Material de Lectura

Rojo Malpelo



Se llamaba Malpelo porque era pelirrojo; y tenía el cabello rojo porque era un muchacho malo y malicioso, que prometía convertirse en la flor de la bellaquería. Por eso en la mina de arena roja todos lo llamaban Malpelo, y hasta su madre, oyendo que siempre lo llamaban de ese modo, casi había olvidado su nombre de pila.

Además, ella sólo lo veía los sábados por la noche, cuando él regresaba con unas cuántas monedas ganadas en la semana; y como era Malpelo, existía el temor de que se quedara con un par de ellas. La hermana mayor, por no errar, le hacía el recibo a pescozones.

Sin embargo, el patrón de la mina había confirmado que su ganancia había sido de tantas monedas y no más. A decir verdad eran demasiadas para Malpelo, un bribonzuelo que nadie hubiera querido ver enfrente, al que esquivaban como si fuera un perro roñoso, al que acariciaban a patadas cuando lo encontraban a tiro.

Era un caradura, torvo, gruñón y salvaje. A mediodía, mientras todos los trabajadores de la mina comían en corro su sopa o procuraban distraerse, él se arrinconaba con su canasta entre las piernas para roer un pedazo de pan descolorido, como las bestias, sus compañeras y todos lo azuzaban con apodos, le tiraban pedradas hasta que el capataz lo mandaba a trabajar de nuevo con una patada. Él embarnecía a patadas y dejaba que lo cargaran aún más que al burro gris, sin proferir queja alguna. Andaba siempre andrajoso y lleno de arena roja, pues su hermana se había casado ya y no tenía tiempo para asearlo los domingos. No obstante, era más conocido que la ruda en todo Monserrato y la Carvana, en modo tal, que la mina donde trabajaba la llamaba “la mina de Malpelo’’, lo cual molestaba sobremanera al patrón. En fin, lo dejaban trabajar allí por lástima y porque el maestro Misciu, su padre, había muerto en esa misma mina.

Murió un sábado, mientras quería terminar una faena tomada a destajo. Se trataba de una pilastra de arena que habían dejado anteriormente como sostén del tiro, y puesto que ya no servía, a ojo de buen cubero calculó con el patrón unas 35 o 40 carretillas de arena. Pero el maestro Misciu estuvo escarbando durante tres días y pensaba que no podría terminar el trabajo sino hasta el lunes a mediodía. Era un mal negocio, y sólo un palurdo como el maestro Misciu había podido dejarse fregar así por el patrón; precisamente por esto lo llamaban Misciu Bestia, y era el burro de carga de toda la mina. Al pobre diablo no le importaba lo que decían, con tal de ganarse el pan con sus dos brazos y de no buscar camorra con sus compañeros. Malpelo ponía mala cara, como si todos estos atropellos cayeran sobre sus propios hombros, y, a pesar de su corta edad, era capaz de lanzar miradas terribles que hacían decir a los otros:

—¡Cuidado, que tú no vas a morir en tu cama, como tu padre!

Pero tampoco su padre murió en su cama, con todo y ser una buena bestia. El Tío Mommu, el Derrengado, había dicho que él no escarbaría aquella pilastra ni por veinte onzas, por peligrosa; pero en las minas todo es peligroso, y si uno hace caso de todas las tonterías que se dicen será mejor hacerle al abogado.

Así pues, la noche de ese sábado el maestro Misciu seguía cavando la dichosa pilastra; hacía rato que habían llamado para el avemaría, y todos sus compañeros fumaban sus pipas, después de haberle dicho que siguiera rascando toda aquella arena por amor al patrón, y deseándole que no se topara con la muerte del topo. Él, acostumbrado a las burlas, no, les hizo caso, y respondió solamente con los “¡Ah ha!” de sus buenas paladas, mientras rezongaba:

—¡Esta para el pan ! ¡Esta para el vino! ¡Esta para la faldita de Nunziata!

¡De ese modo iba imaginando cómo gastaría las monedas que ganaría con su contrato de destajero!

Afuera de la mina el cielo hormigueaba de estrellas; abajo, la linterna humeaba y giraba como una devanadera. La gran pilastra roja, despanzurrada a golpes de pala, se retorcía y se doblaba en arco, como si tuviera dolor de estómago y dijera “¡Ay!”. Malpelo andaba escombrando el terreno, poniendo en un lugar seguro el azadón, el costal vacío y la garrafa de vino. El padre que lo quería bien, pobrecito, no dejaba de decirle:

—¡Hazte para allá!— o bien: ¡Ten cuidado! ¡Corre si ves caer piedritas o mucha arena roja!

De repente, ¡punf!, Malpelo, que se había vuelto para acomodar los fierros en la canasta, oyó un estruendo sordo como el que hace la arena traidora como cuando se despanzurra toda de pronto, y la luz se apagó.

Esa noche se hallaba en el teatro el ingeniero que dirigía las obras de la mina, y no hubiera cambiado su butaca por un trono cuando fueron a buscarlo a causa del papá de Malpelo, que se había topado con la muerte del topo. Todas la mujeres de Monserrato gritaban y se daban golpes de pecho anunciando la desgracia que le había tocado en suerte a la comadre Santa, pobre, la única que no dijo nada, pero que rechinaba los dientes como si tuviera la terciana. Cuando le contaron al ingeniero el cómo y el cuándo de la desgracia, que ésta había ocurrido tres horas antes y que el maestro Misciu Bestia ya debía estar en el Paraíso, se dirigió hacia la mina más que nada para aliviar su conciencia, y llegó con escalas y cuerda para hacer un hoyo en la arena. ¡Qué cuarenta carretillas ni qué nada! El Derrengado dijo que se necesitaba una semana para escombrar todo aquel montón de arena. Era una montaña de arena fina, requemada por la lava, que se mezclaría a mano con el doble de cal. Había de sobra para llenar carretillas y carretillas durante muchas semanas. ¡Qué buen negocio el del maestro Bestia!

Nadie hacía caso del muchacho que se arañaba la cara, gritando de veras como una bestia.

—¡Mira— dijo al fin uno—, es Malpelo! ¿De dónde salió? Cosa mala nunca muere...

Malpelo no respondía ni lloraba. Escarbaba con las uñas allá, tras el montón de arena, así que nadie había reparado en él; y cuando se acercaron a la luz, pudieron ver su rostro trastornado, con los ojos vidriosos y la boca llena de espuma, que daba miedo; las uñas desprendidas, le colgaban de las manos ensangrentadas. Mucho trabajo les costó apartarlo de allí, pues no pudiendo arañar más se puso a morder como perro rabioso, y tuvieron que agarrarlo de los cabellos y arrastrarlo por la fuerza.

Volvió a la mina después de algunos días, cuando la madre llorosa, lo llevó de la mano, pues ya se sabe que el pan no es fácil hallarlo en cualquier parte. Él no quiso ya alejarse de aquella galería, y escarbaba con encarnizamiento, como si cada canasta de arena se la quitara del pecho a su padre. Muy a menudo, mientras escarbaba, se detenía bruscamente, con la pala en alto, la cara torva y los ojos endemoniados, como si oyera algo que su diablo le murmuraba al oído, desde la otra parte de la montaña de arena desplomada. En esos días era más malo y sombrío que de costumbre, y en forma tal que casi no comía, dándole al perro su pan, como si éste no fuera un regalo de Dios. El perro lo quería bien, porque los perros no ven más que la mano que les da el pan, y los garrotazos, a veces. Pero el burro, pobre bestia, macilento y patituerto, soportaba todo el desahogo de la maldad de Malpelo; lo golpeaba despiadadamente con el mango de la pala, rezongando:

—¡Así reventarás más pronto!

Tras la muerte del padre parecía que el diablo había entrado en su cuerpo, trabajaba a la par de los búfalos feroces que hay que sujetar con el aro de hierro en la nariz. Sabiendo que era Malpelo, él se las arreglaba para hacerlo del peor modo posible, y si ocurría una desgracia —que un trabajador pedía herramienta, que un burro se rompía una pata o que caía un trecho de galería—, él era siempre el culpable. Y en efecto, él recibía los golpes sin protestar, como los burros que reciben los golpes y nomás doblan el lomo, pero que siguen haciendo lo mismo entercados. Con los demás muchachos era decididamente cruel, como si vengara con los débiles de todo el mal que creía que le habían hecho a él y a su padre. Hallaba un extraño deleite recordando uno por uno todos los maltratos y los vejámenes que hubo de sufrir su padre y por la manera en que lo dejaron reventar. Y cuando estaba a solas farfullaba: “¡Conmigo hacen lo mismo! ¡A mi padre le decían Bestia porque él no hacía lo mismo!” Y cuando pasaba el patrón lo acompañaba con la mirada torva: “¡Él tiene la culpa... por treinta y cinco tarjas!” Y otras veces a espaldas del Derrengado: “¡Él se carcajeaba también! ¡Yo lo oí esa misma noche!”

Por un refinamiento de malignidad parecía haber tomado bajo su protección a un pobre muchachillo que trabajaba en la mina desde hacía poco tiempo, el cual se había luxado el fémur al desplomarse un puente, y no podía seguir de peón. Cuando el pobre aún podía cargar la canasta de arena sobre su espalda, caminaba de tal modo que lo apodaron Renacuajo; pero trabajando bajo la tierra, Renacuajo o no, se ganaba su propio pan. Según cuenta, Malpelo le daba algo del suyo, para darse el gusto de tiranizarlo.

Lo atormentaba de mil maneras. Golpeándolo sin motivo y sin misericordia, y si Renacuajo no se defendía, le pegaba aún más fuerte, con mayor encarnizamiento, diciéndole:

—¡Bestia! ¡No seas bestia! ¡Si no tienes valor para defenderte de mí, que no te quiero mal, quiere decir que te dejarías pisotear la cara por cualquiera!

O si Renacuajo se limpiaba la sangre que le salía por boca y nariz, le decía:

—¡Del mismo modo con que te arderá el dolor de los golpes, aprenderás a darlos tú también!

Cuando arreaba un asno por la empinada subida de la galería y lo miraba clavar las pezuñas, exhausto, doblado bajo el peso de la carga, jadeante y con la mirada opaca, lo apaleaba sin piedad con el mango de la pala, y los golpes sonaban sordos sobre las patas y las costillas que estaban descubiertas. A veces la bestia respingaba al sentir los trancazos, pero luego, faltándole las fuerzas, se echaba sobre sus rodillas; había uno que, después de haber caído muchas veces, tenía llagas en las patas. Malpelo solía decir a Renacuajo:

—Al burro hay que pegarle, porque él no puede hacerlo; si pudiera pegar nos aplastaría bajo sus pezuñas y nos arrancaría la carne a mordidas.

O bien:

—Si te toca golpear, golpea lo más duro que puedas; así los otros te tomarán en cuenta y podrás quitarte de encima a unos cuantos.

Trabajaba encarnizadamente con el zapapico y la pala, como si odiara la arena, y al clavarlos apretaba los dientes, profiriendo el mismo ”¡ah ah!” de su padre.

—La arena es traidora— le decía a Renacuajo, en voz baja—; se parece a todos, que se aprovechan de tu debilidad para pisarte la cara, o si eres más fuerte, pero estás contra muchos, como le pasa al Derrengado, entonces no hay más remedio que rendirse. Mi padre golpeaba siempre, pero sólo golpeaba a la arena, por eso lo llamaban Bestia, y la arena se lo tragó a traición porque era más fuerte que él.

Todas las veces que Renacuajo tenía que hacer un trabajo demasiado duro, el muchacho lloraba como si fuera una niña, Malpelo le pegaba en la espalda gritándole:

—¡Cállate, pollito!

Y si Renacuajo seguía llorando, él le daba una mano diciéndole con cierto orgullo:

—Déjame a mí; yo soy más fuerte que tú.

O bien, le daba la mitad de su cebolla, conformándose con el pan seco y, alzando los hombros agregaba:

—Yo estoy acostumbrado.

Estaba acostumbrado a todo: a los pescozones, a las patadas, a los golpes con el mango de las palas y a los chicotazos; a las injurias y a las befas de todos; a dormir en las piedras, con los brazos y la espalda molidos por catorce horas de trabajo; acostumbrado también al ayuno, cuando el patrón le quitaba el pan y la sopa como castigo. Decía que el patrón jamás le quitaba la ración de golpes; claro, los golpes eran gratis. Pero nunca se quejaba; y se vengaba a hurtadillas, a traición, con maldades que parecían inspiradas por el mismo diablo: por eso él recibía todos los castigos, incluso cuando el culpable era otro. Si no era el culpable, era capaz de serlo, y nunca se disculpaba. Después de todo, hubiera sido inútil. Y algunas veces, cuando Renacuajo le suplicaba encarecidamente, llorando, que dijera la verdad, que se disculpara, el repetía:

—¿De que sirve? ¡Soy Malpelo!

Y nadie podía decir si la inclinación de su cabeza y el encogerse de hombros se debía a un fiero orgullo o a una resignación desesperada, si ello se debía a su tosquedad o a su timidez. Lo cierto es que ni su madre había recibido una caricia suya, y, por ende, jamás lo acariciaba.

Los sábados por la noche —tan pronto como llegaba con su cara manchada de pecas y arena roja, con aquellos trapos que le colgaban por todas partes— la hermana agarraba la escoba y lo sacudía a la entrada de la casa, pues podría ahuyentar al pretendiente si éste llegaba a ver con qué gente le tocaba emparentarse; la madre siempre estaba en algunas casas de las vecinas; así pues él iba y se acurrucaba en su jergón, como un perro enfermo. Por esto los domingos, día que todos los muchachos se ponían camisas limpias para ir a misa o para retozar en el patio, él parecía no tener otro pensamiento que el de vagabundear por las veredas de los huertos, cazando lagartijas y otras bestias que nunca le habían hecho daño, o a agujerar pencas de nopales. Por otro lado le molestaban las burlas y las piedras de los demás muchachos.

La viuda del maestro Misciu estaba desesperada de tener por hijo a tal bribón, como lo llamaban todos; él era una especie de esos perros que reciben toda clase de patadas y pedradas, y que a fuerza de recibirlas siempre escapan con la cola entre las patas todas las veces que se encuentran con un alma viva, y que andan hambreados, pelones y salvajes como lobos. Al menos bajo tierra, en la mina de arena, feo, sucio y andrajoso, ya nadie se burlaba de él, y parecía hecho adrede para ese oficio, incluso por el color de su cabello y sus ojos de gato que se deslumbraban cuando veía el sol. Igual a los burros que trabajan en las minas, durante años y años sin salir jamás de las galerías, donde el pozo del tiro cae a pico y por donde los bajan por sogas, quedándose abajo hasta el fin de sus días. Malpelo no valía más que cualquiera de esos burros, y si salía de la mina los sábados por la noche, era porque aún tenía fuerza para trepar por la cuerda y porque debía llevarle a la madre el sueldo de la semana.

Ciertamente hubiera querido ser peón, como Renacuajo, y trabajar cantando en los puentes, en lo alto, bajo el azul del cielo, sintiendo el sol en la espalda; o carretero, como el compadre Gaspare, que iba a cargar arena a la mina, bamboleándose adormilado sobre las redilas, con la pipa en la boca, yendo y viniendo todo el día por los hermosos caminos del campo. O mejor aún, hubiera querido ser labrador, pasar la vida en el verdor de los campos, bajo los frondosos algarrobos, con el mar azul al fondo y el canto de los pájaros sobre su cabeza. Pero ése había sido el oficio de su padre, y con ese oficio nació él. Y pensando en esto le contaba a Renacuajo acerca de la pilastra que aplastó a su padre, la que aún proveía de arena fina y requemada al carretero, el que andaba con la pipa en la boca, balaceándose sobre las redilas; le decía que cuando hubiera acabado de acarrear toda la arena encontrarían el cadáver del papá, el cual debía tener un pantalón de fustán casi nuevo. Renacuajo tenía miedo, pero él no. Él pensaba que siempre había estado allí, desde que era más chico, que estaba habituado a ver aquel hoyo negro que se prolongaba bajo tierra, donde el padre lo llevaba de la mano. Entonces extendía los brazos a diestra y siniestra, y describía cómo el intrincado laberinto de las galerías se ramificaba al infinito bajo sus pies, hasta donde podía verse el negro y desolado pedregal volcánico, manchado de retama chamuscada. Le contaba de todos los hombres que se quedaron adentro, aplastados o perdidos en la oscuridad, de los que caminan y caminan desde hace muchos años, sin poder divisar aún el tiro del pozo por donde entraron, sin poder oír los gritos desesperados de los hijos que los buscan inútilmente.

Un día, mientras llenaba unas cuantas canastas, apareció uno de los zapatos del maestro Misciu. Malpelo fue presa de tan intenso temblor que debieron sacarlo inmediatamente de la mina, amarrado a una soga, como a un burro a punto de estirar la pata. Pero no pudieron halar el pantalón casi nuevo ni los restos del maestro Misciu, aunque los conocedores afirmaron que ése debía ser el lugar preciso donde lo aplastó la pilastra. Un obrero, nuevo en el oficio, observaba curiosamente lo caprichosa que era la arena, que había jaloneado a Bestia aquí y allá, dejando los zapatos en un parte y los pies en otra.

Desde que hallaron el zapato, Malpelo sintió tal miedo de ver aparecer también el pie de su papá entre la arena, que se le acabaron las ganas de dar un golpe a la pala; el golpe se lo dieron a él en la cabeza. Se fue a trabajar a otra parte de la galería y ya no quiso volver a la zona del derrumbe. Dos o tres días después, descubrieron el cadáver del maestro Misciu, con el pantalón puesto y de bruces. El tío Mommu observó que debió de sufrir mucho antes de morir, porque la pilastra le había caído exactamente encima, sepultándolo vivo; que hasta era posible ver como el maestro Bestia había querido librarse instintivamente, escarbando en la arena, pues tenía las manos laceradas y la uñas rotas. “¡Igualito a su hijo Malpelo!” —repetía el Derrengado—. “Él escarbaba por aquí mientras su hijo escarbaba por allá”. Pero no le dijeron nada de esto al muchacho, conociéndolo tan maligno y vengativo.

El carretero se llevó el cadáver del maestro Misciu de la misma manera que se llevaba la arena o los burros muertos, pero esta vez, a pesar del hedor de los restos, se trataba de un compañero, de carne bautizada.

La viuda acortó el pantalón y la camisa, adaptándolos al tamaño de Malpelo, el cual casi estrenó ropa por primera vez en su vida. Solamente guardó los zapatos para cuando él creciera, puesto que no era posible achicarlos y porque el novio de la hermana no quiso ponerse los zapatos del muerto.

Malpelo se alisaba aquel pantalón de fustán casi nuevo, y le parecía tan liso y tan dulce como las manos de su padre cuando le acariciaba el cabello, aunque lo tuviera hirsuto y rasposo. Tenía los zapatos colgados en un clavo, arriba del jergón, como si hubieran sido las pantuflas del papá, y los domingos los descolgaba para lustrarlos y probárselos. Después los ponía en el suelo, uno al lado del otro, y se quedaba mirándolos con los codos en las rodillas y la cara entre la manos, horas y horas, rumiando sabe Dios que ideas en su cerebro.

¡Y vaya si tenía ideas extrañas! Al heredar el zapapico y la pala del padre empezó a usarlos, sin importarle que fueran muy pesados para su edad. Y cuando ofrecieron comprárselos, pagárselos como si fueran nuevos, él respondió que no. Su padre los había dejado con los mangos tan lisos y brillantes con el trabajo de sus manos; él jamás podría tener otros iguales aunque trabajara con ellos más de un siglo.

Por esos días murió de fatiga y vejez un burro gris. El carretero fue a tirarlo lejos del pedregal.

—Así es la vida —refunfuñaba Malpelo—; lo que ya no sirve hay que tirarlo lejos.

Iba a visitar los restos del gris, al fondo de un barranco, llevándose por la fuerza a Renacuajo, el cual no hubiera querido ir por ningún motivo. Malpelo le decía que en este mundo es necesario acostumbrarse a ver todas las cosas cara a cara, por hermosas o feas que puedan ser. Con la avidez curiosa de un bribón observaba a los perros que acudían de todas las granjas de los alrededores para disputarse la carne del gris. Al aparecer los muchachos, los perros escapaban aullando y merodeaban al borde del barranco, pero Rojo no dejaba que Renacuajo los ahuyentara a pedradas.

—¿Ves a esa perra negra —le decía— que no le teme a tus pedradas? No tiene miedo porque está más hambreada que los otros. ¿Le ves las costillas al gris? Ahora ya no sufre.

El asno gris estaba tranquilo, con las cuatro patas estiradas, dejando que los perros se solazaran vaciándole las cuencas profundas, royéndole los huesos blancos; los colmillos que desgarraban sus vísceras no eran capaces de hacerlo doblar el lomo, como cuando lo acariciaban a palos para sacarle las últimas fuerzas en la subida de los callejones empinados. ¡Así son las cosas! También el gris ha recibido golpes de pala y ha sufrido las mataduras; él también, cuando se doblaba bajo el peso de la carga o le faltaba el aliento para seguir adelante y lo arreaba a golpes, parecía decir con la mirada: “¡Ya no, ya no!” Ahora los perros le comen los ojos, y se ríe de los golpes y las mataduras con ese hocico descarnado, del que sólo quedaban lo dientes. Más le hubiera valido no haber nacido nunca.

El pedregal se extendía hasta donde alcanzaba la mirada, desierto y melancólico, negro y rugoso, bajando y subiendo en crestas y barrancos, sin un solo grillo o pájaro que cantara. Nada se oía; ni siquiera los golpes de zapapicos de quienes trabajaban bajo tierra y Malpelo seguía repitiendo que la tierra de abajo estaba hueca por tantas galerías que se ramificaban por doquier, hacia el monte y hacia el valle; tanto así que una vez entró a la mina un peón muy joven, y al salir tenía los cabellos blancos. Y de otro, al que se le apagó la vela, y estuvo pidiendo ayuda a gritos durante años.

—¡Sólo él oyó sus propios gritos! —decía Malpelo, y a pesar de tener un corazón más duro que el pedregal, poníase a temblar con esa sola idea.

—El patrón me mandaba muy seguido a lugares muy lejanos, adonde los demás tienen miedo de ir. Pero yo soy Malpelo, y si ya no regreso nadie me buscará.

A pesar de todo, las limpias estrellas brillaban también sobre el pedregal en las hermosas noches de verano, y el campo circundante era negro también como la lava. Malpelo, cansado de la larga jornada de trabajo, se tendía sobre un costal, con el rostro hacia el cielo, gozando de la quietud y de la alta luminaria. Por eso odiaba las noches de luna, en las cuales el mar hormigueaba de luces y el campo se dibujaba vagamente, haciendo que el pedregal aparezca más pobre y desolado.

—Para nosotros que hemos sido hechos para vivir bajo tierra —decía Malpelo—, siempre debería haber oscuridad en todas partes.

La lechuza chillaba en el pedregal, vagabundeando. Y Malpelo pensaba: “La lechuza también oye a los muertos que están aquí abajo, y anda desesperada porque no puede ir a buscarlos”.

A Renacuajo le daban miedo las lechuzas y los murciélagos. Malpelo lo regañaba, diciéndole que quien debe vivir solo no debe espantarse de nada; que ni siquiera el burro gris le tenía miedo a los perros que lo despedazaban, puesto que sus carnes ya no sentían ningún dolor.

—Estabas acostumbrado a trabajar en los tejados, como los gatos; eso no tiene chiste. Ahora te toca vivir bajo la tierra, como ratón, y es necesario que no le tengas miedo a los ratones ni a los murciélagos, que son ratones viejos con alas; esos se encuentran a gusto acompañando a los muertos.

En cambio, a Renacuajo le gustaba divagar acerca de lo que estaban haciendo las estrellas. Le contaba que allá, arriba estaba el paraíso, adonde van los muertos que fueron buenos y nunca disgustaron a sus padres.

—¿Quién te lo dijo? —preguntaba Malpelo, y Renacuajo respondía que se lo había dicho su mamá.
Entonces Malpelo se rascaba la cabeza y, sonriendo maliciosamente, le hacía una trompetilla.

—Tu madre dice eso porque tú deberías de traer faldas en lugar de pantalones.

Y agregaba después de meditar un poco:

—Mi padre era bueno, no le hacía mal a nadie, por eso lo llamaban Bestia. Y ahora está enterrado, dejándome las herramientas, los zapatos y este pantalón que llevo puesto.

Poco tiempo después Renacuajo, que se iba quedando en los huesos, cayó enfermo. Lo sacaron de la mina a lomo de burro y lo acostaron entre los canastos. La fiebre lo hacía temblar como un pollito mojado. Un peón dijo que el muchacho no haría huesos viejos en el oficio, que para trabajar en la mina, se nace, si no deja uno allí la zalea. Malpelo estaba orgulloso de haber nacido para ese oficio, de mantenerse tan sano y vigoroso en ese aire enrarecido, a pesar de todas las fatigas. Cargaba a Renacuajo sobre sus espaldas y lo animaba a su manera: con golpes y regaños.

Una vez que le dio un golpe en la espalda, Renacuajo comenzó a escupir sangre; espantado, Malpelo se puso inmediatamente a verle la nariz y la boca, jurando que no le había pegado muy fuerte; y para demostrárselo se golpeaba pecho y espalda con un piedra. De todos modos, un peón que estaba ahí presente le dio un patadón en la espalda, un patadón que retumbó como un tamborazo, sin embargo Malpelo ni se movió, y cuando el peón se fue, agregó:

—¿Ya ves? ¡No me ha hecho nada! ¡Y eso que él me pegó mucho más fuerte que yo, te lo juro!

Renacuajo no se aliviaba; tenía fiebre todos los días y seguía escupiendo sangre. Malpelo tomó dinero de la paga semanal para comprarle vino y sopa caliente, y le regaló su pantalón casi nuevo, para cubrirlo mejor. Pero Renacuajo continuaba tosiendo y algunas veces parecía que se ahogaba. Por las noches no había manera de evitar el temblor provocado por la fiebre, ni tapándolo con costales, ni poniéndolo cerca de la fogata. Malpelo estaba callado e inmóvil junto a él, con las manos en las rodillas y mirándolo fijamente, como si fuera a retratarlo, inclinándose hacia él. Cuando lo oía quejarse en voz baja, jadeante, con la mirada opaca, igualito que al burro gris cuando jadeaba extenuado bajo la carga al subir los callejones, comenzaba rezongar:

—¡Mejor revienta pronto! ¡Si vas a seguir sufriendo de ese modo, mejor revienta pronto!

El patrón dijo que Malpelo era capaz de aplastarle la cabeza a aquel muchacho, que era necesario no perderlo de vista.

Finalmente, un lunes Renacuajo no se presentó en la mina. El patrón se lavó las manos, porque el muchacho se había convertido en un verdadero estorbo. Malpelo preguntó dónde vivía y fue a visitarlo el sábado siguiente. El pobre Renacuajo ya estaba en las últimas; su madre lloraba y se desesperaba como si su hijo fuera de los que ganaban diez liras a la semana. 

Malpelo no comprendía la actitud de la madre y le preguntó a Renacuajo cuál era el motivo por el cual chillaba y hacía tanto escándalo, puesto que de dos meses atrás él ni siquiera ganaba ni lo que comía. El pobre Renacuajo no le hacía caso, y parecía ponerse a contar las vigas del techo. Entonces Rojo empezó a imaginar que la madre de Renacuajo lloraba porque su hijo siempre había sido débil y enfermizo, que lo estaba manteniendo como a uno de esos bebés que no se destetan jamás. En cambio, él era sano y robusto, era Malpelo; su madre nunca había derramado una lágrima por su causa, pues nunca había sentido el temor de perderlo.

Días después dijeron en la mina que Renacuajo había muerto. Se puso a pensar que la lechuza cantaba ahora también para él todas las noches y volvió a visitar los huesos descarnados del gris, al mismo barranco donde solían ir juntos. Del pobrecito gris, no quedaba más que un montón de huesos descoyuntados; pronto sucedería lo mismo con Renacuajo. Su madre dejaría de llorar, del mismo modo que la madre de Malpelo, quien volvió a casarse poco después de la muerte del maestro Misciu y se fue a vivir a Cifali con la hija casada. De ahora en adelante no le importaba a nadie si le pegaban o no, y mucho menos a él, pues algún día iba a estar como el gris o Renacuajo sin sentir ya nada.

Por ese tiempo entró a trabajar en la mina un tipo que nunca habían visto por esos rumbos, el cual se mantenía lo más apartado posible; los otros mineros aseguraban que se había escapado de la cárcel y que le echarían muchos años encima si llegaban a arrestarlo. Malpelo supo entonces que la prisión es un lugar al que van a parar los ladrones, los pillos como él, y que los encerraban ahí para mantenerlos vigilados.

Desde ese momento experimentó una malsana curiosidad por aquel hombre que sabía lo que era la cárcel y que se había escapado de ella. Sin embargo, semanas después el fugitivo declaró sin rodeos que ya estaba harto de esa vida de topos y que la cárcel, comparada con la mina era un paraíso, al cual pensaba volver por su propio pie.

—Entonces ¿por qué los mineros no hacen algo para ir a vivir a prisión? —preguntó Malpelo.

—Porque no son Malpelos como tú —le respondió el Derrengado—. ¡Allá irás a dar tarde o temprano, allá irás a dar con tus huesos!

Pero Malpelo entregó sus huesos en la mina, como su padre, aunque de otra manera. Se presentó un proyecto para explorar un pasaje que debía comunicar con el lado izquierdo del pozo grande, hacia el valle, y si la cosa salía bien, podían ahorrarse la mitad de mano de obra en el acarreo de la arena. De todas formas existía el peligro de perderse y no volver nunca. Ningún padre de familia quería aventurarse en tal proyecto ni hubiera permitido que lo hiciera alguien de su sangre aunque le hubieran dado todo el oro del mundo.

En cambio, Malpelo no contaba con nadie que se interesara por él, a pesar de que valía tanto: y pensaron en él. Al partir, recordó de nuevo al minero que se perdió en las galerías muchos años atrás, el que sigue camina y camina en la oscuridad, pidiendo auxilio, sin que nadie pueda oírlo. Pero no dijo nada, ¿de qué hubiera servido? Tomó las herramientas de su padre, el zapapico, la pala y la linterna; un costal con el pan y la garrafa de vino, y se marchó; nadie volvió a saber de él.

Así se perdieron los huesos de Malpelo. Los muchachos de la mina bajan la voz cuando hablan de él en las galerías, pues tienen miedo de verlo aparecer ante ellos, con sus cabellos rojos y los ojazos grises.