Material de Lectura

De trasplantes e injertos 

 

Para Juan José Arreola con admiración y afecto, porque roba tiempo a su arte para enseñar a los jóvenes.

a Iris, mi hermana

 

I

Con la moda condicionada por los avances científicos, y como nuestro país es el primero en todo —no es que pequemos de nacionalistas, sino que hay que decir sólo la verdad, o, diga­mos, ¿en dónde se hizo la primera gran revolución de este siglo?—, el gobierno en colaboración con el PUO (Partido Único Oficial) ha iniciado los trasplantes de cerebros para contrarrestar la creciente oposición política, según lo estipu­la la reforma al artículo 89, fracción xxi de la Constitución. Se trata nada menos que de acabar con los descontentos, por medios científicos, no políticos, científicos o científicamen­te políticos. La fórmula consiste en quitarles el cerebro a los buenos ciudadanos —heroico sacrificio en aras de la democra­cia representativa, y de la revolución que la hizo posible—, a los que están incondicionalmente con el Estado, ya sea por sus ingresos elevados o por su carencia de honestidad y cul­tura en todos aspectos, y colocárselos a los opositores de iz­quierda, pues todo va de acuerdo con nuestra máxima abso­luta: no existe más camino que uno: la revolución. La tarea es difícil, porque en los últimos tiempos, la izquierda ha au­mentado sus adeptos (¡esos rojillos absurdos, filósofos de la destrucción, que traicionan al país y a los postulados de nues­tra carta magna, queriendo importar doctrinas exóticas!). Sin embargo, con la ayuda del FBI y de la CÍA, se pudieron reunir las fichas de los agitadores extremistas y de los guerrilleros. El trabajo de trasplantes lo llevan a cabo conjuntamente la Procuraduría y el Centro Médico; la primera localiza y arres­ta a los comunistas y el segundo los despoja de sus cerebros antipatrióticos para colocarles otros totalmente sanos, imbui­dos de amor por las instituciones. Claro que en algunos ca­sos, cuando la Procuraduría y el Centro Médico consideren que un marxista también lo es de corazón, el trasplante de su órgano vital se impone paralelamente al del cerebro. Así, pron­to desaparecerán los vendepatrias que trabajan al servicio de potencias extranjeras. Es interesante un dato aportado por los servicios del FBI y la CÍA: que los trasplantes cerebrales entre los intelectuales sólo han sido dos o tres: la gran mayoría, desde hacía tiempo, consciente o inconscientemente, trabaja para el Estado. En cuanto se liquide el problema básico, es decir, los dirigentes opositores, y en cuanto queden pocos rojos, podrán realizarse experimentos que, sin duda, asom­brarán al mundo. Por ejemplo: en el cuerpo de un comunista equis, se injertará el cerebro y el corazón de un ultraderechista para ver cómo reacciona, cuáles son sus impulsos, para ver si sus dos cerebros y ambos corazones logran ponerse de acuerdo o destruyen el cuerpo que los cobija. Quizá como en el caso de la anfisbena, aquel ser mitológico del que hablaba Brunetto Latini, sus dobles órganos se ponen acordes para preservar al individuo, antes que exterminarlo; en fin, mucho se avanzará en esta materia. Lo principal es que, por ahora, el gobierno ha tomado una medida adecuada y pretende terminar de una vez por todas con las minorías que absurdamente se oponen a nuestra gloriosa revolución. En el extranjero muchos igno­rantes, desconocedores de la realidad nacional, han afirmado que la medida es comparable a los atroces experimentos rea­lizados por los nazis. Nada más falso, se trata, no de un expe­rimento criminal, sino de un recurso políticamente legítimo para salvaguardar los intereses de la democracia y proteger a nuestro país donde se aspira al bienestar común y a la justi­cia social. Mucho, por otra parte, se ha preguntado si no re­sultaría más fácil exterminar a los radicales en lugar de ope­rarlos, incluso es muy barato debido a la nueva cámara gigante de gases que hace pocos meses nos obsequió el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Cierto, es barato, pero también es un procedimiento inhumano que va contra los postulados de la revolución. Además, ¿no es interesante ver cómo un hombre que era guerrillero ahora labora en unas lujosas oficinas bancadas o es postulado para ocupar un es­caño en la Cámara de Diputados por el PUO? ¿Verdad que sí? Bueno, sólo hemos adaptado a nuestro país los avances cien­tíficos. La revolución sigue su mismo camino pero se ha modernizado. Y la patria, como diría atinadamente el señor presidente, está salvada para siempre.

PD: Se sugiere un anteproyecto para crear pensiones a las fa­milias de los buenos ciudadanos que fallecen al donar sus cerebros o corazones a los extremistas (bello rasgo que úni­camente se ve aquí); asimismo, se insta al Congreso a que apruebe rápidamente la iniciativa presidencial destinada a crear un monumento a estos mártires de la democracia.


II

Si el negro antes de fallecer donó su corazón o no, es cosa que nunca se sabrá. La compañía que ha acaparado las deli­cadas aunque ya seguras operaciones para trasplantar órga­nos vitales de un cuerpo a otro guarda con celo sus secretos profesionales, y como los directores asumen rígidas posturas respecto a sus deberes, es seguro que no se encuentren los archivos por ninguna parte. En cambio, es indudable —se está viendo— la reacción adversa de las esferas oficiales y de los periódicos sobre Arthur y su nuevo corazón. La opi­nión pública blanca sostiene un criterio semejante; afirma que después del trasplante, Arthur ya no es el mismo: es casi ne­gro, al menos es un blanco con corazón de negro. Los racis­tas, no hace mucho, apenas acababa Arthur de salir de la sala de operaciones, comenzaron su labor y la familia —hijos y esposa— ha recibido llamadas telefónicas y cartas anónimas insultantes. Los adolescentes, por supuesto, están desconcer­tados ya que ignoran la realidad y sólo conocen los datos manejados por la madre. El propio paciente sufre —sin darse cuenta— por el error de la Compañía de Trasplantes e Injer­tos: el personal qué lo atiende lo mira con hostilidad crecien­te. Los directores alegan en su defensa que no tenían a la mano otro corazón, pero a nadie engañan: así lo hicieron por­que siempre es más fácil y más barato adquirir el corazón de un negro. Hasta el momento actual Arthur no sabe —aún tie­ne prohibidas las visitas— que si está vivo es gracias al cora­zón de un hombre de color. Para acabar de cercarlo con una barrera silenciosa, no permiten que el paciente vea TV, lea periódicos y revistas ni oiga radio. Por supuesto, ninguna enfermera dirá nada: buen cuidado ha tenido la compañía de ocultarle el pasmoso hecho: primero cobrará sus honorarios, lo demás no le importa mucho. Yo no sé si Arthur sospeche o intuya algo, pues el día en que un negro entró en su cuarto a efectuar el aseo, no dejó de sonreírle con amistad, con soli­daridad. Antes de salir, le echó una larga cariñosa mirada al sorprendido Arthur que jamás ha tolerado a las personas de color. Para evitar cosas semejantes, el Estado obligó a la Com­pañía de Trasplantes a reglamentar sus injertos, so pena de graves multas o la clausura del sanatorio donde opera, prohi­biendo en forma enérgica el trasplante de órganos negros en cuerpos blancos o viceversa: la pureza de la raza debe preservarse. Entretanto, Arthur es feliz; para su vida, supo­ne, se abren nuevas oportunidades; hace planes que se de­rrumbarán en cuanto dé los primeros pasos fuera del hospi­tal. O quizá le duren más las ilusiones: hasta que lo aprehendan y lo conduzcan a la horca, acusado de haber traicionado su color, de haber permitido que le colocaran un manchón os­curo dentro de la piel blanca.


III

Después del cuarto derrame cerebral, el rey entró en un defi­nitivo estado de coma; así permanecerá hasta que fallezca, dijo el médico de cabecera de la familia real. Añadió: Sólo hay una esperanza: cambiarle el cerebro gastado por uno nue­vo, joven, vigoroso. La solución era excelente: el trasplante de un cerebro presenta tantas dificultades como el de la cór­nea o el del oído interno o como el de un corazón. La familia real aceptó, por ello, la sugerencia del doctor: había que sal­var al monarca que tanto hizo por su pueblo: solamente así el reino seguiría siendo próspero, que por otra parte no existía ninguna persona capacitada para conducirlo. Pero era nece­sario conseguir el órgano. Colocaron en las calles más tran­sitadas un edicto invitando a los habitantes a donar sus cere­bros para que el monarca se restableciera y pudiese continuar sus funciones de gobernante. Como respuesta (se hace saber a los habitantes que se requieren donadores de cerebros sa­nos, etcétera, etcétera: la patria agradecerá y la historia pre­miará, etcétera, etcétera) al día siguiente, en las puertas de palacio, una hilera de donadores aguardaba ser recibida. To­dos fueron atendidos con diligencia. Más de doscientos vo­luntarios fueron desechados por su avanzada edad. En rigor sólo quedaba un candidato y sin duda era el idóneo: un cam­pesino de unos treinta años, fuerte y sano. Sus antecedentes clínicos no podían ser mejores: ninguno de sus antepasados había padecido enajenación mental. El médico real, en un reconocimiento detenido, decidió que aquel hombre era el adecuado para salvar al monarca. El campesino se puso posi­tivamente feliz al enterarse de que su cerebro fue aceptado: los riesgos le parecían pocos comparados con la dicha de sal­var a su amadísimo rey. Dictó una carta de despedida a los familiares; se confesó y se iniciaron los preparativos. Nin­gún detalle quedó olvidado y, para evitar posibles errores, trajeron especialistas extranjeros que supervisarían la opera­ción. Cinco horas después, del quirófano salieron dos hom­bres en camillas: uno fue llevado a los aposentos reales, el otro fue enviado en una ambulancia a su choza. A las pocas semanas, en palacio, el rey salía de su estado comatoso, y en la choza, el campesino era alimentado por medio de sondas y más que vigilarlo, sus familiares estaban velándolo perma­nentemente. El monarca reaccionó muy bien. Al principio la recuperación fue lenta, pero poco a poco fue acelerándose. Movía brazos y piernas y hasta se incorporaba sonriendo a las enfermeras que lo rodeaban. Ahora habla, come con un apetito que nunca antes tuvo, se mueve con ligereza increí­ble, va de un lugar a otro en un alarde de energía que su ma­dre y su esposa jamás vieron en todos los años de convivir con el rey. De cuestiones estatales no quiere saber nada: pre­fiere charlar sobre el éxito de la próxima cosecha en caso de que las lluvias sean favorables. Y cada vez que tiene que asistir a clase de alfabetización se enoja y alega que para labrar sus pobres tierras no necesita saber leer ni escribir.