Material de Lectura

 
Cerca del fuego


La reina del metro (y otros cuentos)
 


Well, I’m beginning to see the light...

Lou Reed


Ay Jonás qué ballenota. El sol se ponía, un brillo cansado se resbalaba por los edificios. Los autos de plano no se movían, y yo, detenido en la esquina, tuve una sensación peculiar: todo me era familiar, me hallaba en mi ciudad, aunque ésos no fueran mis rumbos. En realidad, ignoraba dónde me hallaba, sólo sabía que estaba cerca del centro, pero no me importaba. Textualmente, se trataba de un aire conocido, un olor penetrante me llenaba y me hacía esperar ver, entre el gentío, caras viejas, conocidas. Sin embargo, el aplastamiento de autos, los chillidos horrendos de patrullas y ambulancias, era algo nuevo, en especial ese chillar de hiena electrocutada de las patrullas era una puñalada al alma.

Quise regresar al centro, pero no sabía por dónde encaminarme: la cuestión se estaba volviendo un connato de conflicto cuando, del otro lado de las humaredas, vi el gran letrero SAN COSME con su correspondiente flecha hacia abajo. Hacia allá fui. Las inmediaciones de la estación estaban llenas de mínimos puestos de todo tipo de tacos, tortas, tostadas, quesadillas, picadas, licuados, refrescos, mariscos en vaso, y también de infinidad de fruslerías: cables, pilas, eliminadores de baterías, perfumitos, juguetes de plástico, relojes digitales, anillos baratos, cassettes, periódicos e incluso libros.

Yo bajé la escalera en medio de una multitud que en seguida me envolvió, me atrapó y me condujo. Una vez más, pensé, he aquí la historia de mi vida; otra clara muestra de cómo las multitudes diluyen la individualidad: en ese momento, aun si no lo quisiera, ir contra la corriente y regresar era imposible. Vi pasar, rápido, los metafísicos letreros el lago de la tranquilidad está en la luna; pues sí: allí en el subsuelo no estaba. Entré en los salones de luz profusa, brillante, y casi sin advertirlo llegué a las casetas de boletos, a las máquinas de ingreso, donde introduje mi boleto color de rosa y me escupieron al andén. Estaba atestado, al igual que el lado opuesto, un espejo tan certero que esperé verme, de repente, en la otra dirección.

Los carros llegaron y se convirtieron en una gran mancha anaranjada que bufó junto a nosotros para que nos apartáramos, porque, desde que los vio llegar, la gente trató de ganar terreno para entrar primero. La multitud se replegó, impaciente, lista para el asalto. Atrás de mí había varias hileras de gente dispuesta a aplastar a los que estábamos delante. Me volví sorprendido ante la ansiedad de los que me rodeaban: rostros morenos, afilados, sudorosos. Me fulminó una descarga (un resplandor) al darme cuenta de que me había metido en algo de lo que no iba a salir tan fácilmente. Pero no podía pensar: las puertas se abrieron y un tropel salió, empujó la muralla que esperaba afuera; la gente no había, ni remotamente, acabado de salir cuando de atrás me presionaron con fuerza para que avanzara; quise contener la presión pero era inútil, me enfrentaba a una fuerza imbatible, y de pronto me vi en el vagón, en medio de nudos de músculos, pieles, adiposidades, ropas; comprimido entre una espalda voluminosa y las tetas, o más bien: tetillas, de una quinceañera que prefería no mirarme y que apenas podía manifestar su inconformidad ante tanto restregadero frunciendo el entrecejo todo el tiempo. Típica niña de prepa nocturna que por no ir a clases ahora se enfrentaba a los jugos gástricos del metro. Llevaba útiles y libretas, pero no alcanzó a ponerlos como parapeto y quedaron a un lado: ocasionalmente alguna arista se me enterraba en las piernas. La nena me inspiró una gran ternura y traté de olvidar el cuerpecito flaco, pero a fin de cuentas consistente que se había untado al mío. La chavita quedó emparedada entre mi cuerpo y el de un macuarro de tiempo completo. Quién sabe qué tenía lugar por detrás que la chavita constantemente lo miraba con furia; él, imperturbable, alzaba la vista al techo. El convoy ya había arrancado y nosotros nos bamboleábamos dentro.

Oí una vocecita estentórea de niño que recitaba: ¡buenas noches - damas - y - caballeros - voy - a - cantarles- una - sentida - canción - comercial - de - mi - terruño - y - mucho - les - agradeceré - que - me - ayuden - con - lo - que - puedan - que - ojalá - no - sea - de - a - tiro - muy - poquito - porque - ya - todo - está - imposible - así - es - que - cáiganse - cadáver - con - una - buena - mosca! Y prosiguió cantando “La feria de las flores”, que, en boca del niño invisible, me pareció genial, y sonreí: la niña de las tetitas como naranjitas se mordía los labios, preocupada, y Macuarro estudiaba el techo. Nos detuvimos de pronto en pleno túnel y se escuchó un suspiro colectivo de fastidio. Pero el vagón reinició su marcha a los pocos minutos, con un tirón que me devolvió la canción del niño invisible, “laza tu cuaco ya cualquier cuatrero”, y la sensación del vientre pianito, con todo y lolitesco pubis, de la nena. A nuestro lado se hallaban dos secretarias con aspiraciones ejecutivas: el calor comenzaba a derretir las densas capas de maquillaje fellinesco, que contrastaban con el rostro limpio de la niña de tetitas como dos naranjitas y culito como un quesito, ay qué horror mana, decía una de las secres, no puedo ni respirar, sí Ter, si yo te contara, agarra bien tu bolsa, no, si me la quitan es porque me arrancan el brazo, yo traigo mi plancha en la bolsa, como doña Borola. Me dio risa alcanzar a ver, no tan lejos, a un chavo terriblemente sombrío, de ojeras que le llegaban a la barbilla; no quería dejar de leer su revista Picudas y Chabochonas y la alzaba con ambos brazos por encima de las cabezas. Ése estaba más allá del más allá. ¡La nenita me empujaba con su ralo pubis! ¡No podía ser! Seguía viendo al suelo, extrañamente abatida: tras ella, Macuarro se rascaba la cabeza un tanto sofocado: un rostro prieto, seco, con algunos granos, poros muy abiertos, mandíbulas sin rasurar. Me estaba gustando la sensación del pubis angelical de Lolis Puig y tenía deseos leves de oscilar las caderas. Mi pene enviaba intensas señales de inminente crecimiento, así es que procuré desviar mi atención.

El metro se detuvo en una estación, pero casi nadie salió y si alguien pudo colarse no fue por la puerta más cercana a mí. El nuevo tirón al arrancar hizo que mi miembro se incrustara en la chavita, que para entonces parecía totalmente abismada. Preferí ver arriba. Crear y creer en México es el camino, decía impunemente un cartel. Tenía que suceder, al fin te has convencido, cantó ahora una voz cascada, claramente centenaria, más allá de las cabezas; me estiré lo que pude (tremenda fricción en el pitoniso) y vi a una anciana ciega que cantaba con mucha más fuerza de lo que podría esperarse, avanzaba ruinosamente, como a través de los rodillos de una exprimidora, precedida por un matrimonio cincuentón de ciegos: apenas se podían mover. ¿Y el niño cantante? ¿Habría salido en la estación anterior? Misterios del Metro. Quizá reaparecería por ahí y se integraría en el combo de los ciegos magos. ¡Hágale el regalo a él, a ella, sólo por este día señores tenemos los fabulosos encendedores Petardo a mitad de precio, no lo compre en el súper, en la botica, en el estanquío, cómprelo aquí a mitá de precio y dése un santo quemón! Todo abuso será castigado, amenazaba un letrero custodio de la palanca de emergencia. Un despiadado pedo anónimo nos hundió en la miseria. Qué tortura, daban ganas de salir corriendo o de pegar alaridos, así es que me concentré en la bandera nacional que aparecía en un anuncio con letreros líricos: para ese futuro que tanto queremos, y yo con el pene endurecido, aplastado en el vientre nubiscente, era un por tentó esa niña: parecía asfixiarse, ahogarse, y me llegó la idea de que era ninfómana praecox y que ya llevaba tantas venidas como tirones había dado el metro.

Exactamente en ese momento nos detuvimos nuevamente en pleno túnel. Pero esa vez el metro ya no avanzó más. La gente no pareció sorprenderse, lo tomaba con resignación patria, oiga usted nompuje, si nompujo, mempujan. El de las Clitorudas y Culicarnosas (¡esas gordas!) seguía más allá de todo el tumulto, con los brazos en alto sosteniendo su revista. Lo admiré fervientemente. Cambiaba de página con parsimonia y muchos alrededor de él continuamente miraban hacia arriba. Vi algunas señoras con bolsas de mandado comprimidas. Pero predominaban los hombres. Un chavo de veinte años, de pelo cortito como soldado y camisa lucidora de piel de tigre, morral al hombro. En los asientos vi un hombre pequeñito, de traje, lentes y barbita, leía un grueso libro. Junto a él, un gordo de camiseta grasosa que decía Carlos’n Charlie extendía las piernas groseramente. Mucha gente que iba sentada se había dormido, o transitaba sus carreteras interiores en un grado cero de conciencia, abrazaba los portafolios, morrales, bolsas de mandado, pequeñas maletas. Un chavo con camiseta que decía IF YOU CAN’ SHIT, DON’T EAT se rascaba imperturbablemente la nariz con un índice viscoso. Una muchachita fingía leer un texto escolar; el letrero en su camiseta proclamaba LAND OF ENCHANTMENT. Siempre estaban ahí las viejas criadas, delantal de veinte años de uso, trenzas descuidadas, canas desbordantes, anteojos de abuelita (seguramente medias de popotillo). Los tres ciegos habían callado, pero junto a ellos dos muchachas de clase media no paraban de hablar, con ocasionales miraditas escamadas alrededor. Ellas, al igual que mi compadre Cachorras y machorras, estaban más allá del bien y del mal, en el ojo del huracán, lejos de la cara de absoluta angustia de una señora aindiada, de largo, suelto, chaleco de hombre, delantal debajo y blusa azul aún más abajo. Estudie usted una carrera técnica. Pero más bien veía fragmentos de rostros, de hombros, que inevitablemente se confundían cuando trataba de aislarlos, la victoria de la uniformidad, pincelazos exactos de la masa anónima, me tragó la ballena y encontré una muchedumbre de bellos miserables. Bendita masa anónima, pensé: ellos me sostenían, allí mismo, me tenían de pie. Advertí también que mi cuerpo estaba acostumbrado a todo eso. Imagen fresca en los televisores National. Imagen fresca tu chingada madre, a veces los anuncios podían ser perversos, preservemos la identidad nacional, por ejemplo. El tipo de la espalda voluminosa contra el que me habían incrustado cabeceaba peligrosamente, y me sorprendí (mi verguita de nuevo laxa en el vientre de la chavita) de que la gente pudiera absorber tantas incomodidades. Podían leer, dormir, cantar, alguien incluso ya se había cagado, anunciar, vender y platicar en las mismísimas barbas congeladas de Satanás, entre explosiones neutrónicas. La luz se fue, por unos segundos nada más, pero por todas partes se oyeron exclamaciones y una que otra voz agandallada; la luz volvió pronto, y con ella un fuerte tirón, el carro volvió a arrancar velozmente.

Nadie se fue al suelo, entre todos nos deteníamos. Para entonces sentía los latidos del tipo de la espalda voluminosa. Con el tren en marcha hubo un alivio, colectivo. Estas cáscaras ya no la hacen para nada, dijo un hombre; sí, a cada rato se paran, son bien calientes, jia, jia, ora nos fue bien, a veces se tarda hasta una hora parado, sí, a cada rato suspenden el servicio sin aviso, por cualquier cosa se para el metro. Nunca pude localizar a los que hablaban, pero sí me di cuenta de que entrábamos en la estación Hidalgo, donde apareció, con la crueldad de una pesadilla, una infinidad de rostros expectantes, desencajados, ansiosos, desesperados; hileras de gente frenética por colarse a los vagones a como diera lugar. Pero dentro no cabía nadie, mucho menos esa línea Maginot dispuesta a jugarse la vida por entrar, que ignoraba el nutrido pelotón de policías de camisas de manga corta, mexicanas macanas y sofisticados radiotransmisores inalámbricos. La manguita corta y los aparatos hacían más grotescos, incongruentes, a los policías cara de tierra, expresión de pánico ante el gentío que no les hacía caso, porque todos pensaban en entrar costara lo que costara.

Estamos arribando a la Estación Hidalgo, señores usuarios, declamó una voz por los altoparlantes del vagón; por su comodidad y seguridad suplicamos que las personas que van a bajar vayan acercándose a las puertas. No pos sí, ¿pero cómo?, dijo alguien, compermisito compermisito, ¿va usted a bajar?, sí señora: digo, si podemos, tu bolsa mana no la sueltes orita es cuando te la jalan, no se la jale vieja puta. El vagón se detuvo, no sin antes emitir un hiriente chillido de rata de laboratorio conductista que indicaba la inminente apertura de las puertas. Del otro lado, una muralla de rostros esperaba. ¡Dejen salir primero, que dejen salir primero!, gritaban los cuicos del andén, porque quienes quisimos salir (a mí me arrastraba, nuevamente, el vendaval) nos estrellamos sordamente contra la pared humana de afuera y durante varios, interminables, minutos, tuvo lugar una lucha dura, muy lewisnilestoniana, para ver quién cedía. ¡Háganse a un lado, que dejen salir primero!, se desgañitaban los policías, pero nadie avanzaba, ni para atrás ni para adelante, le dije pare un momento, no mueva tanto el motor, se oía en los altavoces de la estación, estudie usted una carrera técnica, la propiedad privada es sagrada, las voces de los policías se perdían entre los jadeos, los pujidos, de la gente, cada vez nos incrustábamos más los unos en los otros, incluso advertí que con cada embate de los que estaban atrás de mí se me dificultaba la respiración, ay compadre qué sofocón, los policías, a jalones, trataban de romper el mazacote humano que se había formado a las puertas del metro, entre pitidos de las puertas que querían cerrarse, que te coge que te agarra la Llorona por detrás, la pluma en el bolsillo de mi camisa se me enterraba como estilete, no lo aguantaba; cuando oí que las puertas trataban de cerrarse, nadie hizo caso, los cuerpos siguieron trenzados, señores pasajeros apártense de las puertas para que podamos reanudar el servicio, ¡quítense de las puertas, con una chingada!, que te coge, que te agarra, el lago de la tranquilidad está en la luna, dicen que la distancia es el olvido, pero mientras, acá abajo, yo bailo chachachá, qué dolor tan vivo sentía en el pecho, jamás pensé que un objeto noble y hermoso como una pluma fuente me hiciera sufrir tanto.

Poco a poco las puertas pudieron cerrarse y el convoy siguió su carrera por los túneles oscuros. La gente estaba indignada; no era para menos, por supuesto, ¡coño, algo se tiene que hacer con este pinche metro!, ora a ver hasta dónde vamos a bajar, hombre vamos a bajar hasta el fondo de la mierda, ¡ya llegamos!, a dónde, no seas payaso, a la meritita chingada, jiar jiar, ojalá acaben pronto las nuevas líneas, que si no... Pero si están paradas todas las obras, además quién puede creer que la solución sean nuevas líneas, la cuestión está en gentialalales que hay, ya no cabemos, esto no tiene solución, esto va a tronar, nos vamos a morir como chinches, sí tiene solución, cómo no, estamos bien jodidos, el lago de la tranquilidad está en la luna, es que nadie hace nada, pero qué se puede hacer, ¿quién hace algo?, lo que hay que hacer es sacar a chingadazos a los ricachones y a los del gobierno, que se haga la pinche guerra civil, señora pare un momento no mueva tanto el motor, sí eso mero, que se mueran unos cincuenta que noventa millones pa que los que quedemos tengamos más espacio, estudia una carrera comercial y asegura tu futuro, ojalá metieran a la cárcel a esos rateros del comercio y del gobierno, ¿ya vio cómo tienen lana? sí, nosotros en la chilla y ellos gozándola en grande, qué poca madre, ay compadre que sofocón, ¿te quieres hacer rico con cien mil pesos?, creer y crear en México es el camino.


La reina del metro. Bajé en la estación Bellas Artes y dejé que por los túneles se fueran los rojos vagones cargados de... ¡símbolos! El metro se había descargado para esas alturas y yo deambulé por los andenes, bajé las escaleras y pasé al otro lado. Seguía habiendo mucha gente pero no se comparaba a lo de una hora antes. De cualquier manera, me estimulaba el movimiento, el entrechocar de ruidos techados por la interminable música de los altavoces, en ese momento Poeta y campesino, qué fea sincronicidad, pensé, gancho al ego, crítica abajo del cinturón, cuando vi a la Reina del Metro.

¡Qué imagen portentosa! Era una chava de rostro horripilante, picoteado por años de barros y remedios para combatirlos; pobrecita: narizona, bocona, de dientes chuecos, ojos pequeñitos, pestañas ralas, orejas de duende y pelos parados como dobles signos de interrogación. Lo maravilloso era que ese horror, la máscara seiscientos sesenta y seis de la Bestia (esto es, la bestia de la Bestia), no intentaba cubrir su fealdad; de hecho, la ostentaba: si la cara la tiraba la buenez la levantaba. El cuerpo alto de la nena era, para soltarle las riendas a von Suppé, sublime, irreprochable, monumental, alucinante pero, sobre todas las cosas: cachondísimo, esa muchacha estaba que se caía de buena y lo sabía muy bien, la tajante perfección del cuerpo le daba una dignidad insospechada, altivez natural, la fineza de la aristocracia de la sensualidad que no puede pasar desapercibida y que, como supe después, era capaz de ocasionar catástrofes y de traer graves peligros. Por supuesto desde un principio vi que era una genuina soberana: se desplazaba con altivez natural, consciente de las miradas colectivas y del poder ambiguo que así obtenía. Y sigo siendo la cuin.

Era obvio que los metroúntes tampoco habían contemplado portento semejante; todos giraban para seguir ávidos el andar erguido y majestuoso de la Reina del Metrónomo, de frente o de espalda. Por eso los sabios de antes erigieron las imágenes para expresar sus ideas y pensamientos a fondo. Hombres y mujeres la veíamos navegar sobre el aire, rostro de Coatlicue agorgonada y kaliesca.

En cuanto a mí, poeta desmemoriado, antifunes del subterráneo, seguí caminando y pronto estuve cerca de ella, en el andén dirección Zaragoza, goza goza Zaragoza, vaya vaya Tacubaya; constataba que nadie dejaba de verla con miradas lúbricas, picarescas o con reprobación lesteriana: cabecitas blancas o delantales caminantes que caían en la provocación de esas rotundas tetas sin brasier, las aureolas de cada pezón ricamente definidas en la blusita. A muchas mujeres les ofendía la ropa-no-ropa de la barrosa; las chavas sonreían complacidas al advertir que el Monumento tenía tal cara espantazopilotes o espantacuches; los hombres en cambio no nos fijábamos en pequeñeces y apreciábamos las ondulaciones mansas, marítimas, de la nalguita juvenil que avanzaba muy derecha, segura de sí misma, dueña del territorio, levemente satisfecha de que la miraran, acostumbrada a la admiración y al escarnio. Incluso vi a un viejito de corte porfiriano, chaleco de rayas, leontina y toda la cosa, que, salomónicamente, contemplaba ese signo de los tiempos: los dones nonsanctos, nostalgias del rechinido del colchón, el hombre está capacitado para tener erecciones aún a los ochenta años.

La reina desfilaba despacio. No se inquietó, como todos los demás, cuando los vagones entraron resonando y se detuvieron pesadamente con sus chillidos exasperantes. Ella (gran dignidad) los dejó pasar, no hay prisa, no hay prisa, no voy a salir corriendo como toda la bola de idiotas, ¿verdad? Un impulso irresistible me hizo seguirla. ¿A dónde iría?, me pregunté. Quién sabe de dónde llegó un cuarteto de torvos galanes, de alarmante facha de porros, tropas de choque para acabar huelgas, manifestaciones, fiestas y primeras comuniones. Iban los cuatro con pantalones de mezclilla y camisetas que dibujaban las musculaturas y los letreros Cama Blanda, Coma Caca, Sexi Cola y Vote por el Diputado Avilés en el VIII Distrito-PRI. A ver esa rorra, quihubo mi leidi, estás cayéndote de buena pinche vieja puta, a ver a dónde vas, te acompañamos, te invitamos unos tacos, unas cheves, unos condones, unos consoladores de carne y sin hueso, mira nomás mi reina el filetote que te vas a llevar gratis pa que te agasajes, decía Cama Blanda, con la mano en el bulto sexual.

Pero ella lo ignoró como quien se desentiende de la mosca panzona y persistente que zumba en torno a la crema chantillí, ya, qué vieja tan apretada, lo que tiene de buenota lo tiene de pendeja, con la boca de mamadora que tiene, la culera se cree la gran caca, te habías de ver en un espejo, lo hórrida questás, ay nanita aquí espantan jia jia jia.

Ninguna reacción de incomodidad: calma, dignidad, compostura, cualidades innatas en esta reina. Llegó al fondo del andén y los camisetos se quedaron atrás, al parecer consultando un plan de acción entre carcajadas. Ella los ignoraba, como era de esperarse, pero tampoco los perdía de vista, preocupada y alerta.

Ya se veían nuevamente los vagones en los túneles cuando los camisetos alcanzaron a la chava con pasos decididos, mi reina no me desaires la gente lo va a notar. Cama Blanda le dijo, gallardamente: órale pinche puta cucurra no hagas osos y te vienes a chupar con nosotros de buen modo porque si no te llevamos a vergazos. Ella no les hizo caso y se asomó para ver la entrada de los vagones. Cama Blanda tomó el brazo de la chava y la jaloneó, ándale Chancluda, a ti te estoy hablando, no te adornes, se te ve clarito en la bola del ojo que te gusta la reata. ¡Suéltame imbécil, suéltame!, exclamó la reina repentinamente fastidiada, asqueada, angustiada. Cómo se atrevía ese patán a tocarla (¡a ella, a ella!). Te digo que te pasa la pescue, ya te tenemos bien licaidoneada, si no no andarías casi encuernavaca enseñando la mercancía. ¡Que me sueltes, te digo!, gritó la muchacha con destellos de alarma. Cama Blanda le apretaba el brazo y Sexi Cola, Coma Caca y Vote por el Licenciado Avilés le tentaleaban las nalgas.

El metro había llegado, y la gente del andén, incluso un policía, se desentendían de lo que pasaba, aunque echaban ojeadas morbosas hacia el fondo del andén. De pronto sentí la mirada fija de la reina del metro: me veía y no me veía, pálida y aterrorizada y, para mi absoluta sorpresa, me descubrí caminando hacia ellos. A ver, a ver, qué pasa aquí, dije con mi mejor voz johnwayniana, deja a la chava, mano. Tú sácate de aquí pinche pendejo o te ponemos plano a chingadazos, gritó Cama Blanda. No estaba jugando.

Suéltala, Cama Blanda, pero ya, a este ritmo, ordené, chasqueando los dedos. Ora güey, no me llamo Cama Blanda, me llamo Alberto Román. La reina logró desprenderse, justo cuando el metro había abierto las puertas frente a nosotros; en un relámpago (un parpadeo) la reina del metro se había metido al vagón y avanzaba entre la gente. ¡Que no se pele!, indicó Cama Blanda y los cuatro se metieron cuando se escuchaba el chillido del cierre de puertas y la reina apenas alcanzaba a regresar al andén por la puerta siguiente. El metro se fue, con su cauda de rayas anaranjadas.

La chava había palidecido, se había desencajado, y yo, viéndola en silencio, me maravillaba del horror casi sagrado que era su cara: se hallaba dotada del misterio de ser producto natural, espontáneo: un fenómeno cuya belleza es áspera y conmocionante, la belleza de la caca. Pero el cuerpo, en cambio, quitaba el aliento a tal punto que me dio risa, ya que era imposible derribarla en el andén y tirármela ahí mismo. Ella se desconcertó, qué horror, huir de los violadores para caer con un loco.


La cumbre del mundo. Me acuerdo, por ejemplo, de cuando rompí un espejo a puñetazos. ¡Ay! ¿Estabas borracho o qué?

Pues claro. Pero no lo rompí por borracho sino porque me vi en él y me vi grave, horripilante...

Ay no Lucio pero si tú estás bien guaporrón...

¿Un coñac?

¿Quieres un coñac?

Pues sí, ¿no?

Dos coñaques.


¿Y un postrecito? ¿Las afamadas crepas secretas de la casa? Vengan las secrepas.

Me hacía sonreír la idea de que mi interior era (en ese momento) una cámara oscura, más bien un estanque negro del que saltaban formas que se dirigían a mí, un surtidor negro porque así lo visualizaba; era consciente de que aún no disponía de los medios suficientes, del poder necesario, para percibir las cosas con mayor claridad; me llegaba la idea de que si me esforzaba un poco podría saber algo que ya estaba listo a entregarse y que sólo requería de un mínimo esfuerzo: la sensación de que podía (un resplandor) pasar a otro estrato, un plano en el que no había ni altas ni bajas, ni cimas ni depresiones, ni climas ni turbulencias, sólo un perenne estado de exaltación contenida que se desbordaba con lentitud delectante como espuma de luz y fecundaba el contorno, nostalgia profundísima de un pasado que rebasaba los seis años, mi vida entera: un estadio de existencia en el que siempre estoy, del que nunca salgo, aquí es donde sueño que vivo y a donde regreso al despertar, la verdadera realidad en la que ahora estamos tú y yo, de la mano a través del tiempo y el espacio; me llenaba la sensación gozosa aunque vaga, informe, de que estaba formado por un centro que pertenecía a algo más vasto, una maquinaria inmensa, naturaleza infinita, un todo que se autorregulaba, del cual se desprendían los círculos fibrosos de existencia, distintos planos de acontecer, simultáneos por su condición ilusoria y a la vez terriblemente concreta, carreteras de telaraña y sistema solar..., y esa muchacha de cuerpo nirvánico, de cachondeces majescas, de buenez fulminante, que resultó llamarse Consuelo, encarnaba una vieja compañera de la eternidad, una aliada cuya corporalidad presente era una verdadera prueba y también señal en la carretera: me hallaba cerca de recordarme y ella había llegado a esa esquina de mi vida en el momento exacto...

...nhombre, si voy de gane, en toda mi laif siempre me he encontrado a estos cuates superligadores, muy güeritos, de tacuche o chamarra de gamuza, con chaleco, oliendo a Halston y con el carrazo, ¿no? ¡Puta, qué pendejos son!

¿De qué estaba hablando? Reía. Yo reí también, para acompañarla. Pero ella tenía puntos negros en la mirada, su voz ronquita se hizo más grave, aunque la sonrisa seguía en órbita todo el tiempo.

Son malos, Lucio, te lo juro, son de lo peor, no tienen nada adentro, nomás tienen dinero y a veces ni eso, nomás hacen como que tienen y la pendeja de yo cae en el viejo truco, y pueden ser culeros, crueles y perversos, ¿no?, y todos se creen lo máximo, ves, creen ser los más cueros del mundo, y bueno, algunos sí son unos papacitos, son un sueño, ¿por qué los más guapos son los más ricos? Bueno, ¿por qué rompiste ese espejo?

¿Cuál espejo...?

...Un territorio dorado, la patria más profunda, el alma del mundo como decía Paracelso, el tao que no se puede nombrar, no es México, claro, ni tampoco la niñez, paraísos perdidos que ni son paraísos ni están perdidos, la inconsciencia no es inocencia, yo me refiero a otra cosa: ese rinconcito que se halla en lo más escondido de uno y en el cual todo es perfecto, allí está todo, centro y periferia, y a la vez no hay nada, nunca hubo nada, en realidad montas el gran dragón de sesenta y cuatro cabezas que despide llamaradas ante el pasmo del mundo. Una llama. Hay que ser fuego para entrar en ella, ser fuego para que el fuego no queme, uno se quema, uno se consume en las aguas del fuego, en remolinos incandescentes, en densas capas de llamaradas, en ventarrones de fuego limpísimo...

...Estaba muy pedo, ya te dije. Mira, yo andaba hasta las almorranas por una muchacha, y ella no me hacía el menor caso, como suele ocurrir. Le escribía versos, ¿tú crees?

¿De veras? ¿Escribes versos?

A esa chava le escribí versos, pero eso es cosa de otro. Yo es otro, ¿no? Pero pa mí que ella ni los leía, tanteo que hasta se limpiaba con ellos. Y yo, retachando. Bueno, se casó. Se casó, claro, con un tipo que resultó un gángster, y ojete, además, decían que era padrote y traficante, pero ella no lo sabía, y yo, claro, no se lo dije. Se lo merecía.

¡Ay qué horror!

Pues sí y no, Chelito, la verdad es que yo estaba clavadísimo con esta chava, pero algo..., no sé, yo siempre he tenido una magnífica brújula metafísica.

Oye qué raro hablas, ¿eh?

Sí es cierto, es una vergüenza juntar tres esdrújulas cuando son escasas y se deben administrar. ¿Qué?

En el fondo yo sabía que esta nena era pendeja. Porque, mi querida Chelo Azul, te juro que en el fondo ya sabemos todo, pero la gente no se entera porque nunca se tira a tocar fondo, apenas y circula, en el mejor de los casos, en lanchas con fondo de cristal.

Oye, párale. Estás chiflado. Deveritas, ¿eh?

Lo que te quiero decir es que sólo hasta que se casó me la pude ligar.

¿De veras?, cursi veo ella, ¿te cae?

Sí, deveras, pero ése es otro cuento. Después te lo receto, si quieres.

Ay sí, suena padrísimo, rarosón, ¿no? ¿Cómo fue eso?

Melodramática reina, telenovela habitat.

Pues sucedió lo clásico: cuando vio que ya no le escribía versos, que no la acosaba, que ni siquiera la veía feo, que ya no me interesaba y que andaba yo tras otras chavas, entonces fue cuando me las dio. Ella vino y me las dio. Bueno, es que al mismo tiempo tenía muchas broncas con el padrotillo, que, como te dije, era una perfecto cábula, un pobre pendejo que desde pequeño asfixió su alma.

Bueno, sí, pero estábamos en lo del espejo.

¿Qué espejo?


Yo ni de loco quisiera ser yo. El día en que esta chava se casó también me invitaron a otra boda, al mediodía. A las cinco de la tarde ya estábamos bien borrachos mi cuate René y yo. Los dos empezamos a chupar severas dosis de tequila en casa de su mamá, quien, por cierto, le entró al parejo que nosotros.

A la primera boda llegamos, pues, ya prendidos, pero ahí definitivamente nos pusimos hasta atrás. Ya cotorreamos a gusto con la gente de una clase media irredimible, buena onda también, y pronto se hizo hora de ir a la segunda boda, a la de Mercedes, pues así se llamaba esa infeliz araña. Como era de rigor, tomamos una botella de ron y nos despedimos, gracias gracias pinches ojetes. Estábamos al extremo sur de Tlalpan y teníamos que ir a la Lindavista, casi en la Villa. Como no teníamos para comprar un regalo, cortamos las flores silvestres y un tanto jodidonas que habían crecido en el camellón de Tlalpan. Claro que por cortarlas nos metimos en el lodo y nos manchamos por todas partes. Vimos que pasaba un taxi y salimos del camellón. Lo paramos. Para que no estorbaran doblamos las flores en cachitos y nos las guardamos en la bolsa del saco. El trayecto se nos hizo corto porque llevábamos la botella. No parábamos de hablar.

Cuando llegamos no había nadie en la casa, todavía estaban en la iglesia, y resultó más bien indecoroso que nosotros, enlodados, antes que nada corriéramos a servirnos vasos jaiboleros llenos hasta los bordes de whisky puro. Al poco rato llegó el gentío de la iglesia, y entre ellos la perversa Mercedes y su padrote marido. Todos la abrazaban, la felicitaban, y ella apenas se dio cuenta cuando yo, el Poeta de la Mancha, saqué mis maltrechísimas flores del bolsillo, las desdoblé cuidadosamente y se las di, envueltas en una mirada que supuse reflejaba profunda pasión, resentimiento, resignación, lujuria, ay gracias, me dijo, sin verme, y me dio la espalda para abrazar a otro pendejuelo, Lucha, ordenó, pon estas flores en el agua, ándale niña.

Yo seguí bebiendo. Al rato me valía madre que Mercedes se hubiera casado y discutía, bien contento, incoherencias políticas con varios maestros de la prepa que habían ido al casorio. Cuando mucha gente ya se iba, Mercedes finalmente debió darse cuenta cabal de lo que significaba mi presencia allí y, estoy seguro de que en ese momento, como relámpago (un parpadeo), le llegó la idea de que finalmente sí me las iba a dar. Poco antes de irse a la supuesta luna de miel, o duna de piel, fingió que se topaba conmigo entre la gente y me dijo, con su tono de mamá-muy-preocupada: ay Lucio no bebas tanto, mira nomás cómo traes el traje. Es que traje traje, respondí. No seas sangrón, replicó, pero volvió a sonreír, ah: fariseicamente; cuídate, añadió. Ya se iba, pero la tomé del brazo. Sabes qué nena, le solté, sintiéndome el Humphrey Bogart de la prepa, bien pronto tú sólita vas a venir a buscarme para dármelas. Ay sí tú, qué más quisieras, respondió, desprendiéndose de mí; báñate primero. Pero no parecía molesta en lo más mínimo.

Total, se fue. Pero Renato y yo nos quedamos hasta el final: había una dotación sensacional de alcohol y nadie nos corría. Finalmente salimos y tomamos un taxi en Insurgentes Norte. No llevábamos casi nada de dinero, así es que juntamos la poca lana y nos bajamos cuando el taxímetro llegó a esa cantidad.

Era una zona de cabaretes, en la colonia Obrera. René se fue a pincel y yo también. Afuera de un antro un grupo de tipos comunes y corrientes platicaba de lo más tranquilo, pero, en la paranoia alcohólica, yo creí que me iban a asaltar y que me madrearían a todo volumen al ver que no traía ni quinto. Entonces, fíjate nomás qué pendejo, dizque para que vieran que yo era muy macho, que me cogía a guaruras, que estaba dispuesto a pelear mi vida y todas esas mamadas, le solté un puñetazo feroz a una ventana. Rompí el vidrio pero también me desgracié la mano, que empezó a sangrar. Me gustó mi propia sangre y le agarré gustito a eso de romper vidrios, así es que todo el camino me fui desmadrando ventanas con el puño y arrancando antenas de coche. Cuando llegué a mi casa iba dejando un reguero de sangre en el suelo y llevaba un manojo de antenas arrancadas: eran como veinte, que, sin fijarme, tiré en la cama cuando entré en mi cuarto.

Y me vi en el espejo, con la ropa llena de lodo y sangre, la mano masacrada, la cara sudorosa de tanto correr. Qué mal, qué mal. Creo que hasta se me bajó el pedísimo de la impresión de verme completamente ensangrentado, como si fuera una variedad peluda semejante a un recién nacido de algún tipo. La mano, insensible. La cama, con colcha de antenas. Mi cara estaba roja de la sangre, el alcohol y la caminata. Y entonces, desde dentro me reconocí perfectamente, tuve una fugaz visión de lo que en verdad era. Te juro que me sacudí. No me gustó nadita. Pero mi puño ya había salido disparado y estrelló el espejo en cachitos. Era un espejo grande, de dos metros, atornillado a la puerta del clóset. Con el golpe se me abrió el dolor en la mano, una sensación ardiente, viva. El ruido desper¬tó a mi familia. Me dijeron que estaba completa mente loco. De hospital. Camisa de a huevo. No tanto, no tanto, les aclaré. La mano me quedó grave, me pusieron no sé cuántos puntos y yo tardé siglos en volver a hacerme una chaqueta.

¿Signo de interrogación y los Misteriosos? ¿Qué fue eso que vio usted? ¿La locura? ¿La muerte? ¿El amor? ¿Qué puerta se abrió y qué pavorosa corriente de viento helado le pegó que a usted por siempre le quedó el pelo blanco? ¿Encanecido a los veinte años? ¿Cree usted que esté bien? ¿Era, quizás, un viento latigueante, ululante, un golpe de poder enloquecedor lo que entraba por la ventana? ¿No recuerda? ¿No tuvo usted que ir a la ventana, cerrarla le costó el trabajo más duro de su vida? ¿Y luego, cuando volvió a la cama, no acarició usted las sábanas, se integró en el pequeño cuarto del último piso, casi vacío, cerró los ojos pero de pronto saltó sobresaltado? ¿Había el viento, con un latigazo fulminante, abierto nuevamente la ventana? ¿No saltó usted y la volvió a cerrar, pero hacerlo no le costó todas sus reservas de energía? ¿En qué rito participó usted, sin saberlo, sin percibir las figuras gigantescas, negras, que a su alrededor contemplaban el pequeño juego? ¿No era usted juguete de otros? ¿Puede usted creer que esa sangre careciera de significado?


Los enemigos ocultos. Me quedé solo en mi casa, un atardecer, en la cama de mis padres, entre dormido y despierto, viendo pasar una especie de película de la que yo era parte y a la vez espectador. Todo era razonable y disparatado, las secuencias se hilaban de forma ilógica, yo no comprendía qué pasaba, esa acumulación de acontecimientos empalmados, unos terribles, otros placenteros, me había suspendido entre el sueño y la vigilia, veía sin comprender pero pensaba, mecido por el barullo, que todo estaba bien.

Oí ruidos y voces. La familia regresaba del cine. Se instalaron en el desayunador y conversaban viva pero ininteligiblemente. Oí pasos que se acercaban. Se abrió la puerta de la recámara y entró mi hermano Julián. Las sombras llegan suavemente y me llevan a un lugar donde abandonan mi vida y me dejan sin nada qué decir. En ese momento desperté cabalmente, pero me fingí dormido. Julián se acercó, sigiloso. Del buró tomó la cartera de mi padre y sacó varios billetes; uno de ellos lo metió, cuidadosamente, en mi bolsillo, los demás los guardó y se fue, sin hacer ruido. Yo estaba seguro de que él me incriminaría si se daba el caso.

Otra: en aquella época yo vivía en un edificio, con mi esposa Aurora y mi padre. Mi madre estaba en Villahermosa, no recuerdo por qué. Bueno, primero me pasó que con una frecuencia alarmante perdía dinero. No me daba cuenta hasta que llegaba a alguna parte, tenía que pagar y descubría que no llevaba ni un quinto. Era de lo más penoso. Después empezaron a desaparecer papeles de mi trabajo que me llevaba a casa para no estar todo el tiempo en la oficina. Cuando tenía que entregar algo urgente, muy importante, nunca fallaba que faltaba una parte. Varias veces me regañaron, y yo tuve que tragarme la humillación. Trataba de fijarme en qué momento desaparecían las cosas, pero nunca pude descubrir nada. Una vez llevé a casa un reporte urgente que tenía yo que entregar al día siguiente. Lo trabajé hasta las dos de la mañana y me fui a acostar, cansado como nunca, pero me latió que algo sucedería y mi sueño no fue nada profundo. Como a las cuatro de la mañana vi que Aurora se levantaba de la cama. Me miró largamente, lo cual me puso muy nervioso. Era obvio que quería constatar que yo estuviera perfectamente dormido. Salió del cuarto. Me levanté al instante y la seguí, tan callado como ella. En la sala la descubrí hurgando en mi portafolios. Sacó el fólder con el reporte urgente y para mi absoluta sorpresa se fue a la recámara de mi padre. Entró en ella y cerró con llave. Me di cuenta de que encendía la luz. Después oí voces susurrantes ¡y risitas! Ese cuarto daba a una azotehuela y rápidamente fui hacia allá. La cortina era casi transparente y lo que vi me dejó helado. Aurora manipulaba el miembro de mi padre con dedicación y lo tenía completamente erecto. Se lo metió en la boca y procedió a succionarlo con un ritmo cadencioso, más bien lento. El viejo sólo se había desa¬tado el pantalón de la piyama y, como es de rigor en esos casos, le sujetaba la cabeza con las manos. Me quedé estúpido, sin poder creer lo que veía. Me fui de ahí en el colmo del estupor y tropecé en lo oscuro con un mueble. Hice un ruidero. Al poco rato llegó Aurora, presurosa. Musité que iba a tomar algo a la cocina. La muy cínica me dijo que de pronto se había sentido muy mal y le fue a pedir a mi papá que le pusiera una inyección de vitamina B-12. Con eso siempre sale de las bajas de presión fulminantes. Una inyección, qué te parece. Casi se estaba riendo. Nos fuimos a la cama y ahí, sin venir al caso, me aventó lo siguiente: ¿verdad que es muy hermoso nuestro señor Jesucristo?


Coartada. En mi casa nomás no se puede estar. Mi mamá está más neuras que las arañas. Mi papá se murió cuando yo era chica, era un hombre divino, qué señor, me acuerdo muy bien de él, yo tenía doce años cuando se murió, le dio un ataque cardiaco y casi... Bueno, mi mamá se puso gruesísima entonces, tuvo que mantenernos a mi hermano Guillermo, que tenía catorce años, y a mí. Se metió a trabajar en la CTM, pero apenas nos alcanzaba. Luego, pa colmo de males, un coche atropelló a mi hermano Guillermo cuando atravesaba la calzada de Tlalpan, y desde entonces te juro que mi mamá me agarró ojeriza, todo lo que yo hacía le caía gordísimo, que si iba a la escuela, que si no iba, que si comía, que si no, puta, ni quién la aguantara, y cuando empecé a ir a las fiestas pues olvídate, casi le dio el patatús. Un día me dijo que ya no nos alcanzaba el dinero y que me iba a poner a trabajar. Ya me había conseguido chamba en una fábrica de jabones. Pero yo todavía no terminaba la escuela, ves, y le dije, según yo en muy buena onda: no mamá, yo sí trabajo y te ayudo, pero cuando termine, orita ni siquiera sé bien cómo se le hace. Y es que no quería ponerme a trabajar, Lucio, se me hacía que iba a ponerme igual que ella, toda furiosa nomás porque volaba la mosca, enojadísima siempre; se supone que de jovencita había sido muy guapa y la pobreza la había echado a perder, vístete decentemente Consuelo, me gritaba todo el tiempo, ¡si tu padre te viera! Fíjate que ella anda siempre en la casa toda desfajada y con las medias caídas sobre las chanclas, como polainas, fumando Delicado tras Delicado, mi casa parece Altos Hornos de México. No, olvídate, ya no aguantaba yo a la ñora. Y luego, pacabarla de amolar, la escuela me empezó a caer gordísima, ¿no? Siempre me estaba durmiendo en las clases y nomás no agarraba nada bien, y es que me chocaba la idea de ser la secre de algún viejo panzón, ¿por qué los hombres nomás crecen y se vuelven panzones? Cada vez me iba más de pinta, que aquí a la Torre, que a Chapultepec, onque ora Chapul parece los terregales de Texcoco, bueno: casi... Bueno, pues le pasaron el chisme a mi madre y ella se puso como no te puedes imaginar. Y desde entonces casi no me habla. Adrede hace de comer poquísimo para que cuando yo llegue no encuentre casi nada, aparte de que le puso cadena y candado al refri y yo tengo que andar pidiéndole siempre la llave, no, si te digo que es... Bueno, ella no gana mucho, pero no es para que haga eso, podría hacer más de comida, ora sí que echarle más agua a los frijoles, después de todo nomás somos ella y yo. Y qué te crees, a mí no me dice casi nada, ¿no?, te digo que ya casi no me habla, pero a todas las viejas del edificio les dice que yo trabajo de puta, hasta hay varios escuintles canijos que me dicen: ¡ahi va la Puta 100! Y no es cierto, cómo va a ser, nomás me gusta salir a cafetear y, bueno, a ligar de vez en cuando, ¿cómo cree que yo podría hacer eso? ¡Está loca! ¡Palabra! Le patina, todo se le olvida, yo creo que uno de estos días va a acabar en la casa de la risa, pero quién sabe... Tiene cada mañana... Bueno, pues figúrate que cada vez que me ve con ropa nueva me pregunta ¿y cómo le hiciste tú muchacha para comprarte tanta cosa? Puta has de ser... Es que yo no le he dicho que me salí de la escuela Leñas y Greñas y que ya estoy trabajando en el Taconáis. Habías de ver cómo son de malvados los del Taconaco, por quítame estas pajas te descuentan dinero, como si ganáramos los sueldazos Rosita y yo, otra muchacha, ella y yo hemos estado pensando en poner un departamentito, porque la mamá de ella también se las trae, pero es que las rentas están carísimas, carisísimas, ay, y los únicos lugares donde hemos encontrado deptos más o menos baratones pues es donde te violan catorce veces al día, ¿no? Entonces mejor pensamos esperarnos a ver si agarramos otra chamba donde nos paguen mejor...

Ay... Bueno, ya borracha te voy a contar lo que no te quería contar... Figúrate que una vez me invitó a tomar un cofi un chavo de esos bien ricarditos, que traía un Magnun increíble, automático, con un autoestéreo de sueño, y bocinas triaxiales por todas partes, y ecualizador y, bueno, ya sabes, no le dolía nada al carrito. En cambio el cuate nomás como que no me latía. Pero yo pensé: chance con este narizotas ligue una cenita con vino en un lugar muy padre. Te juro que eso era todo lo que yo pensaba. El chavo era de lo más sangre, no te imaginas. Creidísimo, en cada alto se peinaba con un cepillito muy acá que según él era de pelo de cochinilla tibetana o algo así, ya ves tú que esos cuates se la pasan presumiendo todo el tiempo. Decía que lo había comprado en París. No, si el chavo era de las poderosas. Traía sus guaruras atrás todo el tiempo, pero eso lo supe hasta después. Bueno, pues circulábamos y circulábamos y en ningún café o restorán cuco nos metíamos, y el cuate este traía una cara de lo más marciana... Tonces le dije óyeme qué te trais, ¿eh?, estás medio raro cuate, ¿vamos a tomar ese cofi o no?, ya me cansé de andar dando de vueltas y vueltas en tu nave, oye, ya chole, ¿no? Entonces me dijo, eso sí, sin voltear a verme siquiera, ¿te quieres dar un toque? Fíjate Lucio que yo a la mota ya le he llegado, porque quién no, ¿o no?, pero olvídate, no me cuachalanga, me pone como pazguata, risa y risa y sin poder ni hablar, y por eso no me gusta. A mí me gusta la platicadera, ¿no? Entonces le dije ay no. Él hizo una cara que bueno, y sacó un cigarrote y se puso a fumarlo, dando vueltas por el Pedregal, él se fumó todo el cigarro, todo todo todo se lo fumó, y hasta me dijo que yo era una bruta india pendeja que no sabía lo quera bueno, que ese cigarro era especial, quesque era colombiana y le llamaba bazuka o... bazofia o algo así... Bueno, después de siglos nos paramos en una casa del Pedregal, una casa inmensa, te juro que parecía el castillo de Chapul. Él nomás me dijo espérame orita vengo. Pues que se baja y ahí me dejó de mensa en el coche. El cabrón ni siquiera dejó puesta alguna cinta... Algo como que no me latió lo que se dice nada y pensé que era mejor largarme de ahí, ay, pero me ganó el cuelgue, la pinche hueva, y es que estábamos lejísimos de mi casa, hasta bien arriba del Pedregal, ya casi por el Periférico, y eso de ponerme a buscar camión por ahí... Creo que ni pasan... Total, de bruta me quedé. Bueno, el cuate este regresó después de siglos con otros cuatro cuates que traían chamarritas muy finas, camisetas padrísimas, pero también unas caras horribles de libidinosos marranos que nomás no las creías. Traían una botella de coñac, imagínate, y nomás se subieron a la nave empezaron a decir oye qué buenota está esta pinche criada que te ligaste, bueno, pa qué decirte todo lo que me dijeron: de india, naca, gata, no me bajaron. Y pa pronto a meterme mano. Ay qué horror, todos al mismo tiempo. Ni siquiera se esperaron tantito; ahí mismo, en el coche estacionado que comienzan a cachondearme por todos lados, y entonces sí me dio el puritito pánico, y empecé a gritar. Hit the road! dijeron, porque los mamones hablaban más en inglés que en español, y otro me soltó un mandarriazo deveras horrible que me hizo ver estrellitas... Bueno, pa no hacerte el cuento largo, me llevaron allá por arriba de Contreras y entre los cinco me hicieron hasta lo que no, por delante, por detrás, dos al mismo tiempo, todo eso... Yo primero dije que me iba a aguantar porque deveras tenía miedo, pensé que esos chavos fácil me mataban y me tiraban por ahí en alguna zanja de lo más quitados de la pena, y uno de ellos quería a toda costa que le chupara el culo, y eso sí como que nomás no, me puse a chillar y a tirar de patadas, entonces me agarraron entre todos, y el cuate ese se me montó encima, con las nalgotas espantosas encima de mi cara, con su cosa esa ahi colgando porque era el único al que nomás no se le paraba, y por eso quería que yo le chupara ahí y yo, digo, chance hasta lo hubiera hecho si todo hubiera sido bonito, pero así, pues no. Ya estaba que me moría del coraje, y entonces que le agarro una mordida pero deveras horrible en las nalgas, el cuate este empezó a chillar como loco, a sacudirse para desprenderse de mí, pero yo no lo solté, lo seguí mordiendo con toda mi alma a pesar de que todos los demás me daban de patadas por todas partes. Fue entonces cuando los niñitos mandaron llamar a los guaruras, que todo el tiempo nos habían seguido y yo no me había dado cuenta. Estos cuates llegaron, y me apachurraron los pezones tan tan duro que solté al que estaba mordiendo, así como entre sueños recuerdo que estaba sangrando feo y que se le veía la carne viva en varias partes, pero qué iba a poder ver yo con tanto madrazo que me dieron. Los guaruras les dijeron a los nenes que se fueran, quellos se iban a encargar de mí. Bueno, yo creí que me mataban, palabra, estaba segura que de ésa no salía, pero no: me dejaron ahí tirada yo creo que porque creyeron que ya estaba muerta, no sé cómo no me rompieron todos los huesos, bueno, lo que me hicieron, digo, lo que recuerdo, porque sé que inconsciente los guaruras le siguieron... Al día siguiente yo seguía ahí tirada en el campo, no me podía mover. Nomás veía el cielo y los árboles, y pensaba... No, no sé qué pensaba, nunca me había sentido así, lo único que recuerdo es que recé mucho, le pedí a Diosito que me sacara de ésa porque entonces sí me iba a portar bien y no iba a andar ligando con esos niños ricos asesinos. No aguantaba ni los dolores ni el friazo... Me acordaba de mi mamá, y de mi papá que se había muerto, y de mi hermanito Memo que lo atropellaron, porque yo lo quería muchísimo y éramos muy buenos cuates... Él era blanco blanco... Quién sabe a quién le sacó... Y todo se me hacía rarísimo, como si nunca antes hubiera visto los árboles o el cielo... Todo el cuerpo me dolía, y varias veces me desmayé, y, si no, estaba chille y chille, quién sabe cuánto tiempo, hasta que me encontró una familia que andaba por ahí de paseo, ¡madre mía santísima!, gritó la señora, ella me vio primero. Y antes de decirle nada a su marido y a los niñitos fue quien sabe a dónde y regresó y me tapó con un plástico bien cochino, porque a mí me habían dejado desnuda ahí en el campo... Bueno, me llevaron a mi casa, muy buenas gentes esos señores después de todo, bueno: el señor, porque la señora quería que me dejaran en la delegación de policía, mira viejo ahí nomás déjala afuera de la estación y nos vamos volados, decía, pero el marido dijo que no, que seguro me iba a ir peor con la chota, mejor me iba a llevar a mi casa, ay viejo pero es que esta muchacha ha de ser de las gánsteras, a nadie le hacen lo que a ella así como así, ¿y el día de campo, y el día de campo?, repetían los pinches escuintles, me odiaban los condenados porque les había echado a perder el paseo. Bueno, ¿qué crees?, por una vez en su vida mi mamá se portó a la altura: me bañó, me lavó las heridas, las desinfectó, les puso pomada de la Campana, porque ella cura todo con pomada de la Campana, y luego me vendó, me acostó, me hizo caldito de pollo, me trajo un sidral, pero me cobró el servicio, qué te crees, porque todo lo que se la pasaba diciéndole a las vecinas me lo soltó a mí cuando ya estuve en la cama. No le paró la boquita, de puta, perversa, ingrata, india tarada no me bajó. Y allí fue cuando yo pensé que todo me valía, que al carajo con la escuela, que me iba a conseguir una chamba y que me largaría de allí lo más pronto que se pudiera. ¿Sabes qué me gustaría? Me gustaría irme de la casa pero antes alivianarme con mi mamá. No creas, te juro que no la aguanto y que ahora la odio muchas más veces y más feo que antes, pero no me pasa la idea de que se quede sola, de que se vaya a chambiar a esa oficina espantosa y luego regrese al jonuco y no haya nadie. Me gustaría pagarle un viaje bien lejos de aquí, que se fuera a vivir a Tapachula o a Sonora, algo así, y que allí se zambuta todas las telenovelas y las series de televisión hasta que se petatee de tanta tele.


Con ciencia del seno. Te diré, para mí la primera menstruación fue algo tremendo porque mi pinche madre no me había dicho nada y yo era tan bruta que apenas había captado dos tres ondas entre las niñas, bueno, nomás menstrué y, zas, me cambió el cuerpo pero si casi de un día para otro. Antes de los catorce ya estaba hecha casi igual que ahora. Me quedé de a six porque yo antes era una chamaca flaca y tan fea que espantaba, me decían la Bruja Ágata, el Espanto, el Mostro de la Laguna Negra, Franqui, la Putita Fea, me decían la Chingada, fíjate qué ojetes, y no sé cuántas cosas más que me hacían chillar, sólo mi opacito me decía las cosas más lindas del mundo, pero luego mi papá se murió, justo cuando cambié y quedé llenita. Me di cuenta de volada porque todos me miraban de otra manera, sólo mi mamá me seguía diciendo que yo era horrible, un monstruo, que el bonito era Memo, y sí, estaba lindo mi hermano Memo, yo lo veía lindísimo.

Una vez íbamos de vacaciones a Acapulco, en camión, y Memo se fue conmigo, lo que puso fúrica a mi mamá, ya era bien de noche y yo ya me estaba durmiendo cuando que siento que Memo me tocaba. Primero muy suavecito, como para checar qué tan profundo dormía. Yo me hice la piedra, pero en realidad tampoco me podía mover, en un momento traté como de cambiar de posición, ¡y no me pude mover!, Memo me estaba acarician do los senos, yo sentía algo caliente caliente entre las piernas, húmedo, muy húmedo, un poco como cuando menstruaba porque, aquí entre nos, a mí la menstruación me pone cachorrísima. Bueno, yo tenía la piel chinita chinita, sentía riquísimo la mera verdad, luego él metió la mano debajo de mi falda, muy chingonamente hizo a un ladito el chon, me tocó el botoncito, que en mi caso es botonzote, ay qué cosas no me hizo con el dedo, también me alzó la blusa y me estuvo chupando los senos, pero no mucho, le daba cisca de que lo fuera a ver alguien, pero quién nos iba a ver, estaba oscurísimo, no se veía de tan negra que estaba la noche y todos estaban dormidotes. Ya estábamos cerca de Acapulco cuando, tatáááá, me vine. Por primera vez en mi vida. Cómo te lo podría explicar. Fue un venidón tan fuerte que no lo pude ocultar, me mordía los labios para no gritar y me sacudía como loca, mi hermano se pegó un sustazo primero y se hizo como el que estaba dormido. Yo llegué a Acapulco flotando. Allá en Acapulco, nada. Y cuando regresamos, tampoco, porque mi mamá terqueó para que Memo se fuera con ella, ¿tú crees?, prefería que yo viajara sola en el camión. Y luego, a la semana, lo atropellaron.

Bueno, fue horrible y todo eso yo lo sentí, deveras, me pegó durísimo, de repente me entraba algo raro, no sé cómo, una especie de aire helado, como que me daba cuenta de lo que iba a ser vivir sin mi papá y ahora sin él, solas mi mamá y yo. Realmente hasta ese momento me di cuenta. Pero, bueno, ésa es otra canción. Lo que sí es que yo quedé como alucinada con la calentura. Me prendía cuando se me quedaban viendo, y luego, en mi cuarto, cuando no estaba mi mamá, me desnudaba y me pasaba horas viéndome en el espejo, acostada, sentada, caminando, en cada postura, y haciéndome unas chaquetotas que olvídate, a veces hasta me desmayaba.

Bueno, a los quince años fui a una fiesta, ¿no?, y un chavo que por otra parte era bien pero bien bartolo, se me pegó de lo más rico al bailar, estábamos bailando con la luz bajita y yo cerré los ojos, todo era padrísimo y de repente, qué llamada de atención. Como si oyera el Himno. La cosa se le había puesto durísima, era impresionante, yo nunca había sentido eso, estaba mojada, mojada, como con cosquillitas dentro del vientre, algo que ardía. Nos fuimos a un cuartito de cachivaches que había atrás, y ahí mismo me desvirgó, y nomás porque yo estaba calientísima no lo maté ahí mismo, era un idiota, tarado increíble, torpe como él solo, era tan estúpido que yo casi me lo tuve que tirar, fue como si me masturbara de otra manera, cuando me la metió sentí que me partían de un mazazo, apenas me estaba recuperando cuando vi que el galán estaba chaca chaca bien metido, ya se iba a venir, y entonces no sé cómo lo caliente le ganó al dolor y a lo feo que era todo eso, y me vine padrísimo, sensacional, creo que hasta me puse a decir no sé qué cosas, hasta bizca quedé.


Por las orejas no. Nos besamos por primera vez en la calle. Entre la delicia de sus pechos y la sorpresa de su lengua que lamía las paredes de mi boca, fugazmente (un relámpago, un resplandor: un parpadeo) advertí que mi boca estaba acostumbrada a otra, fina y delgada; a otro aliento, otra presión, otro sabor: la boca de otro rostro que de ninguna manera era el accidentado, pedregoso, que se hallaba junto al mío. Pero fue más poderosa la fuerza de ese cuerpo maravilloso que cualquier nostalgia imprecisa, así es que nos fuimos, caminando, sin dejar de besarnos y acariciarnos; conforme avanzábamos por la avenida en la madrugada sentía que me hallaba suspendido en una embriaguez suave y deliciosa, una serpiente ondulada en mi espina dorsal.

De súbito me llegó una imagen, o más bien la instantánea recreación de una experiencia total: me vi cargando, en la oscuridad cerrada de la noche, el pequeño cuerpo calientito, dormidísimo, suelto, de un niño de cuatro años de edad; yo lo llevaba, lo acariciaba, lo deposité frente al excusado, cuya tapa levanté a ciegas. Le saqué su penecito, el cual, una vez fuera, soltó un chorro estrepitoso de orina, mientras yo sostenía el cuerpecito derrengado; después lo volví a cargar, al hombro casi, como costal, lo cual indicaba pericia en esas operaciones, y lo llevé a su cama, donde el niño siguió profundamente dormido. Yo, contemplándolo, pensé que cargar a ese niño en la madrugada era una experiencia sublime.

Esta visión, flash back revivido, no afectó la cachondez para nada. En las escaleras maltrechas del Gran Hotel Cosmos nos detuvimos hasta siete veces más. El contacto del cuerpo de la reina Consuelo era tan desquiciante, tan delectante, que me enervaba, me secaba la boca, me sacaba de la caja de bateo. Apenas abrí la puerta del 404 ella la empujó con fuerza. Ay Lucio, decía ella, la hemos pasado padre, padre, padre... Estaba feliz la condenada Queen Kong. Encendió el foco del techo, que no convirtió al cuarto en un recinto prodigioso, y luego fue a la ventana.

Yo no estaba para pláticas. Fui hacia ella y le repegué mi cuerpo por detrás: las manos en los senos, ay Dios, el pene bien paralizado palpitaba entre las nalgas. Estaba a punto de desvanecerme de placer. Ella, en cambio, dando traspiés se desprendió de mí, fue al ropero y lo abrió. ¡Cómo!, exclamó, ¡no tienes ropa! Sólo la que tengo puesta, repliqué. Pues quítatela a este ritmo. Se rió al ver la expresión que hice y añadió: no seas tonto Lucio, sólo quiero ver cómo me quedan tus pantalones, ¿sí? Con rapidez se quitó la ropa que llevaba adherida a la piel; me fascinó que esta reina Consuelo del Metro Parado no usara calzones. El triángulo púbico apareció, sedoso, ¡bravo!, y estuve a punto de echarme un clavado a la vieja gruta donde canta la sirena, pero ella me contuvo, con una risa ebria, y se quitó la blusita; al alzar los brazos los senos brotaron con duros estremecimientos. Tenía los pezones bien erectos. Chelito, no puede ser, me oí decir, no es correcto que estés tan buena mhija. Esto tiene que ser un sueño, agregué después, sonriendo, pues otro plano remoto dentro de mí sopesaba la posibilidad de que, en efecto, todo fuera un sueño, pero qué sueño en todo caso, pensé. Ella me bajaba los pantalones, semiarrodillada frente a mí; advirtió en el acto mi pene hinchado, impaciente, y, por encima del calzón lo recorrió suavemente y después le dio unas mordiditas juguetonas, ¡ah, esa muchacha era una artista!, alzó la cara: tenía los ojos vidriosos y una sonrisa de placidez, estaba pedísima, por supuesto, pero no perdía la elegancia, el total dominio de sí misma, una seguridad natural y fluida, que me hizo pensar, con los pantalones desplomados a los pies, que vivía un evento importante misterioso, que con mucho rebasaba lo cotidiano, representaba algo decisivo para mí no porque esta reina del metro fuera a meterse a caballazo limpio en mi vida; más bien (creí) significaba haber ingresado, sin saberlo del todo pero a la vez bien alerta, en otra zona de mí mismo, una terraza a la noche caliente que siempre está allí la culminación de escarpados ascensos: la terraza de la diosa negra. Pero también, e ignoraba por qué, pensaba que ese faje con reina Chelo implicaba una gran victoria sicológica para mí, pero ella ya se había puesto mis pantalones, metió las manos en los bolsillos, chaplinescamente, y se miró en el espejo. La holgura de mis pantalones resaltaba la soberbia majestuosidad de los pechos y la cintura. Me acerqué a ella, controlando los deseos de lengüetear su espalda, la parte trasera de la cintura. Te los regalo, le dije. ¿Los pantalones?, preguntó, ¿y tú qué te vas a poner? Me quitaba la camisa ahora. Y el chon. Mi miembro erecto llamó su atención y se lo metió en la boca. Yo caí en un pozo más profundo e interminable que el de Alicia, un ardor húmedo suavizaba y también acrecentaba la dureza del pene, que me dolía cada vez que trataba de estirarse aún más.

Nos abrazamos, desnudos, de pie, frente a frente, y algo ocurrió. Un definitivo y repentino cambio en nuestro estado de ánimo, fue como si de pronto cobráramos conciencia de que habíamos llegado a una euforia serena, una dulce y divertida solemnidad.

En la cama le besé los senos, pasé mi lengua por los pezones, apreté los conos perfectos, me alcé para restregar la verga en las montañas mágicas, pero la sed de su sexo era intolerable y hacia allí me fui, besando el vientre, la lengua en los vellos espumosos, los labios vaginales contenían un líquido espeso, una fibra de dulzura que transportaba, no era posible tal deleite, alcanzaba a pensar, con las manos bien adheridas a las nalgas, ni remotamente había tenido una experiencia parecida, ni siquiera con ese otro cuerpo que yo conocía y me era un completo misterio, siempre hay un momento, una grieta imperceptible en el tiempo, en que se cuela uno a espacios más altos y pasmantes. Tenía ganas de llorar de tanto placer, pero ella me dijo mi amor ahora déjame a mí gozarte un ratito.

Con suavidad nos dimos la vuelta y yo quedé bocarriba. ¡Te juro que su cara ya no me parecía horrenda sino adecuada, de hecho bellísima! Ella se tendió encima de mí, y se concentró en besarme con acuciosidad, de nuevo lamía con fuerza cada parte de mi boca, y aunque otra parte de mí seguía considerando que esos besos eran diferentísimos, que no tenían nada que ver con los de mi mujer, en ese momento estaba seguro de que yo tenía una mujer y que ella, sin la más mínima duda, me pertenecía, nos pertenecíamos, nos habíamos conformado el uno al otro; saberlo le daba otra dimensión a los quejidos melodiosos, las notas de Chelo, don’t make it my brown eyes blue, quien me besaba el cuello, las tetillas, y por suerte pasó a mi ombligo, siempre con los mismos quejidos elásticos, ondulantes, enervantes, apenas audibles. Ya había llegado a mi peneque y lo besó a todo lo largo de la columna, lamió los testículos y después se introdujo la mitad de la barra en la boca, con las manos prendió con seguridad la base y procedió a apretarla, a estirarla, a distenderla; como antes en la boca, la lengua lamía con fuerza el glande, la boca succionaba y a mí, te lo juro, se me iba la mente al amanecer allá afuera con sus nubes de colores encendidos sobre el viejo valle, una cavidad ardiente que masticaba el cuerpo con espumas casi sólidas, la dulzura de entregarse a la muerte de pliegues húmedos. Chelo Métrica volvió a besarme la boca, lo cual agradecí pues ya sentía el ruidoso advenimiento de un santo venidón; mis manos no se saciaban de acariciar y apretar esas tetas sublimes mientras, sin dejar de emitir sus quejiditos, ella me besaba con detenimiento, con una delectación morosa; yo no hallaba cómo asimilar esa maestría, la fuerza persistente, efervescente.

Di algo Lucio, me pidió, mirándome de pronto. Me pareció que sus ojos eran túneles telescópicos, espejos interminables, sorprendente túnel de reflejos infinitos; era bellísima esa reina, quién fue el estúpido que dijo que era fea, se había transfigurado y ahora, dueña de toda la creatividad y de toda la fuerza, desplegaba sus recursos.

Di algo, susurró.

Te amo, dije, maravillado; te amo, repetí, arrastrando, saboreando las palabras, que repentinamente estallaron en jugos de sabor de agonía húmeda; la Reina del Chelo se estremeció, chance hasta algún orgasmillo discreto le brotó; yo ya no pude resistir más, todo el tiempo me sentía la llama que eternamente está a punto de apagarse, la hice volverse y se la metí con lentitud, entre las burbujas de su sexo, en medio de un calor sofocante, intoxicante, en cada parte de mi pene que se deslizaba en la oscuridad apretada, húmeda, ardiente, ya estaba completamente dentro de ella y nos movimos despacito, como en oleadas perezosas, pero, conforme nuestras caderas bombeaban con creciente rapidez e intensidad, me repetía, y eso no me distraía, que mi cuerpo se hallaba herméticamente ajustado a otro, al que extrañaba con creciente viveza, mi cuerpo había creado un sello inexpugnable entre otra mujer y yo, alguien que se movía distinto, que no besaba con vigor casi profesional, cuyo cuerpo tenía otras líneas, otra consistencia, aroma, sabor, textura; era algo que, en ese momento, mientras más me intoxicaba la cogida con la reina, añoraba más que nunca y me volcaba en una sensación insoportable: yo no sabía quién era esa mujer tan próxima e inalcanzable, la cúspide del misterio, ni siquiera sabía su nombre (digámosle Aurora), ni dónde se hallaba en ese instante.

De cualquier manera, los orgasmos interminables, espectaculares, de Concielo me incitaban a erguirme y ver la cadencia de los pechos que contrapunteaba con los violentos pero sabios movimientos de las caderas; vente ya mi amor, me pidió, y apenas lo dijo cuando en mí se inició la desintegración, mi piel se erizó, un remolino espeso y viscoso se enrolló en torno a mi pene, y de pronto sobrevino un golpe de luz, una fuerza tan poderosa que me hizo gritar, mi cabeza penduleó, osciló, experimentaba un orgasmo trepidante, inmenso, interminable, yo alcanzaba a ser consciente de cómo se desintegraban las partículas de mi cuerpo, todo se desconectaba y a la vez se congregaba con el júbilo de la ola al amanecer; me desplomé finalmente sobre Chelo, mi cuerpo aún titilaba con emanaciones continuas de sensaciones efervescentes, negras; ella ronroneaba bajo de mí y yo me daba cuenta de que acababa de experimentar el orgasmo más intenso de mi vida y, sin embargo, no había eyaculado.

Ay Lucio, qué venidones, me dijo Chelo, tú te viniste increíble, ¿no?, pues sí, contesté, pero no eyaculé. ¿Cómo que no eyaculaste? Yo creí que sí. Pues no, pero de cualquier manera no me hizo falta. ¿Y no quieres eyacular? Sí, bueno, no sé... Los dos quedamos en un silencio intoxicado, hasta que salí de ella, con el pene bien erecto pero igualmente satisfecho; ella se acurrucó junto a mí, ay qué cosa más rica, dijo después de un largo silencio, ¿de veras no te viniste? Sí, sí me vine, no eyaculé, pero sí me vine perfecto, puta, creo que jamás había tenido un orgasmo tan violento. ¿Y quién te enseñó eso, tú? Las niñas te van a adorar, agregó, mientras tomaba mi miembro y lo acariciaba lentamente, con cachondez progresiva, oye, ¿y puedes eyacular? Claro, respondí, óyeme. Ella se había deslizado hacia abajo, metió el pene erectísimo en la boca y lo succionó y manipuló con tal maestría que en menos de un minuto eyaculé estruendosamente: arqueé la espalda en el aire de forma inverosímil, con movimientos pendulares, agónicos, de mi cabeza, oprimí la sábana como si de ella dependiera mi firmeza sobre la tierra. Finalmente caí, y cerré los ojos: algo me despeñó velozmente hacia una desconexión total, y cuando abrí los ojos de nuevo pensé que había estado muerto quién sabe cuánto tiempo.


Antenas. La recepción de las señales depende de la potencia y calidad de la transmisión, y de la posible interferencia de elementos exteriores (otras señales, motores, campos magnéticos, temperaturas extremas) o interiores (calentamiento, sobrecargas, cortoscircuitos, insuficiencia de poder). Por tanto, es necesario instalar antenas que recojan las ondas externas y resistan las condiciones de la intemperie. Hay tres tipos de antenas: parabólicas, aéreas e interiores. Las parabólicas están hechas de fibra de vidrio, de aluminio, y semejan luminosas telarañas circulares, urobóricas alas de murciélago. Recogen las ondas de los satélites y, con un receptor adecuado, pueden transmitir una gran cantidad de canales; sin embargo, la programación no varía mucho con la extrema cantidad. Un magnate de la televisión regaló cien estaciones perfectamente instaladas a otros tantos expertos en el medio. Al cabo de doce años mandó llamar a todos y les preguntó qué habían hecho con las estaciones. Yo la vendí, dijo uno y tuve ganancias de mil por ciento. Yo me uní a una gran cadena, respondió otro, trabajo con ellos. Yo la renté al gobierno, informó otro más. Así, los cien dieron cuenta de las estaciones. Todas funcionaban y todas, de una manera u otra, habían vuelto a pertenecer al magnate.

Las aéreas son las más comunes y se componen de elementos de aluminio que salen de un eje en forma de barra en lo alto de un largo tubo. Las hay de numerosos diseños y tamaños, pero predomina la forma de flecha. Sólo un tipo de antena corresponde al receptor y sólo ése debe emplearse. La orientación es esencial y, como en el caso de las parabólicas, son útiles los motores que permiten hacer girar la antena a control remoto hasta hallar el milímetro exacto en que la frecuencia se capta. Ambas antenas, parabólicas y aérea, conectan con el espacio exterior: una se abre a la posibilidad de recibir señales extrasatélites; parece broma pero en cualquier momento se puede colar una transmisión de origen indefinido; la otra recoge todo tipo de ondas que circulan en la baja atmósfera: la gama es inaudita (aunque, claro, siempre puede esquematizarse en grandes categorías) y las potencias varían: a veces hay que atenuarlas; otras, se deben incrementar. En todo caso, representan manifestaciones del entorno inmediato, ¿no se debe ser, entonces, cuidadoso en este respecto?

La antena interior usualmente está integrada al receptor. Capta transmisiones interiores y permite la comunicación con las demás estaciones que, agrupadas o independientes, operan en el área. Admite señales muy bajas como las que usualmente se emiten en casos de emergencias, alarmas, reabastecimiento o descargas peligrosas. Está expuesta al bloqueo o incluso a la inutilización causada por congestionamientos de elementos circunvecinos, a la serialización de una falla o a una suerte de atrofia por el enrarecimiento del aire, la escasa oxigenación. En todo caso, si las antenas fallan, Dios nos coja confesados: la operación es a ciegas y resulta casi inevitable un colapso generalizado e irreversible. La estación pierde su autonomía y es operada entonces por las poderosísimas cadenas que se expanden precisamente a causa de este tipo de percances desafortunados.