Material de Lectura

El hijo de Pito Pérez:
el filósofo Grotález

a Daniel Sada

 

La otra nochecita, el desconcierto se instaló en una de las mesas rojas de la lonchería del Flaco.

—Si el alma fuera de carne, el cuerpo sería un soplo, un ser incoloro —prosiguió el Filósofo Changuín.

Los que escuchaban, gente burlona del barrio, se sintieron incrédulos y confundidos; se miraron unos a otros, alguna sonrisa torpe, cómplices sin chascarrillo.

—Es más —continuó el Filósofo—, nuestra forma de humanos sería distinta porque, pongámonos a pensar —una mirada escrutadora, turbia y aguda, quizá también media sonrisa en la cara gris de Changuín—: nuestro cuerpo tiene dos piernas, dos orejas, dos de todo... Hasta aquí vamos por buen camino —echó otro interesante mirar a la joven concurrencia, carraspeó quedo y dijo—: ¿Alguien sería capaz de invitarme un par de flautas de pollo, con su jitomate, su lechuguita y ribeteadas con líneas de crema y salsa? —mientras habló realizaba la mímica que implica la elaboración de una flauta, desde el enrollamiento de la tortilla hasta el ademán de espolvorear el queso sobre el plato, saboreando la descripción.

Nuevamente se miraron unos a otros, caras morenonas y trigueñas, pelos negros y renegros. Felipe, retina amarillenta y manchas en las mejillas, intentó hablar pero se quedó en el puro gesto. Gonzalo, uno de los valentones del rumbo, aventó la palabra.

Flaco, tráile unos tacos a éste.

Todos volvieron sus ojos negros y cafés hacia la figura parda de Changuín, expectantes, inquisitorios.

—Bien —reparó el hombre—, dos de todo; ¿estamos de acuerdo? —los escuchas asintieron a coro con un movimiento de cabeza, cabellos necios, hasta indómitos—. Bien, pero ¿quién de los presentes se aventuraría a afirmar y sostener que el alma tiene también dos de todo? —la gente burlona del barrio se vio en aprietos, pregunta marrullera e imaginativa, ojos divagando aquí y allá como las moscas del establecimiento—. Pudiera suceder que el alma tuviera cinco brazos y siete ojos o a lo mejor un gran ojo con el que mira los procederes de su casero. Es probable que ni piernas tenga, que sea una mancha grande, etérea, viscosa, forma de amiba, amoldándose a nuestro interior, palpitante...

El Filósofo detuvo su parlotear cuando el Flaco, solamente de apodo, luciendo un improvisado delantal de manta, le dejó suculento plato de peltre con tres flautas, idénticas a las descritas por aquél.

—Un refresquito, ¿no? —añadió llevándose el primer taco a una boca muy abierta.

Pero el adolescente galopino del Flaco le traía ya una Manzanita, pues ¿quién no le picharía un chesco luego de profundas ideas que poco se oían por esos lugares?

—Esos son puros embustes, inventos de loco —gruñó, aventurero y nervioso, Demetrio, el menos moreno, en tanto se levantaba y medio se despedía.

—Lo que pasa —lo detuvo Changuín, la boca llena y los dedos encremados— es que tú eres un cuadrúpedo, pero menos cuadra que pedo.

La concurrencia se carcajeó en estruendo, liberando meditaciones retorcidas, aunque poco entendió. Y el menos entendedor fue el mismo Demetrio quien, rojo de los cachetes, retinas matadoras, gritó:

—No te rajo la madre porque se me ensucian las manos —y su salida fue irrevocable.

—A cada puerco le llega su San Martín —farfulló el Filósofo, metiéndose otra media flauta en la bocaza y dando lue­go sostenidos, gorgoreantes tragos a su Manzanita.


No, nadie sabía de dónde llegaba el fulano, ni se lo preguntaban. Sabían, eso sí, que alguna tarde apareció en la lonchería azul cielo del Flaco y que siempre regresó ahí, quizá cuando el hambre o alguna idea lo estaba aniquilando con mayor fuerza. Varios cuchicheaban que se lo habían encontrado ya en otras colonias, platicando sus disparates confundidores. Loco lo sabían, extravagante, no cualquier pordiosero, gustaban de sus ideas enredadas como carpeta tejida a ganchillo. El fulano dijo llamarse Grotález El Filósofo, pero pocos se acordaban de esto y fue Changuín desde un principio, apodo que nadie se acreditaba en ese barrio, apodo cariñoso aunque torcedor. “Yo sólo quiero exponer y que me escuchen —explicó una de las primeras veces— y si en la exposición lastimo y critico, oír, ver y callar, quien del mundo desea gozar, pues si pudiésemos comprender las agonías que se arrastran en torno nuestro (esas vidas que son muertes ocultas), nece­sitaríamos tantos corazones como muertes hay que sufren. Bástenos el luto que llevamos por nosotros mismos.”

Sus ropas elegantes, más o menos las de costumbre, algún día tuvieron aspecto de agradar, pero ahora eran de gemir, plomizas, terrosas; el color de su piel y sus pelos desordenados era también gris, jerga de banqueta. Demetrio tenía razón: podían ensuciarse los puños con aquella sombra callejera, mancha grasosa que no arengaba ni pretendía el convencimiento, envuelta en una sabiduría de humoradas, distante del desenfreno de la santidad. Así explicaba su circunstancia en los momentos de mayor ebriedad y se burlaba de las formas del pensamiento llamándolas “manufactura de ideales, mitología lunática, frenesí de hordas y solitarios, sed mortal de ficciones”.

Detrás de su mugre y su delirio se podían adivinar unos treinta y siete años. Se notaba que alguna vez había sido trigueño, joven, estudioso, próspero, de buenos modales y aromas. Pero declaró que una noche había renunciado, entregado a las voluptuosidades de la angustia; y desde entonces gustó de los peligros de la propia extinción. Se volvió experto en la moderna disciplina del horror, creando a cada momento podredumbre; y se redujo deliberadamente a cenizas. Se curó de la vida, como suele ufanarse. Con el tiempo incendió el árbol genealógico, evitó los pedigríes, adelantó el morir. La borrachera era el mejor medio de su renuncia.

No, nadie sabía que el fulano pasaba la mayor parte de su tiempo por la Merced, en las calles de Regina, como miembro de una comparsa oscura compuesta por mujeres y hombres, costales mugrientos recargados sobre paredes melancólicas, o arrastrándose, heridos y desesperados, en busca de la bebida cotidiana. Aun la podredumbre, la comparsa mantenía ciertas relaciones similares a las de la otra sociedad; tal La Chile Relleno, mujer gorda y pestilente, compañera eventual del Filósofo Grotález, codiciada por su gran trasero, excelente almohadón en las noches de mucho frío. La Chile Relleno había elegido al Filósofo —no al revés—, por dos razones fundamentales: porque ella era una de las mujeres más cabronas del Centro —aunque no tanto como La Lagarta, la mejor amiga de La Chile— y porque Grotález era el que tenía más labia de todos. Cuando ninguno de los dos andaba de excursión, coincidían en la misma banqueta; se gastaban el dinero —que habían reunido durante sus vagabundeos— en la cantina de la esquina, o en la farmacia del eje vial. Juntos registraban algunos basureros para conseguir la botana y organizaban las fiestas de la máxima miseria.

Después de uno de estos jolgorios cenicientos, sin música, Changuín se lanzó hasta la lejana lonchería del Flaco, en La Candelaria. El grupo de jergas callejeras había estado bebiendo durante cuatro días hasta que, una tarde, amontonadas y soñolientas, dormían al pie de las cortinas de un comercio desaparecido. El Filósofo reposaba recargado en las pantorrillas de La Chile Relleno; tambaleándose y con una sonrisa de imbécil, se acercó a ellos El Granchi —ex violinista, hombre chaparrito, gran greña, lentes sucios con un vidrio quebrado—, se hincó a espaldas de ella y comenzó a acariciarle las nalgas. La mujer mediodespertó al sentir la mano, pero ni siquiera volteó, quizá creyendo que la sobadera le venía de Grotález y se hundió en ese balbuceo de placer. Pero La Lagarta, que divagaba unos tres costales más allá, se dio cuenta de las maniobras del Granchi; como pudo se puso en pie y llegó hasta el triángulo perverso, agarró de las greñas al chaparrito libidinoso y lo empezó a golpear y a insultarlo con todas las formas de mentada de madre que se sabía. Algunos se desperezaron lentamente para presenciar la espectacular madriza, entre ellos La Chile y El Filósofo, quienes entendieron de inmediato el escándalo. Entonces, La Chile se sumó a la golpiza, mientras otros intentaban detener a ambas mujeres; por su lado, Grotález se levantó, pronunció algún dicho y empezó a caminar alejándose de la reyerta. Todavía alcanzó a escuchar una mentada de madre que le dirigía La Lagarta, pero ya no se detuvo sino hasta la farmacia. Ahí se gastó sus últimas limosnas en un cuartito de alcohol y se lo fue chiquiteando en el camino.

Así arribó a la lonchería del Flaco, el alcohol bulléndole como luz cruel en los ojos, y expuso: “Si tengo que caer en el agujero, llegaré tambaleándome. Estoy hecho de vida que se come la muerte. Si todos los que hemos matado con la mano o con el pensamiento desapareciéramos de verdad, la Tierra no tendría habitantes. Y los que no tienen la audacia de confesar sus tendencias homicidas, asesinan en sueños, pueblan de cadáveres sus pesadillas”. Sacerdote sin sotana, dirigente sin voz, guía sin mapamundi, comenzó a predicar para los muchachos que lo invitaron a la mesa. “Perdonen la exposición, pero traigo una yerba que me atosiga y me hace hablar. Soy la suma de mis fracasos. El que no contribuye a una catástrofe, desaparece sin dejar huella. Yo contribuyo aquí nomás con la mía. Contra la yerba: la contrayerba, el vino y la renuncia. Al fin que la borracha es mi alma, no yo”, y siguió con su parloteo.


Pronto el Filósofo terminó con el plato flautero y con el chesco; la manga de lo que en alguna remota época fue suéter rojo, la utilizó como servilleta, para qué dar más lata. Los ojos le lagrimeaban de satisfacción.

—Bueno, pues —dijo—, terminaré con mis embustes y locuras, como gritó el puerco. Pero con calma, porque el chiste es hacer buena digestión. ¿Quién me regala un cigarro?

En esta ocasión, el mismo Flaco le aventó un delicado sin filtro desde sus sartenes, mientras los ahí reunidos sentían por dentro una especie de baba espiritual. Felipe le encendió el cigarro al Filósofo.

—Bien —se dispuso éste, luego de larga fumada—, como ustedes podrán darse cuenta, los temas teológico-existenciales son bien peliagudos, y a ellos cada uno de nosotros debe dar su respuesta; de ahí que no me hagan mucho caso. Yo, lo único que pretendo es mostrarles que en cuanto uno se mueve tantito de lo que está parejo, inmediatamente rebuzna el animal. Si aceptamos que nuestra alma es una especie de amiba gigante, preguntémonos cuál será la forma de Dios y de todo su séquito. En los cuadros de las iglesias y los museos los representan muy monos y toda la cosa, pero creo que esa tarea deberían dejársela a los pintores abstractos y surrealistas. A mí, por lo pronto, no me gustaría irme al cielo a convivir con una multitud de amibas pegajosas e hipócritas; sería espantoso, quizá mucho más tremendo que el purgatorio y el infierno. No dudo, ni así tantito, en que la locura melancólica de la Cruz, sin ser todavía símbolo lanzaba ya su sombra sobre el espíritu. El prejuicio es una verdad orgánica, falsa en sí misma, pero acumulada y transmitida por las generaciones: hay que librarse impunemente de esta verdad atosigante. Que los pintores de la locura hagan su aparición y dibujen lo que durante tantos siglos se ha callado. Ni los horrores de las guerras superan el rostro del espíritu de nuestra civilización, oculto en la eterna obligación de creer...

En ese momento del discurso, quién sabe si aburridos, si asustados, o simplemente confusos, los muchachos comenzaron a irse, ofreciendo adioses silenciosos con las manos, en tanto el Filósofo volvía a bordar ideas retorcidas a propósito de la muerte y las razones contundentes para andar por la vida sin propósitos. Cuando Grotález percibió que la concurrencia había disminuido, apagó su cigarro, guardó la bachicha en una de las bolsas de su pantalón, dio las gracias y se fue.

 

Copilco El Bajo, 1982.
(Quedo muy agradecido a las ideas del
Breviario de podredumbre de E.M. Cioran.)