Material de Lectura

Lapsus theologicum


—Entre Dios y el diablo —dijo Martín, sacudiéndose de la frente un mechón rubio— habría que estar siempre con Satanás... —y no pudo terminar, primero porque lo que dijo provocó toda clase de protestas pero, segundo y más grave, porque en ese momento Toña entró en el comedor con la sopera en alto y estábamos muertos de hambre.

Hubo un resonar de platos, de cucharas, de bolillos ansiosamente reventados; un tremolar de servilletas; un chasquear de lenguas; un suspirar colectivo que dio la bienvenida al caldo de hongos.

La Beba protestó porque dijo que la sopa estaba demasiado caliente. Las primas juraron por todos los ángeles y todos los santos y, según se dijo después, también por todos los demonios, que estaba en su punto y que en todos los días de su vida no habían probado nada mejor. La tía Martucha nos recordó, con un acento solemne en su vocecita fina como el perfume del epazote, que los alimentos de ese día, como siempre, se los debíamos a Dios.

—Y ¿los etíopes? —preguntó el Nene, pero no le hicimos mucho caso, ocupados como estábamos con el caldo.

—Digo, pues —insistió mientras alargaba el brazo para pedir un segundo plato de sopa—, ¿y los etíopes? ¿Qué tienen ellos que agradecer? ¿El hambre? ¿Las plagas de cada día?

Hubo un silencio casi perfecto, roto o subrayado apenas por las cucharas que entraban y salían de los platos y de las bocas; por los resoplidos de la Beba, empeñada en enfriar el caldo. Nos esquivábamos las miradas porque no sabíamos qué decir, pero Martucha vino en nuestro auxilio.

—Los designios de la Providencia son inescrutables —dijo, y miró con desencanto cómo comenzaba a asomar el fondo del plato.

Ni las primas ni el Nene ni Celia ni al parecer nadie comprendió lo que acababa de decir la tía, pero la Beba se encargó de explicarlo:

—Como quien dice, él trae su cuento y acá abajo ni quien ligue de qué se trata.

—Por eso digo... —volvió a hablar Martín, pero no dijo nada porque todos comenzamos a discutir a un mismo tiempo.

—No somos nadie nosotros —gritó casi Martucha, que no se decidía a servirse más sopa, pero que comenzaba a asomar el fondo del plato.

—En realidad —intervino la Beba, que le había puesto al caldo unos cubitos de hielo—, lo que digamos o no digamos, lo que hagamos o no hagamos, ¿en qué puede beneficiar o lastimar a Dios?

—En nada, en nada —murmuró Martucha mientras entornaba los ojos para no ver la sopera—; nada somos frente a Su poder, frente a Su infinita bondad...

—Ése es el punto, la infinita bondad —exclamó Martín con aire de triunfo—. Precisamente por eso hay que estar siempre con Satán.

Y, luego de un momento en que nos tuvo pendientes de su silencio:

—En su infinita bondad, si Dios existe, sabrá perdonarnos que no lo hayamos seguido. En cambio, el diablo, bien rencoroso ha de ser, ¿o no?

Hubo un silencio de angustia, porque la pasta comenzaba a demorarse más de la cuenta, y después un respiro de alivio cuando oímos los preparativos en la cocina.

—El joven Martín es un oportunista —dijo Toña, al pasar.