Material de Lectura

 width= Guillermo Samperio



Selección y nota
introductoria
de Hernán Lara
Zavala



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Nota introductoria

 

Si como en un psicoanálisis alguien me preguntara cuáles son los epítetos que definen a la narrativa de Guillermo Samperio mi respuesta sería tal vez previsible pero sin duda contundente: lo extraño, lo extraordinario y lo humorístico. Sus cuentos pueden ser breves o extensos, realistas o fantásticos, paródicos o dramáticos, pero en todos priva una manera inimitable de percibir el mundo. No en balde tituló uno de sus libros Textos extraños. Samperio, a pesar de que parece vivir dentro de este mundo, narra sus historias como si formara parte de otro mundo, un mundo distante, oblicuo, enrarecido e irónico. Me vienen a la mente varios ejemplos para ilustrar esta idea: un domingo, hace mucho tiempo, teníamos que inventar una historia para contarla oralmente en honor de Eraclio Zepeda. Guillermo, en su más clásico estilo samperiano, empezó a hablar moroso y titubeante. Explicó que durante alguna época él había sido guerrillero. Que además había sido alcohólico y que le había entrado a las drogas con ferviente fruición. Contó entonces cómo un día había tenido que viajar al Medio Oriente para traficar con armas y con drogas y en el curso del viaje había ido a dar a un pueblo cerca del desierto del Sahara donde se había encontrado con tres viejos que lo habían acompañado en su trayecto y con quienes había logrado cruzar las puertas desvencijadas del poblado aquel fantasmal y abandonado donde soplaba el viento y donde no había ni luces ni pisadas en sus calles. Que había recorrido con aquellos hombres aquel lugar sin encontrar ni gente ni animales. No recuerdo qué más contó. La imagen que me queda en la mente es la de que esos viejos eran tres ciudades que habían tomado el aspecto de personas para acompañar en su trayecto a un tal Guillermo Samperio, igualmente ambiguo y fantasmal, para llegar a la ciudad desierta, cruzar sus puertas y vagar por sus calles solitarias. A pesar del estilo monótono y dubitativo de narrar le aplaudimos mucho a Guillermo por la originalidad de su cuento y por la manera como nos había logrado confundir al mezclar los detalles biográficos con un cuento tan descabellado como fantástico. Con toda humildad y honestidad Guillermo aclaró, al fin de su intervención, que lo que nos había contado estaba basado en un cuento de Lord Dunsany. Al llegar a mi casa busqué en el libro de Dunsany y di con el cuento en el que Samperio se había inspirado. Era interesante, sin duda, pero era totalmente otra idea y otro cuento de lo que Guillermo nos había narrado.

Samperio percibe el mundo, lo procesa y lo transforma. Si Samperio entra a una oficina y le llama la atención un hombre “la mayoría de las veces moreno, delgado, un poco mal parecido a causa de una nariz ladeada o de un rictus en la boca que desarregla el rostro”, él no ve al joven ejecutivo en ascenso, servil y ambicioso a la vez, sino a “El hombre de la penumbra... quien comienza a habitar ese espacio infinito de la extensa noche sin tiempo”. Si en la misma oficina Samperio da con una señorita de blusa transparente y escotada, de conspicuo brasier, falda entallada, medias negras y tacones de aguja que se contonea ante los ojos lúbricos de los demás empleados eternizados en sus escritorios de metal, él no ve a la típica secretaria burócrata, buenona y provocativa sino que clasifica a todo un espécimen al que de inmediato nombra como “La mujer mamazota” para proceder a elaborar una detallada y amorosa descripción de su científico descubrimiento. Por último, al salir de la oficina Samperio se tropieza con un hombre que trapea el piso con un palo y una jerga. Él no ve a un empleado de intendencia sino que descubre que por ésa y por muchas oficinas deambulan los fantasmas de la jerga “señores de un espacio que no les pertenece”. Y mientras narra y nos describe a sus estrambóticos y simpáticos personajes —entre los que vale la pena mencionar a la Señorita Green, al pequeño gigante y sobre todo al filósofo Grotález del cuento...— la sonrisa “socarrona y salada” que Samperio le atribuye a alguno de sus protagonistas se vislumbra tras cada página en donde se mezclan casi sin que lo notemos el horror y el humor, la realidad y la fantasía, la locura y la risa.

Hay que mencionar también sus cartas que son una forma de diálogo interior con un interlocutor virtual. Por ello he querido incluir la famosa “Carta a Salvador Elizondo” en la que de manera oblicua nos habla de su apreciación personal de un autor contaminado ya por la imaginación samperiana.

El viaje que emprende Samperio en su escritura es como el de su protagonista Guillermo Segovia cuando decide habitar un texto y hacer que la realidad emprenda un viaje hacia lo imaginario. Se va adentrando en varios niveles de modo que Segovia logra colarse hasta la propia mente de la actriz Ofelia Medina que repentinamente se da cuenta de que se halla en el interior de una mirada. Poco a poco va emergiendo de allí hasta que regresa ya no al personaje Guillermo Segovia sino a la mente de Guillermo Samperio, el escritor.

Samperio pertenece ya a la gran estirpe de cuentistas mexicanos. No es solamente el escritor más imaginativo y original de nuestra generación, él ha logrado abrir un camino en la narrativa que estaba apenas vislumbrado por escritores de la talla de Efrén Hernández, Julio Torri y Juan José Arreola.



Hernán Lara Zavala

 


Ella habitaba un cuento

 

a Fernando Ferreira de Loanda

Cuando creemos soñar y estamos despiertos,
sentimos un vértigo en la razón.

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares


Durante las primeras horas de la noche, el escritor Guillermo Segovia dio una charla en la Escuela de Bachilleres, en Iztapalapa. Los alumnos de Estética, a cargo del joven poeta Israel Castellanos, quedaron contentos por la detallada intervención de Segovia. El profesor Castellanos no dudó agradecer y elogiar ante ellos el trabajo del conferencista. Quien estuvo más a gusto fue el mismo Segovia, pues si bien antes de empezar experimentó cierto nerviosismo, en el momento de exponer las notas que había preparado con dos días de anticipación, sus palabras surgieron firmes y ágiles. Cuando un muchacho preguntó sobre la elaboración de personajes a partir de gente real, Guillermo Segovia lamentó para sí que la emoción y la confianza que lo embargaban no hubieran aparecido ante público especializado. Tal idea vanidosa no impidió que gustara de cierto vértigo por la palabra creativa y aguda, ese espacio donde lo teórico y sus ejemplos fluyen en un discurso denso y al mismo tiempo sencillo. Dejó que las frases se enlazaran sin tener demasiada conciencia de ellas; la trama de vocablos producía una obvia dinámica, independiente del expositor.

Guillermo Segovia acababa de cumplir treinta y cuatro años; tenía escritos tres libros de cuentos, una novela y una serie de artículos periodísticos publicados en el país y en el extranjero, especialmente en París, donde cursó la carrera de letras. Había vuelto a México seis años antes del día de su charla en Bachilleres, casado con Elena, una joven investigadora colombiana, con quien tenía dos hijos. A su regreso, el escritor comenzó a trabajar en un periódico, mientras su esposa lo hacía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Rentaban una casita en el antiguo Coyoacán y vivían cómodamente.

Ya en el camino hacia su casa, manejando un VW modelo 82, Guillermo no podía recordar varios pasajes del final de su charla. Pero no le molestaba demasiado; su memoria solía meterlo en esporádicas lagunas. Además, iba entusiasmado a causa de un fragmento que sí recordaba y que podía utilizar para escribir un cuento. Se refería a esa juguetona comparación que había hecho entre un arquitecto y un escritor. “Desde el punto de vista de la creatividad, el diseño de una casa-habitación se encuentra invariablemente en el espacio de lo ficticio; cuando los albañiles empiezan a construirla, estamos ya ante la realización de lo ficticio. Una vez terminada, el propietario habitará su casa y la ficción del arquitecto. Ampliando mi razonamiento, podemos afirmar que las ciudades son ficciones de la arquitectura; a ello se debe que a ésta la consideren un arte. El arquitecto que habita una casa que proyectó y edificó es uno de los pocos hombres que tienen la posibilidad de habitar su fantasía. Por su lado, el escritor es artífice de la palabra, diseña historias y frases, para que el lector habite el texto. Una casa y un cuento deben ser sólidos, funcionales, necesarios, perdurables. En un relato, la movilidad necesita fluidez, por decirlo así, de la sala a la cocina, o de las recámaras al baño. Nada de columnas ni paredes inútiles. Las distintas secciones del cuento o de la casa deben ser indispensables y creadas con precisión. Se escribe literatura y se construyen hogares para que el hombre los habite sin dificultades.”

“Habitar el texto” iba pensando Guillermo mientras su automóvil se desplazaba en la noche de la avenida Iztapalapa. Solamente tenía puesta la atención en los semáforos, sin observar el panorama árido de aquella zona de la ciudad. Ni cuando el tránsito se intensificó hacia la Calzada de la Viga, se enteró del cambio de rumbo. “Habitar el texto”, insistía, a pesar de sus lagunas mentales. La idea de habitar los vocablos lo maravillaba; quería escribir de pronto un cuento sobre esa idea. Imaginando la forma de abordarlo, pensó que intentaría evitar soluciones literarias sobre temas similares. Al azar, se dijo que una mujer sería el personaje indicado. De manera brumosa intuía a una mujer habitando una historia creada por él. “Ella habitaba el texto” fue la primera transformación. “Aquí ya estoy en el terreno del cuento; la frase misma es literaria, suena bien.”

Recordó varias mujeres, cercanas y distantes, pero ninguna respondía a su deseo. Retrocedió y comenzó por imaginar la actividad de ella. Creó un pequeño catálogo de profesiones y oficios, orientándose al final hacia las actrices. Se preguntó sobre las razones de esta elección en lo que su automóvil se alejaba de la colonia Country Club y se dirigía hacia Miguel Ángel de Quevedo para cruzar el puente de Tlalpan. Dejó jugar a su pensamiento en la búsqueda de una respuesta o de una justificación. “De alguna manera los actores habitan el texto. Viven al personaje que les tocó representar y también viven el texto; no encarnan a persona alguna. En el teatro habitan la literatura durante un tiempo breve. En el cine, momentos de ellos perduran con tendencia al infinito. Los dramaturgos han escrito obras de teatro para acercarse al antiguo sueño del escritor de ficción: que seres humanos habiten sus textos. Que la creación artística pase de la zona de lo imaginario a la de la realidad. En el caso de mi tema el movimiento es inverso: que la realidad viaje hacia lo imaginario.”

El automóvil de Guillermo Segovia dio vuelta sobre Felipe Carrillo Puerto, adelantó una cuadra y giró hacia Alberto Zamora; treinta metros más adelante, se detuvo. Mientras apagaba el motor, decidió que la mujer de su relato sería una joven actriz que él admiraba, por sus actuaciones y su peculiar belleza. Además, la actriz tenía cierto parecido con la pintora Frida Kahlo, quien se retrataba en los sueños de sus cuadros, otra forma de habitar las propias ficciones. Aunque Segovia no titulaba sus cuentos antes de redactarlos, en esta ocasión tuvo ganas de hacerlo. Ella habitaba un cuento sería el nombre del relato; el de la mujer, el mismo que llevaba la actriz en la realidad: Ofelia.

Guillermo bajó del VW, entró a su casa; atravesando hacia la izquierda una sala no muy grande, llegó al estudio. Una habitación pequeña cuyas paredes tenían libreros de piso a techo. Encendió la luz, del estuche sacó la máquina de escribir, la puso sobre el escritorio, situado hacia el fondo, junto a una ventana, a través de la que se veían algunas plantas de un jardincito. Prendió la radio de su aparato de sonido y sintonizó Radio Universidad. Cuando abría el primer cajón del escritorio, Elena apareció en el umbral de la puerta.

—¿Cómo te fue? —dijo caminando hacia él.

—Bien —respondió Guillermo acercándose a ella.

Se besaron; Segovia le acarició el cabello y las caderas. Se besaron nuevamente y, al separarse, Elena insistió.

—¿Cómo respondió la gente?

—Con interés. Me di cuenta de que los muchachos habían leído mis cuentos. Eso se lo debo a Castellanos... durante la plática salió un tema interesante —explicó, yendo hacia el escritorio.

—Los niños se acaban de dormir... estaba leyendo un poco... ¿no vas a cenar?

—No... prefiero ponerme a escribir...

—Bueno. Te espero en la recámara.

Elena salió soplando un beso sobre la palma de sus manos orientándolo hacia su esposo. Guillermo Segovia se acomodó frente a la máquina de escribir; del cajón que había dejado abierto, sacó varias hojas en blanco e introdujo la primera. Puso el título y comenzó a escribir.

 

Ella habitaba un cuento


Aquel día la ola del frío arreció en la ciudad. Hacia las once de la noche, más o menos, cayó una especie de neblina, ocasionada por la baja temperatura y el esmog. La oscuridad era más profunda que de costumbre y enrarecía hasta los sitios de mayor luminosidad. Las viejas calles del centro de Coyoacán parecían sumidas en una época de varios siglos atrás. La misma luz de arbotantes y automóviles era sombría; penetraba de manera débil aquel antiguo espacio. Pocas personas, vestidas con abrigos o suéteres gruesos y bufandas, caminaban pegándose a las paredes, en actitud de apaciguar el frío. Semejaban siluetas de otro tiempo, como si en este Coyoacán emergiera un Coyoacán pretérito y la gente se hubiera equivocado de centuria, dirigiéndose a lugares que nunca hallaría. De espaldas a la Plaza Hidalgo, por la estrecha avenida Francisco Sosa, caminaba Ofelia. Su cuerpo delgado vestía pantalones grises de paño y un grueso suéter negro que por su holgura parecía estar colgado sobre los hombros. Una bufanda violeta rodeaba el largo cuello de la mujer. La piel blanca de su rostro era una tenue luz que sobresalía desde el cabello oscuro que se balanceaba rozando sus hombros. Las pisadas de sus botas negras apenas resonaban en las baldosas de piedra.

Aunque no atinaba a saber desde dónde, Ofelia presintió que la observaban. En la esquina de Francisco Sosa y Ave María se detuvo en lo que un automóvil giraba a la derecha. Aprovechó ese instante para voltear hacia atrás, suponiendo descubrir a la persona que la miraba. Sólo vio a una pareja de ancianos que salía de un portón y se encaminaba hacia la Plaza. Antes de cruzar la calle, se sintió desprotegida; luego, experimentó un leve escalofrío. Pensó que quizá hubiera sido mejor que alguien la viniera siguiendo. Echó a andar nuevamente segura de que, no obstante la soledad, la noche observaba sus movimientos. Le vino cierto temor y, de manera instintiva, apresuró el paso. Se frotó las manos, miró hacia los árboles que tenía delante y luego al fondo de la avenida que se esfumaba en el ambiente neblinoso. “Hubiera sido mejor que me trajeran”, se lamentó casi para cruzar Ayuntamiento.

Minutos antes había estado en las viejas instalaciones del Centro de Arte Dramático, presenciando el ensayo general de una obra de la Edad Media. Al finalizar el ensayo y después de salir a la calle, una de las actrices le ofreció llevarla; Ofelia inventó que tenía que visitar a una amiga que vivía exactamente a la vuelta sobre Francisco Sosa. La verdad era que el ambiente gris y extraño de Coyoacán le había provocado ganas de caminar; además, para ella el paisaje neblinoso continuaba la escenografía de la obra y le traía a la memoria su estancia en Inglaterra. Se despidió y empezó a caminar, mientras los demás abordaban distintos autos.

La impresión de ser observada la percibió ya sobre la avenida. Ahora, al notar que nada concreto le sucedía, no halló motivos profundos para el miedo. El fenómeno debería tener una explicación que por el momento se le escapaba. Esta idea la reconfortó y, un poco más animada, sopló vaho sobre sus manos con el fin de calentárselas. Sin embargo, esta repentina tranquilidad ahondó sus posibilidades perceptivas. Eran seguramente unos ojos que pretendían entrar en ella; ojos cuya función parecía más bien la del tacto.

Muy bien, le era imposible desembarazarse de la vivencia, pero al menos deseaba comprender. ¿Se trataba de sentimientos nuevos y por lo mismo sin definición posible? ¿Qué fin perseguía ese mirar? Pocas veces había tenido problemas con ideas persecutorias; aceptaba cierta inseguridad debido a la violencia del Distrito Federal. Se movía con pre­caución; ahora, que sí estaba exponiéndose, nadie la amenazaba. Las gentes de los pocos autos que pasaban a su lado no se interesaban en ella. Entonces, recordó los espacios intensamente luminosos en el escenario, cuando las luces de los spots le impiden ver al público, quien a su vez tiene puesta la mirada en ella. Sabe que una multitud de ojos se encuentra en la penumbra, moviéndose al ritmo que ella exige; suma de ojos, gran ojo embozado, ojo gigante apoyado en su cuerpo. Pretendiendo alentarse con este recuerdo, Ofelia se dijo que tal vez se tratara de la memoria de la piel, ajena a su mente; en ese brumoso paisaje, quizá volvía a su cuerpo y lo iba poseyendo paulatinamente. Ojo-red, ojo-ámbito, gran ojo acercándose a ella, ojo creciendo; Ofelia quiso sacudirse la sensación agitando la cabeza. El esfuerzo, ella lo entendía, fue inútil; ya sin fuerzas, se abandonó a la fatalidad y sintió sumergirse en una noche ciega. Caminó en un espacio de pronto apagado, perdiendo ubicuidad, todavía con la débil certeza de que no se encontraba ante ningún peligro.

Al doblar en el callejón de su casa, sintió que el ojo enorme se encontraba ya sobre sus cabellos, su rostro, su bufanda, su suéter, sus pantalones. Se detuvo y le vino una especie de vértigo semejante al que se experimenta en los sueños en que la persona flota sin encontrar apoyo ni forma de bajar. Ofelia sabía que estaba a unos cuantos metros de su casa, en Coyoacán, en su ciudad, sobre la Tierra, pero al mismo tiempo no podía evitar la sensación del sueño, ese vértigo a final de cuentas agradable porque el soñador en el fondo entiende que no corre peligro y lanza su cuerpo a la oscuridad como un zepelín que descenderá cuando venga la vigilia. Ofelia siguió parada en el callejón, intentando entender; en voz baja se dijo: “No es un desmayo ni un problema psíquico. Esto no viene de mí, es algo ajeno a mí, fuera de mi control”. Se movió lentamente hacia la pared y recargó la espalda. La sensación se hizo más densa en su delgado cuerpo, como si la niebla del callejón se hubiera posado en ella. “Ya no es que me estén observando; es algo más poderoso.” Se llevó una mano a la frente e introdujo sus largos dedos entre el cabello una y otra vez; sobresaltada, comprendiendo el hecho de un solo golpe, se dijo: “Estoy dentro del ojo”. Bajó el brazo con lentitud y, siguiendo la idea de sus últimas palabras, continuó: “Me encuentro en el interior de la mirada. Habito un mirar. Estoy formando parte de una manera de ver. Algo me impulsa a caminar; la niebla ha bajado y sus listones brumosos cuelgan hacia las ventanas. Soy una silueta salida de un tiempo pretérito pegándome a las paredes. Me llamo Ofelia y estoy abriendo el portón de madera de mi casa. Entro, a mi derecha aparece en sombras chinescas el jardín, de entre las plantas surge Paloma dando saltos festivos. Su blanco pelambre parece una mota oval de algodón que fuera flotando en la oscuridad. Me lanza unos débiles ladridos, se acerca a mis piernas, se frota contra mis pantorrillas; luego se para en dos patas invitándome a jugar. La acaricio y la pongo a un lado con delicadeza; gruñe lastimeramente, pero yo camino ya entre mis plantas por el sendero de piedras de río. La luz del recibidor está encendida; abro la puerta, la cierro. Deseo algo de comer y me dirijo hacia la cocina. Me detengo y me veo obligada a volver sobre mis pasos, sigo de largo hacia la sala. Prendo una lámpara de pie, abro la cantina, agarro una copa y una botella de coñac. Sin cerrar la puerta de la cantina, me sirvo y, al tomar el primer trago, me doy cuenta de que el deseo por alimentarme persiste, pero el sabor del coñac me cautiva y, en mi contra, renuncio a la comida. Cuando llevo la copa a mis labios por segunda vez, aparece Plácida, me hace un saludo respetuoso y me pregunta que si no se me ofrece nada. Le pido que vaya a dormir, explicándole que mañana tenemos que madrugar. Plácida se despide inclinando un poco la cabeza, y yo termino de beber mi licor. Entre mis dedos llevo la botella y la copa; con la mano libre apago la lámpara y, a oscuras, atravieso la sala y subo las escaleras. La puerta de mi recámara está abierta y entro. Enciendo la luz, me dirijo hacia mi mesa de noche. Sobre ella pongo la botella y la copa. Me siento en la banquita, abro el cajón, saco mi libreta de apuntes, una pluma fuente, y comienzo a escribir lo que me está sucediendo.”

Sé muy bien que aún habito la mirada. Escucho los sonidos que se gestan en su profundidad, similares al rumor de la ciudad que sube a lo alto de la Torre Latinoamericana. He tenido que moverme con calma y precisión. El temor se está disipando; me siento sorprendida, sin desesperación. Ahora, de repente, estoy molesta, enojada; necesito escribir que protesto. Sí, protesto, señores. ¡Protesto! Hombres del mundo, protesto. Escribo que habito, escribo que el malestar se ha ido de mí; detengo la escritura. Me serví licor y me tomé la copa de un solo trago. Me gusta mucho mi vieja pluma Montblanc, tiene buen punto. Mi cuerpo está caliente, arden mis mejillas. Pienso que no puedo dejar de vivir dos espacios; la avenida Francisco Sosa, que ahora la siento muy lejos de mí, es dos caminos, un solo gran ojo. En las calles de este viejo Coyoacán que quiero tanto existe otro Coyoacán; yo venía atravesando dos Coyoacanes, a través de dos noches, entre la doble neblina. En este momento de visiones vertiginosas, como yo, hay gente que habita ambos Coyoacanes; Coyoacanes que coinciden perfectamente uno en el otro, ni abajo ni arriba, una sola entraña y dos espacios. Alguien, quizá un hombre, en este mismo instante escribe las mismas palabras que avanzan en mi cuaderno de notas. Estas mismas palabras. Dejo de escribir; me tomé otra copa. Me siento un poco ebria; estoy contenta. Como si hubiera mucha luz en mi habitación. Paloma ladra hacia dos lunas invisibles. Me viene el impulso de escribir que a lo mejor el hombre se llama Guillermo y es una persona de barba, nariz recta, larga. Podría ser Guillermo Segovia, el escritor, quien al mismo tiempo vive a otro Guillermo Segovia. Guillermo Segovia en Guillermo Samperio, cada uno dentro del otro, un mismo cuerpo. Insisto en que se me ocurre pensar que escribe en su máquina exactamente lo que yo escribo, palabra sobre palabra, un solo discurso y dos espacios. Guillermo escribe un cuento demasiado pretencioso; el personaje central podría llamarse como yo. Escribo que escribe un relato donde yo habito. Ya es más de media noche y el escritor Guillermo Segovia se siente cansado. Detiene la escritura, se mesa la barba, se enrosca el bigote; se levanta, estira los brazos y, mientras los baja, sale del estudio. Sube hacia las habitaciones del primer piso. Se asoma a su recámara y ve que su esposa se encuentra dormida, con un libro abierto sobre el regazo. Se acerca a ella, la besa en una mejilla, retira el libro y lo pone sobre el buró; antes de salir, le deja una última mirada a la mujer. Cuando desciende las escaleras, aunque no atina a saber desde dónde, presiente que lo observan. Se detiene y voltea pensando que su hijo menor anda levantado, pero no hay nadie. “A lo mejor me sugestioné con el cuento”, piensa buscando una causa. Termina de bajar y la sensación de ser observado se le profundiza. Este cambio lo inquieta porque entiende que el paso siguiente es saber que no es visto, sino que habita una mirada. Que se encuentra formando parte de una manera de ver. Parado al pie de las escaleras, piensa: “Esa mirada podría pertenecerle a Ofelia”. Por mi lado, en lo que escribo con mi bonita Montblanc, siento que voy deshabitando la historia de Guillermo Segovia. Y él no puede disimular que mi texto podría llamarse algo así como Guillermo habitaba un cuento; ahora escribo que Segovia, poseído ya por el miedo, va hacia su estudio en tanto que yo voy habitando sólo un Coyoacán, mientras él habita paulatinamente dos, tres, varios Coyoacanes. Guillermo toma las quince cuartillas que ha escrito, un cuento a medio escribir, plagado de errores; agarra su encendedor, lo acciona y acerca la flama a la esquina de las hojas y comienzan a arder. Observa cómo se levanta el fuego desde su relato titulado prematuramente Ella habitaba un cuento. Echa el manuscrito semicarbonizado al pequeño bote de basura, creyendo que cuando termine de quemarse cesará la “sugestión”. Pero, ahora escucha los sonidos que se gestan en las profundidades de mi atento mirar, semejantes al rumor de la ciudad que sube a lo alto de la Torre Latinoamericana. Ve brotar el humo del basurero sin que disminuya su temor. Quiere ir con su esposa para que lo reconforte, pero intuye que de nada serviría. De pie en el centro del estudio, Guillermo no encuentra qué hacer. Sabe que habita su casa y otras casas, aunque no las registre. Camina hacia su escritorio, toma asiento ante su máquina de escribir, abre el segundo cajón. Dominado por la urgencia de que se frene su desintegración, sin saber precisamente qué o a quién matar, saca la vieja Colt 38 que heredó del abuelo. Se levanta, camina hacia la puerta; lleva en alto el arma. Mientras cruza la sala en la oscuridad, siente que está a punto de perder la conciencia, aun guardando la idea del momento en que vive. Finalmente, en ese estado turbio y angustiante, sube de nuevo al primer piso. La pieza del fondo se quedó encendida; hacia allá se dirige.

Al detenerse en el quicio de la puerta, no logra reconocer la habitación; sus ojos no pueden informarle de lo que ven aunque vean. Desde su dedo índice comienza a fluir la existencia fría del metal; identifica el gatillo y las cachas. Una luz pálida aparece en el fondo de su percepción, devolviéndole los elementos de su circunstancia. Distingue bultos, sombras de una realidad; mira su brazo extendido y levanta la vista. Frente a él, sentada en una simpática banquita, lo observa una mujer. Segovia baja el brazo con lentitud y deja caer la Colt, la cual produce un sonido sordo en la alfombra. La mujer se pone en pie e intenta sonreír desde sus labios delgados. Cuando Guillermo entiende que no se encuentra ante ningún peligro, su miedo disminuye, dejándole una huella entumecida en el cuerpo. Sin meditarlo, decide avanzar; con el movimiento de sus piernas, al fin, llega a la lucidez. Se detiene junto a mí; en silencio, aceptando nuestra fatalidad, me toma la mano y yo lo permito.


Carta anónima a S.E. 

 

7 de septiembre de 1980

 

Sr. Salvador Elizondo
Ciudad de México

Como ya se habrá dado cuenta al examinar el sobre y el final de la última hoja, la presente no lleva rúbrica. Esta ausencia tiene una breve e íntima razón: deseo conservarme en el anonimato debido a las confesiones que usted leerá más adelante. En caso de que ellas fueran más allá de sus manos, me acarrearía no pocos serios problemas.

Cuando hago referencia a la seriedad aludo a dos hechos: yo he visitado, en tres ocasiones, hospitales o clínicas de salud mental y hace algún tiempo estuve acusado de homicidio. Quizás el segundo resulte más grave. Ambos acontecimientos, la locura y el supuesto homicidio, mantienen cierta relación, aunque paralela, con su libro intitulado El hipogeo secreto.

Antes de proseguir, quiero pedirle que me tenga paciencia. Me cuesta mucho trabajo escribir lo que usted está leyendo. Decidirme a escribirle fue más difícil.

En mi juventud me interesé, no sólo por sumergirme en una experiencia que llamaré, por no hallar el nombre justo, “metafísica pura”, sino por enredarme también en determinados aspectos del arte. En las siguientes líneas me explicaré.

Hace alrededor de quince años, mi esposa, tres amigos y yo intentamos llevar a cabo una especie de “comuna espiritual” en la que pretendíamos, a través del coloquio de nuestras “introspecciones”, dar con una “micromitología” que se deslindara de las “macros” tradicionales (no en el sentido que aplica Guénon) que sobre el tiempo, el espacio y la experiencia habíamos conocido hasta entonces. Sabíamos que los filósofos habían intentado ya explicar el mundo (quizá con abuso) y convertir sus ideas en una teoría amplia que le entregara cuentas a ese mismo mundo, lo que llegó a entrañar tal vez seria puerilidad. Es probable que nuestra simpatía estuviera más cercana de los pensamientos que han brotado de la propia experiencia, a pesar o por ello mismo, de sus distorsiones. Nosotros renunciamos a explicar el mundo, a producir una teoría general; si puede expresarse así, nos buscábamos. Desde el principio intuimos que quien se busca corre el peligro de encontrarse. Y para acceder a la “micromitología” no dudamos en emplear el develamiento de nuestras interioridades (por estúpidas que fueran), revelando los sucesos de la vigilia (la zona donde nos esperaban seguramente las profundas cavernas del sentido), los del sueño y los provenientes de las “alucinaciones” o la “visión”. De esta manera comenzamos a hilar una costumbre que incrementó con rapidez su volumen, pero ni los contornos de una respuesta asomaba su claridad.

Es en este sentido que me atrevo a relacionar nuestra experiencia con lo que sería su Hipogeo, pues si es fidedigno que en éste la verdad se construye y devasta en la palabra escrita, en aquélla la generábamos a través de la palabra que opera en el habla frente a los demás. Quiero decir que nos construíamos en el diálogo vivido (aplico este adjetivo por mero trámite para alejar al sustantivo de la connotación literaria).

Como usted debe estarlo suponiendo, pronto, digamos después de ciento cincuenta charlas, nos percatamos de que el fin se alejaba cada vez más; a nuestro paso encontrábamos mayor opacidad y miseria. Este descubrimiento no nos alarmó mucho, pues opinábamos que si un individuo que se indaga a sí mismo encuentra gran complejidad, creando vértigos a veces suicidas, un grupo de cinco halla una complejidad que se convierte en obtuso existir compuesto por cinco nudos gordianos en promiscua conversación.

La “comuna espiritual” comenzó a heder a cuerpo corrupto. Los gusanos que pervertían nuestras vigilias, nuestros sueños y nuestras alucinaciones eran azuzados por la verdad.

Nos convencimos entonces de que la verdad no tenía por qué ser encantadora ni sana ni apacible ni bella (se ha hablado de lo aterradoramente bello; no me disgusta tanto la fórmula). La promiscuidad de cinco hombres reunidos en torno a igual número de “introspecciones” es la náusea del espíritu y del cuerpo; la mixtura de las ideas es la putrefacción de éstas.

La palabra hablada infectaba las reuniones. En ese ambiente surgió la necesidad de que accediéramos al suicidio del cuerpo colectivo. Sin embargo, el acto se demoró porque, en esa “democracia (muy lejana de la brillante de Pericles) de la razón y la irracionalidad” había un elemento enérgico, misterioso, sucio que nos ataba a la sonoridad de las palabras: la excitación sexual.

Cuando la siguiente reunión se iba acercando, aparecía en mis genitales una incontrolable excitación. Sobra decir que a mi esposa le sucedía algo similar. Unas horas antes de que se efectuara la reunión “hacíamos el amor” y “deshacíamos nuestros cuerpos”. Después, venía la charla con los otros, tres hombres corruptibles y putrefactos ellos mismos.

No creo indispensable, Sr. Elizondo, detallar nada; sólo confiarle una evocación general de aquellos hechos que su libro despertó nuevamente en mí. En tanto que mis recuerdos eran removidos, yo hacía algunas anotaciones. En seguida reproduzco varias, en especial las que se refieren a El hipogeo secreto, las cuales fueron meros ensayos para acercarme a su libro. La fecha que cada una trae al calce no coin­cide necesariamente con el tiempo de la lectura:

Una vez que, a la altura de la página 45 (Joaquín Mortiz, 1968), el lector vence la retórica del texto (no se trata, en principio, de un libro que nos venza), se produce una sensación extraña: yo me sentí parte de su escritura. O, a manera de alucinación, creí que alguien me observaba leyendo El hipogeo.


12 de julio de 1980

Cuando inicié la lectura de la segunda sección, no recordaba con exactitud la primera, como sucede durante un sueño. Había algo esféricamente imperfecto en la trama. Entonces, me dije: “este capítulo está redactado a semejanza de un sueño. De ahí que S.E. levantara una serie de velos ante la vigilia, jugándole una franca traición, para afirmar la realidad del sueño”. Entiendo que aquélla fue víctima de éste.


13 de julio de 1980

Desde sus primeras páginas, un buen libro (Swift, Elizondo) provoca una nueva escritura. Puede sobrevivir la del artista o la que el lector esgrafía en su interior (la última es más importante y peligrosa).


6 de agosto de 1980

El hipogeo secreto contiene una poesía deliciosa y macabra. Por ejemplo: “La muerte enfoca la visión del mundo con una nitidez dolorosa”. O: “Tu cabellera es un garabato de sombras como brasas a punto de extinguirse”.


15 de julio de 1980

La vida recuperada de aquella oscuridad donde se revuelven todas las potencias y sentidos con un gran temor y alboroto es vida que ya no tenemos; la muerte la posee sustancialmente, pero queda también materia viva. Esta dualidad le confiere otro carácter: de ficción, símbolo, existencia terrible. Se acerca mucho al sueño. Por otro lado, dudo de la veracidad de estas palabras y no dejan de serme atractivas.


22 de agosto de 1980

¿Es mejor creer en una mitología de prestigio que fundar una micromitología? ¿O es mejor no creer ni fundar nada?


30 de agosto de 1980

“El pequeño dragón gris sigue soñando.” (J.L.L.)


14 de julio de 1980

“Suicidio del cuerpo colectivo” es más que nada una metáfora que señala hacia una realidad turbia. Probablemente ésta contuviera la exaltación, el nihilismo y la demencia combinados de tal manera que nos llevaron a meditar la disolución de un grupo de cinco desesperados. Aunque en un principio deseábamos la vida colectiva, no pudimos sostenerla. El suicidio no pretendía cambiar el destino de nadie. El sacrificio, pues, no provenía tampoco del “vacío” ni de la “amargura”; quizás iba hacia ellos. Por lo menos, la decisión no tenía un argumento sólido ni un futuro visible.


5 de septiembre de 1980

¿Es más difícil descubrir una metafísica política que la dialéctica de las cosas?


28 de agosto de 1980

“Ella me dice que un niño edificó su casa
una tarde de primavera
y que aquel niño resultó muerto
al cruzar una calle.” (L.C.)


2 de septiembre de 1980

Las proposiciones literarias de El hipogeo secreto tienen la fuerza suficiente como para generar en el lector algunas reflexiones sobre la forma de existencia de las “imágenes en la memoria”. La conciencia puede distinguir muy bien entre individuos reales y personajes de novela; pero los últimos a veces se vuelven más significativos que los primeros. Ello me da a entender que es indispensable manejar un coherente “criterio de realidad” (esto lo entendí también en los tratamientos psiquiátricos a los que me he sometido); pero hay que permitir que la memoria organice una jerarquía distinta.


17 de julio de 1980

...Así, “nuestros fantasmas” existen en el recuerdo de manera indiferenciada, es decir conviven en una misma “casa” o “ciudad”; las personas de la vida real, las de la literatura, las que el escritor construye a partir de gente real o fantaseada se mueven en un mismo ámbito emocional y entablan íntima relación en la “casa de los sueños”. En ésta se desplazan igualmente los seres de pesadilla y los del sueño benéfico. Tenemos una fauna exuberante. Recuerdo, ahora, a mi abuela exorcizando su fauna que le brotaba sin control alguno, y “la casa de los sueños” comenzaba a apoderarse de la “casa de la realidad”.


18 de julio de 1980

“¿Puede lo inextenso contener a las cosas extensas?” (G.B.)


18 de julio de 1980

Sabemos que la lectura de la obra narrativa tiene su “objeto en el intenso deseo de saber qué es lo que sigue” (O.M.) hasta que el lector encuentra feliz remate o sentimiento de totalidad. Quien piense que El hipogeo secreto no logra tal objeto, está en lo correcto debido a que la obra no termina en su texto. Pero ello no implica un error, sino un acierto del Hipogeo, ya que siendo una “novela” cuyo personaje, digámoslo con O.M., es “la sugerencia de una sugerencia”, ella remata, termina necesariamente en el lector. Esto no lo consigue sin remover los pozos luminosamente oscuros del lector, pues es indudable que el “tono” obsesivo del Hipogeo crea un “sueño-tipo”, un “sueño-red”, un sueño que con sus bordes imprecisos toca muchos sueños. Es la estructura común a múltiples pesadillas. Por eso, al leer la “novela” nos viene la impresión de estar ante alguno de nuestros sueños olvidados o acontecimientos “reprimidos” (léase: angustia) que ahora empieza a removerse y que intriga contra nuestra tranquilidad.

De esta forma,
El hipogeo secreto continúa en los otros, en el otro. El lector resulta ser el gran beneficiado, pues no sólo leyó una obra narrativa “aterradoramente bella”, sino que hizo también su novela, una novela que nunca será escrita, pero que tomó existencia mental, oscura, particular, fustigante, vergonzosa, alucinante, verdadera, en “la casa de los sueños”. Sin embargo, para S.E. este proceso puede resultarle atroz porque obligó a su novela a “no resolverse”, y las “novelas” de sus lectores jamás las conocerá: nacen donde muere El hipogeo secreto. S.E. no sabrá entonces qué destino tuvieron sus personajes, incluido él, ni visitará las otras ciudades. No leerá las demás reiteraciones ni los otros sueños.


19 de julio de 1980

Hasta aquí mis notas. Espero que me disculpe por el exceso. No quería dejar de lado mi opinión sobre su Hipogeo. Además, las anotaciones fueron las que me impulsaron a escribirle la presente. Prosigo con mi relato.

Bueno, al fin llegó el día en que no volvimos a reunirnos. Pusimos en práctica el suicidio del cuerpo colectivo. Había dos cuestiones claras: el fracaso y la sombra. A últimas fechas los veía muy desorbitados (yo mucho más que ellos; lo reconozco), a tal grado que pensé que si la comuna no terminaba, yo habría asesinado a alguien. Era casi indispensable.

Transcurrió cerca de un mes. Mi mujer se iba poniendo cada vez más huraña y silenciosa, poco a poco volvió a sus antiguas lecturas. Mi angustia creció a un nivel que nunca hubiera imaginado. No podía leer ni escribir ni trabajar. Se me dificultaba vivir.

Teníamos un sofá-cama que me recuerda el diván de El hipogeo secreto. Aquí entra la coincidencia de mayor fuerza. Una tarde, mi esposa se encontraba recostada en el sofá y leía un libro sobre los cuervos de San Vicente. Antes de meterme a bañar la miré largamente pues los rayos de luz que entraban por la ventana hacían que ella pareciera una visión proveniente de mi angustia. Cuando salí del baño, quise observar la misma escena; los rayos de luz, el sofá y el libro seguían ahí, pero no mi mujer. Supuse que habría salido de casa a realizar alguna diligencia; sin embargo, vino la noche sin ella. Su ausencia creció con el paso de los días. Destrozado, acepté que eso tenía que suceder. No quise hacer preguntas, tampoco investigar.

Cuando planeaba mi suicidio, llegó la policía, acompañada por dos de aquellos hombres corruptibles. Me acusaban de homicidio. Tal vez usted leyó alguna de las noticias que dan razón de cadáveres hallados en zonas aledañas a la ciudad. La policía argumentaba que uno de esos cuerpos era el de mi esposa. Pero el que me mostraron no tenía ningún parecido con ella. Expusieron una serie de pruebas apócrifas en mi contra. Me declararon culpable. No estuve en la cárcel más que unos cuantos días; después me mandaron al psiquiátrico.

Pasé varios años ahí hasta que me dieron de alta. Prácticamente había olvidado el suceso. Durante mi encierro me dediqué a labores manuales (me gustaría regalarle un cenicero de vidrio que yo mismo hice). Ya instalado en casa de mi madre (quien me recuerda los últimos días de mi abuela), me puse a leer cosas ligeras. Un día de julio del año en curso, husmeando en las librerías, me topé con su Hipogeo. Disculpe, por último, la siguiente décima:


Aquí la envidia y mentira
Me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
Del sabio que se retira
De aqueste mundo malvado,
Y con pobre mesa y casa
En el campo deleitoso
Con sólo Dios se compasa,
Y a solas su vida pasa,
Ni envidado ni envidioso.
(F.L. de L.)


Esperando no haberle robado demasiado tiempo, aquí pongo punto final.


El hijo de Pito Pérez:
el filósofo Grotález

a Daniel Sada

 

La otra nochecita, el desconcierto se instaló en una de las mesas rojas de la lonchería del Flaco.

—Si el alma fuera de carne, el cuerpo sería un soplo, un ser incoloro —prosiguió el Filósofo Changuín.

Los que escuchaban, gente burlona del barrio, se sintieron incrédulos y confundidos; se miraron unos a otros, alguna sonrisa torpe, cómplices sin chascarrillo.

—Es más —continuó el Filósofo—, nuestra forma de humanos sería distinta porque, pongámonos a pensar —una mirada escrutadora, turbia y aguda, quizá también media sonrisa en la cara gris de Changuín—: nuestro cuerpo tiene dos piernas, dos orejas, dos de todo... Hasta aquí vamos por buen camino —echó otro interesante mirar a la joven concurrencia, carraspeó quedo y dijo—: ¿Alguien sería capaz de invitarme un par de flautas de pollo, con su jitomate, su lechuguita y ribeteadas con líneas de crema y salsa? —mientras habló realizaba la mímica que implica la elaboración de una flauta, desde el enrollamiento de la tortilla hasta el ademán de espolvorear el queso sobre el plato, saboreando la descripción.

Nuevamente se miraron unos a otros, caras morenonas y trigueñas, pelos negros y renegros. Felipe, retina amarillenta y manchas en las mejillas, intentó hablar pero se quedó en el puro gesto. Gonzalo, uno de los valentones del rumbo, aventó la palabra.

Flaco, tráile unos tacos a éste.

Todos volvieron sus ojos negros y cafés hacia la figura parda de Changuín, expectantes, inquisitorios.

—Bien —reparó el hombre—, dos de todo; ¿estamos de acuerdo? —los escuchas asintieron a coro con un movimiento de cabeza, cabellos necios, hasta indómitos—. Bien, pero ¿quién de los presentes se aventuraría a afirmar y sostener que el alma tiene también dos de todo? —la gente burlona del barrio se vio en aprietos, pregunta marrullera e imaginativa, ojos divagando aquí y allá como las moscas del establecimiento—. Pudiera suceder que el alma tuviera cinco brazos y siete ojos o a lo mejor un gran ojo con el que mira los procederes de su casero. Es probable que ni piernas tenga, que sea una mancha grande, etérea, viscosa, forma de amiba, amoldándose a nuestro interior, palpitante...

El Filósofo detuvo su parlotear cuando el Flaco, solamente de apodo, luciendo un improvisado delantal de manta, le dejó suculento plato de peltre con tres flautas, idénticas a las descritas por aquél.

—Un refresquito, ¿no? —añadió llevándose el primer taco a una boca muy abierta.

Pero el adolescente galopino del Flaco le traía ya una Manzanita, pues ¿quién no le picharía un chesco luego de profundas ideas que poco se oían por esos lugares?

—Esos son puros embustes, inventos de loco —gruñó, aventurero y nervioso, Demetrio, el menos moreno, en tanto se levantaba y medio se despedía.

—Lo que pasa —lo detuvo Changuín, la boca llena y los dedos encremados— es que tú eres un cuadrúpedo, pero menos cuadra que pedo.

La concurrencia se carcajeó en estruendo, liberando meditaciones retorcidas, aunque poco entendió. Y el menos entendedor fue el mismo Demetrio quien, rojo de los cachetes, retinas matadoras, gritó:

—No te rajo la madre porque se me ensucian las manos —y su salida fue irrevocable.

—A cada puerco le llega su San Martín —farfulló el Filósofo, metiéndose otra media flauta en la bocaza y dando lue­go sostenidos, gorgoreantes tragos a su Manzanita.


No, nadie sabía de dónde llegaba el fulano, ni se lo preguntaban. Sabían, eso sí, que alguna tarde apareció en la lonchería azul cielo del Flaco y que siempre regresó ahí, quizá cuando el hambre o alguna idea lo estaba aniquilando con mayor fuerza. Varios cuchicheaban que se lo habían encontrado ya en otras colonias, platicando sus disparates confundidores. Loco lo sabían, extravagante, no cualquier pordiosero, gustaban de sus ideas enredadas como carpeta tejida a ganchillo. El fulano dijo llamarse Grotález El Filósofo, pero pocos se acordaban de esto y fue Changuín desde un principio, apodo que nadie se acreditaba en ese barrio, apodo cariñoso aunque torcedor. “Yo sólo quiero exponer y que me escuchen —explicó una de las primeras veces— y si en la exposición lastimo y critico, oír, ver y callar, quien del mundo desea gozar, pues si pudiésemos comprender las agonías que se arrastran en torno nuestro (esas vidas que son muertes ocultas), nece­sitaríamos tantos corazones como muertes hay que sufren. Bástenos el luto que llevamos por nosotros mismos.”

Sus ropas elegantes, más o menos las de costumbre, algún día tuvieron aspecto de agradar, pero ahora eran de gemir, plomizas, terrosas; el color de su piel y sus pelos desordenados era también gris, jerga de banqueta. Demetrio tenía razón: podían ensuciarse los puños con aquella sombra callejera, mancha grasosa que no arengaba ni pretendía el convencimiento, envuelta en una sabiduría de humoradas, distante del desenfreno de la santidad. Así explicaba su circunstancia en los momentos de mayor ebriedad y se burlaba de las formas del pensamiento llamándolas “manufactura de ideales, mitología lunática, frenesí de hordas y solitarios, sed mortal de ficciones”.

Detrás de su mugre y su delirio se podían adivinar unos treinta y siete años. Se notaba que alguna vez había sido trigueño, joven, estudioso, próspero, de buenos modales y aromas. Pero declaró que una noche había renunciado, entregado a las voluptuosidades de la angustia; y desde entonces gustó de los peligros de la propia extinción. Se volvió experto en la moderna disciplina del horror, creando a cada momento podredumbre; y se redujo deliberadamente a cenizas. Se curó de la vida, como suele ufanarse. Con el tiempo incendió el árbol genealógico, evitó los pedigríes, adelantó el morir. La borrachera era el mejor medio de su renuncia.

No, nadie sabía que el fulano pasaba la mayor parte de su tiempo por la Merced, en las calles de Regina, como miembro de una comparsa oscura compuesta por mujeres y hombres, costales mugrientos recargados sobre paredes melancólicas, o arrastrándose, heridos y desesperados, en busca de la bebida cotidiana. Aun la podredumbre, la comparsa mantenía ciertas relaciones similares a las de la otra sociedad; tal La Chile Relleno, mujer gorda y pestilente, compañera eventual del Filósofo Grotález, codiciada por su gran trasero, excelente almohadón en las noches de mucho frío. La Chile Relleno había elegido al Filósofo —no al revés—, por dos razones fundamentales: porque ella era una de las mujeres más cabronas del Centro —aunque no tanto como La Lagarta, la mejor amiga de La Chile— y porque Grotález era el que tenía más labia de todos. Cuando ninguno de los dos andaba de excursión, coincidían en la misma banqueta; se gastaban el dinero —que habían reunido durante sus vagabundeos— en la cantina de la esquina, o en la farmacia del eje vial. Juntos registraban algunos basureros para conseguir la botana y organizaban las fiestas de la máxima miseria.

Después de uno de estos jolgorios cenicientos, sin música, Changuín se lanzó hasta la lejana lonchería del Flaco, en La Candelaria. El grupo de jergas callejeras había estado bebiendo durante cuatro días hasta que, una tarde, amontonadas y soñolientas, dormían al pie de las cortinas de un comercio desaparecido. El Filósofo reposaba recargado en las pantorrillas de La Chile Relleno; tambaleándose y con una sonrisa de imbécil, se acercó a ellos El Granchi —ex violinista, hombre chaparrito, gran greña, lentes sucios con un vidrio quebrado—, se hincó a espaldas de ella y comenzó a acariciarle las nalgas. La mujer mediodespertó al sentir la mano, pero ni siquiera volteó, quizá creyendo que la sobadera le venía de Grotález y se hundió en ese balbuceo de placer. Pero La Lagarta, que divagaba unos tres costales más allá, se dio cuenta de las maniobras del Granchi; como pudo se puso en pie y llegó hasta el triángulo perverso, agarró de las greñas al chaparrito libidinoso y lo empezó a golpear y a insultarlo con todas las formas de mentada de madre que se sabía. Algunos se desperezaron lentamente para presenciar la espectacular madriza, entre ellos La Chile y El Filósofo, quienes entendieron de inmediato el escándalo. Entonces, La Chile se sumó a la golpiza, mientras otros intentaban detener a ambas mujeres; por su lado, Grotález se levantó, pronunció algún dicho y empezó a caminar alejándose de la reyerta. Todavía alcanzó a escuchar una mentada de madre que le dirigía La Lagarta, pero ya no se detuvo sino hasta la farmacia. Ahí se gastó sus últimas limosnas en un cuartito de alcohol y se lo fue chiquiteando en el camino.

Así arribó a la lonchería del Flaco, el alcohol bulléndole como luz cruel en los ojos, y expuso: “Si tengo que caer en el agujero, llegaré tambaleándome. Estoy hecho de vida que se come la muerte. Si todos los que hemos matado con la mano o con el pensamiento desapareciéramos de verdad, la Tierra no tendría habitantes. Y los que no tienen la audacia de confesar sus tendencias homicidas, asesinan en sueños, pueblan de cadáveres sus pesadillas”. Sacerdote sin sotana, dirigente sin voz, guía sin mapamundi, comenzó a predicar para los muchachos que lo invitaron a la mesa. “Perdonen la exposición, pero traigo una yerba que me atosiga y me hace hablar. Soy la suma de mis fracasos. El que no contribuye a una catástrofe, desaparece sin dejar huella. Yo contribuyo aquí nomás con la mía. Contra la yerba: la contrayerba, el vino y la renuncia. Al fin que la borracha es mi alma, no yo”, y siguió con su parloteo.


Pronto el Filósofo terminó con el plato flautero y con el chesco; la manga de lo que en alguna remota época fue suéter rojo, la utilizó como servilleta, para qué dar más lata. Los ojos le lagrimeaban de satisfacción.

—Bueno, pues —dijo—, terminaré con mis embustes y locuras, como gritó el puerco. Pero con calma, porque el chiste es hacer buena digestión. ¿Quién me regala un cigarro?

En esta ocasión, el mismo Flaco le aventó un delicado sin filtro desde sus sartenes, mientras los ahí reunidos sentían por dentro una especie de baba espiritual. Felipe le encendió el cigarro al Filósofo.

—Bien —se dispuso éste, luego de larga fumada—, como ustedes podrán darse cuenta, los temas teológico-existenciales son bien peliagudos, y a ellos cada uno de nosotros debe dar su respuesta; de ahí que no me hagan mucho caso. Yo, lo único que pretendo es mostrarles que en cuanto uno se mueve tantito de lo que está parejo, inmediatamente rebuzna el animal. Si aceptamos que nuestra alma es una especie de amiba gigante, preguntémonos cuál será la forma de Dios y de todo su séquito. En los cuadros de las iglesias y los museos los representan muy monos y toda la cosa, pero creo que esa tarea deberían dejársela a los pintores abstractos y surrealistas. A mí, por lo pronto, no me gustaría irme al cielo a convivir con una multitud de amibas pegajosas e hipócritas; sería espantoso, quizá mucho más tremendo que el purgatorio y el infierno. No dudo, ni así tantito, en que la locura melancólica de la Cruz, sin ser todavía símbolo lanzaba ya su sombra sobre el espíritu. El prejuicio es una verdad orgánica, falsa en sí misma, pero acumulada y transmitida por las generaciones: hay que librarse impunemente de esta verdad atosigante. Que los pintores de la locura hagan su aparición y dibujen lo que durante tantos siglos se ha callado. Ni los horrores de las guerras superan el rostro del espíritu de nuestra civilización, oculto en la eterna obligación de creer...

En ese momento del discurso, quién sabe si aburridos, si asustados, o simplemente confusos, los muchachos comenzaron a irse, ofreciendo adioses silenciosos con las manos, en tanto el Filósofo volvía a bordar ideas retorcidas a propósito de la muerte y las razones contundentes para andar por la vida sin propósitos. Cuando Grotález percibió que la concurrencia había disminuido, apagó su cigarro, guardó la bachicha en una de las bolsas de su pantalón, dio las gracias y se fue.

 

Copilco El Bajo, 1982.
(Quedo muy agradecido a las ideas del
Breviario de podredumbre de E.M. Cioran.)


Bodas de fuego

  

 

Un cerillo, ataviado de novio, sale hacia la iglesia. Al llegar, se entera, por boca de los cerillos parientes, que la novia escapó en compañía de un cerillo vestido de amante. El novio frota su cabeza contra la desgracia y aparece un pequeño bonzo ardiendo bajo el cigarro.


Zapatos de tacón rojo para mujer linda  


a Magaly Lara

A los zapatos rojos los colorearon de manzana. Los zapatos rojos se ven bien en el zapatero, en el buró, o abandonados al pie de la cama. Con unos zapatos rojos los pies son importantes. A veces los zapatos rojos piensan. A los zapatos rojos les pusieron chapas por todos lados. Los zapatos rojos saben esperar. Son sinceros. Los zapatos rojos son el corazón de los pies. Los zapatos rojos se parecen a la mujer linda. Los zapatos rojos van bien con un vestido ajustado, o con uno amplio. Los zapatos rojos van bien sin vestido. Son medio gitanos. Son los labios de la sensualidad. Los zapatos de tacón rojos son amigos de los zapatos de tacón negros. Los zapatos rojos desean desnudos a los pies. Los zapatos rojos están pintados de amor. Los zapatos rojos atraen a pequeños minotauros. Son el sueño realizado de los pies. Los zapatos rojos siempre llevan a una bailarina.