Material de Lectura

Nota introductoria



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Entrar en los cuentos de Felipe Garrido es como si de improviso nos asomáramos por una ventana para curiosear en una escena familiar donde algunos de sus miembros tuvieran una conversación frente a la sopa y los espárragos, junto al pescado y al postre, o como quien escucha en la mesa de al lado a un hombre que recuerda en voz un poco alta un instante pasado, un poema, a una mujer. Desde las primeras frases, casi siempre, sus cuentos nos van a interesar, estamos dispuestos a ser atrapados y toda nuestra atención está a la espera de algo que nos va a ser revelado. Pero en los cuentos de Felipe Garrido también parece como si nos metiéramos en ellos cuando la historia ya ha comenzado y que los dejamos —Garrido nos los concluye— cuando todavía no ha terminado, y entonces ese algo que creemos atrapar —casi en la punta de los dedos, casi, como la imagen de un sueño que se evapora— está allá atrás, en el fondo de nuestros recuerdos, como algo imaginado o perdido, pero que ahora ha sido transfigurado de una manera sorprendente con la sutil magia de un verdadero relator de historias.


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Nacido en Guadalajara, Jalisco, el 10 de septiembre de 1942, Felipe Garrido continúa esa tradición de magníficos narradores de la región como lo han sido Agustín Yáñez, Juan Rulfo y Juan José Arreola, para mencionar sólo a tres ejemplos. De prosa elegante y precisa en su aparente sencillez, envolvente y pulcra, pero que sabe encontrarle las esquinas y los vientos al lenguaje, Felipe Garrido ya nos ha dado varios libros de cuentos, el primero en 1978, Con canto no aprendido, que lo situaba entre los escritores de su generación como un autor sereno, paciente y eficaz, lejos de la moda y las improvisaciones y cercano al cariño por la literatura y el oficio (en el camino ha sido periodista, diseñador, corrector de ediciones, y luego brillante editor y maestro de literatura, así como traductor, labor por la cual ha sido merecedor del Premio de Traducción Literaria Alfonso X, en 1983); después, en 1984, La urna y otras historias de amor, que le valió el Premio Abril que los críticos mexicanos otorgaban con real justicia, lejos de las camarillas y los compromisos, a lo mejor de la literatura en el año. Los seis cuentos de La urna y otras historias de amor mostraban a un autor muy seguro de su oficio, que narraba sin titubeos y sabía hacia dónde quería llegar y, además, con una malicia de quien comprende la vida y en ella a los personajes que viven en sus historias; ese mismo año publica Cosas de familia y, en el siguiente, Garabatos en el agua, una selección con cincuenta y cuatro breves textos que habían ido apareciendo en el suplemento cultural Sábado en su columna La musa y el garabato.


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Las breves prosas de Garabatos en el agua en realidad son dibujos muy definidos, como si hubieran sido trazados con un fino lápiz, que muestran a unos personajes vivos, de carne y espíritu, que son sorprendidos en una actitud cotidiana y que al ser detenidos en el tiempo por medio de la escritura, la vuelven sorprendente, casi fantástica, porque los personajes de Felipe Garrido, aunque habitan en este mundo, sus ojos miran hacia otro espacio y otro tiempo, como la tía Martucha (ese personaje de Garrido tan cercano y reconocible y, al mismo tiempo, tan inapresable, tan poblado de voces) que desde su primera aparición nos habla de prodigios y sensualidades exquisitas, o ese “profesor” que en la cantina tiene tan sabrosas conversaciones con “el marinero ilustrado” (los adjetivos de Felipe caen con justicia y sin temor, utilizados a conciencia) sobre una sirena que se vuelve más real con cada nueva viñeta, más en el deseo y en la nostalgia. O esos santos y seres de los cuales Garrido nos recrea una biografía (¿imaginaria?, ¿recuperada del olvido?) para, de una pincelada, mostrarnos esas vidas increíbles que, con humor, trastocan conceptos y creencias. O esas voces anónimas que hablan de amor desde un tono situado en la piel de la ternura y que a veces dan un zarpazo que voltea al amor para que muestre su verdadera cara. O los niños, esos niños descubiertos desde el sitio donde los niños comienzan a descubrir el mundo —todo misterioso, todo desconocido y oculto— que al írseles revelando saca a flote, quizás por última vez, la naturalidad de los temores y las esperanzas; esos niños que todavía no son carne total de lo terrestre y aún tocan el otro lado del espejo, ocultando dragones y lagos que el tiempo va a terminar por no querer creer.


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Julio Cortázar dijo alguna vez que a sus cuentos se les denominaba “fantásticos” sólo por falta de un nombre más apropiado. Así ocurre también con los textos y viñetas de Felipe Garrido: son fantásticos a falta de otro buen nombre. Sus garabatos son prosas llenas de imágenes poéticas donde hay un puente tendido entre lo real y algo que está un poco más allá de la realidad. Textos que se gozan al leerlos y después dejan un sabor de otredad, de humor inteligente que va corroyendo las conciencias. Sí, algo de Cortázar, sin duda, de Julio Torri y de Arreola y algunos más que se le pueden rastrear, pero Felipe Garrido ha sido un buen lector que mastica y digiere con paciencia para después encontrar su voz firme, honesta y personal.



Joaquín-Armando Chacón