron de golpe.

Acostumbrados a ceder a las más burdas impresiones físicas y demasiado torpes aún para percibir las sutilezas inefables que rodean nuestra vida, los hombres no saben escuchar la voz de las cosas que, por ignorancia, ellos creen inexistentes; no saben ver los paisajes que pueblan el aire que creen vacío, a causa de su indiferencia. Y andan entre tantos misterios con sus grandes cabezas que no entienden y con ojos vendados que no miran.


Bago

 

“Buen día, Bago.”

Ismene formula este augurio todas las mañanas al despertarse, y todas las noches dice: “Buenas noches, Bago”, cuando ya se dispone a dormir. De no hacerlo así, le parecería empezar y terminar mal la jornada; es más, le parecería no poder iniciarla ni terminarla. Como si en otros tiempos no hubiese dicho “buen día” y “buenas noches” a sus padres. Luego solamente a la madre, cuando el padre murió. Luego solamente a Bug, cuando murió también la madre. Y ahora únicamente a Bago, pues también murió Bug, el que tenía tantos pelos sobre los ojos y una mirada humana. A Ismene se le olvida a veces desearle un “buen día” o “buenas noches” a su marido, sin preocuparse de empezar y terminar mal la jornada. Pero Rutiliano está poco en casa, casi siempre anda de viaje...

Una mañana, Rutiliano abrió la puerta y preguntó:

—¿Con quién estabas hablando?

—Tal vez hablaba dormida —respondió Ismene, sin ninguna dificultad.

Ni siquiera tuvo la impresión de mentir. La mejor parte de su vida es una especie de sueño que se prolonga aun en la vigilia, y sus diálogos secretos con Bago forman parte de ese sueño. Ismene no había mentido al responder que hablaba dormida al desearle un buen día a Bago.

—Buen día, Bago.

Ismene está sentada en la cama, con la cabeza ladeada, las manos juntas, que conservan aún la calidez de la noche, sonriéndole a Bago, como a un padre robusto y protector, como escuchando. La alcoba huele a sueños soñados, a flores marchitas. Este olor es la única huella que dejan los sueños al desvanecerse, y si la alcoba huele mal en la mañana, quiere decir que hemos tenido malos sueños. En la cortina de la ventana brillan, como peldaños de una escalera de oro, las rayas de la luz matutina que se filtra a través de las varillas de la persiana. Los muebles son densas sombras que emergen de la palidez de los muros. En una silla albea la blanquería de Ismene. En el techo tremola una guirnalda de luz cuyo origen se ignora, un halo en el que tal vez se asomará la cabeza de un ángel. Pero Billi no es un ángel.

¿Qué quiere escuchar Ismene? ¿Qué es lo que escucha? ¿Qué ha escuchado?

(Ismene salta de la cama y corre descalza hacia la ventana, para abrirla.)

Nada se ha oído en la alcoba, sin embargo, Ismene algo escuchó y está contenta. Esta mañana ha esperado, con mayor impaciencia de la acostumbrada, esa voz, y está muy contenta de haberla escuchado. Hoy regresa Billi de su largo viaje. Hoy, más que nunca, Ismene siente la necesidad de la presencia de Bago, de su protección.
Ahora la alcoba está iluminada, se disipa el olor de los sueños mustios. Ismene se demora en la ventana. En el fondo del valle flotan todavía algunos vapores. Está contenta. Su cuerpo rojea tras el velo del camisón, se oscurece en la comisura de los muslos y de la pelvis en una sombra triangular, semejante al ojo de un dios tenebroso. ¿Pero quién sino Bago puede ver el cuerpo esbelto de Ismene bajo el velo del camisón, parecido a un gran pez rosado junto a la superficie del agua? Ismene no se avergüenza si la ve Bago... Su sensación es otra. Pero es otro tipo de vergüenza. Es el temor de hacerle alguna cosa a Bago, cosa que él no necesita hacer. Antes de abrir los batientes de Bago., Ismene titubea un poco, como cuando era niña y estaba a punto de desabrochar el saco de su padre, para sacar el reloj (pie llevaba en el chaleco y ponerse a oír sonar las horas de los cuartos.

Papá, mamá, Bug, Bago, Billi. ¡En nada se parece el nombre de Rutiliano a esos nombres que parecen haber sido formados a propósito para los labios de un niño, de un balbuciente, de una débil criatura! ¡Cuán extraño es el nombre de Rutiliano!

Son otros los momentos ¡en que siente vergüenza.

Cuando Rutiliano busca a Ismene por la noche. Entonces Ismene va por el gran biombo y lo despliega entre la cama y Bago, para ocultar el lecho. Rutiliano no acaba de entender esta maniobra, y pide explicaciones. Ismene le dice que tiene miedo del aire. ¿Del aire? Sí, del aire que se cuela por debajo de la puerta. Y para resguardarse mejor, Ismene coloca sobre el biombo la colcha, que de noche está doblada sobre una silla. Rutiliano mira estas operaciones con mirada incomprensiva. ¿Pero qué entiende Rutiliano? ¿Qué entiende ella? Rutiliano es serio y distante. Nunca ríe y siempre anda atareado con misteriosos asuntos que requieren frecuentes viajes. A pesar del misterio que envuelve tales asuntos, Ismene no siente curiosidad por conocerlos. Tampoco él despierta su curiosidad. Rutiliano forma parte de los más remotos recuerdos infantiles de Ismene. Él formaba parte de la casa como cualquier diván de la sala, como el cristalero forma parte del comedor. Por Navidad y Día de Reyes, Rutiliano llegaba cargado, de cajas, de las cuales sacaba meticulosamente los regalos. Entonces Ismene lo besaba en la frente y le decía: “Gracias, tío Rutiliano”. Tío era un título honorífico, y, para Ismene, sinónimo de viejo. No le gustaba besar la frente del tío Rutiliano, y mucho menos que él la besara. Sin embargo, al morir la madre, Ismene no tuvo otra alternativa que casarse con el tío Rutiliano. ¿A quién le convenía ese matrimonio? No al tío, por cierto. Al menos eso decía él, agregando que ya no esperaba nada de la vida. A Ismene, en cambio, el matrimonio le habría asegurado bienestar y protección. “Uno se casa sólo por placer.” Así le dijo una vez el tío Rutiliano, que hablaba muy ocasionalmente y las poquísimas veces que hablaba decía verdades irrefutables. “¡Qué bueno que hable tan poco!”, le dijo Billi a Ismene, bajando la cabeza. El vestido de seda, el velo blanco, los regalos, los invitados y el banquete hubieran podido hacer del día de la boda un día dichoso, pero ese mismo día Billi partió para enrolarse en la Marina. “¡Qué feliz estaría tu pobre mamá, qué feliz estaría tu pobre papá!”, le dijo el tío Rutiliano, que ese día anduvo más silencioso que de costumbre.

Estando a la mesa, delante de los treinta cautelosos invitados, Ismene llamó a su marido “tío Rutiliano”, a quien de inmediato se le atragantó el helado. Pocos días después, a fin de que Ismene no recayera en tal error, Rutiliano cambió de nombre y se hizo llamar Ruti.* Sin embargo, no era cierto que Ruti tuviese siempre la razón. Ismene no halló en su marido la seguridad ni la protección que le brindaran sus padres, razón por la cual se había casado con él. En cambio, las reencontró en Bug, que tenía tantos pelos sobre los ojos y la mirada humana; y cuando murió Bug, las halló en Bago. Y era imposible que Bago muriera. Un día dijo Ruti que era menester renovar el mobiliario de la recámara, tener muebles más claros, más frescos, más a tono con la alcoba de una esposa joven. Ismene defendió sus muebles con un encarnizamiento que asustó a Ruti. Éste no salía de su asombro al ver semejante apego a unos muebles de tan escaso valor, pero, en el fondo, le gustó la idea de no hacer más gastos. Ismene se la pasaba todo el día en la recámara, junto a Bago, sobre todo cuando su marido no estaba en casa. El “viejo” armario la había visto nacer, había guardado su ropa de niña, luego la de señorita, y ahora guardaba sus vestidos de mujer. Está sentada junto al batiente entreabierto, como escuchando las palpitaciones de ese corazón tenebroso pero profundamente bueno. Le tiene confianza. Le dice lo que a otros, sobre todo a Ruti, no les podría decir jamás. Le habla del regreso de Billi.

Ruti se asoma a la puerta y le dice con tono lúgubre que se va en el coche, que no volverá sino hasta el día siguiente. Ismene lo besa en la frente, como cuando Ruti era todavía "el tío Rutiliano" y le llevaba regalos de Navidad.

Ismene y Billi están frente a frente, como si no tuvieran nada que decirse. ¿Acaso Billi se siente embarazado por hallarse en la alcoba de Ismene? Ella quiere sentirse cerca de Bago, sobre todo ahora que está Billi en su alcoba.

Fragor en aumento de un coche que se acerca. Crujir de grava bajo las ruedas y ruido del freno de mano frente a la puerta de la casa.

La voz alarmada de la Ancilla en el corredor:

—¡Ya regresó el señor! ¡Ya regresó el señor!

Billi se para de inmediato. Está palidísimo. Mira a su alrededor. ¿Por qué es alarmante la voz de Ancilla? ¿Qué peligro representa el regreso del “señor”?

Un grito. Grito profundo. Más potente de cuanto la más potente voz humana puede dar, pero muy “interno”. Grito “encarnado” y circunscrito en un radio estrechísimo. Grito para uso local. Grito “doméstico”. Grito “cubicular”. Grito “para unos cuantos íntimos”.

Al estallar el grito, las puertas del armario se abren de par en par. Billi da un salto y se mete en el armario, que cierra enseguida sus batientes. ¿Billi ha saltado voluntariamente dentro del armario, o bien ha sido aspirado por el armario? En el mismo momento en que los batientes se abrían, los vestidos de Ismene volaron hacia fuera del armario, dispersándose por toda la recámara, como ropa lavada y tendida en el campo.

Ruti se asoma a la puerta, más lúgubre que nunca:

—¡Qué gente tan desconsiderada! —dice Ruti—. ¡Me hacen recorrer ciento cincuenta kilómetros en coche y no...! ¿Pero qué desorden es éste? ¿Por qué tus vestidos están sobre los muebles, en el piso? ¡Con lo que ahora cuesta un vestido!

Ismene ve sus vestidos desparramados en todo el cuarto. ¿Pero son realmente sus vestidos? Ahora todos son de color blanco. Mira su vestido de noche sobre el respaldo de la poltrona, semejante a un náufrago aferrado al escollo. La forma es la misma, pero ya no es de color rojo, sino blanco. Mientras Ismene mira estupefacta su vestido queriendo reconocerlo, éste comienza a enrojecer poco a poco, hasta recuperar el color que el miedo había hecho desaparecer.

Ismene, en cambio, no recupera aún su color: teme que Ruti abra el armario para guardar él mismo, tan meticuloso, los vestidos desparramados.

Ruti le dice:

—El orden es la primera de las cualidades en un ama de casa. No lo olvides.

Y se va.

Ahora también Ismene recobra su color, en medio de toda su ropa dispersa, y las prendas recuperan sus colores: el rojo, el celeste, el verde, el anaranjado, el violeta.

Al volverle el color a la cara, se dirige hacia el armario y lo abre. Pero el armario está vacío.

Desde ese día Ismene no quiso apartarse del armario. No volvió a probar alimento, y las pocas horas que pudo dormir, las durmió sentada en la poltrona, junto a los batientes entreabiertos de Bago.

Vivió quince días más. Guando le quitaron el cobertor que tenía sobre las piernas, hallaron una nota posada en sus rodillas. Estaba escrita con caligrafía infantil. “Deseo que me encierren también dentro del cuerpo oscuro y bueno de Bago. Que nadie saque de ahí mis vestidos: son mis amigos.” En la parte inferior de la nota había una aclaración: “Bago es el nombre del armario de mi recámara”.

Rutiliano odiaba la extravagancia en todas sus formas, pero en vista de que la costumbre ha dispuesto que la voluntad de los muertos sea respetada, incluso las absurdas, Rutiliano ordenó que se cumpliera tal y como estaba escrito en la nota.

Ismene fue colocada en el armario, y éste en la fosa, una fosa demasiado ancha para un cuerpo tan pequeño. Como un padre que acoge a una hijita en su pecho.

 

 
 

* Juego de palabras. Rutti con doble t, es el plural de rutto: eructo.


Madrepoltrona

 

Luisito volvió a casa al sonar el cañón de mediodía. Estaba jadeante y desgarrado. Había recorrido el trayecto a toda carrera. Mientras forzaba los músculos de las piernas para derrotar a los minutos, un granuja que pasaba cantando en medio de la calle le había gritado desde lo alto de su triciclo: “¡Pero qué bonita bandera vas ondeando!”. Luisito se llevó la mano al trasero y sintió en la palma la frescura de las nalgas. Con un escalofrío que recorrió toda su espalda, imaginó la escena en casa por la rotura del pantalón, pero aceleró el paso.

Las lecciones habían terminado a las diez. Luisito y todos los condiscípulos de tercero se dirigieron al Prado del Abad Muerto, guiados por Pastita, su jefe. Los de cuarto año los estaban esperando ya junto a su jefe Lorí. Ni tardos ni perezosos, los contendientes de ambas escuadras enemigas echaron mano a sus hondas. La batalla fue muy cruenta, y antes de la lucha cuerpo a cuerpo, Luisito tenía ya una herida en lo alto de la frente, resultado de un rozón con una piedra; tenía las manos manchadas de sangre, igualmente el pañuelo y parte del traje.

Luisito no entra en la casa por la puerta principal, sino por la del servicio. Pasa la mano a través del cancel, jala el pestillo y después cierra la puerta tras de sí, con mucho cuidado. Con paso de ladrón sube al primer piso, va por el corredor pegado a la pared, y, estando a punto de alcanzar la escalera principal, saliendo de quién sabe dónde, su madre se para frente a él, dejándolo como clavado en su lugar.

El ataque comienza de manera calmada y glacial, algo que Luisito no se esperaba.

—¿De dónde vienes? Luisito no responde. La madre Le pone las manos sobre los hombros y lo hace dar media vuelta sobre sí mismo, como a un torniquete manual.

—¡Tus pantalones nuevos!

Toca con el índice la correa del reloj pulsera del niño, del cual pende la caja del reloj, vacía.

—¡El reloj regalo de tu padre!

Vuelve a poner las manos sobre los hombros de Luisito y, puesto que lo hace girar sobre sí mismo para ponerlo en la posición de antes, coloca el índice sobre la frente, muy cerca del raspón ensangrentado, del cual pende, como una perla negra, un grumo de sangre.

—¡Y herido!

Con esta palabra termina la primera fase del ataque y empieza la segunda. Luisito percibe que la cara de la madre está irreconocible. Encrespada de ironía. Hasta parece sonreír. ¿Pero qué amenaza se oculta detrás de esa sonrisa? Poco a poco, la madre comienza a arremangarse con la izquierda la manga de la bata sobre el brazo derecho. El silencio encantado del mediodía domina también en esa parte más interna de la casa, fresca y sombreada. A través de la puerta cerrada llega un tintineo metálico, señal de que Rosa está preparando la mesa en el comedor. No obstante la gravedad de la situación, Luisito le manda al anuncio del almuerzo un adiós desesperado.

Turgente de venas turquinas y rostrada de uñas filosas, la mano seguía preparándose lentamente, como un instrumento de tortura alrededor de la manga floreal. La cara se hinchaba y enrojecía, semejante a la cabeza de un gallinazo, la papada se le alargaba como si fuera una barba de gallo. Los ojos estaban teñidos de negro y espantosos de maldad, como cercados por patas de escarabajos. ¿Esa mano, pues, estaba a punto de golpearlo? ¿Estaba por caer en la cara de Luisito un bofetón doloroso y quemante como un azote que, por añadidura, tiene un nombre burlesco, porque también se llama “soplamocos”? La mano se alza lentamente...

Luisito estaba todavía caldeado por la batalla. Estaba caldeado de orgullo, del “honor” de la batalla. Una espiral roja giró dentro de su cabeza, le nubló la mirada. Sin calcular la altura a la que había llegado la mano amenazadora, la aferró instintivamente con la izquierda y, al mismo tiempo, como un pistón, con la derecha asestó un puñetazo contra aquel pecho, blanco como un relleno de aguata y tembloroso como gelatina.

Luisito apenas pudo ver, como a través de un velo, la mole gorda y floreal que reculaba tambaleándose, la cara de su madre con los ojos de par en par, naufragando en la niebla; le pareció oír el plaf del blando cuerpo en el suelo, pero no estaba seguro de ello porque subió la escalera de tres en tres, entró inmediatamente en su cuarto y cerró la puerta con llave. Jadeante como un perro que ha corrido, estuvo mucho tiempo junto a la puerta, hasta que, vencido por un sueño extraño, se tendió en el suelo y se puso a soñar con los ojos abiertos.

Los ojos metálicos de Luisito miraban el tapete. Grandes flores rojas se persiguen sin fin sobre el fondo azul, ventrudas y enroscadas como la ese mayúscula de los modelos de caligrafía. Luisito ve sólo de vez en cuando las flores del tapete de su cuarto. Cuando está enfermo, y en esas larguísimas horas de tedio en que su mirada viaja interminablemente por el tapete, por las paredes, por el techo. El es la nave, y el fondo azul del tapete es el mar. La abstracta fijeza de su mirada lo obliga a mirar con un solo ojo y la vista se le paraliza. Para volver a mirar con ambos ojos, Luisito tiene que hacer de cuando en cuando un esfuerzo, que le devuelve al fin la visión correcta al ojo desbandado. En compensación, este viaje entre las flores del tapete arroja un poco de claridad en la penumbra que rodea a Luisito, un rumbo en la confusión, una línea precisa en la ruta de oquedad que lo trastorna. Luisito piensa en su presente, en su porvenir.

Así, no puede durar. Es una vida de esclavo. ¿Para qué han luchado tanto los hombres por la libertad? ¿De qué ha servido tanta sangre? Es preciso acabar con eso a cualquier costo. Luisito planea matarse, para terminar con su vida de esclavo y, al mismo tiempo, para castigar a sus padres. Elabora mentalmente este proyecto, pero al fin lo descarta al considerar su difícil realización y, sobre todo, porque muerto no podría ver el efecto de su muerte en sus padres. ¡Quién pudiera aparecer tendido en el suelo, con la cabeza ensangrentada y, a través de un agujero en la pared, gozar con la sorpresa, la consternación y el dolor de su padre y de su madre! Sigue pensando un poco más en una muerte ficticia. ¿Mas cómo simular hábilmente la muerte sin que descubran el engaño y no sufrir castigos más graves? Piensa en hacerse una herida, pero una herida muy leve, que no le procure un gran daño y, sobre todo, que no duela mucho. ¿Cómo? Gregorio Staloro, que va en segundo año de liceo, un día se paró frente al espejo, con el torso desnudo, con la mano izquierda se jaló la piel a la altura de la tetilla y se la agujeró con un disparo de pistola. Pero Gregorio ya es grande y tiene una pistola. ¿Qué puede hacer Luisito?

Sigue un momento de absoluto vacío. La mirada de Luisito vuelve a metalizarse sobre las flores del tapete. Ideas informes ruedan en su cabeza. Sus labios musitan palabras insensatas: “téumi, solicuto, inchessumera”. Pronuncian con dificultad nombres de personas imaginarios: Woltínguera, Ganaressa, Toss...

Se oye en el piso de abajo una puerta que se cierra.

Luisito se despierta y se pone a escuchar. Quiere identificar cuál de las puertas hizo aquel ruido. Le parece que se trata de la puerta del salón. Señal de que sus padres no han subido aún a su recámara a dormir la siesta acostumbrada. Eso quiere decir que él ha turbado hoy el ritmo de vida de sus padres. Se siente feliz, halagado. ¿Qué han hecho sus padres hasta el momento? Antes que otra cosa, se sentaron a la mesa y comieron. Luisito “ve” su lugar vacío entre los dos de sus padres; ve su servilleta enrollada, dentro de su aro; ve el vaso de plata, en el que están grabadas las iniciales L. F. R., y los ojos se le inundan de llanto. Sus padres se sentaron a la mesa, pero quizá no comieron. Su madre dice que cuando “ese díscolo” la inquieta, ella no puede probar bocado; su padre dice a su vez que le causa una crisis hepática. ¡Estúpidos! ¡Quejumbrosos! ¿Qué necesidad tienen ellos de inquietarse? ¿Qué necesidad hay de provocarse una crisis hepática?

Luisito tiene una idea aproximada del verdadero significado de la palabra “díscolo”. Esta palabra que le provoca retortijones todas las veces que la oye en boca de su madre, y que Luisito la asocia a las palabras discóbolo y discoteca, palabras que él imagina como algo redondo y rodante. La verdad es que sus padres son unos capitalistas, y a él le dejan la parte del proletario. ¿Y luego? Luego sus padres salen del comedor y se dirigen al salón fumador, donde ahora están discutiendo acaloradamente, porque Luisito sabe que cuando su madre lo castiga el padre siempre lo defiende. Han discutido hasta que su padre, que siempre sale perdiendo cuando pelea con su mujer por causa suya, sale del salón fumador dando un portazo. Así se explica ese ruido...
Es posible que, mientras Luisito reconstruye idealmente los actos invisibles de sus padres, su padre esté subiendo por la escalera. Luisito está angustiado. Se asegura de que el pestillo esté en su debido lugar. Y cuando su padre toque a la puerta, ¿le abrirá o no le abrirá?

No se oye nada. Hay silencio en toda la casa ¡Cuan pesada, cuan absurda, cuan aburrida es esta casa!
Luisito vuelve a pensar en su existencia, en su porvenir. ¡Escapar! ¡Abandonar esta casa llena de prohibiciones, esta vida tan dura y fatigosa

Luisito vivirá una nueva vida. Caminará, caminará, caminará. Bajo la ventana está el jardín. Más allá del jardín está el jardín de los Fischietti. Más allá del jardín de los Fischietti hay otras casas y otros jardines, y muchas otras y muchos otros hasta las orillas de la ciudad. Y más allá de la ciudad están los huertos. Y más allá de los huertos está el campo abierto, hasta el pie de los montes. Caminará. Atravesará el monte. Allende el monte, llegará a un pueblo donde nadie lo conozca, donde se sienta libre
y respetado. En un principio, todo será difícil. Pero luchará y vencerá. Y un día, ya grande, rico, magníficamente vestido, volverá en un espléndido automóvil y les dirá a sus genitores: “Ved cuánto ha cambiado vuestro hijo.”

Sólo falta establecer el momento de la partida. ¿Partir inmediatamente o esperar hasta mañana? En su alcancía Luisito tiene guardadas unas doscientas liras, las cuales empleará en los primeros gastos. Llevará consigo el cortaplumas de tres hojas, por si se presentara alguna eventualidad. El sol está alto todavía, ¿Qué hora será? El reloj podría serle muy útil en el viaje. La caja vacía cuelga de la correa. Luisito se quita la correa y la azota contra el suelo. La culpa es de Fonte, esa carroña. Mientras luchaban en el Prado del Abad Muerto, Fonte le arrebató el reloj de pulso, lo arrojó al suelo y lo pisoteó. Una acción deshonrosa y contraria a las leyes de guerra. Pero Fonte siempre envidió su cronómetro. Se trata de llegar al pie del monte antes de que anochezca. ¿Llegará a tiempo? ¡Quién sabe...! Quizá sería mejor posponer el viaje para mañana.

Acaban de cerrar la puerta de la casa. Su padre ha salido para ir a la oficina.

¡Ahora es cuando!

Luisito se para de un salto. Se asoma al balcón. Duda entre bajar por el tubo de la canaleja, apoyándose en las ramas de la glicina, o habilitando las sábanas como cuerda. En cuanto a trepar la tapia de los Fischietti, es cosa de juego para Luisito. Finalmente decide hacer una cuerda con las sábanas, lo cual le dará a la fuga un carácter novelesco.

Luisito quita la colcha y saca las sábanas. ¿Cuándo descubrirán su fuga? Probablemente esa misma noche. Tocarán a la puerta. Le pedirán a Giovanni que suba, armado de martillo y escoplo. Hallarán el cuarto vacío, la ventana abierta, una punta de sábana amarrada a la reja...

Luisito “ve” a su madre frente a la ventana abierta y llena de noche. Ve el espanto en la cara de su madre. Oye la voz de su madre, llamándolo. Lo llama por toda la casa. Luego lo llama en la calle. Luego por todas las calles de la ciudad. Lo sigue llamando por los campos, lejos, cada vez más lejos. Ve el estupor en el rostro de su madre. Vuelve a ver el estupor en el rostro de su madre, como a mediodía, al pie de la escalera, cuando él “osó” levantar la mano contra su madre; cuando “osó” golpear a su madre, y ésta se fue hacia atrás, tambaleándose como una muñeca borracha, a punto de caer, cayendo al suelo... Esa cara, esa cara, esa cara...

Luisito está en medio de la blancura de las sábanas, como un hombre en la nieve.

La dura luz del día se disuelve en una luz más blanda. Comienza la dulzura del atardecer. Y en la dulzura del atardecer mejora el mundo. Vibra el enorme nogal del jardín con los clamores de los pájaros que, antes de dormirse, parece que quieren hacer estallar el follaje.

Se irá y no volverá a ver a su madre. Nunca más. El único recuerdo que quizá le quede de ella será esa cara hinchada, esos ojos abiertos de par en par, llenos de estupor. El estupor de su madre, a la cual ha “osado” levantarle la mano, a la cual ha “osado” golpear...

En medio del cielo de esmeralda brilla la hoz de la luna. Es luna llena. Luisito la ha visto a mano derecha, señal de buena suerte durante todo el mes. ¿Pero cuál buena suerte si él va a partir y no volverá a ver a su madre nunca más?

Le pesan los pies y no puede despegarlos del piso. La llave se atasca en la cerradura. No hay nadie en el corredor. Luisito apoya un pie, luego el otro, sobre el lado extremo de los peldaños. Apoya los pies en la parte más sólida de los peldaños. Apoya su cuerpo en el pasamanos, con temor a suscitar un rechinido.
Se halla al pie de la escalera. En el preciso “lugar del delito”. Aquí Luisito “osó” levantar la mano contra su madre. Aquí Luisito “osó” golpear a su madre. Precisamente aquí la hizo caer al suelo. Hace algún tiempo Luisito vio en una revista ilustrada a un matricida que caminaba hacia el patíbulo con la cabeza cubierta por una tela negra.

El asesino recobra su fuerza al volver al lugar del crimen, como Anteo, al entrar en contracto con su madre, la Tierra.

Su madre...

Luisito se aleja del pasamanos, como una barca de la boya de amarre, cruza el corredor de puntillas. El corazón le palpita en el pecho como una campana de plomo.

Está frente a la puerta de la sala. Ni un solo rumor, Luisito ve a través del ojo de la cerradura. La sala está arrebujada en la penumbra de los cortinajes. En una parte brilla el marco dorado del espejo. Se ve la poltrona, de lado. Su madre está sentada en la poltrona: “su” poltrona. La blanca mano cuelga del brazo del mueble. Está inmóvil. ¿Piensa...? ¿Duerme...?

Quizá está muerta.

Luisito entra en la sala impetuosamente, sin reflexionar, sin pensar. Atraviesa la sala a toda carrera y cae de rodillas ante la poltrona.

—¡Perdón perdón...!

Los sollozos ahogan su voz.

¿Qué es lo que ha dicho su madre? A Luisito le parece que su madre le ha dicho la misma frase que ella no se cansa de repetir siempre en “la escena del perdón”: Me vas a matar de un infarto.

—¡No! ¡No! No quiero que mueras... ¡Ya voy a ser bueno!

Luisito toma la mano de la madre, para besársela.

Aferra la mano de ella.

Extrañamente, la mano parece muy blanda y pequeña.

Luisito levanta la cabeza, mira: lo que estrecha entre sus manos es la borlita blanca que cuelga del brazo de la poltrona.

¿Y la madre?

La poltrona está vacía, Dos cenefas con hojas en punto de cruz bajan a todo lo largo del respaldo, recorren el asiento, custodiando entre las dos un grueso manojo de rosas rojas y amarillas, bordadas, grandes como coliflores. Se apoyan como dos brazos a ambos lados. El ribete cuelga alrededor, sobre la alfombra, como una corta falda de cintas tubulares.

¿Y la madre...? ¿Sólo esto ha quedado de la madre?

La sombra de los cortinajes es cada vez más espesa. Se empantana en el aire un cansado aroma de violetas. En el ramaje aéreo de la araña brillan las últimas gotas de cristal. La luz cede, poco a poco, ante la marca de la sombra que avanza, abandona los rincones de la sala, se reúne en la poltrona y se detiene en las rosas rojas, grandes como coliflores.

Ha caído la noche, pero las rosas de tela fosforescen todavía.

Luisito tiene ahora sesenta años. Es el profesor Luigi Fos Rospigli. Es padre y abuelo. Su existencia es digna y sosegada. Hasta los cuarenta años de edad, el profesor Fos Rospigli ocupó varias cátedras en muchas universidades, pero en los últimos veinte años reside en la capital. Entre las cajas de varias formas y dimensiones, en las cuales empacaban los muebles de la familia Fos Rospigli todas las veces que ésta se mudaba de casa, estaba en primera fila la caja de la “poltrona”. Así lo quería el profesor. Él llevaba a todas partes la vieja poltrona, como el chino lleva consigo su propio ataúd en el que, al morir, volverá a la tierra de sus antepasados. Cuando se presentaba la ocasión de quedarse a solas en casa, sobre todo en verano, aprovechando la ausencia de la familia que se había ido al campo, y él se demoraba algunos días en la ciudad, saboreaba las delicias de una dicha celosa, porque entonces podía solazarse “libremente” con “su poltrona”. Acariciaba los flancos del mueble, raídos por la carcoma; dejaba pasar sobre la palma de la mano el ribete que el tiempo había estragado, como la dentadura de un anciano; con infinito cuidado acostaba la poltrona sobre un costado, poniendo al desnudo sus partes púdicas; con sabia mano de cirujano tocaba los tirantes relajados, los resortes enmohecidos. Después, avanzando gradualmente como en una calculada operación sexual, tocaba ligeramente la borlita que colgaba del borde del brazo de la poltrona, la tomaba delicadamente con dos dedos, besaba aquella manita blanca y cansada, aquella manita blanda y desarticulada, aquellos dedos de trencilla.

Pero la voluntad de la señora Fos Rospigli acabó por prevalecer. ¿Por qué razón andar cargando aquel viejo bulto inservible y estorboso? El profesor defendió tímidamente a la poltrona, y, por temor a traicionarse, adujo la superioridad de los muebles del siglo XIX sobre los del presente siglo.

Un día la “poltrona” fue sacrificada como si fuera un caballo cojo que ya no puede trabajar y termina en el matadero. Conservaron algunas partes que aún podían utilizarse, a pesar de hallarse en condiciones lamentables. El profesor se quedó con la cenefa de rosas bordadas y se la llevó a su estudio. La señora Fos Rospigli dice que “ese hilacho sólo sirve para acumular polvo”, pero el profesor lo defiende a capa y espada. Sus gustos podrán ser muy raros, pero esas rosas de lana bordada sobre las rodillas a él le gustan más que las flores verdaderas, más que las rosas frescas.

Su mujer no lo sabe. Sus hijos no lo saben. Sus nietos no lo saben. Nadie lo sabe. ¡Qué cosa tan extraña es la familia! ¡Qué casual reunión de extraños! Qué absurda asociación cuyos miembros piensan que tienen intereses comunes, mientras que realmente cada miembro mantiene en secreto sus intereses personales, el cual preferiría morir antes que compartirlos con los demás socios.

Un día Luisito, el nietecito del profesor Fos Rospigli, estaba a punto de entrar en el estudio del abuelo, pero se detuvo a escuchar lo que su abuelo decía, y salió corriendo en busca de su mamá.

—Mamita, el abuelo está llorando... Yo no sabía que los viejos lloraran también como lloramos nosotros, los niños...


Y por la noche, en el estudio del profesor Fos Rospigli, las rosas bordadas fosforescen todavía. Fosforescen en la oscuridad, como fosforescen en la oscuridad las almas de los difuntos.


Casa de la estupidez

 

“¿Te vas definitivamente de esta casa o piensas regresar?”

Me volví, de repente, hacia donde venía la voz, pero no vi a nadie. Estaba solo en la acera, frente al portón que acababa de dejar a mis espaldas. Hasta donde alcanzaba la vista, las calles también estaban desiertas. ¿Quién me había hablado?

El entronque de tres calles formaba una plazoleta y, en medio de ésta, como un barco inmóvil, avanzaba la casa en que había pasado la velada: esa estúpida velada.

Volví a mirar mi alrededor: ninguna alma viva. La casa, semejante a una enorme proa, imponía a la plazoleta su sombra larga. Más allá de la sombra, la luz de la luna invisible expandía en el asfalto una metálica claridad. Todo estaba frío y muerto en torno. Parecía que la vida se hubiese congelado en la desierta construcción.

Alcé los ojos hacia la fachada, pensando que la voz había partido de alguna de las ventanas que, en cinco filas paralelas, me observaban; pero todas estaban herméticamente cerradas, demasiado altas y lejanas para que una voz me hubiese podido hablar sin levantar el tono.

Era una voz áspera. La más áspera que había oído en mi vida. Una voz pedregosa y profunda, que parecía brotar con tremenda fatiga de las entrañas de un monte. “Una voz Encelado”*, pensé con disgusto. ¿Por qué Encelado me hablaba precisamente a mí, sin cuerpo visible y en el corazón de una ciudad moderna, entre las doce y la una de la mañana, después de haber pasado una velada en esa casa a la que había ido por error; donde me hallé acompañado por gente con la cual nada podía compartir, gente más bien hostil, enemiga de todo lo que amo o estimo, amiga de todo lo que odio y desprecio; donde me fui quedando hasta ya muy tarde sólo por inercia, por esa especie de estado hipnótico que crea a veces la antipatía, que nos impide movernos, reaccionar, “salvarnos”?

Mi mirada cayó de las ventanas del último piso hasta el balcón monumental del primero, que estaba sostenido por las robustas espaldas de dos telamones de mármol que flanqueaban el portón, pensativos, barbudos, melancólicos e inclinados bajo la carga, con el cuerpo puntiagudo en la parte inferior en dos pilastras con forma de pirámide invertida.

Mientras miraba el balcón, pensando que acaso la voz pertenecía a alguien que se ocultaba detrás de las columnitas de la balaustrada, gruesas como salchichas con la cintura ceñida, tuve la impresión de que comenzaba un terremoto: el balcón y los dos telamones que lo sostenían se ondulaban lentamente, como si de improviso se hubiesen vuelto tan livianos para dejarse mover por el viento. ¿Pero cuál viento, si el aire estaba perfectamente inmóvil?

“Ya no sigas buscando: fui yo quien te habló.”

Pasaron algunos minutos antes de que yo pudiera aceptar como algo real la evidencia increíble.

“Respóndeme”, prosiguió el telamón que estaba a la izquierda.

“¿Te vas definitivamente de esta casa o piensas regresar?”

Reuní mi voz, como alguien que busca por los suelos las cuentas de un collar roto, y reanudando los hilos, respondí:

“Definitivamente.”

“Bien, dijo el telamón, entonces ya me puedo ir.”

El estupor fortaleció mi voz:

“¿Irte?”

“Hace media hora, al sonar las doce, se cumplieron cincuenta años de estar sosteniendo, mi compañero y yo, este balcón, día y noche. Es nuestro deber, pero el deber se ha vuelto un engorro y he decidido liberarme.”

Le pregunté:

“¿Por qué un deber? Tu presencia en la fachada de esta casa ¿no tiene un fin solamente decorativo?”

“¡Pero qué es lo que dices!”, gritó el telamón, pareciendo que la piedra se rompía al emitir aquella voz. “Es el deber lo que me mantiene aquí. Las cariátides, como su nombre lo indica, eran en un principio las habitantes de la Caria, y fueron condenadas a sostener el peso de los techos, de los arquitrabes, de una simple mesita o del brazo de un sillón, pero no eran por esto menos infelices, ya que expían una traición cometida por sus compatriotas.”

“Una iniquidad que obliga a espiar a otros...”

“Inicuo, pero habitual, ¿Las culpas de los padres no recaen, por ventura, sobre los hijos? No tiene nada de extraño si también las culpas de los hombres recaigan a veces sobre las mujeres; las cuales, siendo engendradas de algún modo por nosotros, son por lo mismo nuestras hijas. Los carios, por añadidura, eran orientales, y los orientales acostumbran que las mujeres carguen un gran peso. ¿Por qué pensaste que mi presencia al lado de este portón sólo tenía una función decorativa? Los griegos no hacían nada, ni siquiera un detalle arquitectónico, que no respondiera a una razón moral; y quién sabe ahora entender sus templos o sus edificios, los lee en cada una de sus partes como quien lee cualquier diálogo de Platón. También nosotros somos cariátides, mas no te asombre nuestro sexo masculino. Vitrubio enseña que las cariátides también pueden ser masculinas. Nos llaman telamones como un homenaje a Ayax Telamonio, que sostuvo casi solo el asedio de Troya, mientras Aquiles se quedaba en su tienda haciendo berrinches; también sobre nosotros recayó la culpa de los antiguos carios, y debemos expiarla. Por este motivo me ves agachado debajo de este balcón que sostengo con la nuca y las manos, y al cual salen de vez en cuando los miembros de la familia Oxifels a tomar el aire, la cual está formada por el comendador Oxifels; su mujer, cuyo nombre de soltera es Pedalitos, y sus dos hijos, Armanda y Gustavo. Lo sé: me miras y no hallas en mí el porte orgulloso que tenían las cariátides del Panteón de Agripa, del cual habla Plinio, y que se perdieron junto con las esculturas de Diógenes; ni aquél que poseen las cariátides del Erecteo, las cuales se mantienen totalmente erguidas y tienen aspecto perfectamente impasible, que ostentan hasta una cierta libertad de movimiento, como si el arquitrabe del pórtico de Filoctetes no estuviera apoyado sobre las cabezas, como si en lugar de llevar un arquitrabe llevaran una hidria llenada poco antes en las aguas del Ilixo; y la razón de esta diferencia está en que el griego consideraba indecentes las manifestaciones de la fatiga y del dolor. En cambio, mi colega y yo fuimos esculpidos a imitación de los omenones de Leone Leoni, los mismos que puedes ver en otra calle de esta ciudad, y el cual, como ya sabrás, era una especie de Miguel Ángel de segunda, es decir un émulo de ese gran hombre que, junto con Adolfo Wildt y Eleonora Duse, fue un grandísimo cultor del dolorismo y del fatiguismo.”

“¿Pero cómo es que después de medio siglo de fiel e ininterrumpido servicio te has resuelto a faltar a tu deber y a truncar la expiación de la antigua falta de los carios?”, le pregunté.

“Antes que nada, respondió, debo decirte que desde hace mucho he venido madurando esta resolución; en segundo lugar, me he convencido de que yo, como todas las cariátides hombres y mujeres que sostenemos un balcón, una bóveda, una ménsula o una silla, realizamos un trabajo inútil al expiar la traición de los antiguos carios.”

“¿Y eres precisamente tú quien me dice estas cosas después de hablar jactanciosamente de los griegos, que no hacían nada que no respondiese a una razón moral?”

“Pienso que la antigua traición de los carios y la consecuente expiación significan una cosa caduca. La culpa es tal en cuanto contrasta con la inocencia, así como la sombra resulta tal cuando contrasta con la luz; mientras que la sombra en medio de la sombra no es sombra ni la culpa es culpa donde todo es culpa.”

“¿Dónde has hallado tanta cantidad de culpas?”

“Aquí, en esta casa que sostengo con mi nuca. No culpas, sino estupidez, que es la madre de todas las culpas. Estupidez en todos los pisos, en todos los cuartos, en los pasillos, en los cuchitriles, desde la azotea hasta el sótano. ¿Te parece justo que para expiar una culpa cometida hace quién sabe cuántos siglos, de la que ya nadie se acuerda y que tal vez no fue una gran culpa, te parece justo que siga sosteniendo en mis hombros esta casa llena de hombres estúpidos?”

“Yo no diría que es justo; pero si debiesen tirar todas las casas que albergan hombres estúpidos...”

“Yo no me refiero a las demás casas, sino a ésta, y que los otros telamones se encarguen de las otras. ¿Quieres saber una cosa? Jamás me hubiera asqueado tanto esta casa si supiera que en ella hay un hombre dispuesto a abrir la ventana y a lanzarse por ella para rescatar con su muerte la estupidez propia y la de los demás inquilinos. Los hombres suelen decir que serán redimidos del pecado original. Pero de la estupidez original ¿quién los redime?”

Fue tanta la vehemencia con la que el telamón formuló esta pregunta, que toda la casa se estremeció, haciendo vibrar incluso la acera.

“¿Pero has pensado ya que si te apartas del balcón vas a romper la estabilidad de la fachada, y que con ello pones en peligro todo el edificio?”

“Eso es precisamente lo que quiero hacer. Y me sentiría más contento si pudiera hacer que se desplomaran todas las casas de la estupidez que hay en el mundo, no sólo las casas de la estupidez que hay en esta ciudad.”

“¿Y tu colega qué piensa?”

“Ya le hablé al respecto, ya le propuse que se vaya conmigo; pero no lo acepta. Es uno de esos que gozan con el cumplimiento del deber por el sólo gusto de servir, sin ponerse a examinar si el deber que cumplen sirve realmente para algo. Este compañero es el esclavo perfecto. Respetemos su felicidad.”

“¿Y cuándo piensas realizar tu proyecto?”

“Inmediatamente. Sólo esperaba que salieras.”

“¿Yo? ¿Y por qué quieres salvarme?”

“Te vi cuando entrabas en la casa, hace unas tres horas. En torno tuyo hay una luz que yo conozco. De día es difícil verla; pero en la noche tiene una luminosidad opaca, como la de las carátulas de ciertos relojes de pulso. Desde hace cincuenta años estoy aquí, conozco a todos los inquilinos, uno por uno: nadie tiene esa luz. Es la casa de la estupidez. Hazte a un lado, no vaya a ser que te caiga el balcón en la cabeza.”

Yo quería gritar, alerta a todos los inquilinos de la casa, pedir auxilio, ¿pero quién me hubiera oído en aquel desierto?

Empero, la catástrofe ocurrió de la manera más rápida y discreta, y en medio de un silencio perfecto. El telamón, debo reconocerlo, obraba como el padre eterno. Dejó su lugar bajo el balcón, a sus espaldas la casa se arrodilló sobre la acera, el techo y todo el interior se hundieron hasta el fondo, y en el vacío formado por dos muros laterales que quedaron intactos, como dos brazos implorantes, apareció la luna, indiferente y redonda. Entonces dije yo, cristianamente: “Ha dejado de sufrir la casa de la estupidez”.

Al terminar de decir esas palabras, la ciudad se llenó inmediatamente de luces, de transeúntes y vehículos de todo tipo. Enormes anuncios, colocados sobre los altos edificios, anunciaban con letras mayúsculas: “La Casa de la estupidez”, y los altoparlantes gritaban: “La Casa de la estupidez. ¡Artículos para hombres, mujeres y niños! ¡La mejor calidad, a los mejores precios! ¡vengan todos a la Casa de la estupidez! ¡Es vuestra Casa!”

La ciudad volvió a apagarse, súbitamente, y en el silencio escuché los pesados pasos del telamón que se alejaba por las calles desiertas, dando breves saltos sobre su pie en forma de pilastra.


Nota. Antes de abandonar su sitio deba/o del balcón, el telamón me dio la lista completa de los inquilinos de la Casa de la estupidez, misma que anoté en mi agenda. No me atrevo a publicar los nombres de la lista, que ya destruí por caridad. Habían muchos grandes hombres. Algunos de ellos, políticos que han guiado la suerte del mundo. Algunos generales que se han cubierto de gloria. Algunos científicos de fama mundial. Un gran filósofo. Algunos artistas célebres. Incluso un hombre reconocido y admirado por su “inteligencia”, Así es. A menudo se toma por inteligencia lo que en verdad no es sino fértil y brillante estupidez. Y el telamón lo sabía.

* En español en el original (N. del T.)


Jóvenes esposos

 

 
 
 
 

Llegó el día soñado. El amor eslabonaba al fin ambas existencias en medio del espacio, en medio de la gran fuga del tiempo. ¿Habían amado antes, habían sufrido, gozado, vivido? Ya no lo recordaban. La esperanza de unirse, de vivir solamente el uno para el otro los había torturado por un espacio de tiempo que ningún calendario podía medir, que parecía interminable.

Llegó el día soñado. A sus ojos no existía otra cosa que no fuera la meta que se habían fijado, a la cual aspiraban con toda la fuerza del cuerpo y de la mente. ¿Qué ocurría en el mundo? Misterio. Un misterio abandonado sin añoranzas, sin curiosidad. Continentes, estados, países, hombres, amigos, parientes, afectos, vínculos, ocupaciones: todo esto había desaparecido, todo se oscurecía delante del único punto luminoso y vivo: su felicidad.

Llegó el día soñado. Escenarios, perspectivas de sueño. Ante sus ojos pasó una sala tapizada de rojo y de oro. Un personaje negro se levantó en un pulpito, y dijo palabras incomprensibles. Alguien, a espaldas de ellos, regulaba con leves susurros sus gestos, sus movimientos.

Se vieron otra vez afuera, bajo el sol. Persistía aquel perfume de flores frescas que olían a iglesia, a fiesta, a cementerio. Nada vieron de la calle, de los transeúntes. Atravesaron la ciudad: estaba fría y apagada, como una necrópolis. Las casas se hundían en la tierra. Los vehículos pasaban, más silenciosos que el recuerdo. El mundo se había desvanecido en el aire, como humo.

Entraron en la alcoba nupcial. Él dijo:

—Este es nuestro mundo, nuestro universo. No existe nada más para nosotros.

Ella guardó silencio. Eran dos, pero sólo tenían una palabra, sólo un pensamiento, sólo una vida. Cerraron herméticamente puertas y ventanas.

Se arrojaron a la felicidad.

Su mundo, su universo. La alcoba nupcial reunían la languidez de los trópicos y el aire exultante de las cumbres. Lo mejor de cada estación se juntaba y fundía con armónica dulzura. Al llegar la noche, el techo se llenó de estrellas; lentamente rodaron las constelaciones, y un cometa pasó como un pavo real luminoso. La Vía Láctea brillaba de una pared a otra. La luna apareció detrás de la cama, subió por la pared, recorrió el techo, iluminando a los esposos que jadeaban quedamente y luchaban en silencio, como dos nadadores. Después, poco antes de tramontar, la luna iluminó oblicuamente los dos cuerpos, pálidos en la cama pálida.

A la mañana siguiente, el sol despuntó radiante del piso de la alcoba, y despertó a los esposos a un nuevo día de raptos de amor, de felicidad. Olvidados del mundo, solitarios, vivían en su universo particular, en la alcoba de su amor, donde ninguna manecilla contaba los minutos, las horas, el tiempo. Pasaron los días, pasaron las noches.

Una mañana, el joven esposo vio la alcoba nupcial con insólita curiosidad. Aquel universo particular, apartado del universo verdadero, le dio la impresión de un mecanismo tedioso y equívoco. Pero luego el amor reencontrado borró la impresión fugitiva.

Al día siguiente, el sol particular de la alcoba nupcial volvió a aparecer puntualmente. Al despertarse, el joven esposo se llevó las manos a la garganta, como si quisiera quitarse una corbata o una soga: algo le apretaba el cuello y le impedía respirar. Pero las manos no hallaron nada: el cuello estaba libre, desnudo. No obstante, el joven esposo respiraba con dificultad, como si estuviera en un subterráneo. Y esperó, inmóvil. El aire estaba ralo.

El joven esposo boqueaba. Saltó de la cama y corrió hacia la ventana, abrió postigos y persianas. Infinita y serena, la noche reposaba sobre la ciudad dormida. Una ola de desesperación inundó el cerebro del joven esposo. Se asomó a la ventana, gritó pidiendo auxilio. Nada. Sólo el silencio, el terrible silencio del mundo. La joven esposa despertó al oír los gritos y miró a su alrededor, con ojos interrogantes. Y volvió a dormirse, como un pez que vuelve a las profundidades.


El día transcurrió entre largos periodos de abatimiento y breves pausas de olvido. A los jóvenes esposos les parecía que recuperaban la intensidad de los raptos amorosos de los primeros días. Pero pronto se esfumaba la fascinación, y volvían a desplomarse en el asfixiante desierto, en la prisión sin eco ni esperanza en que se había transformado la alcoba nupcial.

De uno de esos raptos cada vez más breves, la joven esposa salió gritando:

—¡Me ahogo, me ahogo!

Estaba con medio cuerpo fuera de la cama, con las venas del cuello hinchadas, con la cara tumefacta y los ojos de fuera. Rechinaba los dientes, masticando el aire rarefacto. Volvió a gritar:

—¡La ventana...! ¡Aire...!

El joven esposo ni siquiera levantó la cabeza. Siguió rascándose perezosamente una pierna. El había experimentado ya la inutilidad de ese grito.

La ventana estaba abierta de par en par sobre la ciudad dormida, sobre la infinita noche del mundo. Ninguna partícula de aire vivo penetraba en la alcoba nupcial. El universo de ellos estaba allí adentro. Nada más debía existir para ellos. Él mismo lo había dicho claramente, desde el primer día. Y el universo le había tomado la palabra. Una barrera invisible los separaba del mundo. El deseo de los jóvenes esposos había sido escuchado. ¿De qué se quejaban?


Esa noche las estrellas aparecieron más pálidas en el techo de la alcoba nupcial. Tras una jornada de lucha, los jóvenes esposos naufragaron en un sueño pedregoso.

Al día siguiente, los jóvenes esposos merodeaban como fieras dentro de la alcoba nupcial. Andaban buscando un poco de aire que respirar. Lo buscaban en los rincones, debajo de los muebles, detrás de las cortinas. Ella encontró sobre la cómoda una caja de cartón. Tal vez uno de los tantos regalos de bodas. La abrió. Él se le echo encima. Se la arrebató de las manos y metió la cabeza dentro de la caja. Respiró. La dejó caer al suelo, desilusionado.

Se veían con desconfianza, como enemigos, como ladrones delante de un tesoro. Tenían frío. Ella se arrastraba por la alcoba nupcial, descalza, con un cobertor sobre los hombros. Él se había puesto el abrigo, y estaba sentado en un rincón, vuelto hacia el muro.

El sol de la alcoba nupcial se había levantado puntualmente, pero opaco y amarillento, como un lacticinio rancio. El aire se resecaba a simple vista, como una tela mojada frente a una estufa caliente.


El joven esposo se despertó antes del alba. Una claridad opaca, mortecina y lechosa, flotaba en la alcoba nupcial. Una claridad de placa fotográfica. Un negativo en el que las posiciones de la luz y de la sombra están invertidas. El desorden de la cama (“el altar de nuestra felicidad”, como había dicho el joven esposo pocos días antes... hace tantos siglos) y la posición absurda y anárquica de los muebles aumentaba la escualidez de la alcoba. Un hedor insulso, como de ropa sucia macerada en el vapor, se estancaba en el aire pesado, exhausto. El joven esposo pensó: “Con que somos nosotros, nuestros cuerpos, nuestros alientos los que producen esta hediondez”. Y volvió la cabeza hacia otra parte, asqueado.

Al ver el teléfono, prorrumpió en esta exclamación esperanzada:

—¿Pero cómo no lo pensé antes?

¿Qué le respondieron? ¿Qué fue lo que oyó el joven esposo? En un principio, le pareció oír el gorjeo de una carcajada lejanísima... No, un rumor de agua. Tal vez una fuente, allá, en los confines del mundo. Había sentido en la cavidad de la oreja una leve sensación de frescura. Y nada más. El joven esposo dejó caer el auricular. Se alejó del pequeño aparato negro, que le repugnaba como la carroña de una rata.

Retrocediendo, llegó hasta el fondo de la alcoba. Su pie tropezó con el sol. Era la hora del amanecer. Las estrellas del techo se habían apagado. La luna se estaba poniendo detrás de la cama. Pálido y extenuado, el sol carecía fuerza para levantarse. El joven esposo se agachó y, levantándolo del suelo, lo puso en la pared, ayudándolo a que prosiguiera su curso. Esta pequeña operación fue suficiente para agotar las fuerzas del joven esposo. Volvió a la cama, tambaleándose. Al ver de nuevo el teléfono con el auricular en el piso, una idea muy lejana y oscura pasó por su mente. Puso de nuevo la bocina en el aparato. ¿Por qué no? De improviso, quizá en el último minuto podría sonar el teléfono, podría llegar una llamada de allá, del mundo de los hombres. El joven esposo se dejó caer en la cama, totalmente agotado.

Un día más aún. La joven esposa dormía entre la espuma de las sábanas. Su pecho palpitaba lentamente, como un fuelle mórbido y cansado. El joven esposo se había levantado a empujar el sol. Una vez, en el cine, había visto cómo se asfixiaba toda la tripulación de un submarino, hasta morir. Se acercó a la cama y se inclinó sobre su compañera.

La piel de la joven esposa estaba rociada de gotitas. Cada una de éstas parecía agigantada por un vidrio de aumento. Este sudor le pareció al joven un indicio saludable. Adelantó la mano y tocó la piel de la compañera: estaba seca y granulosa como arena. Las aparentes gotitas no eran otra cosa que minúsculas tumefacciones del cutis. Aquí y allá algunas manchas oscuras punteaban la piel, como disquitos de sombra formados por el juego de un follaje. El temor a un peligro preciso irrumpió en la mente del joven esposo, le inflamó la cabeza. No pudo dominarlo. El vértigo envolvió su cerebro. Le pareció que se precipitaba en un baño de materia muy blanda, placentera. Lo invadió una dicha y un bienestar sobrehumanos. Ya no advertía el peso de su cuerpo. Los brazos y las piernas flotaban como algas en el mar. Hubiera querido acostarse en el aire. Quiso experimentar todas las posibilidades voluptuosas de ese sueño consciente. Se levantó de la cama, poco a poco, dobló oblicuamente el cuerpo en el vacío. No reaccionó al sentir que caía. Dulcemente, blandamente se dejó caer sobre el pavimento. Se quedó inmóvil, en posición supina. Apenas pudo ver el sol casi apagado que fatigosamente iba subiendo hacia el cénit de la alcoba nupcial.


A la mañana siguiente, el sol no se levantó. Apagado, incoloro, yacía arrugado en el piso. Los hilos que trazaban su curso a lo largo de las paredes y del techo colgaban relajados, como los hilos de las campanillas en una casa abandonada.. Los restos de una luz mortecina flotaban aún en la alcoba nupcial. El aire cuajado formaba grumos en los rincones, como telarañas. Inertes y tumefactos, la joven esposa yacía entre las sábanas marchitas y él, al pie de la cama.

Entonces, tras la ventana abierta de par en par, por la que no pasaba a la alcoba ninguna partícula de aire vivo, la luz triunfante de la aurora comenzó a surgir sobre la ciudad.