Material de Lectura

Tijuanenses

 

Los recuerdo a todos muy bien: al Oki, al Tavo, al Pilucho, al Chavo, al Óscar, al Yuca, al Kiki, al Juan, al Kiko, al Pelón. O no: seguramente se me escapan algunos nombres. ¿Cómo olvidar al Mickey Banuet? Eran muy buenos para el basquet, los golpes, las patadas. Si no hubiera sido por los Free Frais, el Romandía, el Matus, el Cachuchas Insunza, los Pegasos hubieran sido los mejores basquetbolistas de su tiempo. Eran el terror de la colonia Cacho, el Sombrero, el Club Campestre. Aparecían de pronto en las fiestas, en sus Fords Custom con pipas, como el Mercury negro de James Dean, en sus pick-ups inclinados de enfrente, con sus chamarras rojas de mangas blancas de cuero y letras bordadas en la espalda: Pegasos, y luego un caballo alado como el del Mobiloil.

Eran de las mejores familias de Tijuana, pero no muy apretados. Se movían de noche. Incursionaban en la parte baja de la ciudad, nunca en los alrededores ni en territorio enemigo. De vez en cuando condescendían, se reforzaban con miembros de otras pandillas, los incorporaban al grupo, por simpáticos, por buenos para el basquet, por entrones para los pleitos, como el Mickey Banuet. Y solían acabar entre todos con el único adversario caído en el suelo. En una de las colinas, más allá del cerro de la Televisión o del fraccionamiento Chapultepec, organizaban rituales alabanzas a Baco; llevaban en la cajuela una enorme tina repleta de cervezas y hielo y entonaban "Oh Blueberry Hill" de Fats Domino. El Club Pegasos. Así se llamaba. Lo había organizado un jesuita como parte de su proyecto de trabajar con los jóvenes, especialmente de las familias ricas.

Tijuana era entonces una ciudad habitable. Su población cabía muy bien entre las colinas que la circundan. Uno de esos años James Dean se hizo pedazos en la carretera, Marlon Brando corría en una motocicleta o se curaba con mercurio cromo las cejas hinchadas en los muelles de Nueva York. Era la época de los calcetines fosforescentes y los liváis apretados y aceitosos, las botas o los zapatos con teps. Bill Halley llegaba a través del hit parade de una radiodifusora de San Diego. Y Perry Como: Jat Tiguiridac Siguiribum. Y Tab Hunter: Young love, first love, etcétera... Y, claro, Elvis Presley: You're nothing but a houndog...Y Little Richard: Tutti Frutti, Good Golly Miss Molly.

Y por otro lado merodeaban también los Escuderos, los Free Frais, los Seventeen. Había que elegir un color, pertenecer a un club, para sentirse alguien. Bastaba una chamarra anaranjada o negra con mangas blancas de cuero o una azul celeste o violeta de motitas amarillas. No se podía andar solo. Las calles eran peligrosas; las fiestas, un encuentro de resquemores y agravios, una suerte de lucha velada de clases.

No era fácil hacerse aceptar por uno y otro de los clubes o no se sabía muy bien cuál elegir, tal vez porque los socios eran tres o cuatro años más grandes que yo, tal vez porque tampoco insistía demasiado. Pero la verdad es que en las noches más solitarias del barrio yo soñaba con pertenecer a los Pegasos. ¿Y cómo no? Lo tenían todo: carros, chamarras, amigas, fuerza, pegue, prestigio deportivo. Eran los dueños de la ciudad y se les veía pasar con un sentimiento ambiguo de envidia y rencor.

Eran los días del descontón a media calle, del pasar báscula (asalto amable, irónico, humillante y montonero) y uno se moría de miedo al tener que salir solo al centro y toparse con el Memín, con el Jorgillo, o con los chucos de otras colonias que los domingos se aglomeraban en los altos del cine Roble o en la parte baja del Bujazán.

Ya había terminado la guerra de Corea. De vez en cuando se oía que alguna madre de la colonia Coahuila o de la Libertad recibía el homenaje inútil de un corazón púrpura por su hijo muerto en el campo de batalla. No pocas veces, tras una nube de polvo se veía la rauda incursión hacia los cerros de algún Chevrolet verde olivo mate, como el de MacArthur, que transportaba a un oficial portador de la absurda póstuma medalla.

No era cierto que se barrían los dólares con escoba, pero Tijuana era una fiesta. Frecuentemente los nativos se atrevían a recorrer el Waikiki, el Blue Fox, el Aloha, la Ballena, con más curiosidad que ganas de divertirse entre los marineros yanquis y las bailarinas.

Yo nací y crecí en la calle Río Bravo, frente a la escuela El Pensador Mexicano. En el barrio jugábamos beisbol los de Arriba contra los de Abajo, denominación práctica que obedecía más a la composición del terreno que a otro tipo de rivalidad: por la Río Nazas descendía el nivel de la calle y empezaba la cuenca seca del río. Nuestras diferencias no se oponían como el blanco y el negro. Ellos vivían en la más extrema pobreza y nosotros apenas al ras de cierta clase media baja, en la que volaban los pegasos del mundo feliz. Sin embargo, todavía podría preguntarse si todos, los de Arriba y los de Abajo, tuvimos las mismas oportunidades, idénticas ventajas. Muchos emigraron a Los Ángeles. Otros se quedaron. Uno murió en Vietnam. Los más afortunados fueron tal vez los que alcanzaron boleto para irse a las universidades.

Y la presa Rodríguez empezó a secarse en aquellos tiempos, tal vez como signo involuntario de que una época había concluido. Fenecían los años cincuenta y con ellos cundía la dispersión de los antiguos amigos, el desgaste y el desmantelamiento de los clubes. El color de las chamarras se desteñía y las mangas perdían su pintura blanca sobre el cuero. El Pilucho, el Kiko, el Yuca, se fueron a estudiar leyes a México. El Óscar empezó a aficionarse a la cacería y al tiro al pichón. Al Mickey se le vio cada vez menos en las cantinas de la zona norte. De los demás no volví a saber nada. Una vez me encontré al Chavo Villanueva en la estación de los trenes de Benjamín Hill o en algún otro lugar del desierto de Sonora, acompañado de Rogelio Gastélum, pero ya no supe más de él. ¿Y al Mickey Banuet cómo olvidarlo? ¿Dónde estás Mickey Banuet? ¿Qué ha sido de tu vida?

Muchos años atrás, entre la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, mi madre daba clases en la Pensador, mi padre seguía en el telégrafo, mis hermanas ya trabajaban. Asolábamos el barrio los Valenzuela (Ernesto, Óscar, Armando), su primo Federico Sáinz, y yo. Distinguíamos claramente una Tijuana que no excedía los 100 mil habitantes. A veces íbamos al estadio de la Puerta Blanca a ver a los Potros y al Bacatete Fernández. Luego, conforme fuimos creciendo, a cazar pájaros con rifles de municiones en la parte seca del río, junto al pirul caído. Federico Sáinz nos invitaba pepsicolas, nieve, manzanas: era la generosidad, la simpatía y el entusiasmo personificados. Y a veces los chucos venían de otras colonias. Una vez llegaron de la Libertad a una boda y mataron a patadas al Zambo. Presentíamos nosotros —niños bien de una clase ascendente— que entre el fondo plano del valle y los cerros se vivían distintos modos de vida, innumerables tijuanas superpuestas, destinos muchas veces encontrados. Era una Tijuana adolescente. El afán gregario de identificarse con un club era un síntoma de sobrevivencia, la necesidad de identificación a toda costa, el deseo de pertenecer.

Luego vino la secundaria en la Poli, el incendio enigmático de la torre de Agua Caliente, Santiago Ortega, Ricardo Gibert y el Memo Díaz, Marta Franco, Elsa Apango, Alma Marín, y, oh, ah, Celia Santamaría, los bailes en el Salón de Oro. Y con todo ello el paso del tiempo. Como paralelas imperfectas y humanas nuestras biografías apenas se to­can a lo largo de un lapso muy corto, después se separan hacia el infinito. Ni siquiera la memoria distante y el afecto recuperan la vida vivida. Uno es su pasado y su presente al mismo tiempo, pero el futuro de entonces ya pasó y no nos dimos cuenta.

Ahora Tijuana tiene más de un millón de habitantes. De la que yo hablo apenas existe para unas cuantas gentes: algunas, muy pocas, de las que nacieron y crecieron aquí. Al lado de una opulencia inexplicable, sobrevive la gente de los cerros y las chozas peligrosamente empotradas sobre llantas viejas y entre los cañones. Las condiciones no han cambiado: el contorno, sí. Por un lado, en la ciudad de maestros de ceremonias pululan los clubes. Se hacen fiestas y bodas entre nubes de hielo seco y árboles naturales como en las mejores épocas del casino de Agua Caliente. Por otro, como los chucos excluidos del banquete, se repliegan los cholos, con la camisa larga de cuadros anudada del cuello y suelta por encima de los pantalones kaki.

El Pilucho, el Tavo, el Kiko, el Yuca, son presencias lejanas, pero en su tiempo radiante y juvenil parecían la vida que se nos iba entre las manos.

—¿Dónde andabas, en los Ángeles?

La pregunta plantea un mito. Toda ausencia se relaciona con un destino de adulto en el East Side de Los Ángeles. Al volver de no importa qué parte del mundo, más de treinta años después y sobre todo en mayo, uno se encuentra con que la presa Rodríguez está a punto de reventar y las colinas se ven verdes en los alrededores. Algunos nombres se extinguen en la memoria, otros reaparecen entre los jefes de la policía o del gobierno. ¿Pero el Mickey Banuet dónde está? ¿Cómo olvidar al Mickey Banuet?