Material de Lectura

De Los Desfiguros de mi corazón

 

Nossa Senhora do Bonfim

Las meninas





Nossa Senhora do Bonfim


Eu gosto muito de vocé. Meu coracao está sangrando... Você me entende? De onde é você? Siento que un golpe de calor me sube a la cabeza porque, al contrario de lo que me ocurre, él, cuando yo hable, sí me entenderá. ¡Qué fácil el castellano para un brasileño como, cuando en mi caso, lo pronuncio abriendo tanto más las vocales, como de exportación!

Minutos después de tomar el taxi el mulato se estaciona por allí, en la cuesta, al lado de la acera. Como he estado vagando por la Playa del Farol, mirando desde lejos dos fuertes portugueses, solo —primera experiencia desde que llegué a Brasil—, la voz, y lo que dice, me deja suspendido. Tan lejos de nosotros, mexicanos endebles para actuar; o embozados, tirantes. [Queremos dejarte en Bello Horizonte para que, por tu cuenta, disfrutes el resto del viaje. No debes prescindir de esa oportunidad.] Nos despedimos después de mi encuentro con el Aleijandinho cuyas tallas efectúan cálculos complicados y otras especies similares, no lejos de una deformidad que a él —al leproso— le fue bien conocida. Vocé me entende? Los dientes del taxista, afilados, son otra ganancia —una más— en Salvador. Entonces pienso (ya que desconozco la selva) en el rugido de un cuento de Guimarães Rosa; en lo bárbaro y carnoso de su bostezo. ¿Qué harán estos colmillos al besar? ¿Destrozan o únicamente mordisquean? ¿Se clavan en la lengua para hacerla, bellamente, sangrar?

Eu gosto muito de você, repito, en una especie de eco para mí; para un yo incrédulo y festivo. La ciudad me sacude, me engríe y ensoberbece. Me encuentro como acabado de cesar, fascinado de no tener qué hacer y aún con dinero para no preocuparme de buscar empleo. Você me entende? De onde é você? Balbuceo; los brazos me crecen más de lo debido y en el asiento delantero —a su lado— no sé dónde poner todas las piernas que me nacen. Contesto no sé qué estupidez y pienso si su pregunta tiene que ver con el amor, pero también me interrogo sobre su coração, según él herido: jaspeado, rojo tirando a negro, refundido en las profundidades de las fibras del pecho, recipiente, acaso, de la alfombrada huella del jaguar, del zarpazo y del sexo, pero no de la soledad; no tampoco del vicio de permanentemente alimentarla.

Sonrío a mi vez, sin crédito ninguno frente a la realidad. Entonces se pone en marcha, sonriendo —espejo uno del otro—, sonriente, ya de perfil con la línea del mar de punta a punta de la cara; ya volviendo a mirarme, complacido, pues como está bonita a lúa. A Bahia é linda. Una luna que sale antes de tiempo, cuando el sol empieza a desaparecer con una máscara barroca. [Te va a servir de mucho. Así confrontarás a tu Sor Juana con remolinos semejantes. Ya verás qué convento, el del Carmen. Y la Catedral misma. Y San Francisco. Y el Candomblé que es lo que en el Caribe se llama Santería. Pero más que nada el cachondeo, ¡qué cosa! La gente al caminar arroja la semilla así, sin más ni más, nerviosamente conectada a la vida. Adiós. Feliz viaje.] Aquí —me repito a mí mismo— no existe el vicio de la soledad. Nadie parece integrarse, aun cuando por momentos, a su voracidad. Él canturrea. Lleva en los hombros el ritmo de la música y golpea con los dedos, suavecito, el volante. Me ve de reojo: eu gosto muito de você. Ahora —al oírlo de nuevo, ido mi primer eco— me quedo en ascuas, sin entender un ápice. Si acaso, a medias, las palabras-, pero no que haga lo que le dé la gana, sean cuales sean las consecuencias. Más bien sin siquiera pensar que las hay, pues la selva le da al jaguar un acento verde, interminable. ¿Por qué alguien puede decirle a otro que el corazón le sangra? ¿O lo acredita el hecho de ser desconocidos? Una mezcla de placer, de vanidad y de calidades que no se distinguen me sacude por dentro mientras el mar, sin exaltaciones, sin estridencia alguna, repercute en la vida.

Contemplo la ciudad, que se va, lentamente; que lentamente regresa mientras maneja, despacito, al hotel. Salvador Bahía es un sonido; el movimiento vibrante de los cuerpos tendidos en el aire. Es pronunciar las olas. O un caimán doble. Aquel que, recostado en los charcos, taimadamente amodorrado se cierra, por el momento, al apetito y el otro, el que al desplazarse entre los trozos macerados desconecta —a la existencia— de la víctima. Ambos —el que descansa y el que traga— asolean las escamas; ambos reconocen las brazas de lodazal mientras la ciudad alegremente se desplaza en la tarde, o sangra, pues al parecer tal es la seña de lo manifestado. Al trepar con desgano la cuesta quedan atrás los fuertes coloniales, un restaurante francés, una noticia sin importancia, parvadas que vuelan por el cielo o salen de una escuela. Allá —muy adelante— las tallas estofadas de los conventos en la ciudad vieja. El artista, en lámina de hoja, incrusta la esmeralda, la compasión, las perlas, el dolor, los zafiros. Pespuntea y mira —en el Manto de la Virgen del Carmen— lo que sólo así, enjoyada, en parte la arranca de un destino para el que ella, únicamente ella, ha sido creada: la Pasión. No parece una puta. Es una cortesana entretenida al codearse con mulatos y negros; maravillada de que el mar, dale que dale con las rocas, reviente en el semblante para volver a crearlo, vistoso, frívolo, tirando por la borda una por una sus caretas. Estoy, me digo, en Bahía. Veo, incrédulo, al taxista. Rodamos sobre una imprecisión; por la mezcla entre salvaje y culta de una ciudad muy rara, una especie de Siena o de Volterra aturdida, tal vez afiebrada, con insomnio hasta el amanecer. Hay aquí un antifaz que, remedando los modos de las olas cae inacabable en el olor a aletas de Bahía; en su ritmo de tucanes, también. En su forma, en el sabor del vecindario. Cae por los aleros carcomidos, relatados inexactamente; sobre las canastas de marisco que se venden dentro y fuera del Mercado Modelo, cuando por el elevador se baja de la vieja ciudad al precipicio que termina en las aguas. Resbala al mismo tiempo hacia las tiendas (menesteres para el Candomblé) donde compré para mi amigo Orlando el Ifá, veintiún caracoles para manejar los arcanos de los dolientes. [Gracias, doctor. Parecen valvas de una mujer, redondas, con su rayita oscura en la mera mitad, hasta se antojan.] Cae en los altares combos de la Catedral donde ayer, al fisgar, una mulata —desgarrándose el vestido y las medias, poseída del santo— se retorció de pronto, los zapatos por allí, como piedras, tirados, sin que el cura —por más que la pateara— hubiera logrado controlarla puesto que el santo le llegó. La gente la sacó con cuidado, para depositarla en la banqueta. Qué agitación. Aquí se pierde la continuidad ya que todo nos lame o nos frota la piel.

[Cuando llegues busca a Mae Menininha. Es la papesa de Brasil. Vive en las afueras de Bahía, en un barrio cualquiera, más bien pobretón. Puedes ir acompañado o solo, como quieras. Te vas a encontrar, en un cuadrángulo techado, con una litografía de las que se hicieron en el siglo pasado, vivita y coleando, increíble. Hay tarimas para sentarse, como en carpa. A un costado, sobre un sitial, está ella, con faldas y más faldas de organdí blanco almidonado. Es gordísima, muy vieja. Abajo, cerca, otra negra, que no sé quién sea, pero que tal vez la resguarda; después dos o tres niñas, ya no recuerdo el número. Y en la arena el séquito de las posesas, con mascadas en la cabeza que por el colorido te van a recordar el carnaval. Tienen los párpados cerrados y bailan hasta que, agotadas, dan con el cuerpo en tierra. Es un decir. Se mueven un tanto interrumpidas, o quebradas de la cintura y la cabeza, en porciones, eso es; a medias desmayadas, medio locas, un poco lazarenas: redivivas. Y fuera, los tambores. Los tocan hombres jóvenes o adolescentes. Hasta pronto. Aprovéchalo. Buen viaje.] Todo como parte de la imagen, de esa clase de desproporción, majestuosa y dinámica de varias clases de barrocos contrapuestos y a la par, ceñidos: el de la luz, el de la gente que pasea por la calle; el de la ofrenda y la milagrería; el de una cochambre entre apetecible y nauseabunda que llega — ¿por qué no?— hasta los listones que se compran en la Iglesia de Nossa Senhora do Bonfim, precisamente cuando termina la bahía de Salvador, una media luna muy larga, especial para los pies de la Virgen. [Se compran las cintitas, que se anudan en la muñeca para que te concedan lo que pides. No te las vayas a quitar. Con el tiempo, o cuando se cumplen tus anhelos, se caen.] Pero también hay los complejos estilos de la literatura y la poesía; el de las columnas salomónicas; el de un San Francisco que vagabundea por el oro, en su altar, junto a Cristo — ¡qué pareja envidiable!—. El barroco que está en la definición huidiza del espíritu, arriba, arriba siempre, de las sombras.

Vuelve el rugido del jaguar en el momento de llegar e intentar despedirme luego de pagar diez cruzeiros. Hemos cambiado otras palabras. Entonces me detiene: Convido você a jantar. Este é seu hotel, más nao desea do carro. O restaurante está aquí na volta. De inmediato acepto, complacido en una especie de restauración que se me da en el cuerpo. Luego me repliego en el coche y casi sin quererlo —movidos por el aire que llega de la selva— somos ya cómplices: un poco furtivo, o taimado, yo; un mucho desaprensivo él, pero ávido de lo que va a pasar no obstante que el asunto esté ya sobreaviso. Pero pronto cambia de idea porque es mejor que vayamos hasta su casa por razones que no comprendo bien, por mucho que pongo, o pusiera, atención. Sin esperar más se dispara en tanto que Bahía, a coro, se dilata en una forma diseminada de la sensualidad.

Siempre conmigo mismo me sentí en un sitio cerrado, en el que hay más gente de la que buenamente cabe. Así soy, pero ahora abro la puerta y sale con holgura, de modo que al respirar siento el alivio de la libertad. La tarde, fundiendo sus metales, pega por dondequiera lo que sobra. Son materiales escoriados, imprevisibles, que la mirada prende por donde se desplaza. Mis propios complejos desaparecen al adivinar la musculatura y la piel de Gilberto; de un Gilberto Silva que, al despedirnos, me pedirá que le escriba una postal firmada —dice— com meu nome, com meu proprio nome. Ellos viven lejos, por el rumbo de Nossa Senhora do Bonfim, ¿la conozco? É linda la Virgen. Qué coincidencia, sí, porque apenas la visité un día antes y vi, también, San Francisco, un cofre de oro que me ciega con la permanente resurrección de retablos, pinturas, ángeles, arcadas —nubes en el paisaje interno de la iglesia— pues la mirada jamás podrá fijar las cosas en un solo lugar, de modo que uno se marea si no cierra los ojos. Qué docilidad la del santo de Asís, inclinado en una línea curva, muda; en una actitud persuadida y que enlaza la cintura de Cristo. Están solos los dos, en el centro del altar mayor, embalsamados en su antojo —el de amarse— sin más conflicto que el encuentro sea eterno. Ambos tan exigentes en una pasividad activa, reversible, que permite la entrada a engreimientos para los demás ignorados; o a un transporte, a un quedarse fuera de sí, alelados, de modo que como proyectil la pareja se eleva entre mansa y eléctrica, entre tierna y dinámica, ardorosa, impulsada hacia cosas más altas, siempre más. ¿Para qué atribuirles una definición si la padecen múltiple? Entrar es excitante; orar debe ser más. En el recuerdo veo y salgo pronto para estar con Gilberto quien me cuenta cosas tan rápidamente como rápidamente los átomos de oro saturan el cuerpo desnudo de Cristo, abierto también, como el mulato, a cualquier exigencia de la vida. Porque Gilberto y Fiuma están juntos, al fin, desde hace aproximadamente seis meses. Sonríe. Deletrea. A su mujer ya no la quiere. Você me entende? Explica que de su matrimonio resultaron dos hijos, pero por Fiuma lo ha dejado todo. Hay un semáforo. Entonces se inclina hacia mí; me acaricia la barba bella, ásperamente, porque es lindo tenerla rizada, así de cobriza y brillante.

No me es ajeno, ni difícil, reconocerme en tales trances. Mi perplejidad va en aumento como la propia tarde al tratar algo; al enviarse a sí misma muy lejos para indagar, para reconocer o para desaparecer, simplemente. ¿Dónde ha quedado el corazón sangrante, el que con abundancia se derrama por mí? ¿Qué hago recorriendo kilómetros que dejan el asfalto por la elección de calles polvosas hasta entrar en un barrio lumpen, lo suficientemente desmantelado y maloliente como para despertar la excitación o desterrarla? Extraviado por dentro y por fuera me dejo ir, a la deriva, mientras Vicentina y él se separaron como cualquier pareja, porque hasta las cacerolas volaron y los niños moqueaban a cada nuevo pleito, y qué bueno que yo le escriba una tarjeta, y que la firme, cuando deje Bahía, que es tan hermosa. ¿A dónde voy a ir? ¿A Manaos, a Belén? Allí sí que la gente es gentil, calientita... Los forasteros viajan porque tienen dinero, no como Gilberto, que jamás ha ido a Río, con las ganas que tiene. Me repito a mí mismo que ni entiendo ni hay para qué, pues si me empeño es peor, un amasijo, porque finalmente, después de caminar a pie por una calle, entre charcos y lodo, llegamos y la besa, enseñándole las encías deslumbrantes. É un amigo extrangeiro. Conhecí a elena Praia do Farol. Ja lhe troxeram a geladeira? Que boa noticia! A qué horas? De tarde? Que tal, vocé gosta? E muito bonita, nao é? Vamos comemorar. Te dou un uisque en quanto a Fiuma prepara a jantar?

Ella es más joven, tanto más. Apenas catorce años. La fantasía me lleva hasta el momento en que se acuestan, pues del cuerpo de Fiuma desprende el corpiño estampado, él ya en calzoncillos con su vibrante y negra tienda de campaña que la otra, con la boca, exalta y acaricia. Los jaguares retozan y las manchas, en el acoplamiento, trozan los juncos. Pero al propio tiempo me doy cuenta de que la casa se reduce a un cuarto en el que cabe todo: un lecho angosto, no sé si individual; un excusado y un lavabo con una cortina cogida por ganchos. Allí al lado la estufa. También la mesita de comedor y, claro, el refrigerador que les acaban de mandar esa tarde. Un ropero. Quisiera imaginarme un patio, pero las fuerzas no me alcanzan. Gilberto me arrastra para que admire a geladeira, gigantesco aparato, bloque de lamentables proporciones que dice color white, como hielo. En una especie de deslumbramiento la abren, la cierran; la vuelven a abrir, le acarician los filos plateados. ¿Para qué servirán estas y estas compuertas? Tocan, husmean. Se encantan como dos huérfanos con el juguete de Navidad. Y luego Fiuma se aparta y en un cazo pone la sopa a calentar. Pero él pasa de nuevo, con delicadeza y lentitud, las manos por el iceberg mientras la luz del foco se despedaza en los colmillos del jaguar, más elástico y salvaje que cuando estamos en el coche.

Me sirve el uisque y pienso en su salario: ¿por qué no me ha ofrecido una batida de maracujá? El vaso mismo me arranca de estas cavilaciones y debo beber solo porque él —dice— habrá de manejar y Fiuma jamás bebe. Con la luz sobre la dentadura mi amigo es más preciso, logrado a cincel en el ébano. Se trata de un rostro dulce y feo, atractivo, algo inocente, juguetón. Parece adolescente en crecimiento pero debe tener treinta años. Los gestos circulan festivamente por sí mismos mientras a geladeira, atrás, habla de un progreso destartalado: el enganche, plazos mensuales módicos, intereses altos, adeudos y esfuerzos aquí y allá: una administración a regañadientes, amén de delirante porque el color white podría ser más económico si se acondicionara a la entrada mensual y al espacio de la habitación. Pero no se trata de una coherencia sino de la desproporción de Bahía (ricos, escasa clase media, pobres a montón); de aquí el despilfarro ya que si poco existe en el bolsillo — ¿a qué considerarlo?—. “Desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano.” Los decires de Sancho vienen como anillo al dedo en la temeridad de vivir, sin esperar, es cierto, pero con esperanza; en la altivez de ofrecer a un extraño una copa de whisky por más que el aguardiente se destile para toda ocasión, vecinos, a fin de cuentas, a un sitio descarriado pero junto a la Virgen de Bonfim. Ve a geladeira o, más bien, el resplandor que de allí emana, é muito bonita, não é? Y yo rechazo cortésmente la sopa porque se me fue el hambre y me siento a mis anchas oyéndolos en ese susurrar, mirando idiotizadamente al iceberg en tanto que el esmalte se prolonga de una manera incomprensible, aunque de paso, como un paisaje malamente incrustado pues el mar, y aun la propia Bahía, no cuentan con la irrupción de su gélica monstruosidad.

La tarde se fue y en un falso ademán para alcanzarla la noche empieza su labor. Todo me encanta y me alarma, pues la verdad es que me siento de prestado; o se me da —he de reconocerlo— un papel de actor sin estar preparado. Fiuma es fresca, como un río; es ingenua, brillante, lasciva; va entre las piedras y los matorrales; va en celo, intentando un gruñido o un zarpazo entre el cañaveral y la pitón que duerme sobre su propio mito. Va. Imposible que Gilberto (que insiste en la postal) me haya llevado para hacernos los tres el amor porque se halla feliz, tal como está; feliz sin más ni más. O porque a geladeira lo exalta y le da un poderío. Saca la cartera y de ella los billetes. Necesito fazer 150 cruzeiros. Y a Fiuma: encontró com você na madrugada, meu turno termina ãs duas. Cucharea la sopa sin premura porque sabe, como yo, que lo respalda el iceberg y que además lo nuestro es un pacto arreglado. Que, fuera de sus rondas en el taxi, no hay por qué llevarme de regreso al hotel, apresuradamente.

Y sin embargo ¿en qué condiciones —de pasar— sucederá lo nuestro? Meu coração está sangrando. Muerde el pan con un trozo de carne guisada. El bigote y los belfos se unen al mascar. Bebe en el estanque abanicando, con la cola, las moscas y el calor. Es bello. Las manchas son un fuelle que al saciarse expulsa el aire donde los pájaros no resienten el miedo de tal vecindad: son amarillas, negras, afelpadas. El jaguar retoza irreflexivamente al mismo tiempo con la amante y conmigo, basta verlo comer. Y ahora —ante mí— de nuevo la tienda de campaña más tiesa que antes mientras la hembra, al sentirla, gruñe despacio cuando con los dedos previamente él la palpa para luego escarbar la línea oscura de aquellos caracoles del Ifá. Después, ya separados, se zambullen en el estanque de flores blancas sin temor al caimán. Saltan, vuelven a sumergirse. Ya en la yerba, empapados, sin más dolor que el necesario se muerden mientras lo verde fluye con su imagen en el anochecer.

Siguen refiriéndose al dinero y al refrigerador en el que pareciera operarse una maduración pues ahora se ve menos voluminoso, como si lo exceptuáramos de una clasificación irreflexiva. Es un trozo de cielo nórdico en el que Venus y otros luceros brillan, tanto más acerados que los que nos pertenecen a nosotros. Por más que no desee seguirme sorprendiendo lo estoy cuando lo veo besarla, despidiéndose para que nos vayamos juntos, solos: el trabajo lo espera y a mí —pienso sin entusiasmo— después de la aventura, el hotel, con una alcoba de soltero. En marcha. De regreso me pregunta lo que ya sabe que le contestaré: que estuve encantado con su cordialidad; que Fiuma es linda; que nunca he visto un objeto más bello que su refrigerador color white. Y de lo oscuro del centro de su cuerpo sale la mano para acariciarme aprovechando de nuevo lo rojo del semáforo. Me pasa los nocturnos dedos por la barba, pues él es lampiño y le llama mucho la atención. Sonríe. Tengo los ojos húmedos y me arden. De coração? ¿Qué hace la gente para tener la piel tan blanca? La acaricia y soltamos una risotada. No se ve el mar: sólo hay una larga línea pasiva, instantánea, cuando la carretera decide abandonarla; fugaz cuando la volvemos a encontrar, descentrada su raíz azul.

Al llegar al hotel vuelve el rugido. Pero otra vez no quiere que me baje ni intenta descender: ¿por qué no lo acompaño? Torpemente enmudezco, pero él lo da por hecho. Fiuma desaparece en el silencio. [Buen viaje, ojalá lo aproveches.] Llevamos a una pareja a su destino, no sin explicar que soy extranjero para que no tenga temor, porque me aclara que se prohíbe tomar pasaje con el carro ocupado. Y de pronto me encuentro divertido; me siento tanto más un actor al aceptar el papel que para esa aventura se me ha escrito. Toco sus manchas, esos círculos amarillos y negros, elásticos lo mismo al dar el salto y trepar a los árboles que al caer sobre la cerviz interrogante del venado. Meu coração. . . Y veo también los dientes en su nada secreto triturar. Luego encontramos a una mujer a quien convenzo — ¡yo, en portugués!— de que se trepe. E ignoro por cuánto tiempo recorremos Bahía. Tampoco sé si me he identificado con la ambición de la pareja en la iglesia de San Francisco, afirmada en su activa pasividad. Días más tarde, en algún bar del Pelourinho, aspiraré, sin precaverme un ápice, toda la sensualidad, proyectada y cruel, de la ciudad. Pero por ahora mi único deseo es seguir, seguir agitándome en esa especie de nueva existencia donde uno, por más que observe, puede resbalar y morir en la enfermedad que es el engaño de los viajes.

Estamos solos, frente al mar. Ve por el espejo retrovisor para saber si nos observan. Resurgen las manchas, el rugido, los dientes que derraman, en la carnosidad de los belfos, palabras que muy poco aprehendo. No importa. Le digo que me hable en deletreos y él, por respuesta, me acaricia la barba. ¿Qué hago para tener la piel tan blanca? Luego me toma una mano para invitarme a que la pasee por la cabeza, la nuca, el cuello, los deseos. En voz baja murmura que debemos ir más allá, a la arena. Nos mira el mar. Al bajar del auto hace una leve mueca, como si algo le doliera en la ingle, já cansei de dirigir. Como está bonita a lúa. Nos acercamos más al mar. De nuevo me acaricia la barba, descubriéndome, con los suyos, el color de mis ojos. Ai, me doi muito aquí, dice volviendo a presionarse, coqueteando. Toca aquí. . . não. . . toca mais embaixo. Vuelve a conducir la caricia sobre las manchas empapadas. Ruge reconociendo el rito. Sim, aquí, debaixo do cinturão. Assim.

 

Noviembre de 1977
julio de 1982






Las meninas

 

Te vas a encontrar al demonio, te lo advierto. ¡Lástima, con lo bien que estás entre nosotras! Es como si te hubiera leído el Tarot —lo que ya no hago nunca— y te saliera, en el centro del tendido, el Arcano XVIII. Te falta clarividencia, ¿no ves que su nombre científico es Crepusculum? Dar un curso en Colonia, como lector, no vale la pena cuando además de estar en vacaciones, económicamente no dependes de ello. Hazme caso. Al decirlo parecíamos estar en la “Trattoria di Pietro” desde siempre. María salió un poco de la nada: allí hablaba conmigo, eso era todo. Nació espontáneamente, para mí, por un tiempo; luego se desvaneció con su grupo de gatos y Araceli.

Al verla pensé que su tipo repetía un modelo cada vez más escaso, un poco de cera; de museo de cera. Me estremecí. ¿Por qué el demonio? ¿Lo merecía a esas alturas de mi vida? ¿Hay momentos en que lo apetecemos? ¿Qué tenía que ver la hipotética lectura de unas cartas con lo que me decía? De querer precisarla pensaría en Romero de Torres o en Zuloaga. Pero no; más bien se acercaba a van Dongen rodeada (lo estuviera o no) de objetos que a su mero contacto se volvían polvorientos, curtidos en silencio; jamás, jamás decorativos a pesar de los pinceles del pintor. Una forma del trazo que se columpia de la caricatura a la pintura y que se queda, por eso mismo, entre dos mundos. Había en María algo anecdótico, como sobrante; lo otro era, al contrario, de raíz. Daba igual el uso de unas medias oscuras que la desproporción de las ojeras, difuminadas a propósito pues a golpes las manchas le fueron colocadas allí por un amante ya destituido; por un celoso que corría parejas con van Dongen. Datos, éstos, exactos, el muestrario de una mitología aplicada, en círculos viciosos, a las medias, a las ojeras o a Roma, donde vivía hacía ocho años endeudada, melindrosa, con su olor a leche agria acen­tuado por el calor; con esas conversaciones que no dejaban a un lado el exilio político, la magia, la filosofía, el arte —¿no te parece que todo esto (y se aplicaba a observar los ocres en sus variantes más difusas); que todo esto es como Babilonia? Así debió haber sido—; ven, vámonos, un café nos viene bien después del pranzo. ¿Se te antoja? Araceli amaneció peor; la flebitis es en ella absolutamente inexorable.

Sí, claro, debí haberle respondido, una vez en la Piazza del Popolo, arrellanado en una silla. Pero ¿qué hálito era el suyo? ¿Cuál si lo agrio de la leche no era suficiente para aprehenderlo? Un moho. Como si el alma, de tan madura (pues nadie la había recogido al caerse del árbol) se hubiera empezado a podrir entre las hojas secas en el campo. Debemos tutearnos. Yo no lo acostumbro, pero como he vivido en México, te siento relativamente cercano. Aquello está lleno de espacios sagrados, por eso se vuelve insoportable. ¡Ah, las ruinas prehispánicas! ¡Qué recuerdos, los de Malinalco! Prego, caffè: uno nero per me, l’altro cappuccino, pago yo, esta vez. Ferragosto es terrible, ¿verdad? Ojalá abran pronto el Museo Barroco, nadie lo conoce, qué colección, verás.

Me abrigó así, en su exilio. ¿Cuántas veces oí el estertor de la República, la repugnancia a la España franquista? La queja era por todo: Roma es bellísima, pero ¡está tan echada a perder! Ya ves, desde que llegaron los italianos se acabó la grandeza del Imperio. ¡Cómo nos falta el paganismo! Aristóteles y Jesús son los culpables de los retorcimientos de Occidente. Te enseñaré, mañana mismo, Santa María Antica, un puñadito de veneno, el primero, que los cristianos pusieron en los Foros. La inventiva era diaria, infatigable, ¿ya viste el Inocencio X? Es el único cuadro con el que cuenta esta ciudad; lo demás, quiéranlo o no, es grandilocuente, como la Sixtina. Bueno... hay excepciones. Anda, ve, no puedes vivir sin conocerlo. A Rembrandt mismo se le ven los trucos si se te ocurre compararlo. Tanta seda; tantos turbantes y brocados. Lo acentuado de la milagrería, ya en luz, ya en sombras: se le nota demasiado la Biblia y un artista de su talla no puede darse el lujo de ser protestante. ¡En cambio Velázquez! ¿De dónde se ase? ¿Qué objetos elabora? Grises, negros, hollines y ceniza; telas suntuosas pero descascaradas; o el bigote rubio, vicioso, de Felipe IV, toda una alegoría. Aún los púrpuras del Inocencio se le marchitan, desde siempre. ¿Será la decadencia de los Austrias? Verás la barba: un poco de tiñoso, rala, huérfana, ¡qué forma de lograr la inconsistencia de la vida! Acapara la nada: espejos, divagaciones, fuerzas disipadas, difuntos. Es el primer ateo que España ha dado al mundo. ¿Has contemplado cómo mató a su Cristo? Está completamente muerto, pero él lo asesinó.

Tosía. Pietro cocina mejor cada vez. Pero ¡mira!: se lo guardé a la Duse. De la bolsa sacaba un plástico en el que ponía (¿a qué horas?) el resto de la pasta, o una sardina; también un pedacito de pastel, todo revuelto, se pondrá muy contenta. A veces me pregunto si es Cuba la que la vuelve muy violenta: allí nació, con nosotras se vino en el barco. Pero los trópicos no son para mí; siempre resultan aburridos. Sin embargo no comparto la opinión de Lawrence, pesca sólo la mugre, además de otras cosas pues ¡cómo se le van los ojos por las piernas bronceadas de aquel indio medio desnudo! Lo asusta lo sagrado. Así les pasa en general, cuando viajan y dejan el té de las cinco y sus puños almidonados, a pesar de que es, sin duda, un gran escritor. María llevaba consigo una tarjeta postal; qué olor el de Pátzcuaro, murmuraba para sí al ver el paisaje porque la purificaba de las miasmas de Europa. ¿Qué te decía de Pietro?

Van Dongen insistía en su modelo cuando el alma intentaba ser tomada por alguien; o cuando hacía señas para no quedarse entre las hojas al atardecer. El moho daba origen a hablar de amigos en común: Ramón Gaya —me lo encontré en el “Greco”— no me saludó, está peor que nunca de carácter, se va a poner muy feo. O vi a Juan Soriano, áspero, burlón, un latigazo. O ¿dónde andará Cernuda? En los ojos se fraguaban los versos. Es lo mejor del 27, pero nadie como Luis para matar cualquier conversación. Había nacido para escribir y aburrirse; para contemplar y estremecerse. Ella miraba, entonces, algo pasajero; algo que cortaba una cúpula. Me acordé de mis miércoles con él, en el “Hotel del Prado”. Silencios, miradas, silencios. ¿Por qué me sometí a aquellos suplicios? María tenía razón, era gélido. A veces sonreía, pero siempre con máscara. Su pasión era el cine —los western sobre todo— a los que barajaba ocultando su vida personal y la poesía. Yo mismo lo habría de presentar con O’Gorman y Gaos, puentes inmejorables con la Universidad, por lo bajo entendido que no tenía un centavo pero eso sí, un dandy, confeccionado por un Midas que si no en oro sí convertía lo que tocaba en tedio. Le faltaba —me dijo despreocupadamente—; le faltaba, menos mal, (decía el poeta) un corto tiempo para dejar el mundo. ¿Sabía yo que por la línea de los hombres todos morían a los 68? Y un día, al rasurarse, justamente a esa edad el ataque cardiaco. El sí almacenaba —que no yo— la clarividencia del Arcano XVIII; la que le dictaba, acaso, su tortura; la que lo convirtió en una quimera. La Luna está en la parte superior, con su luz endeble, geométrica, podrida, ya ves que no nos logra calentar. Fue la caída original; por ella nos hundimos en el mundo ilusorio de los binarios. ¿Ya viste qué espléndido tramonto? No se te ocurra ir a Alemania.

Roma es la capital del África. Tosió entonces al señalar los ocres, las palmeras; el amaranto, el Arco de Trajano, las mandarinas que a manera de nubes cruzaron el espacio. Está siempre incendiada. Yo, más que oírla, la olía. No era la leche agria; no era el moho. Era un antiguo olor, como de gato. Se parece a tu México, es —como él— sagrada: ¿qué otro sitio en Europa alberga lo que éste? Nunca tuvieron burguesía: ¿cómo si todo es un panteón? El Quirinale, la tumba de Cecilia Metella, los Foros Imperiales donde debes ir a la caída de la tarde, como ahora. Un altro cappuccino per me, e tu? Pero era necesario que, cuando la crisis pasara, conociera a Araceli, la pobre no sale de la palattina hace ocho días, casi desde que tú llegaste. ¿Te quedas hasta octubre? Si no fuera mi hermana lo mismo te lo podría decir, te encantará. Pietro te puede fiar, si necesitas algún día, sí, tal como me sucedió después cuando, entre tráfago y tráfago, puteando, alguien me robó la cartera. Hablaba: las calles en Ferragosto son un desierto. Sólo los perros y los ingleses caminan a mezzogiorno. Suceden lentamente los días en que los sacerdotes mandan al diablo toda castidad. El van Dongen torció los labios; las ojeras se estremecieron en un parpadeo verde, de mosca. Luego son castigados, como Tiresias: ¡mira tú que hacer el amor frente a Apolo!

Y la otra, ya sana, llegó: gorda, enorme, de una blancura privada, ligeramente mate; miope, además. Enamorada de los animales, odiaba lo demás. En la Piazza del Popolo (a la hora de costumbre, en el café de siempre) trepaba las piernas en la silla vecina, con esfuerzo. Entonces supe que las Zambrano se amaban látricamente, como dos espejos colocados de frente, llenos de luz, o sombra; ya limpios, ya empañados; ya —como comprobé después— hechos puros añicos. Con tiento me anunciaron que la familia se alargaba a los gatos, a los que cuidan (me chismeó Andrea Fioretti en un aparte) con devoción, con compromiso. María no podía escribir más. Sus ensayos —mitad literatura, mitad filosofía— se esfumaban entre maullidos, la fetidez de los orines y los pleitos de amor. La Duse es muy peligrosa. ¿Había yo visto la cicatriz, aún fresca, en la mano derecha de Araceli? No fue la flebitis la que la tiró en cama, qué va, pero no se atrevió a confesarlo. Había sido Eleonora: se le había prendido sin podérsela separar: uñas y colmillos clavados hasta el hueso, y todo por atreverse a interceder por Agatón, porque si no ¡l’uccide! E orrìbile. Come te lo posso spiegare! Sonno ventiquatro, caro, amén de los callejeros, a los que María alimentaba mientras la flebítica cuidaba de los entronizados en aquella palattina accanto al Tèvere: orrìbile. ¿Había observado cómo parecían desmoronarse? Pues todo se debía a los gatos, de balde la cultura, ya el Palatino, ya Santa María Sopra Minerva, incluido el Redentor, lo único, por lo demás, que se salvaba (guarda che diccono!) de lo que en Roma esculpió Miguel Ángel. Quanta sciocchezza! De balde. Andrea se revolvía en su sitio, divertido, espantado, atolondrado: todo a un tiempo. Ojalá nunca me convidaran y si lo hacían —prego a Dio di no!— debía prevenirme pues no se puede estar un ‘attimo, uno solo. E come puzza quella pallatina! Una sera ho dovuto vomitare il risotto. Sonno un zimbello, mi crede, un zimbello. Aquel amor —escalofriante— las emparentaba con lo oscuro, sin precisarse que lo fuera. Porque la relación —desde la Duse hasta Agatón, pasando por los otros— era privada, díscola, sinuosa, sucedánea, virtuosa, incontinente, congregada, iniciática y ¿a qué decirlo? francamente espartana. Fue natural (por ser tan ambicioso y tan desprotegido) que al cabo de unos cuantos tanteos me adoptaran entre sus mimos para meterme en ese laberinto. Luego, ya iniciado, habría de llegar al centro mismo del espacio sagrado, el departamento junto al Tíber.

Araceli cocina bien. ¿Quieres polenta? ¿Gnocchi? Engordan. Haremos vitello arrosto o al vino. Te esperamos a mezzo-giorno. Sé puntual, no como tus paisanos. Después te prometo el ángel del frontispicio de Santa María in Porta Latina, lleno de ojos el cuerpo, las alas, el resplandor mismo que emana del relieve. ¡Qué locura! Apagó el cigarrillo. El Arcano —dijo tomándome de sorpresa— tiene dos pirámides entre las que corre una especie de arroyo, símbolo de la existencia humana. Nace puro pero a la larga se limpia con arena a fin de dejar al descubierto, en él, toda huella de sangre. Se purifica así el humor en sus encarnaciones pasada, presente y tal vez futura. La fuerza de la sangre, como sabes, sólo se disipa por ignorancia. De ella se nutren los vampiros, que no necesariamente son animales, sino gente que nos ronda, a la que amamos y eso, júralo, es lo que te puede acontecer en Colonia. La posibilidad de destrucción (XVI) de lo creado por la Naturaleza (II) es lo que llamamos el peligro en el plano físico. ¡XVIIl! Sonrió con frescura; con displicencia, acaso. Pero ¡qué maldad la de sus vecinos, que intentaban convencer al dueño del edificio para que las echara! ¿Qué se espera de los italianos? Salían de los negozzi a espiarla en la ronda vespertina a la que, invitado por ella, me asocié. Entonces del mismo bolsón nylon sacaba spaghetti envuelto con calamar de lata. Aquella mezcla —como si saliera del mar— era pescada con la mano sin cuidarse mucho o poco de que la grasa se embarrara en los dedos para atender en cambio tanto a i gatti como para huir a saltitos porque vàttene vìa, perchè non mi dai un baccino nel cazzo si non hai niente da fare? Y a veces hasta nos rozó alguna piedra mientras María, que tanto me recordaba a Celestina —“puta vieja, puta vieja”— se escurría lúdica y temerosa, una vez cumplida su misión pero no les hagas caso, mercaderes al fin; vamonos a la tumba del beato Angélico y luego a la Navona para un semi-freddo de los que te gustan. ¿No te he dicho que frente a las fuentes, en la iglesia, se halla la cabeza de Santa Inés? A la pobre la degollaron, ¡cuánto mal ha hecho Cristo! Tan entecos, tan famélicos, era necesario alimentarlos porque Cleopatra —sí, ella en persona— los acarreó por vez primera: por fortuna el Imperio los acogió en su seno. Se trataba (los dedos pringosos se pegaban al aire) de una especie de derivación del tigre real. Fuera de peligro, tomábamos asiento. ¡Qué alivio! Sacaba ahora el pañuelo. Después, ya de regreso, miraba, miraba siempre: ¿no te parece que estamos cerca del Mar Muerto? ¡Qué paredes! Y en efecto de los callejones colgaban los jardines tuteándose a la hora del tramonto, babilónicos, una vez dejados atrás los gatos con la panza llena, rascándose pulgas y roña al abrigo del Panteón, junto a Rafael.

Ellos todo lo saben. Bastaba, medio gruñó María, recordar la efigie de Toth o el felino incrustado en el cubo del Arcano IV para no pensar en que se desvariaba. Debo enseñarte las cartas, para que veas a lo que me refiero. ¿Ya descansaste? La respuesta se halla en el primer plano del emblema, pero no te confundas que ahora hablo del XVIII, el que te falta a ti. A la izquierda está sentado un lobo, siempre enemigo nuestro a partir de los cuentos de niños. A la derecha del sendero hay un perro, que nos mueve la cola en señal de falsa amistad: ambos nos tratan de hechizar, pero ¿son libres de su mala intención? De ninguna manera: por terror aullan a la Luna. Están cortados y ligados por la autoridad jerárquica más próxima a nosotros y que algo nos envía de su luz. ¡Donatello nos espera!

El movimiento de las piedras, al llegar —una y otra vez— a la Navona u otras fuentes me refrescaba como si hubiera mejorado el clima: lo mismo la Fontana del Moro que el Danubio o el Río de la Plata; igual el caballo que el armadillo envueltos en las burbujas que Anfitrite escogía de las olas, verdes, azules, verdes, decía mi compañera, infatigable en el semillero del idioma. ¡Ah, México! En Morelia la atendieron muy bien, cuando Lárazo Cárdenas, pero era un país tan alterado, tan nervioso, de una sabiduría tan ignota... Ahora, de nuevo, recordaba Malinalco o más bien sus águilas, acaso por contraste al barroco. Estovo a punto de una insolación y todo por violar el santuario. Qué escuetas líneas, soltadas al vacío, eso es, sin gravedad ninguna: las sigues con la vista volando en los espacios y cuando te acuerdas, ya se fueron. Estoy convencida de que Braque las tomó de modelo. Soltó ahora una sonrisita de tísica porque le daban vértigo. ¡Eran tan poco singulares los artistas de hoy día!

Con aplomo, pero no sin angustia, esperaban una pensión exigua y unas exiguas, cuando no fantasmales, regalías del extranjero. Debían abarrotes, la leche, la renta pero era más de preocuparse (aún cuando las Zambrano lo pasaron por alto) el odio del vecindario, mercaderes que no se iban del templo. Al llegar, ya desde el piso bajo, puzzava, por lo que, al subir al cuarto, el olor se volvía aborrecible. Por eso el día del pranzo trepé con taquicardia al recordar a Andrea: guàrdati perche le bestie sonno cattive. La Duse, una bianca e nera, la vedrai, è la più selvaggia. Ma María e Araceli non intendono; un giorno —peccato!— l’ucciderano. Al traspasar la puerta comprendí mi temeridad: un murmullo de vientos encontrados, sordo, salió de aquellos bultos a la espera del enemigo. Sin estarlo parecían agazapados desde siempre pero pasa, hombre, pasa, por Dios, no tengas miedo, tú eres de los nuestros. Por lo que, haciendo de tripas corazón crucé la doble valla del pasillo. Eran los dueños y ellas —las hermanas— se habían conformado en una especie de meninas que los atendían látricamente. ¡Qué alegría! La flebítica, tan cegatona, me tomó de la mano y me arrastró para enseñarme, abierta la ventana, lo que turbio, sepia, allá iba cargando la vejez y una cultura rica en sangre y delirios. El Tíber las acompañaba de día y de noche porque es nuestro confidente. Sabe que la Duse Estuvo embarazada y que en el barco dio a luz. Por eso sus cachorros fueron intocables. El que la gata hubiera nacido en la Habana era básico pero además un crío que ha mamado no debe sacrificarse pues la leche (ya sabes, se trata de una obvia alquimia material) los vuelve intocables, cosas que se explican por las pirámides del Arcano XVIII, o sea las relaciones de nuestro cuerpo material y el mundo de naturaleza invisible. A ti te falta no sólo clarividencia sino clari-audien-cia, carencias, en suma, de mediumnidad, pero todo se arreglará si no vas a Colonia. La Duse había laminado, en el balcón, el último eclipse de Luna, qué gloria de espectáculo. Hermes participaba de todo ello porque como robó el ganado de Apolo, poseía un gran amor por los animales, no sólo los solares. Siéntate. ¿Un Campari?

Los muebles se habían mimetizado. Se ignoraba el deslinde entre ellos y la piel de los gatos, herederos del tigre, que Cleopatra llevó. Luego varios vasos de vino para soportar el hedor. Pero ¿cómo alejar de mí aquel vitello arrosto? Lo fétido envolvía la palattina no distrayendo, un ápice, su devastación. Como los observaba me los presentaron: éste es Cavalcanti; ésta, Nina. Ven aquí, pequeño, ven: ¿no te encanta Agatón? El pobre, tan desdichado en el amor, no suele hacerle carantoñas a nadie, en cambio a ti, mira cómo requiere de tus mimos. De cuando en cuando se volvía a producir el murmullo, una amenaza de tormenta, en suma, por lo que, paralizado, vi de vez en vez mi reloj. El sulfídrico ambiente iba y venía hasta el Tíber; o hacia un Ferragosto sudado y sexual. Diversificados, podían al mismo tiempo ser el Uno para regresar acaso a las visceras de la Duse, consagradas por el eclipse o por el mar, pero pásale la fuente, un poco de insalata no va mal, ¡qué calor! con lo mucho que refresca lo verde, anda, ¿no tienes apetito? Estás muy, muy pálido, ¿te sientes bien? en tanto que había que espantarlos de la mesa, o separarlos, pues ¡tontito! no te le acerques, mira que tu madre te araña. Vamos, no hagas malcriadeces, que hay visita. Un alto. Sofocaciones, abanicos supuestos. Aquí vas a encontrar de todo. En lugar de ir al Pincio a leer a Boccaccio (tu toscano mejora, pero a veces no se te entiende nada); en lugar de escribir a diario a ese amorcillo tuyo de París lee los periódicos: los asesinatos —pasionales, políticos— son, en Roma, una ofrenda, una derivación de las hecatombes del mundo antiguo. Ojalá hubieran matado a Mussolini aquí mismo; ojalá, en la Piazza Venezia, sacrificaran a nuestro dictador... ¡María!, que dices, si Franco es inmortal.

¿Cómo, te vas ya? Les dije cualquier cosa, pero inútil, espérate un poco, quince minutos más. Debes ir a Cerveteri o a Tarquinia, saben, dijo, a Virgilio: “Vosotras, oh del mundo, clarísimas/ lumbres”. Ve tú solo porque no se deben compartir con nadie: “que por el cielo conducen el año fluente”. Y como Araceli hacía la siesta, la otra me llevó de la cocina a la sala para decirme que un día antes un ragazzo intentó extorsionar a Andrea porque, aunque ya hubieran convenido el precio, el jovencito quiso más, en fin, es de los que hacen guardia en la Piazza di Spagna; allí esperan a los turistas para que los levanten: ¡de haberse conservado el paganismo! La ventaja es que arriba del piso (¿has estado, no es cierto?; el del Vicolo delle Ursuline, sí) vive un amigo suyo que lo salvó al llegar, en el momento en que... Pero ¿quieres llevarle un vaso de agua para su medicina? Mientras, yo lavo y limpio todo esto, añadió María como si se acicalara para alguna festividad romana, ¡anda!

La puerta, entreabierta, me entregó un bulto en pleno movimiento, pues la enferma, con gatos y sin lentes, era otra, un algo tumultuoso, apetecible, porque trepados en la cama me dieron la impresión, conjunta, de un fiambre agusanado. ¡Mira qué marrulleros! dijo falsamente indignada, invitándome, con ademán lascivo, a sentarme en una silla, al frente, mientras la rodeaban marcando, con las patas, un ritmo de algodón, un sí que no es de felpa, amodorrado en la Canícula. La flebítica sonreía al subir de un nivel sodomítico al siguiente; sonreía en una ensoñación que iba, por lo pronto, de la Purificatio a la Amatio, qué sé yo, en tanto que las piernas, trepadas en cojines, recordaban un pasaje de Swift. Nadie, nunca, me pareció tan cercana a una gloria, tan raptada del mundo y al propio tiempo tan procaz. Me olvidé de que María y van Dongen se vigilaban siempre; de que el Arcano XVIII indica que nuestros enemigos no están autorizados a dañarnos sin límite; de que un día, ay de mí, habría de irme a Alemania. Me olvidé, con solicitud, de todo. La masa (terciopelos ardientes) se volvió a convertir en una vianda a la que, antes de devorar, se le adereza. Carne lúdicamente tierna u horizonte de dunas onduladas donde los gatos intentaron saciarse u olfatear en las aguas de aquel mar. Fue un tránsito en el que lo profano dejó de existir pues con ternura anidaron —ya el pelirrojo, ya aquella a manchas triples— en las oquedades de la nuca y algún almohadón; se abrigaron —el tuerto, el sonto— en la oscuridad de la axila, pronta a absorberlos. El fuelle resoplaba muy quedo, tibia, avariciosamente, mordisqueando, sí, ronroneando, aspirando, deseando, poseyendo. A la nueva Medusa le salían por la cabeza, por el cuello, por los senos, por las piernas ligeramente arqueadas, reposando al final de la cama pero stai zitto, zitto... Los hocicos —con su lengua de lija— repasaron con pasión el vientre; le lamieron los vellos del colodrillo; confundieron —piel con piel suturadas— la noche con el día. Contemplé atónito una ruptura de las normas ya que, con ser tan raso el bulto, tan espesas las carnes, hubo una transición porque de haberme sometido a la espera, a qué dudarlo, habría visto el milagro de la levitación, la Unió. ¿No son maravillosos? Viciada, viciosa, sintiéndose envidiada, me miró. Después, entre pasiva y majestuosa, fecundada, de un golpe me borró volviendo —stai zitto— a sus interjecciones, a sus frases, a aquellos suspiros que... ma lasciami; no, no, zitto, qui no. Sieti molti cattivi. Zitto. Ah!

Y de pronto, al entrar la Duse, la masa entera súbitamente se paralizó. Saltó al ropero y desde allí el garabato contempló su victoria, ma vieni qua, Eleonora, sei tanto bella!

No pude más; me despedí. Al bajar pensé que el de Araceli era un encuentro largamente esperado. Entre un escalón y el tufo consiguiente también la asocié a una placenta que, al reventar, regaba su producto difuso. Respiré accanto al Tévere. Por meses y más meses Roma siguió entregando cúpulas, espacios de vagina y semen, peligros y pellizcos. También mi encuentro con la belleza al subir una tarde hacia el Pincio, entre los pinos y el ocre de la casa de Shelley. Pero, fuera de la sentencia de María, nada de las Zambrano me perteneció. Por eso en Alemania (donde sus vaticinios atrajeron al diablo) me sentí doblemente vacío. Le cacciarono vìa —me escribió Andrea—. Odiadas por los mercaderes fueron, ellas sí, arrojadas del templo. Intentaron un refugio en Suiza, tutto un circo porque además de las maletas llevaban un mucchio di gabbie. No las admitieron, qué va; tutto un circo, veramente non lo posso spiegare. Peccato!

Todo un circo. María (¿de dónde sacó ese dinero?) me envió un Robería di Camerino para consolarme, acaso, de mi falta de clarividencia. Araceli murió. ¿Dónde estarán la Duse, el pobre de Agatón, los demás gatos? Pienso en que la capital del África, a estas horas del día, debe estar incendiada. Ven, date prisa, te voy a enseñar un columbario que aún conserva, intactas, las cenizas de los primeros mártires cristianos. ¡Mira cuánta belleza, incendiada!

 

Junio de 1978
junio de 1982