Material de Lectura

La huida

 

Descorro el cierre de la funda, extraigo la Olivetti 32, abro el paquete que promete 100 hojas de papel Bond de 29 kilogramos,1 echo una ojeada perezosa a la prensa del día, bebo café del Golfo. No sólo los tipos: la máquina entera requiere limpieza a fondo. Sedimentos de viejas historias, propias y ajenas —ajenas como ésta—.

El Sr. Chevrolet (me dijo) se presentó ante ella chapado a la antigua, vaya, esos tiempos en los que la galantería y la donosura, el partido de las damas en suma, nos marcaba con el fuego sagrado que después reclamarían otras causas, la Revolución, la Soltería, el Neoliberalismo. Se portó de maravilla (prosiguió) al menos hasta que el automóvil, sólido y suave a la vez, terminó de apurar la curva conocida como La Pera. A partir de este instante (concluyó) el Caballero arrojó por la ventanilla la coraza y exhibió su naturaleza oculta y genuina, tenebrosa.

Narro lo ocurrido:
Sobresaltándola, expulsándola del lecho de flores muertas y pañuelos kleenex en que ella yacía, el motor, a todas luces modificado, rugió ensordecedor, ¡BRAAAAMMMMMMMMMMMMMMMMMMMMM!, y lanzó el automóvil rumbo a un crepúsculo en technicolor. Serían las seis y diez de la tarde. Promediaba el mes de mayo.2 La muerte, lentísima, del día, escribíase con haces de rayos hirvientes, cortejos de nubes algodonosas, un disco solar que se hundía entre fulgores que iban del rosicler al rubí. De las montañas bajaba un vientecillo oloroso a musgo, siempre húmedo, que, kilómetros adelante, entre los pinares, lamería la piel con un hálito frío. Aquí no. A esta altura, todavía pacían las vaharadas del valle tropical, del valle iluminado sobre el que precipitaríanse, en breve, incontestables, las sombras.
/interrumpo el relato para descolgar el teléfono/
Pero no sólo atronó el motor y el automóvil salió disparado. No. Narro que, sosteniendo el volante con la mano izquierda, el Sr. Chevrolet comenzó a desabotonarse, con la mano libre, la portañuela. ¡Mosca muerta! ¡Lobo oculto bajo una piel bovina! ¡Calculador hipócrita incapaz de detenerse ante el sufrimiento de una doncella bañada en lágrimas, aunque, verdad es, un tanto ligera de ropa!3
¡Rayos! ( ) ¡Demontres! ( ) ¿Cómo es que ella, tribulaciones aparte, no reparó, desde un principio, cuando aún se hallaba a salvo, en una apariencia por lo menos inusual en tratándose de un hombre no mayor de treinta años? Me refiero a lo siguiente:

    • Cabello corto relamido.
    • Corbata de moño.
    • Zapatos puntiagudos en dos tonos.
    • Larga boquilla de malaquita.
   • Bigotillo imitando la Primera Voz de quién sabe qué Trío Romántico.

¿Por qué —se preguntaría la policía de haber sido otro el desenlace— no advirtió ella tamaña extravagancia, en ese lugar y esa hora, y obró en consecuencia, negándose a subir al automóvil?

¿Nublábale la vista el raudal de lágrimas?

Digamos que, en medio de su estado letárgico, lo tomó por un H. Agente Viajero dispuesto a dar agua al sediento, amparar al cuitado, auxiliar al afligido, transportar al prófugo sin esperar nada a cambio —alejarla, alejarla, alejarla, alejarla porque ya no podía más.

Prosigo con el relato:
Salta el primer botón de la bragueta. Esta vez, ella no puede menos que notar la cicatriz que infama el dorso de la mano tentacular. No únicamente ese feo detalle. Igualmente advierte la circunstancia de que la mano actúa ajena al rostro adusto, circunspecto me atravería a decir, seráfico añadiría, rostro atento, tan sólo, a la carretera casi solitaria,4 que serpea rumbo al horizonte en llamas. ¡Pérfido lascivo! ¡Hipócrita! ¡Falsario! Quién lo viera al muy hijo de puta. Quién escuchara la cinta que se desplaza, justo en ese momento, en la cassettera del automóvil:
BRANDERBURGISCHES KONZERT
Nr. 6 B-dur, BWV 1051.5
Retrocedo un poco:

—¿Le complace a usted Bach?

Había inquirido el Sr. Chevrolet, no bien ella, mi amiga, se arrellanó en el asiento con el alma en los suelos, el rimel corrido, el corazón sangrante, la mente en otro lugar —aunque dispuesta a no echar marcha atrás, no esta vez, ¡noooooooooooo!, nada los unía ya, clamoroso jodido desenlace, de pintor a marchand, de ingenioso a alcohólico, de intenso a estúpido, de sutil a estulto.

—Perdóneme, pero no lo escuché...

—Me permití importunarla para preguntarle si le complace a usted Juan Sebastián Bach, el genio impar de la fuga. Es hermoso escuchar sus melodías inmortales en la carretera, mientras...

Hasta aquí.

¡Dios santo! ( ) ¡Recórcholis! ( ) De acuerdo. De acuerdo que ella se equivocara al imaginar, a primera vista, la identidad de aquel joven disfrazado de la Jazz Era. Sin embargo, aquello del “genio impar de la fuga” y/o “sus melodías inmortales”, era demasiado obvio, tan obvio como un relámpago en la oscuridad. Ella debió, tú debiste aducir cualquier pretexto —menos, claro, el de que se te había olvidado vestirte— y descender. Pero no lo hiciste. Tiraste por la borda tu segunda y última oportunidad.

Aunque de lo que me contaste, derivo el motivo profundo de tu pasiva confianza, sumada a la languidez mental del momento. La eufonía, El secreto del Falso Caballero era su voz: tersa, sedante. Una sonoridad que infundía confianza ocultando las pérfidas intenciones.


Retorno a la carretera:
Salta el segundo botón. ¿Por qué no abrir la portezuela y saltar a la carretera? Botar el seguro, mover la manija, empujar con el hombro: movimientos concertados y precisos. Ella observa de reojo el marcador: 200 kilómetros por hora. Desiste. El golpe sería espantoso. Imagina, estremeciéndose, la escena: el cuerpo rebota, da tumbos antes de hundirse en la cuneta. La dura carne tostada, indefensa a causa de la levísima camisa vaquera y los mordientes pantaloncillos, es fácil presa del asfalto ríspido, del pedregullo, de los trozos de una botella de Bacardí lanzada a la carretera por un teleadicto.
No recordabas en qué momento tomaste la decisión. Quizá mientras admirabas, ofrecida al sol, junto a la alberca, la inteligencia ofensiva e impaciente de tu hijo mayor; o un poco más tarde, mientras te tapabas los oídos para apagar el discurso ególatra y autoparódico del pintor XXX, uno de los invitados de ese día; o durante los postres, mientras esquivabas la rodilla aviesa que pretendía, bajo la mesa, recalar en tu mórbido muslo desnudo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Carretera:
Contempló aterrada las desgarraduras, los tajos, la masa de cabello y sangre y espuma cerebral. ¡No! ¡No! ¡No! Lo que ella quería era vivir, vivir, vivir. Renacer. Una oleada de náusea estalló en su estómago, empujándola hacia adelante, obligándola a llevarse a la boca el pañuelo desechable en turno. Este gesto le impidió percibir la espesa fragancia —¿orquídea? ¿dalia?— que empezó a manar de algún sitio del automóvil. ¿Una celdilla del tablero?6

—¡Bájate los shorts! ¡Pinche puta! ¡Bájatelos!

Ni exhorto ni súplica babeante: rugido espeso, canalla. Otra voz. Una voz diversa a la que, apenas minutos antes, le habló salvadora y providencial en tanto ella, en un extremo de la gasolinera, daba vueltas en un círculo de lágrimas.

Tampoco podías recordar cómo habías llegado ahí, en plena carretera, desde La Quinta Otilia, fruto de las estratosféricas ganancias del marchand ex pintor, tu marido. Únicamente te quedaba claro que te levantaste de la mesa ruidosa aduciendo deberes maternales, que pasaste junto a la descomunal paellera donde se enfriaban restos mortecinos, que entraste a la recámara en la que las nanas Apo y Lucre acicalaban a los niños para el paseo vespertino por los céntricos alrededores. Aquí se rompía, más que difuminábase, el recuerdo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


La gasolinera. Tú sollozante, tú moqueante.

—¿Le sucede a usted alguna desgracia digna de lamentar? De ser así, ¿podría brindarle mi desinteresada ayuda?

El extraño se hallaba a medio metro de distancia, sujetando la portezuela del automóvil, blanco, del que acababa de descender. Ella levanta la cabeza, atraída por la voz vibrante, la voz hechicera. Suénase con pudor la enrojecida nariz. Con impremeditada gracia, borra los surcos abiertos por las lágrimas en sus (tus) mejillas doradas, un tanto febriles.

¡Grandísimo cabrón! Debiste haberla observado con la calma homicida con la que el cazador curtido, válido de una mira telescópica, fija su blanco, tigre o gacela, paloma o león. Ato los cabos sueltos. Los que ignora la heroína.

a) Una tarde ardiente, cortada a la mitad por una cinta asfáltica en la que se levantan pequeños remolinos de vapor.

b) Un enorme letrero vertical con la leyenda PEMEX.

c) El ruido, zzzzzzzzzzzmmmmmmmmmm, de un automóvil que pasa velozmente rumbo a La Pera.

d) Las oleadas reverberantes —vapor, luz— que se levantan en el playón, desierto, de la gasolinera.

e) La cabeza de un empleado solitario que emerge, chorreante, resoplante, de un tambo lleno de agua hasta los bordes.

f) El ruido en off de unos neumáticos que se acercan.

g) El primer plano de un Chevrolet blanco que se desliza hasta frenar junto a la bomba de gasolina.

h) El lento avance del empleado, secándose con un peine la cabeza reluciente de agua y brillantina.

i) Este diálogo:

—¿Lleno, jefe?

—Sí.

—¿Le checo el aceite?

—No. (Pausa.) ¡Sí! Revisa todo.

Mudaste de opinión porque tu mirada se había enturbiado a causa de unos altos muslos juncales, los de mi amiga, que se recortaban sobre dos azules y un amarillo —los azules, cobalto de la carretera, y añil del atardecer; el amarillo de estas hojas Yoko Bond. Allá
    en el extremo poniente de la gasolinera
    en el límite con la cinta asfáltica
    una joven semidesnuda daba vueltas alrededor de un cadáver (entrecomíllese) todavía fresco, todavía atónito

Relato sin más interrupciones que las de contestar el correo (Atenas, Viena, San Antonio), hacer diez sentadillas, servirme una segunda taza de café veracruzano. Listo. Narro y ya: Arrebatadora.

Una grupa que desdice tres maternidades al hilo. Efrencito, por el Marchand. Linda, por Linda Loring.7 Andy, por D. Andrés, q.e.p.d., el abuelo materno. Grupa que ciñe la cintura de jacinto, levanta las nalgas, abomba, en la proporción clásica, el bajo vientre (y su, ¿de qué color?, ¿espesura?, fronda, por fuerza, con este calor, mojada). Eso contempla el Sr. Chevrolet, vista de lince. Eso y más. Con idéntica impunidad relamíase el bigotillo (véase supra), contemplando a su sabor —saliva espesa— los grandes y enhiestos pechos que casi reventaban la leve camisa vaquera —aquí, lector, en esta parte del cuerpo divinal, sí había artificio, el de capas de silicón injertadas ahí donde tres hociquitos mamaron, chuparon, distendieron la piel, la estriaron, minaron los cimientos de unos senos si no a lo Jane Mansfield, sí duros y redondeados.

Debió deleitarse, estudiarla a sus anchas. Cabizbaja, taciturna, plañidera. Joven viuda echa un mar de sollozos y un piélago de mocos. ¿Qué podía saber ese voyeur anacrónico de un dolor como aquel, de aquel dolor? Azahares para tu boda. Las gotas de sangre virginal que manchan la seda albeante. El paraíso oloroso a detergente, hot cakes y heces infantiles. El mundo entregado al futuro como se entrega un navío, en plena tempestad, a una ensenada. La recámara rebosante de luz. La cristalería tintineante. La copa de felicidad. Un dolor como el que la enloquecía enfundada en sus Hot Pants. Ese dolor.

—¿Le sucede a usted alguna desgracia? (véase supra). La voz gratísima —lo dije ya— lanzó una cortina de humo sobre

    • el cabello con gomina
   • la mariposa con motas blancas posada sobre la nuez
   • los zapatos que usó Errol Flyn en su último paseo por la Habana vieja
   • la boquilla verde que cargó pese a la prohibición de PEMEX

¿Disculpóla?

Sí.

Ella escuchaba sin oír, miraba sin ver. Pensaba en Efrén, en Efrencito, Linda y Andy; pensaba en el esposo y los hijos abandonados en una quinta del centro de Cuernavaca, si es que pensar se llama a un nudo de espinas en la garganta, a un silicio atado al sexo, a una tempestad tras de los párpados, a un desastre que sin embargo se desea por sobre todas las cosas. A toda costa.

—¡Oh, sí! Necesito llegar a México lo más pronto posible.

—Si usted, madam, me diera la oportunidad de auxiliarla, /madam, tal cual/

—¿Va para allá?

—Naturalmente, naturalmente. (Pausa.) Permítame usted. (Pausa.) Por aquí.

Ella, ajena a la ironía de aquel “naturalmente, naturalmente” (México era el destino obvio), déjase guiar. Él abre la portezuela y espera a que ella suba y efectúe el inútil ademán de cubrir las piernas doradas con el bolso (gracioso, adquirido un verano de otros tiempos, entre Efrencito y Linda, en un mercado marítimo de Nueva York, ciudad que el marchand empezaba a conquistar con bodegones, acuarelas de templos novohispanos, retratos de tipos populares). Además, el suyo, además de inútil, innecesario. Él cuidóse de mirar la superficie que no alcanza a velar el bolso: tersa, bruñida, depilada. Tampoco echó un vistazo al delta venusino que demarcaba el pantaloncillo de mezclilla deslavada. ¡Qué va! Un perfecto gentleman. Un Caballero Automotriz. Imaginemos el esfuerzo realizado: ave de rapiña que pasa como si nada ante vísceras perfumadas, despojos suculentos.

Cierra —breve chasquido— la portezuela. Semirrodea la parte posterior del automóvil (sin que ella, inmersa en su propio abismo tome nota del motivo: indagar si el empleado de la gasolinera, de nuevo entregado al juego de hundir la cabeza en el tambo y secarse el cabello grasoso con el peine, los observaba). Colócase frente al volante. Antes de encender la marcha, abre la guantera y busca entre las cassettes.

—¿Le complace a usted Bach?

—Perdóneme, pero (véase supra).

... La Pera ... Salta el segundo botón de la bragueta ... La orden de que se quite, corrijo, baje, los pantaloncillos ... La idea, pronto desechada, de abrir la portezuela y saltar…

—¡Que te bajes los shorts! ¡Puta! ¡Puta!

Los botones restantes ceden, uno tras otro, al impulso de unos dedos impacientes pero certeros. Ella se afana, vuelta del todo a la realidad, en los posibles desenlaces de aquel drama porno (¿castigo?). La obligaría a que le mamara el miembro, la violaría en un recodo propicio de la carretera, la mataría/

Desenfundó antes que él.

Repito: ella desenfundó primero.

Un revólver Colt Agent calibre 38.
Se trató, qué duda cabe, de un movimiento rápido y silencioso, limpio.8 La mano derecha se introdujo instintiva en el bolso neoyorkino, resurgió empuñando el arma, se posó ostensiblemente sobre el hombro izquierdo. ¿Para qué acompañar el movimiento con palabra alguna? El agujero del cañón miraba, ojo helado, éste sin lágrimas, en dirección de la sien derecha del Sr. Chevrolet.

¿Atreveríase a disparar?

Sí.

Ella jalaría del gatillo sin que se alterara un músculo de su rostro —ya bastante torturado.

Temblorosa, la mano puñetera y su fea cicatriz, detalle en el que ella repara por segunda vez, salta al volante, ajusta la corbata de moño a la nuez que sube y baja, busca y enciende innumerables cigarrillos.9 Enseguida desciende de nuevo, tímida, ruborizada debo decir, para abotonar con recato de seminarista, la bragueta no más humeante. Todo a la vista de la pistola.

Aunque, involuntariamente, antes de llegar a México, el Sr. Chevrolet te hundirá hasta la empuñadura una daga en pleno corazón.

/daga punzante de veneno/

Narro. Al concluir, después de Tres Marías, el concierto bachiano, la mano desbravada suplió la cassette con otra, la primera que —el ojo del Colt atento— encontró. Éxitos de Armando Manzanero, interpretados por él mismo.

Contigo aprendí cubrió de sal la herida abierta por Adoro.

Letras del pasado.

A tal punto te crucificó la memoria que temiste desmayarte, no alcanzarías a disparar, la pistola rodaría al asiento y de aquí al piso del automóvil, despertarías, si es que tenías la suerte de recobrar el sentido, las palabras son tuyas, con la cara bañada en sangre y semen.

Alma abierta en canal. Dos chorros brotaron de tus ojos hinchados, reabriendo cauces en las mejillas, desaguando en el cuello, refluyendo en el foso de las clavículas. Los kleenex no bastaron para contener el diluvio.

Que la semana tiene más de siete días

Que existen nuevas/

—Yo, madam...

Empezó él a disculparse.

—¡Cállese el hocico! ¡Maneje!

Le ordenaste histérica blandiendo el revólver Colt.

Él hundió la cabeza entre los hombros y aceleró.

Ahí estaba, me cuentas, la mediamañana del 2 de julio de 1964. El Paseo de la Reforma. El café con mesas al aire libre, bajo un entoldado verde limón. Nadie más que ustedes dos, desconocidos, recién llegados a la ciudad de México: él, artista aventurero, de Venecia, tú, hija de familia leonesa, del internado poblano camino a Filosofía y Letras, en Ciudad Universitaria. Sabes que él te dibuja, sin prisa, mientras tú, en cambio, lees voraz El águila y la serpiente. Del fondo del local, alada y sutil, hiperromántica, entretejiendo los ruidos del carbón sobre la cartulina, del paso de las hojas del libro, del sorber del café, llega la voz de Manzanero.

Tarda horas, cuentas, me cuentas, en decidirse.

Se acerca a tu mesa cuando ya Venustiano Carranza está a punto de liquidar la conspiración en la que, frente a sus barbas, andan metidos Lucio Blanco y Martín Luis Guzmán.

—Me llamo Efrén Rosas. Éste es su retrato.

Lo calificaste de “abominablemente académico”. Pero su sonrisa, sorprendida, te fascinó. Lo invitaste a sentarse. Frente, no junto, a ti.

—Sonríe de nuevo.

Le suplicaste. Adoro de fondo.

—Madam... la caseta.

Diste un brinco. En efecto, unos 600 metros adelante, se divisaba la construcción. Ocultas el Colt Agent bajo el bolso.

—Descenderá apenas pase.

Te informa él, esperanzado.

—¡No! Sigue por Insurgentes.

Responde tajante, tuteándolo. Él palidece.


Concluyo la historia:

Le indicó que diera vuelta a la izquierda, otra vez a la izquierda, y luego a la derecha.

—Detente frente a la reja negra.

—¿A-a-aquí, madam?

—Baja. ¡Vamos, no hay nadie! La siguió, receloso, mirando en todas direcciones. Ya dentro de la casa, en el Gran Salón Colonial, lo dejó hacer, no mucho, porque el Sr. Chevrolet había perdido, amén de la caballerosidad, la más elemental libido. Máxime que, en todos los pisos, repiqueteaba el teléfono. Cuando se retiraba, más descompuesto que aliviado, los tirantes10 colgando bajo el faldón del saco, el cabello revuelto, ella le preguntó qué diablos le había pasado en la mano.

—Un navajazo, por tentón.

Respondió él, como disculpándose. Y cuando la familia

—Efrén, Efrencito, Linda, Andy, más las nanas—, alarmadísima, regresó de Cuernavaca, ella esperaba; infiel, las maletas listas, inmensamente triste pero resuelta a que la década que abría apenas sus tallos mereciera vivirse.
/sobra la dedicatoria/

 

 

 

1 Color amarillo.
2 Para proteger la identidad de mi amiga, la heroína, en estas líneas de ocio dominical y hábitos cinematográficos, altero la fecha, aunque no el lugar y la esencia de la historia. Ahora antañosa.
3 ¿Un tanto? Hablo de unos Hot Pants, a la sazón de moda, en verdad calientes. Y de una camisa a cuadros cosida a la piel.
4 Media semana.
5 Dato absolutamente real, no inventado.
6 Dato de mi cosecha.
7 Interrogada por la familia —¿Linda? ¡Pero si es nombre de peinadora!— mi amiga condescendió a explicarse: Linda Loring, personaje de la postrer novela de Raymond Chandler que lleva al altar al detective inmortal. Sonrisas heladas. Su decisión es tachada de “snob”, “intelectualoide”, “universitaria” (corrían los años 60).
8 Destreza producto no sólo de la devoción chandleriana de mi amiga sino de las precauciones femeninas a que obligaba un país que se iniciaba en la violencia física.
9 Marca Rialtos. Otro rasgo anacrónico.
10 Prenda cuya mención había yo olvidado.