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Giovanni Verga

4 cuentos veristas




Selección,
traducción
y nota de
Guillermo Fernández


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Nota introductoria


Giovanni Verga nació el 2 de septiembre de 1840, en Catania, Sicilia. En ese mismo año nacen también Daudet y Zolá. La familia —acomodada, de origen noble y con tendencias liberales— era propietaria de casas y terrenos de labranza en Catania y en Vizzini, lugares en los cuales Verga vivió hasta 1865. A los diecisiete años de edad escribe su primera novela, Amore e patria, bajo la guía y estímulo de su profesor Antonio Abate, literato y patriota. En 1858 se inscribe en la Facultad de Leyes de la Universidad de Catania, misma que abandonaría el año siguiente para dedicarse al periodismo. En 1861 funda, con Nicolò Niceforo, el semanario político Roma degli italiani, de tendencias unitarias y antirregionalistas. A esa época pertenecen I carbonari della montagna y Sulle lagune. Dos novelas con temas patrióticos bien acogidos por la crítica.

En 1865 se establece en Florencia, animado por el éxito obtenido con Sulle lagune, publicada el año anterior por el periódico florentino Nuova Europa. Frecuenta los salones literarios de la capital toscana, donde conoce a los escritores Giovanni Patri, Aleardo Aleardi, Arnaldo Fusinato, al anarquista Mijail Bakunin y a Francesco Dall’ Ongaro. Entra en contacto con Luigi Capuana, con el cual pronto estrecha una amistad que durará toda una vida. Durante los siete años de estadía florentina escribe y publica Una peccatrice (1866) y Storia di una capinera, dos novelas “mundanas” y artificiosas.

En 1872 Verga cambia su residencia a Milán, que es ahora el centro artístico y literario de Italia. El éxito reciente de Storia di una capinera, tanto el público como la crítica, le abre las puertas del salón de la condesa Maffei, donde acuden regularmente los artistas y críticos más destacados. Allí conoce y entabla amistad con Arrigo Boito, Girolamo Rovetta, Federico de Roberto, Giuseppe Giacosa y con el periodista Eugenio Torelli-Vioillier, fundador del periódico Il corriere della sera. En la capital lombarda halla todo tipo de estímulos para dedicarse enteramente a la creación literaria, influido claramente por la novela psicológica francesa. Publica Eva, Tigre Real y Nedda en 1874; Eros, en 1875 y Primavera e altri racconti, en 1876. Al aparecer Nedda, Luigi Capuana —narrador y teórico del verismo, la versión italiana del naturalismo francés: señaló en una recensión que Verga había encontrado un “nuevo filón en la mina casi intacta de la narrativa italiana”. Efectivamente, ese “boceto siciliano” indica un giro de noventa grados en la obra de Verga, que le da la espalda a la temática y al tono del romanticismo decadente para adherirse al movimiento verista.

“El verismo, versión italiana del naturalismo, se aparta notablemente de las teorías de Zolá, y parece estar más directamente ligado al realismo manzoniano y a las lecciones de (Francesco) De Sanctis. El ambiente era distinto: mientras los franceses describían generalmente el mundo del proletariado parisino, los italianos —de Verga a Capuana, de la Serao a Di Giacomo, de Pascarella a D’annunzio, cada quien con resultados diversos, naturalmente— volvieron la mirada a la realidad regional, que era, incluso desde un punto de vista político-social, la más importante en aquel momento. Así, la fría objetividad se vio substituida por la “investigación” de la tierra natal, y el nostálgico embeleso de la infancia y el mundo primitivo ocupó el puesto del rigor científico.”

La gran etapa genial de Giovanni Verga llega cuando éste se vuelve a su tierra natal, a los “corazones sencillos”, a la civilización patriarcal de la Sicilia eterna, habitada por hombres con necesidades elementales, adoradores del hogar y del culto a los muertos. Sus personajes son ahora pescadores humildes, campesinos miserables y pastores, los verdaderos protagonistas de la inmutabilidad de la vida humana, inmersos en un mundo que se hallaba a un solo paso de la animalidad, de la absoluta esencialidad.

A esta época pertenecen Vita dei campi (1880); I Malavoglia (1881); Novelle rusticane y Per le vie, dos series de cuentos publicados en periódicos y revistas reunidos en volumen en 1883, así como también Mastro-don Gesualdo, que publicó en 1888. Exceptuando Per le vie, estas obras están consideradas como el más alto logro del verismo y de la narrativa verguiana, la cual halló en D.H Lawrence a su más apasionado traductor y divulgador en lengua inglesa. Éste aseguraba: “(Verga) Es el más grande novelista italiano después de Manzoni. Sin embargo, nadie le hace caso (...) Verga es un gran maestro del cuento. El libro Novelle rusticane y el volumen titulado Cavalleria rusticana (Vita dei Campi) contiene algunos de los mejores cuentos escritos en todo el mundo. En ellos hay unos tan breves y convincentes como los de Chejov. No obstante, nadie los lee. Son ‘demasiado deprimentes’, dicen. No deprimen ni la mitad de cuanto deprime Chejov. No entiendo el gusto del público.” Además de Mastro-don Gesualdo, Lawrence tradujo también, para una editorial norteamericana, Vita dei campi y Novelle rusticane.

Giovanni Verga deja Milán y va a establecerse definitivamente en Catania (1894), donde residiría hasta su muerte (1922), salvo algunas breves estadías en Milán y Roma. Un año antes el tribunal milanés había fallado a su favor, reconociéndolo como coautor de la ópera Cavalleria rusticana, ganando con ello el juicio entablado contra Mascagni y, de paso 143,000 liras. En Catania se llevó un encuentro entre Verga, Zolá y Capuana. Escribe cada vez menos. Regresando a su ciudad natal publica Don Candeloro e Ci, un libro de cuentos. En 1911 trabaja en la novela La Duchessa de Leyra, que debía continuar con el Ciclo dei vinti, de la que sólo escribió un capítulo que apareció póstumo en 1922. Dicho ciclo se había iniciado con I Malavoglia y Mastro-don Gesualdo. El último periodo creativo, tanto en la narrativa como en los dramas, carece ya del vigor genial de su época verista, inclinándose ahora hacia “la dorada mediocridad”, según la frase de Giacomo Debenedetti. No obstante, se le reconoce como el clásico en vida, maestro indiscutible al lado de Alessandro Manzoni. Con el advenimiento del crepuscularismo y el decadentismo la obra verista de Verga se eclipsa, para reaparecer con enorme fuerza inspiradora del movimiento neorrealista de la posguerra. Se reconoce su influjo en la obra temprana de D’Annunzio, en Pirendello, Grazia Deledda, Cesare Pavase y Pier Paolo Pasolini, entre otros. En 1948 Luchino Visconti filma La terra trema, película basada en I Malavoglia.

Giovanni Verga se resistió siempre a teorizar acerca de su obra. Que se sepa sólo una vez lo hizo, y podemos hallar ese testimonio en la extensa dedicatoria del cuento “L’amante de Gramigna”, dirigida a Salvatore Farina. Se transcribe íntegra en razón de su importancia:

Querido Farina: éste no es un cuento sino un simple borrador. Por lo menos tiene el mérito de ser breve y, tratándose de algo histórico —un documento humano como se dice ahora— interesante también para ti y para todos los que estudian el gran libro del corazón. Te lo cuento tal y como lo escuché en las veredas, más o menos con las mismas palabras sencillas y pintorescas de la narración popular, ya que tú preferirás hallarte cara a cara con el hecho escueto y desnudo en lugar de tener que buscarlo entre líneas, a través de la lente del autor. El simple hecho humano siempre hace pensar; siempre dará la eficacia de haber ocurrido, de las verdaderas lágrimas, de las fiebres y sensaciones que han pasado por la carne: el misterioso proceso por el cual se anudan, se entrelazan, maduran y se despliegan las pasiones en su camino subterráneo, en su ir y venir que a menudo aparece contradictorio, por mucho tiempo aún seguirá constituyendo la poderosa atracción de ese fenómeno psicológico que forma el argumento de una narración y que el análisis moderno procura ver ahora con escrúpulo científico. Hoy te cuento solamente el punto de partida y el final, que a ti te bastará, como algún día bastarán a todos.

Nosotros continuamos el proceso artístico al cual debemos tantos momentos gloriosos, pero con un método distinto, más minucioso e íntimo. Sacrificamos de buen grado el efecto de la catástrofe en nombre del desarrollo lógico, necesario, de las pasiones y los hechos, para hacer de ella algo menos imprevisto y dramático quizá, pero no menos fatal. Somos más modestos, si es que no más humildes. La demostración de este oscuro vínculo entre causa y efecto no será ciertamente menos útil para el arte del porvenir. ¿Se llegará algún día a un perfeccionamiento tal en el estudio de las pasiones que resulte inútil proseguir con el estudio del hombre interior? La ciencia del corazón humano, que será el fruto del nuevo arte, ¿desarrollará de tal modo todas las virtudes de la imaginación para que las novelas del porvenir traten únicamente de hechos diversos?

Cuando en la novela la afinidad y la cohesión de todas sus partes sea tan completa, que el proceso de la creación permanezca como un misterio, como el despliegue de las pasiones humanas; cuando la armonía de su forma sea tan perfecta, la sinceridad de su realidad tan evidente, su modo y su razón de ser tan necesarios, que la mano del artista quede absolutamente invisible, sólo entonces poseerá la impronta del acontecimiento real; la obra de arte aparecerá como algo que se ha hecho a sí mismo, que maduró y brotó espontáneamente como un hecho natural, sin guardar ningún punto de contacto con su autor, sin mancha alguna del pecado original.

 

Guillermo Fernández

 


 

 

Caballería rusticana


Turiddu Macca, el hijo de la señora Nunzia, al regresar después de haber cumplido con el servicio militar, se pavoneaba todos los domingos en la plaza, enfundando en su uniforme de artillero y luciendo su gorra roja, parecida a la del hombre que decía la buena ventura por medio de canarios. Las muchachas se lo comían con los ojos y cuando iban a misa, ocultando sus caras entre las chalinas, y los rapazuelos zumbaban como moscas a su alrededor. Trajo también una pipa con un rey a caballo que parecía vivo, y encendía los fósforos sobre la parte trasera de su pantalón, levantando una pierna, como si diera una patada. Sin embargo, Lola, la hija del hacendado Angelo, no se apareció en misa ni en los portales, puesto que se había comprometido ya con uno de Licodia, un carretero que tenía cuatro mulos de Sortino en su establo. Tan pronto como lo supo Turiddu, ¡santo diablote!, ¡quería sacárselas! Pero no hizo nada y sólo se desahogó cantando todas las canciones desdeñosas que sabía bajo el balcón de la Lola.

—¿No tiene nada que hacer Turiddu —decían los vecinos—, que se la pasa todas las noches cantando como gorriona solitaria?

Y al fin se topó con la Lola, que regresaba de la peregrinación a la Virgen del Peligro, y al mirarlo no se puso blanca ni roja, como si nada tuviera que ver con el asunto.

—¡Dichosos los ojos que la ven! —le dijo.

—Oh, compadre Turiddu; me han dicho que volvió a principios de este mes.

—A mí me han dicho muchas otras cosas —respondió él—. ¿Es cierto que piensa casarse con el amigo Alfio, el carretero?

—¡Si esa es la buena voluntad de Dios!

—¡La voluntad de Dios no es un estira y afloja! ¡Usted es convenenciera! Y la voluntad de Dios ha sido que yo volviera de tan lejos para encontrarme con tan buenas noticias, Lola.

El pobre hacía todo lo posible por portarse bien, pero la voz se le iba enronqueciendo. Caminaba tras la muchacha, y la borla de la gorra le bailaba aquí y allá, sobre los hombros. En el fondo, ella sufría mirándolo en aquel estado, pero carecía de ánimo para lisonjearlo con buenas palabras.

—Oiga, compadre Turiddu —le dijo al fin—; deje que alcance a mis compañeras. ¿Qué dirán en el pueblo si me ven con usted?

—Es justo no dar de qué hablar a la gente, sobre todo ahora que piensa casarse con el amigo Alfio, que tiene cuatro mulos en el establo. En cambio, mi madre, pobrecita, tuvo que vender nuestra mula baya y aquel pedazo de viña junto al camino real mientras anduve de soldado. Berta ya no podía hilar, y usted ya no se acuerda del tiempo en el que platicábamos desde las ventanas del patio, de cuando me regaló ese pañuelo, antes de que me fuera, en el que he llorado sabe Dios cuántas lágrimas al irme tan lejos, tanto, que hasta se perdía el nombre de nuestro pueblo. Adiós, Lola; hagamos de cuenta que llueve y aclara, y que nuestra amistad se acabó.

Lola se casó con el carretero. Los domingos se asomaba por el corredor, con las manos sobre el vientre, para que todos pudieran ver los gruesos anillos de oro que le había regalado su marido. Turiddu seguía pasando y pasando por el callejón, con la pipa en la boca y las manos en los bolsillos, fingiendo indiferencia y coqueteando con las muchachas; pero lo roía la idea de que el marido de Lola tuviera tanto dinero, de que ella fingiera no darse cuenta de él cuando pasaba.

Frente a la casa de Alfio estaba la de Cola el viñador, el cual era rico como un cerdo, se rumoreaba, y tenía una hija en su casa. Turiddu hizo hasta lo imposible hasta que logró ser guardia rural del viñador Cola, y comenzó a frecuentar esa casa y a decirle dulces palabras a la muchacha.

—¿Por qué no va a decirle estas cosas tan bonitas a la señora Lola? —respondía Santa.

—¡La señora Lola es una señorona! ¡La señora Lola se ha casado con un rey de corona!

—Yo no merezco a los reyes con corona.

—Usted vale más que cien Lolas, y conozco a alguien que dejaría de ver a la señora Lola y a su santo, porque existe usted, y la señora Lola no es digna de traerle los zapatos, no es digna.

—Cuando la zorra vio que la uvas estaban muy altas...

—Dijo: ¡qué bonita eres, uvita mía!

—¡Quieto con esas manos, compadre Turiddu!

—¿Tiene miedo de que me la coma?

—Ningún miedo a usted ni a su Dios.

—¡Vaya! ya sabemos que su mamá era de Licodia . ¡Qué sangre tan peleonera! ¡Ay, yo me la comería a usted con los ojos!

—Cómame pues con los ojos, que nunca haremos buenas migas. Suba acá ese manojo.

—Por usted subiría todita la casa, todita.

Ella, para no ruborizarse, le lanzó un raigón que traía bajo mano, y de puro milagro se lo asestó.

—Y dese prisa, que con los chismes nada se gana.

—Si fuera rico, me buscaría una mujer como usted, señora Santa.

—Yo no me casaré con un rey de corona, como la señora Lola, pero también tendré mi dote cuando Dios me conceda marido.

—¡Ya sabemos que usted es rica, ya sabemos!

—Si ya lo sabe, entonces apúrese, que mi papá no tarda en llegar y no quiero que me encuentre en el patio.

El papá empezaba a malhumorarse, pero la muchacha fingía no darse cuenta, pues la borla de la gorra le cosquilleaba en el corazón y no dejaba de bailarle frente a los ojos. Y como el papá lo puso de patitas en la calle, la hija le abrió la ventana y se pusieron a platicar todas las noches, y eran la comidilla de todo el vecindario.

—Estoy loco por ti —decía Turiddu —; por ti pierdo el sueño y el apetito.

—¡Chismes!

—Te comería como al pan, ¡te lo juro por la Virgen!

—¡Chismes!

—¡Te lo juro por mi honor!

—¡Ja, ja! ¡Sólo eso faltaba!

—Lola —que se ponía de todos los colores oyendo lo que decía noche tras noche, escondida detrás de una maceta—, le habló un día a Turiddu.

—¿Así que ya no se saluda a los viejos amigos, compadre Turiddu?

—¡Qué más quisiera yo! —suspiró el mocetón—. ¡Dichoso quien la saluda!

—Cuando tengas ganas de saludarme, pues venga que ya sabe dónde vivo.

Turiddu volvió a saludarla con tanta frecuencia, que Santa se apercibió de eso y le cerró la ventana en plenas narices. Los vecinos se lo mostraban con una sonrisa o con un movimiento de cabeza toda vez que pasaba el artillero. El marido de Lola andaba fuera por las ferias con sus mulas.

—El domingo voy a confesarme, pues esta noche soñé con uvas negras—dijo Lola.

—¡Olvídalo, olvídalo!— suplicaba Turiddu.

—No, y menos ahora que se acerca la Pascua; mi marido querrá saber por qué no he ido a confesarme.

—¡Ay! —murmuraba Santa, la hija del viñador Cola, mientras esperaba su turno arrodillada ante el confesionario en que Lola estaba lavando sus pecados—. ¡Por mi alma que no quiero mandarte a Roma a que hagas penitencia!

El compadre Alfio era uno de esos carreteros que llevan la gorra de lado, y cuándo oyó hablar de su mujer en semejante modo, cambió de color como si lo hubieran acuchillado.

—¡Santo diablote! —exclamó—. ¡Si no ha visto bien, le juro que no le dejaré ojos para llorar, a usted y a su parentela!

—No acostumbro llorar— repuso Santa—. No he llorado ni siquiera al ver entrar a Turiddu a la casa de su mujer por las noches.

—Está bien —respondió Alfio—. Muchas gracias.

Habiendo regresado el marido, Turiddu no andaba ya por el callejón durante el día, y se pasaba horas y horas en a hostería, con los amigos. La víspera de la Pascua tenía sobre la mesa un platón con salchichas. Al entrar el compadre Alfio, sólo con ver cómo le clavaba los ojos, Turiddu comprendió de qué cosa se trataba, y dejó el tenedor en su plato.

—¿En qué puedo servirle, compadre Alfio? —le dijo.

—Nada en especial compadre Turiddu. Hacía mucho que no lo veía, quisiera hablarle de lo que usted ya sabe.

Turiddu le alargó una copa, pero el compadre Alfio la esquivó con la mano. Entonces Turiddu se levantó y le dijo:

—Aquí estoy, compadre Alfio.

El carretero lo rodeó con sus brazos.

—Si quiere, mañana temprano no vemos en la nopalera de la Canziria, y hablamos de ese asunto compadre.

—Espéreme en el camino real al amanecer, y vamos juntos.

Con estas palabras intercambiaron el beso del desafío. Turiddu apretó con sus dientes la oreja del carretero, prometiéndole así que no faltaría.

Los amigos dejaron de comer las salchichas, calladitos, calladitos, y acompañaron a Turiddu hasta su casa. La señora Nunzia, pobrecita, todas las noches lo esperaba hasta muy tarde.

—Mamá —le dijo Turiddu—, ¿recuerda que cuando me fui de soldado usted creyó que nunca volvería? Déme un buen beso como entonces, porque mañana temprano me voy muy lejos.

Antes de que amaneciera tomó su navaja de muelle que tenía escondida bajo el heno desde que se fue de conscripto, y se puso en camino hacia la nopalera de la Canziria.

—¡Jesús, María y José! ¿Adónde va con tanta prisa? —lloriqueaba Lola, espantada mientras su marido se preparaba para salir.

—Voy aquí cerca —respondió el compadre Alfio—, pero para ti sería mejor que nunca volviera.

Lola, en camisón, rezaba al pie de la cama, apretando entre sus labios el rosario que le trajo de Tierra Santa el fraile Bernardino, y decía todas las avemarías de todas las cuentas.

—Compadre Alfio —comenzó a decir Turiddu después de haber caminado un buen trecho al lado de su compañero, quien guardaba silencio, con la gorra echada sobre los ojos—, como hay un Dios en el cielo, se que la culpa es mía, y que me dejaría matar. Pero antes de venir he visto a mi vieja que se levantaba para verme venir, con el pretexto de arreglar el gallinero, como si el corazón se lo dijera; y como hay un Dios en el cielo, voy a matarlo como un perro para no hacer llorar a mi viejita.

—Mucho mejor —respondió el compadre Alfio—, así nos daremos duro y parejo.

Ambos eran buenos cuchilleros. Turiddu tiró la primera cuchillada, y la asestó en un brazo; luego le tiró otra a la ingle.

—¡Ah! ¡De veras que trae la intención de matarme, compadre Turiddu! 

—Ya se lo dije. Después de haber visto a mi vieja en el gallinero no puedo apartarla de mi vista.

—¡Pues abra bien los ojos —le gritó el compadre Alfio—, que le voy a dar su merecido!

Como él estaba en guardia, todo encogido, cubriéndose con la mano izquierda la herida que le dolía, apoyando su codo en la tierra, rápidamente agarró un puñado de tierra y se lo arrojó a los ojos del adversario.

—¡Ah! —gritó Turiddu, cegado—. ¡Estoy perdido!

Y quería salvarse, dando desesperados saltos hacia atrás; pero el compadre Alfio le dio otra cuchillada en el estómago, y otra en la garganta.

—¡Y tres! Esta es por haberme adornado la casa. Ahora tu madre dejará en paz a las gallinas.

Turiddu se tambaleó aquí y allá, entre los nopales, luego cayó como un fardo. La sangre le borboteaba espumosa en la garganta, y ni siquiera pudo proferir: “¡Ay, madre mía!”

 


La loba
 

 

Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; era pálida, como si tuviera encima la malaria, y en esa palidez chicos ojotes y dos labios frescos y rojos, devoradores.

En la aldea la llamaban La Loba porque nunca se hartaba con nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar, sola, como perra roñosa, con el paso sospechoso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios colorados despulpaba a sus hijos y a sus maridos en un abrir y cerrar de ojos, y se los traía al trote con una sola mirada de satanás, como si estuvieran ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba jamás venía a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angelito de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella. La pobre Mariquita, tan buena muchacha, lloraba a escondidas porque era hija de La Loba y ninguno quería casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada como cualquier otra muchacha de la aldea. Una vez La Loba se enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sentir que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y sentir, mirándolo a los ojos, la sed que se siente en las horas calientes de junio en el fondo de las llanuras. Pero él seguía segando tranquilamente, viendo los montes y le decía:

—¿Qué le pasa, doña Pina?

En los campos inmensos, donde sólo restellaba el vuelo de los grillos, cuando el sol caía a plomo. La Loba hacinaba montón tras montón, gavilla sobre gavilla, sin cansarse jamás, sin erguirse un sólo momento, sin acercar sus labios a la garrafa a fin de no alejarse ni un instante de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de cuando en cuando:

—¿Qué quiere, doña Pina?

Una noche se lo dijo,mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban por el vasto campo negro:

—¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti!

—En cambio, yo quiero a su hija, que es soltera —respondió Nanni, riendo.

La Loba se llevó las manos a la cabeza, rascándose las sienes sin decir palabra, y se fue. No volvió a aparecerse en la era. Pero en octubre volvió a ver a Nanni, el mes en que se extrae el aceite, porque él trabajaba junto a su casa y el rechinar de la prensa no la dejaba dormir durante toda la noche.

—Toma el costal de aceitunas y ven conmigo —le dijo a la hija.

Nanni empujaba las aceitunas con una pala para que éstas cayeran bajo la muela, gritando “¡Arre!” a la mula, a fin de que no se detuviera.

—¿Quieres a mi hija Mariquita? —le preguntó doña Pina.

—¿Qué le va a dar usted a su hija Mariquita? —respondió Nanni.

—Tiene lo que le dejó su padre; además le doy mi casa. Amíme bastará con un rincón en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón.

—De ser así, ya hablaremos de eso en Navidad —dijo Nanni.

Nanni estaba totalmente sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar, y Mariquita no lo quería bajo ningún aspecto; pero su madre la agarró por los cabellos frente al fogón, y le dijo rechinando los dientes:

—¡O te casas con él o te mato!

La Loba estaba casi enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba en todas partes, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reír y sacaba el trajecito de la Virgen y se santiguaba. Mariquita se quedaba en la casa amamantando a los hijos, y su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquier hombre, a escardar, a escarbar, a arrear las bestias, a podar las parras, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andaban con la cabeza gacha y los hombres dormían de bruces al abrigo de los muros. En las horas que van de la víspera a la nona, en las cuales ninguna mujer es buena, La Loba era la única alma que se veía vagar por el campo, sobre los guijarros ardientes en los senderos, entre los rastrojos requemados en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se apesantaba en el horizonte.

—¡Despierta!— le dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, junto a un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos—. Despiértate, que te traigo vino para que te refresques la garganta.

—¡No! ¡No hay mujer buena entre las víspera y la nona! —sollozaba Nanni, hundiendo la cabeza entre las hierbas secas de la zanja, mesándose los cabellos—.

—¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era!

Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón. Pero La Loba volvió a la era muchas veces, y Nanni ya nada le dijo. Más aún, cuando tardaba en llegar, en las horas que van entre vísperas y nona, él iba a esperarla en lo más alto de la vereda blanca y desierta, con la frente bañada en sudor; y después volvía a mesarse los cabellos y a gritarle de nuevo:

—¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era!

Mariquita lloraba día y noche, y se le quedaba mirando a la madre con los ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo, pálida y muda.

—¡Malvada! —le decía—. ¡Madre malvada!

—¡Cállate!

—¡Ladrona! ¡Ladrona!

—¡Cállate!

—¡Voy a ir a la policía! ¡Voy a ir!

—¡Pues ve!

Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin miedo alguno y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora ella también amaba al marido que le dieron a la fuerza, sucio y embarrado de aceitunas puestas a fermentar.

El sargento mandó llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni solamente se arrancaba los cabellos y sollozaba.

No negó nada; pero tampoco intentó disculparse.

—¡Es la tentación! —decía—. ¡Es la tentación del infierno!

Se arrojó a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel.

—¡Por caridad, señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisión! ¡Nome deje volver a verla nunca! ¡Nunca!

—¡No! —respondió La Loba—. No tengo más que un rincón en la cocina para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy!

Poco después, una mula pateó a Nanni en el pecho, y estuvo moribundo; pero el párroco no quiso llevarle los santos óleos si La Loba no salía de la casa. La Loba se fue, y su yerno pudo prepararse entonces para irse también, como buen cristiano; se confesó y comulgó dando tantas muestras de contrición y arrepentimiento que todos los vecinos y curiosos lloraban frente a la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviera a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó.

—¡Déjeme en paz! —le decía a La Loba—. ¡Por caridad déjeme en paz! ¡Ya he visto a la muerte con mis propios ojos! La pobre Mariquita está desesperada.

—¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mí...

Y hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que cuando se clavaban en los suyos lo hacían sentir que perdía el alma y el cuerpo. Ya no sabía qué hacer para zafarse del hechizo. Mandó decir misas a las almas del Purgatorio, fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En Pascua fue a confesarse, lamiendo seis palos del atrio, delante de todos, como penitencia. Después, dado que La Loba continuaba incitándolo, le dijo:

—¡Óigame bien! ¡No se le ocurra venir a buscarme a la era! Porque si vuelve a buscarme, como hay un Dios en los cielos, ¡la mato!

—Mátame —respondió La Loba—, no me importa. Pero sin ti no quiero estar.

Cuando volvió a divisarla, a lo lejos, en medio del sembradío verde, dejó de escardar la viña y fue por el hacha que estaba clavada en un olmo. La Loba lo vio venir, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con el sol; pero no se detuvo, ni bajó los ojos, siguió caminando a su encuentro, llevando entre sus manos un manojo de amapolas rojas y comiéndoselo con la mirada de sus ojos negros.

—¡Ay! ¡Maldita sea su alma ! —murmuró Nanni. 

 

 


Rojo Malpelo



Se llamaba Malpelo porque era pelirrojo; y tenía el cabello rojo porque era un muchacho malo y malicioso, que prometía convertirse en la flor de la bellaquería. Por eso en la mina de arena roja todos lo llamaban Malpelo, y hasta su madre, oyendo que siempre lo llamaban de ese modo, casi había olvidado su nombre de pila.

Además, ella sólo lo veía los sábados por la noche, cuando él regresaba con unas cuántas monedas ganadas en la semana; y como era Malpelo, existía el temor de que se quedara con un par de ellas. La hermana mayor, por no errar, le hacía el recibo a pescozones.

Sin embargo, el patrón de la mina había confirmado que su ganancia había sido de tantas monedas y no más. A decir verdad eran demasiadas para Malpelo, un bribonzuelo que nadie hubiera querido ver enfrente, al que esquivaban como si fuera un perro roñoso, al que acariciaban a patadas cuando lo encontraban a tiro.

Era un caradura, torvo, gruñón y salvaje. A mediodía, mientras todos los trabajadores de la mina comían en corro su sopa o procuraban distraerse, él se arrinconaba con su canasta entre las piernas para roer un pedazo de pan descolorido, como las bestias, sus compañeras y todos lo azuzaban con apodos, le tiraban pedradas hasta que el capataz lo mandaba a trabajar de nuevo con una patada. Él embarnecía a patadas y dejaba que lo cargaran aún más que al burro gris, sin proferir queja alguna. Andaba siempre andrajoso y lleno de arena roja, pues su hermana se había casado ya y no tenía tiempo para asearlo los domingos. No obstante, era más conocido que la ruda en todo Monserrato y la Carvana, en modo tal, que la mina donde trabajaba la llamaba “la mina de Malpelo’’, lo cual molestaba sobremanera al patrón. En fin, lo dejaban trabajar allí por lástima y porque el maestro Misciu, su padre, había muerto en esa misma mina.

Murió un sábado, mientras quería terminar una faena tomada a destajo. Se trataba de una pilastra de arena que habían dejado anteriormente como sostén del tiro, y puesto que ya no servía, a ojo de buen cubero calculó con el patrón unas 35 o 40 carretillas de arena. Pero el maestro Misciu estuvo escarbando durante tres días y pensaba que no podría terminar el trabajo sino hasta el lunes a mediodía. Era un mal negocio, y sólo un palurdo como el maestro Misciu había podido dejarse fregar así por el patrón; precisamente por esto lo llamaban Misciu Bestia, y era el burro de carga de toda la mina. Al pobre diablo no le importaba lo que decían, con tal de ganarse el pan con sus dos brazos y de no buscar camorra con sus compañeros. Malpelo ponía mala cara, como si todos estos atropellos cayeran sobre sus propios hombros, y, a pesar de su corta edad, era capaz de lanzar miradas terribles que hacían decir a los otros:

—¡Cuidado, que tú no vas a morir en tu cama, como tu padre!

Pero tampoco su padre murió en su cama, con todo y ser una buena bestia. El Tío Mommu, el Derrengado, había dicho que él no escarbaría aquella pilastra ni por veinte onzas, por peligrosa; pero en las minas todo es peligroso, y si uno hace caso de todas las tonterías que se dicen será mejor hacerle al abogado.

Así pues, la noche de ese sábado el maestro Misciu seguía cavando la dichosa pilastra; hacía rato que habían llamado para el avemaría, y todos sus compañeros fumaban sus pipas, después de haberle dicho que siguiera rascando toda aquella arena por amor al patrón, y deseándole que no se topara con la muerte del topo. Él, acostumbrado a las burlas, no, les hizo caso, y respondió solamente con los “¡Ah ha!” de sus buenas paladas, mientras rezongaba:

—¡Esta para el pan ! ¡Esta para el vino! ¡Esta para la faldita de Nunziata!

¡De ese modo iba imaginando cómo gastaría las monedas que ganaría con su contrato de destajero!

Afuera de la mina el cielo hormigueaba de estrellas; abajo, la linterna humeaba y giraba como una devanadera. La gran pilastra roja, despanzurrada a golpes de pala, se retorcía y se doblaba en arco, como si tuviera dolor de estómago y dijera “¡Ay!”. Malpelo andaba escombrando el terreno, poniendo en un lugar seguro el azadón, el costal vacío y la garrafa de vino. El padre que lo quería bien, pobrecito, no dejaba de decirle:

—¡Hazte para allá!— o bien: ¡Ten cuidado! ¡Corre si ves caer piedritas o mucha arena roja!

De repente, ¡punf!, Malpelo, que se había vuelto para acomodar los fierros en la canasta, oyó un estruendo sordo como el que hace la arena traidora como cuando se despanzurra toda de pronto, y la luz se apagó.

Esa noche se hallaba en el teatro el ingeniero que dirigía las obras de la mina, y no hubiera cambiado su butaca por un trono cuando fueron a buscarlo a causa del papá de Malpelo, que se había topado con la muerte del topo. Todas la mujeres de Monserrato gritaban y se daban golpes de pecho anunciando la desgracia que le había tocado en suerte a la comadre Santa, pobre, la única que no dijo nada, pero que rechinaba los dientes como si tuviera la terciana. Cuando le contaron al ingeniero el cómo y el cuándo de la desgracia, que ésta había ocurrido tres horas antes y que el maestro Misciu Bestia ya debía estar en el Paraíso, se dirigió hacia la mina más que nada para aliviar su conciencia, y llegó con escalas y cuerda para hacer un hoyo en la arena. ¡Qué cuarenta carretillas ni qué nada! El Derrengado dijo que se necesitaba una semana para escombrar todo aquel montón de arena. Era una montaña de arena fina, requemada por la lava, que se mezclaría a mano con el doble de cal. Había de sobra para llenar carretillas y carretillas durante muchas semanas. ¡Qué buen negocio el del maestro Bestia!

Nadie hacía caso del muchacho que se arañaba la cara, gritando de veras como una bestia.

—¡Mira— dijo al fin uno—, es Malpelo! ¿De dónde salió? Cosa mala nunca muere...

Malpelo no respondía ni lloraba. Escarbaba con las uñas allá, tras el montón de arena, así que nadie había reparado en él; y cuando se acercaron a la luz, pudieron ver su rostro trastornado, con los ojos vidriosos y la boca llena de espuma, que daba miedo; las uñas desprendidas, le colgaban de las manos ensangrentadas. Mucho trabajo les costó apartarlo de allí, pues no pudiendo arañar más se puso a morder como perro rabioso, y tuvieron que agarrarlo de los cabellos y arrastrarlo por la fuerza.

Volvió a la mina después de algunos días, cuando la madre llorosa, lo llevó de la mano, pues ya se sabe que el pan no es fácil hallarlo en cualquier parte. Él no quiso ya alejarse de aquella galería, y escarbaba con encarnizamiento, como si cada canasta de arena se la quitara del pecho a su padre. Muy a menudo, mientras escarbaba, se detenía bruscamente, con la pala en alto, la cara torva y los ojos endemoniados, como si oyera algo que su diablo le murmuraba al oído, desde la otra parte de la montaña de arena desplomada. En esos días era más malo y sombrío que de costumbre, y en forma tal que casi no comía, dándole al perro su pan, como si éste no fuera un regalo de Dios. El perro lo quería bien, porque los perros no ven más que la mano que les da el pan, y los garrotazos, a veces. Pero el burro, pobre bestia, macilento y patituerto, soportaba todo el desahogo de la maldad de Malpelo; lo golpeaba despiadadamente con el mango de la pala, rezongando:

—¡Así reventarás más pronto!

Tras la muerte del padre parecía que el diablo había entrado en su cuerpo, trabajaba a la par de los búfalos feroces que hay que sujetar con el aro de hierro en la nariz. Sabiendo que era Malpelo, él se las arreglaba para hacerlo del peor modo posible, y si ocurría una desgracia —que un trabajador pedía herramienta, que un burro se rompía una pata o que caía un trecho de galería—, él era siempre el culpable. Y en efecto, él recibía los golpes sin protestar, como los burros que reciben los golpes y nomás doblan el lomo, pero que siguen haciendo lo mismo entercados. Con los demás muchachos era decididamente cruel, como si vengara con los débiles de todo el mal que creía que le habían hecho a él y a su padre. Hallaba un extraño deleite recordando uno por uno todos los maltratos y los vejámenes que hubo de sufrir su padre y por la manera en que lo dejaron reventar. Y cuando estaba a solas farfullaba: “¡Conmigo hacen lo mismo! ¡A mi padre le decían Bestia porque él no hacía lo mismo!” Y cuando pasaba el patrón lo acompañaba con la mirada torva: “¡Él tiene la culpa... por treinta y cinco tarjas!” Y otras veces a espaldas del Derrengado: “¡Él se carcajeaba también! ¡Yo lo oí esa misma noche!”

Por un refinamiento de malignidad parecía haber tomado bajo su protección a un pobre muchachillo que trabajaba en la mina desde hacía poco tiempo, el cual se había luxado el fémur al desplomarse un puente, y no podía seguir de peón. Cuando el pobre aún podía cargar la canasta de arena sobre su espalda, caminaba de tal modo que lo apodaron Renacuajo; pero trabajando bajo la tierra, Renacuajo o no, se ganaba su propio pan. Según cuenta, Malpelo le daba algo del suyo, para darse el gusto de tiranizarlo.

Lo atormentaba de mil maneras. Golpeándolo sin motivo y sin misericordia, y si Renacuajo no se defendía, le pegaba aún más fuerte, con mayor encarnizamiento, diciéndole:

—¡Bestia! ¡No seas bestia! ¡Si no tienes valor para defenderte de mí, que no te quiero mal, quiere decir que te dejarías pisotear la cara por cualquiera!

O si Renacuajo se limpiaba la sangre que le salía por boca y nariz, le decía:

—¡Del mismo modo con que te arderá el dolor de los golpes, aprenderás a darlos tú también!

Cuando arreaba un asno por la empinada subida de la galería y lo miraba clavar las pezuñas, exhausto, doblado bajo el peso de la carga, jadeante y con la mirada opaca, lo apaleaba sin piedad con el mango de la pala, y los golpes sonaban sordos sobre las patas y las costillas que estaban descubiertas. A veces la bestia respingaba al sentir los trancazos, pero luego, faltándole las fuerzas, se echaba sobre sus rodillas; había uno que, después de haber caído muchas veces, tenía llagas en las patas. Malpelo solía decir a Renacuajo:

—Al burro hay que pegarle, porque él no puede hacerlo; si pudiera pegar nos aplastaría bajo sus pezuñas y nos arrancaría la carne a mordidas.

O bien:

—Si te toca golpear, golpea lo más duro que puedas; así los otros te tomarán en cuenta y podrás quitarte de encima a unos cuantos.

Trabajaba encarnizadamente con el zapapico y la pala, como si odiara la arena, y al clavarlos apretaba los dientes, profiriendo el mismo ”¡ah ah!” de su padre.

—La arena es traidora— le decía a Renacuajo, en voz baja—; se parece a todos, que se aprovechan de tu debilidad para pisarte la cara, o si eres más fuerte, pero estás contra muchos, como le pasa al Derrengado, entonces no hay más remedio que rendirse. Mi padre golpeaba siempre, pero sólo golpeaba a la arena, por eso lo llamaban Bestia, y la arena se lo tragó a traición porque era más fuerte que él.

Todas las veces que Renacuajo tenía que hacer un trabajo demasiado duro, el muchacho lloraba como si fuera una niña, Malpelo le pegaba en la espalda gritándole:

—¡Cállate, pollito!

Y si Renacuajo seguía llorando, él le daba una mano diciéndole con cierto orgullo:

—Déjame a mí; yo soy más fuerte que tú.

O bien, le daba la mitad de su cebolla, conformándose con el pan seco y, alzando los hombros agregaba:

—Yo estoy acostumbrado.

Estaba acostumbrado a todo: a los pescozones, a las patadas, a los golpes con el mango de las palas y a los chicotazos; a las injurias y a las befas de todos; a dormir en las piedras, con los brazos y la espalda molidos por catorce horas de trabajo; acostumbrado también al ayuno, cuando el patrón le quitaba el pan y la sopa como castigo. Decía que el patrón jamás le quitaba la ración de golpes; claro, los golpes eran gratis. Pero nunca se quejaba; y se vengaba a hurtadillas, a traición, con maldades que parecían inspiradas por el mismo diablo: por eso él recibía todos los castigos, incluso cuando el culpable era otro. Si no era el culpable, era capaz de serlo, y nunca se disculpaba. Después de todo, hubiera sido inútil. Y algunas veces, cuando Renacuajo le suplicaba encarecidamente, llorando, que dijera la verdad, que se disculpara, el repetía:

—¿De que sirve? ¡Soy Malpelo!

Y nadie podía decir si la inclinación de su cabeza y el encogerse de hombros se debía a un fiero orgullo o a una resignación desesperada, si ello se debía a su tosquedad o a su timidez. Lo cierto es que ni su madre había recibido una caricia suya, y, por ende, jamás lo acariciaba.

Los sábados por la noche —tan pronto como llegaba con su cara manchada de pecas y arena roja, con aquellos trapos que le colgaban por todas partes— la hermana agarraba la escoba y lo sacudía a la entrada de la casa, pues podría ahuyentar al pretendiente si éste llegaba a ver con qué gente le tocaba emparentarse; la madre siempre estaba en algunas casas de las vecinas; así pues él iba y se acurrucaba en su jergón, como un perro enfermo. Por esto los domingos, día que todos los muchachos se ponían camisas limpias para ir a misa o para retozar en el patio, él parecía no tener otro pensamiento que el de vagabundear por las veredas de los huertos, cazando lagartijas y otras bestias que nunca le habían hecho daño, o a agujerar pencas de nopales. Por otro lado le molestaban las burlas y las piedras de los demás muchachos.

La viuda del maestro Misciu estaba desesperada de tener por hijo a tal bribón, como lo llamaban todos; él era una especie de esos perros que reciben toda clase de patadas y pedradas, y que a fuerza de recibirlas siempre escapan con la cola entre las patas todas las veces que se encuentran con un alma viva, y que andan hambreados, pelones y salvajes como lobos. Al menos bajo tierra, en la mina de arena, feo, sucio y andrajoso, ya nadie se burlaba de él, y parecía hecho adrede para ese oficio, incluso por el color de su cabello y sus ojos de gato que se deslumbraban cuando veía el sol. Igual a los burros que trabajan en las minas, durante años y años sin salir jamás de las galerías, donde el pozo del tiro cae a pico y por donde los bajan por sogas, quedándose abajo hasta el fin de sus días. Malpelo no valía más que cualquiera de esos burros, y si salía de la mina los sábados por la noche, era porque aún tenía fuerza para trepar por la cuerda y porque debía llevarle a la madre el sueldo de la semana.

Ciertamente hubiera querido ser peón, como Renacuajo, y trabajar cantando en los puentes, en lo alto, bajo el azul del cielo, sintiendo el sol en la espalda; o carretero, como el compadre Gaspare, que iba a cargar arena a la mina, bamboleándose adormilado sobre las redilas, con la pipa en la boca, yendo y viniendo todo el día por los hermosos caminos del campo. O mejor aún, hubiera querido ser labrador, pasar la vida en el verdor de los campos, bajo los frondosos algarrobos, con el mar azul al fondo y el canto de los pájaros sobre su cabeza. Pero ése había sido el oficio de su padre, y con ese oficio nació él. Y pensando en esto le contaba a Renacuajo acerca de la pilastra que aplastó a su padre, la que aún proveía de arena fina y requemada al carretero, el que andaba con la pipa en la boca, balaceándose sobre las redilas; le decía que cuando hubiera acabado de acarrear toda la arena encontrarían el cadáver del papá, el cual debía tener un pantalón de fustán casi nuevo. Renacuajo tenía miedo, pero él no. Él pensaba que siempre había estado allí, desde que era más chico, que estaba habituado a ver aquel hoyo negro que se prolongaba bajo tierra, donde el padre lo llevaba de la mano. Entonces extendía los brazos a diestra y siniestra, y describía cómo el intrincado laberinto de las galerías se ramificaba al infinito bajo sus pies, hasta donde podía verse el negro y desolado pedregal volcánico, manchado de retama chamuscada. Le contaba de todos los hombres que se quedaron adentro, aplastados o perdidos en la oscuridad, de los que caminan y caminan desde hace muchos años, sin poder divisar aún el tiro del pozo por donde entraron, sin poder oír los gritos desesperados de los hijos que los buscan inútilmente.

Un día, mientras llenaba unas cuantas canastas, apareció uno de los zapatos del maestro Misciu. Malpelo fue presa de tan intenso temblor que debieron sacarlo inmediatamente de la mina, amarrado a una soga, como a un burro a punto de estirar la pata. Pero no pudieron halar el pantalón casi nuevo ni los restos del maestro Misciu, aunque los conocedores afirmaron que ése debía ser el lugar preciso donde lo aplastó la pilastra. Un obrero, nuevo en el oficio, observaba curiosamente lo caprichosa que era la arena, que había jaloneado a Bestia aquí y allá, dejando los zapatos en un parte y los pies en otra.

Desde que hallaron el zapato, Malpelo sintió tal miedo de ver aparecer también el pie de su papá entre la arena, que se le acabaron las ganas de dar un golpe a la pala; el golpe se lo dieron a él en la cabeza. Se fue a trabajar a otra parte de la galería y ya no quiso volver a la zona del derrumbe. Dos o tres días después, descubrieron el cadáver del maestro Misciu, con el pantalón puesto y de bruces. El tío Mommu observó que debió de sufrir mucho antes de morir, porque la pilastra le había caído exactamente encima, sepultándolo vivo; que hasta era posible ver como el maestro Bestia había querido librarse instintivamente, escarbando en la arena, pues tenía las manos laceradas y la uñas rotas. “¡Igualito a su hijo Malpelo!” —repetía el Derrengado—. “Él escarbaba por aquí mientras su hijo escarbaba por allá”. Pero no le dijeron nada de esto al muchacho, conociéndolo tan maligno y vengativo.

El carretero se llevó el cadáver del maestro Misciu de la misma manera que se llevaba la arena o los burros muertos, pero esta vez, a pesar del hedor de los restos, se trataba de un compañero, de carne bautizada.

La viuda acortó el pantalón y la camisa, adaptándolos al tamaño de Malpelo, el cual casi estrenó ropa por primera vez en su vida. Solamente guardó los zapatos para cuando él creciera, puesto que no era posible achicarlos y porque el novio de la hermana no quiso ponerse los zapatos del muerto.

Malpelo se alisaba aquel pantalón de fustán casi nuevo, y le parecía tan liso y tan dulce como las manos de su padre cuando le acariciaba el cabello, aunque lo tuviera hirsuto y rasposo. Tenía los zapatos colgados en un clavo, arriba del jergón, como si hubieran sido las pantuflas del papá, y los domingos los descolgaba para lustrarlos y probárselos. Después los ponía en el suelo, uno al lado del otro, y se quedaba mirándolos con los codos en las rodillas y la cara entre la manos, horas y horas, rumiando sabe Dios que ideas en su cerebro.

¡Y vaya si tenía ideas extrañas! Al heredar el zapapico y la pala del padre empezó a usarlos, sin importarle que fueran muy pesados para su edad. Y cuando ofrecieron comprárselos, pagárselos como si fueran nuevos, él respondió que no. Su padre los había dejado con los mangos tan lisos y brillantes con el trabajo de sus manos; él jamás podría tener otros iguales aunque trabajara con ellos más de un siglo.

Por esos días murió de fatiga y vejez un burro gris. El carretero fue a tirarlo lejos del pedregal.

—Así es la vida —refunfuñaba Malpelo—; lo que ya no sirve hay que tirarlo lejos.

Iba a visitar los restos del gris, al fondo de un barranco, llevándose por la fuerza a Renacuajo, el cual no hubiera querido ir por ningún motivo. Malpelo le decía que en este mundo es necesario acostumbrarse a ver todas las cosas cara a cara, por hermosas o feas que puedan ser. Con la avidez curiosa de un bribón observaba a los perros que acudían de todas las granjas de los alrededores para disputarse la carne del gris. Al aparecer los muchachos, los perros escapaban aullando y merodeaban al borde del barranco, pero Rojo no dejaba que Renacuajo los ahuyentara a pedradas.

—¿Ves a esa perra negra —le decía— que no le teme a tus pedradas? No tiene miedo porque está más hambreada que los otros. ¿Le ves las costillas al gris? Ahora ya no sufre.

El asno gris estaba tranquilo, con las cuatro patas estiradas, dejando que los perros se solazaran vaciándole las cuencas profundas, royéndole los huesos blancos; los colmillos que desgarraban sus vísceras no eran capaces de hacerlo doblar el lomo, como cuando lo acariciaban a palos para sacarle las últimas fuerzas en la subida de los callejones empinados. ¡Así son las cosas! También el gris ha recibido golpes de pala y ha sufrido las mataduras; él también, cuando se doblaba bajo el peso de la carga o le faltaba el aliento para seguir adelante y lo arreaba a golpes, parecía decir con la mirada: “¡Ya no, ya no!” Ahora los perros le comen los ojos, y se ríe de los golpes y las mataduras con ese hocico descarnado, del que sólo quedaban lo dientes. Más le hubiera valido no haber nacido nunca.

El pedregal se extendía hasta donde alcanzaba la mirada, desierto y melancólico, negro y rugoso, bajando y subiendo en crestas y barrancos, sin un solo grillo o pájaro que cantara. Nada se oía; ni siquiera los golpes de zapapicos de quienes trabajaban bajo tierra y Malpelo seguía repitiendo que la tierra de abajo estaba hueca por tantas galerías que se ramificaban por doquier, hacia el monte y hacia el valle; tanto así que una vez entró a la mina un peón muy joven, y al salir tenía los cabellos blancos. Y de otro, al que se le apagó la vela, y estuvo pidiendo ayuda a gritos durante años.

—¡Sólo él oyó sus propios gritos! —decía Malpelo, y a pesar de tener un corazón más duro que el pedregal, poníase a temblar con esa sola idea.

—El patrón me mandaba muy seguido a lugares muy lejanos, adonde los demás tienen miedo de ir. Pero yo soy Malpelo, y si ya no regreso nadie me buscará.

A pesar de todo, las limpias estrellas brillaban también sobre el pedregal en las hermosas noches de verano, y el campo circundante era negro también como la lava. Malpelo, cansado de la larga jornada de trabajo, se tendía sobre un costal, con el rostro hacia el cielo, gozando de la quietud y de la alta luminaria. Por eso odiaba las noches de luna, en las cuales el mar hormigueaba de luces y el campo se dibujaba vagamente, haciendo que el pedregal aparezca más pobre y desolado.

—Para nosotros que hemos sido hechos para vivir bajo tierra —decía Malpelo—, siempre debería haber oscuridad en todas partes.

La lechuza chillaba en el pedregal, vagabundeando. Y Malpelo pensaba: “La lechuza también oye a los muertos que están aquí abajo, y anda desesperada porque no puede ir a buscarlos”.

A Renacuajo le daban miedo las lechuzas y los murciélagos. Malpelo lo regañaba, diciéndole que quien debe vivir solo no debe espantarse de nada; que ni siquiera el burro gris le tenía miedo a los perros que lo despedazaban, puesto que sus carnes ya no sentían ningún dolor.

—Estabas acostumbrado a trabajar en los tejados, como los gatos; eso no tiene chiste. Ahora te toca vivir bajo la tierra, como ratón, y es necesario que no le tengas miedo a los ratones ni a los murciélagos, que son ratones viejos con alas; esos se encuentran a gusto acompañando a los muertos.

En cambio, a Renacuajo le gustaba divagar acerca de lo que estaban haciendo las estrellas. Le contaba que allá, arriba estaba el paraíso, adonde van los muertos que fueron buenos y nunca disgustaron a sus padres.

—¿Quién te lo dijo? —preguntaba Malpelo, y Renacuajo respondía que se lo había dicho su mamá.
Entonces Malpelo se rascaba la cabeza y, sonriendo maliciosamente, le hacía una trompetilla.

—Tu madre dice eso porque tú deberías de traer faldas en lugar de pantalones.

Y agregaba después de meditar un poco:

—Mi padre era bueno, no le hacía mal a nadie, por eso lo llamaban Bestia. Y ahora está enterrado, dejándome las herramientas, los zapatos y este pantalón que llevo puesto.

Poco tiempo después Renacuajo, que se iba quedando en los huesos, cayó enfermo. Lo sacaron de la mina a lomo de burro y lo acostaron entre los canastos. La fiebre lo hacía temblar como un pollito mojado. Un peón dijo que el muchacho no haría huesos viejos en el oficio, que para trabajar en la mina, se nace, si no deja uno allí la zalea. Malpelo estaba orgulloso de haber nacido para ese oficio, de mantenerse tan sano y vigoroso en ese aire enrarecido, a pesar de todas las fatigas. Cargaba a Renacuajo sobre sus espaldas y lo animaba a su manera: con golpes y regaños.

Una vez que le dio un golpe en la espalda, Renacuajo comenzó a escupir sangre; espantado, Malpelo se puso inmediatamente a verle la nariz y la boca, jurando que no le había pegado muy fuerte; y para demostrárselo se golpeaba pecho y espalda con un piedra. De todos modos, un peón que estaba ahí presente le dio un patadón en la espalda, un patadón que retumbó como un tamborazo, sin embargo Malpelo ni se movió, y cuando el peón se fue, agregó:

—¿Ya ves? ¡No me ha hecho nada! ¡Y eso que él me pegó mucho más fuerte que yo, te lo juro!

Renacuajo no se aliviaba; tenía fiebre todos los días y seguía escupiendo sangre. Malpelo tomó dinero de la paga semanal para comprarle vino y sopa caliente, y le regaló su pantalón casi nuevo, para cubrirlo mejor. Pero Renacuajo continuaba tosiendo y algunas veces parecía que se ahogaba. Por las noches no había manera de evitar el temblor provocado por la fiebre, ni tapándolo con costales, ni poniéndolo cerca de la fogata. Malpelo estaba callado e inmóvil junto a él, con las manos en las rodillas y mirándolo fijamente, como si fuera a retratarlo, inclinándose hacia él. Cuando lo oía quejarse en voz baja, jadeante, con la mirada opaca, igualito que al burro gris cuando jadeaba extenuado bajo la carga al subir los callejones, comenzaba rezongar:

—¡Mejor revienta pronto! ¡Si vas a seguir sufriendo de ese modo, mejor revienta pronto!

El patrón dijo que Malpelo era capaz de aplastarle la cabeza a aquel muchacho, que era necesario no perderlo de vista.

Finalmente, un lunes Renacuajo no se presentó en la mina. El patrón se lavó las manos, porque el muchacho se había convertido en un verdadero estorbo. Malpelo preguntó dónde vivía y fue a visitarlo el sábado siguiente. El pobre Renacuajo ya estaba en las últimas; su madre lloraba y se desesperaba como si su hijo fuera de los que ganaban diez liras a la semana. 

Malpelo no comprendía la actitud de la madre y le preguntó a Renacuajo cuál era el motivo por el cual chillaba y hacía tanto escándalo, puesto que de dos meses atrás él ni siquiera ganaba ni lo que comía. El pobre Renacuajo no le hacía caso, y parecía ponerse a contar las vigas del techo. Entonces Rojo empezó a imaginar que la madre de Renacuajo lloraba porque su hijo siempre había sido débil y enfermizo, que lo estaba manteniendo como a uno de esos bebés que no se destetan jamás. En cambio, él era sano y robusto, era Malpelo; su madre nunca había derramado una lágrima por su causa, pues nunca había sentido el temor de perderlo.

Días después dijeron en la mina que Renacuajo había muerto. Se puso a pensar que la lechuza cantaba ahora también para él todas las noches y volvió a visitar los huesos descarnados del gris, al mismo barranco donde solían ir juntos. Del pobrecito gris, no quedaba más que un montón de huesos descoyuntados; pronto sucedería lo mismo con Renacuajo. Su madre dejaría de llorar, del mismo modo que la madre de Malpelo, quien volvió a casarse poco después de la muerte del maestro Misciu y se fue a vivir a Cifali con la hija casada. De ahora en adelante no le importaba a nadie si le pegaban o no, y mucho menos a él, pues algún día iba a estar como el gris o Renacuajo sin sentir ya nada.

Por ese tiempo entró a trabajar en la mina un tipo que nunca habían visto por esos rumbos, el cual se mantenía lo más apartado posible; los otros mineros aseguraban que se había escapado de la cárcel y que le echarían muchos años encima si llegaban a arrestarlo. Malpelo supo entonces que la prisión es un lugar al que van a parar los ladrones, los pillos como él, y que los encerraban ahí para mantenerlos vigilados.

Desde ese momento experimentó una malsana curiosidad por aquel hombre que sabía lo que era la cárcel y que se había escapado de ella. Sin embargo, semanas después el fugitivo declaró sin rodeos que ya estaba harto de esa vida de topos y que la cárcel, comparada con la mina era un paraíso, al cual pensaba volver por su propio pie.

—Entonces ¿por qué los mineros no hacen algo para ir a vivir a prisión? —preguntó Malpelo.

—Porque no son Malpelos como tú —le respondió el Derrengado—. ¡Allá irás a dar tarde o temprano, allá irás a dar con tus huesos!

Pero Malpelo entregó sus huesos en la mina, como su padre, aunque de otra manera. Se presentó un proyecto para explorar un pasaje que debía comunicar con el lado izquierdo del pozo grande, hacia el valle, y si la cosa salía bien, podían ahorrarse la mitad de mano de obra en el acarreo de la arena. De todas formas existía el peligro de perderse y no volver nunca. Ningún padre de familia quería aventurarse en tal proyecto ni hubiera permitido que lo hiciera alguien de su sangre aunque le hubieran dado todo el oro del mundo.

En cambio, Malpelo no contaba con nadie que se interesara por él, a pesar de que valía tanto: y pensaron en él. Al partir, recordó de nuevo al minero que se perdió en las galerías muchos años atrás, el que sigue camina y camina en la oscuridad, pidiendo auxilio, sin que nadie pueda oírlo. Pero no dijo nada, ¿de qué hubiera servido? Tomó las herramientas de su padre, el zapapico, la pala y la linterna; un costal con el pan y la garrafa de vino, y se marchó; nadie volvió a saber de él.

Así se perdieron los huesos de Malpelo. Los muchachos de la mina bajan la voz cuando hablan de él en las galerías, pues tienen miedo de verlo aparecer ante ellos, con sus cabellos rojos y los ojazos grises.

 

 


Los huérfanos
 


La pequeñita apareció en el umbral de la puerta, retorciendo entre los dedos la punta del delantal, y dijo:

—Ya vine.

Como nadie reparó en ella, se puso a ver tímidamente a cada una de las comadres que amasaban el pan, y agregó:

—Me dijeron que buscara a la comadre Sidora.

—Ven acá, ven acá —gritó la comadre Sidora, roja como un tomate por el calor del horno—. Espera y te hago una buena hogaza.

—Si han mandado a la niña quiere decir que le van a llevar los santos óleos a la comadre Nunzia —observó la Licodiana.

Una de las comadres que ayudaba a hacer el pan volteó hacia la niña, pero sin dejar de aporrear la masa sobre la artesa, con los brazos desnudos hasta los codos, y le preguntó:

—¿Cómo está tu madrastra?

La niña, que no conocía a esa comadre, la miró con sus ojos abiertos de par en par; luego, bajando de nuevo la cabeza y retorciendo más aprisa la punta del delantal, masculló en voz muy baja:

—Está en la cama.

—¿Pero no oís que está llegando el señor? —dijo la Licodiana—. Las vecinas ya están gritando en la puerta.

—Cuando acabe de hornear el pan —dijo la comadre Sidora— me voy corriendo para ver si necesitan algo. El compadre Meno pierde su mano derecha si se le muere esta otra mujer.

—Algunos no tienen suerte con las mujeres, como los que son desgraciados con las bestias. Las pierden tan pronto como las tienen. ¡Si no, ved a la comadre Ángela!

—Ayer en la noche —agregó la Licodiana— vi al compadre Meno en la puerta de su casa, regresando de la viña antes de que sonara el avemaría, sonándose con un pañuelo.

—Él tiene buena mano para matar a las mujeres —dijo la comadre que amasaba el pan—. ¡En menos de tres años se ha despachado ya a dos hijas del labriego Nino, una tras otra! Y falta poco para que se despache a la tercera, echándose al pico toda la fortuna del labriego Nino.

—¿Esta niña es hija de la comadre Nunzia o de la primera mujer?

—Es hija de la primera. A esta otra la quería como si fuera la verdadera madre, porque la huerfanita era también su sobrina.

Viendo que hablaban de ella, la pequeñita se puso a llorar quedito en un rincón, desahogando la pena que había reprimido jugueteando con el delantal.

—Ven acá, ven acá —le dijo la comadre Sidora—. Mira que buena hogaza. Ánimo, no llores, porque tu mamá ya está en el paraíso.

La niña se enjugó las lágrimas con los puños cerrados, pues la comadre Sidora estaba dando ya una mano para descargar el horno.

—¡Pobre de la comadre Nunzia! —llegó diciendo una vecina—. Acabo de ver pasar a los muerteros.

—¡Jesús, María y José! —exclamaron las comadres persignándose.

La comadre Sidora sacó del horno la hogaza, y quitándole la ceniza, la puso en el mandil de la niña; ésta se dirigió paso a paso hacia la puerta, soplando sobre el pan.

—¿Adónde vas? —le gritó la comadre Sidora—. Quédate donde estás. En tu casa está el chamuco de cara negra el que se lleva a la gente.

La huerfanita la escuchó muy seria, con los ojos desmesuradamente abiertos. Luego dijo con la misma cantinela testaruda:

—Se la llevo a mi mamá.

—Tu mamá murió —dijo una de las vecinas—. Quédate donde estás. Cómete tu pan.

La pequeñita se sentó en el escalón de la puerta, muy triste, con la hogaza entre las manos sin tocarla.

De repente, viendo que llegaba su padre, se levantó rápidamente para ir a su encuentro. El padre Meno entró sin decir nada y fue sentarse a un rincón, con los brazos inertes entre las piernas, la cara larga y los labios blancos como el papel, pues desde el día anterior no había probado bocado por la aflicción. Miraba a las comadres como diciendo: “¡Pobre de mí!”.

Las mujeres viendo el pañuelo negro alrededor del cuello, lo rodeaban en círculo, con las manos llenas de harina, compadeciéndose de él.

—¡No me diga nada, comadre Sidora —repetía, meneando la cabeza—. ¡Es una espina que se clavó en mi corazón! ¡Esa mujer era una santa! ¡No me la merecía! Ayer mismo, estando tan mal, se levantó de la cama para ir a cuidar al potrillo destetado. Y no quería llamar al médico para no gastar en medicinas. No vuelvo a encontrar una mujer como ella. ¡En serio! ¡Dejadme llorar, pues tengo razón para hacerlo!

Y seguía meneando la cabeza y suspirando, como si su desgracia lo aplastara.

—Si quiere tener otra mujer, no tiene más que buscarla —dijo la Licodiana, queriendo animarlo.

—¡No, no! —decía el compadre Meno con la cabeza agachada como si fuera un mulo—. Una mujer así no me la hallo. ¡Ahora sí que me he quedado viudo! ¡De veras!

Lo interrumpió la comadre Sidora:

—No diga disparates, pues no está bien. Debe hallar otra mujer, al menos por respeto hacia esta huerfanita; de no ser así, ¡quién va a cuidarla cuando usted ande en el campo! ¿Acaso quiere dejarla en la calle?

—¡Buscadme a una mujer como aquélla! La que no se lavaba a fin de no ensuciar el agua; la que me atendía mejor que un peón; tan cariñosa y fiel, que jamás me habría robado un puñado de habas; la que nunca abría la boca para decir “¡dame!” Y además de todo esto ¡una buena dote con mucha plata! Ahora tengo que devolverla, dado que no tuvimos hijos. Me lo acaba de decir el sacristán cuando llegó con el agua bendita. ¡Y cuánto quería a esta pequeñita, pues le recordaba a su pobre hermana! Cualquiera otra que no hubiera sido su tía me la habría visto con malos ojos a mi pobre pequeñita.

—Si se casa con la tercera hija del compadre Nino todo queda arreglado, ya que así ve por la huérfana y conserva su dote —observó la Licodiana.

—Es lo que digo. Pero no me lo recordéis, que todavía tengo la boca amarga como hiel.

—No son cosas para hablar ahora —lo apoyó la comadre Sidora—. Mejor coma algo, compadre Meno.

La comadre Sidora le puso sobre un banco pan caliente, aceitunas negras, un pedazo de queso de oveja y la garrafa de vino. Y el pobre comenzó a comer de mala gana, murmurando tristemente:

—¡Qué buen pan hacía aquella santa, como nadie! —comentó enternecido—. ¡Hasta parecía de flor de harina! Y con un puñado de hinojos silvestres preparaba una minestra como para chuparse los dedos. Ahora voy a tener que comprar el pan en la tienda del maestro Paddo, ese sinvergüenza. Ya no tomaré las minestras calientes cuando vuelva a casa empapado como un pollito. Ahora me iré a la cama con el estómago frío. La otra noche mientras estaba sentado junto a la cama, muerto de cansancio después de haber estado zapando todo el día, tan cansado que podía oír mis propios ronquidos, la santa mujer me decía: “Ve a comer algo de minestra; la encontrarás junto al fogón”. Siempre se preocupaba por mí, por la casa, por lo que tenía que hacer, de esto y aquello, que no acababa nunca de hablar y de hacerme todas las recomendaciones como cuando alguien parte hacia un lugar muy lejano; hasta dormida seguía dándome consejos. ¡Y se fue contenta al otro mundo, con el crucifijo en el pecho y las manos juntas encima! Esa santa no necesita de misas y rosarios. Darle dinero al cura sería como tirarlo a la calle.

—¡Mundo de sufrimientos! —exclamó una vecina—. También a la comadre Ángela, la de aquí junto, se le está muriendo el burro de torzón.

—¡Mi sufrimiento es más grande! —agregó el compadre Meno, limpiándose la boca con el revés de la mano—. No, por favor, no me hagáis comer más porque los bocados me caen en el estómago como si fueran de plomo. Mejor come tú pobre inocente que nada comprendes. Ya no tienes quién te bañe ni te peine. Ya no tienes mamá que te cobije bajo las alas como una clueca, ahora estás tan sola como yo. ¡Nunca volverás a tener una madrastra tan buena como aquélla, mi hijita!

La niña, enternecida, volvió a hacer pucheros, tapándose la cara con los puños cerrados.

—No, no; es lo menos que debe hacer —repetía la comadre Sidora—. Necesita encontrar a otra mujer que se haga cargo de esta huerfanita que se ha quedado en la calle.

—¿Y cómo estoy yo? ¿Y mi potrillo, y mi casa? ¿Quién va cuidar ahora las gallinas? ¡Déjeme llorar, comadre Sidora! ¡Mejor me hubiera muerto yo en lugar de esa santa!

—¡Cállese, porque no sabe lo que dice! Usted no sabe lo que es una casa cuando falta un hombre.

—¡Tiene razón! —asintió el compadre Meno, reconfortado.

—Póngase a pensar en la pobre comadre Ángela. ¡Primero se le muere el marido, luego el hijo mayor, y ahora se le está muriendo el burro!

—Hay que hacerle una sangría si tiene torzón —dijo el compadre Meno.

—Venga usted, que entiende de esas cosas —dijo una de las vecinas—. Hará una obra de caridad a nombre de su mujer.

El compadre Meno se levantó para ir a la casa de la comadre Ángela, con la huerfanita que corría detrás de él como un pollito ahora que no tenía a nadie en el mundo. Como buena ama de casa, la comadre Sidora le preguntó:

—¿Y la casa? ¿Quién la está cuidando ahora que no hay nadie?

—La cerré con llave. Enfrente vive la prima Alfia, quien le está echando un ojo.

El burro de la comadre Ángela estaba tendido en medio del corral, con el hocico, frío y las orejas gachas, pataleando al aire cuando el torzón le contraía los ijares como un fuelle. La viuda estaba sentada enfrente, sobre las piedras, con las manos sobre los cabellos grises, mirando con sus ojos secos y desesperados, pálida como una muerta.

El compadre Meno se puso a caminar alrededor de la bestia, tocándole las orejas, observando los ojos opacos, y cuando vio que le escurría sangre de un ijar, negra y gota a gota, engrumándose encima de los pelos hirsutos, le preguntó:

—¿Ya la sangraron?

La viuda lo miró a la cara, clavándole los ojos foscos, sin decir palabra asintiendo con un movimiento de cabeza.

—Entonces no hay nada que hacer —concluyó el compadre Meno, y estuvo mirando al burro que se estiraba sobre las piedras, rígido, con la pelambre enmarañada como si fuera la de un gato muerto.

—¡Hágase la voluntad de Dios, hermana! —le dijo para consolarla—. ¡Los dos estamos arruinados!

Se sentó en las piedras, junto a la viuda, con la chiquilla entre las piernas, y estuvieron mirando a la bestia que coceaba al aire de vez en cuando, como si se tratara de un hombre moribundo.

Cuando la comadre Sidora acabó de hornear el pan llegó al corral, acompañada de la prima Alfia, quien se había puesto el vestido nuevo y una pañoleta de seda en la cabeza, con la intención de platicar. Llevando aparte al compadre Meno, le dijo:

—El compadre Nino no le va a dar la otra hija, pues por lo visto a usted se le mueren las mujeres como moscas, y con eso perderá la dote. Además, Santa es todavía muy joven y existe el peligro de que le llene la casa de hijos.

—Si salieran machos, menos mal. ¡El lío son las hembras! ¡Ay, pobre de mí!

—La prima Alfia estaría dispuesta. Ya no es tan joven y tiene lo suyo: la casa y un buen pedazo de viña.

El compadre Meno miró de reojo a la prima Alfia —la cual fingía que estaba viendo el burro, con las manos enlazadas en el vientre—, y volviéndose a la comadre Sidora, respondió:

—Si es así, ya hablaremos del asunto. ¡Ay, pobre de mí!

La comadre Sidora lo interrumpió:

—¡Mejor póngase a pensar en aquellos que son más desgraciados que usted! ¡Piénselo bien!

—¡Le aseguro que no los hay! ¡Dónde voy a encontrar a una mujer como ella! ¡Jamás la olvidaré, aunque vuelva a casarme diez veces! Esa pobre huerfanita tampoco la olvidará.

—Poco a poco la olvidará. La niña también la olvidará.

—¿Acaso no se olvidó de su verdadera madre? Mire en cambio a la vecina Ángela... ¡Ahora se le muere el burro! ¡Esto es todo lo que tiene! Ella sí que no lo olvidará nunca.

La prima Alfia comprendió que había llegado la hora de acercarse, con cara triste, y comenzó a elogiar las virtudes de la muerta. Ella había preparando el cadáver en el ataúd, cubriéndole el rostro con un pañuelo de tela muy fina. Además la prima Alfia tenía blanquería de sobra. El compadre Meno, enternecido, volteó hacia donde estaba la vecina Ángela, la cual seguía inmóvil, como si fuera de piedra, y le dijo:

—¿Qué espera para desollar al burro? Por lo menos va a ganar algo con la zalea.