Material de Lectura

Secreto sellado

 

A Margarita Molina

 


Dudo que otro día se lo cuente; si ahora mismo no sé cómo es que me ha hecho recordar tanto. Recordar y hablar de ello. Entonces tenía yo dieciséis años, y la cabeza llena de pájaros. A esas edades debe ser natural. Y si lo pienso, más que de pájaros, podría hablar de alas de todos los tamaños, de todos los colores que me revoloteaban por dentro, que me asustaban y acariciaban al mismo tiempo. Igual que cuando se mete el aire entre las ramas y las hojas y se producen tantos rumores. Eso del ruido de las plantas es recuerdo que guardo de la infancia, porque a los dieciséis, ya hacía años que vivíamos en la ciudad. Pero dicen que lo que uno pasa de niña se queda grabado para siempre. Pues sí, ahora hay muchas cosas de después que he olvidado. Bueno, unas se olvidan y otras uno las esconde lo mejor que puede para que no se asomen nunca. ¿Para qué? Por eso le digo que no estoy segura de que le quiera contar más. ¿Esto?, pues bueno, porque usted vio la fotografía y ha insistido tanto.

Sí, tenía dieciséis años y mi primo acababa de llegar del extranjero. En esos tiempos era bastante común que se apersonaran gentes de muchas partes del mundo. La familia de mi padre había venido antes. Nosotras ya nacimos aquí. Y para qué es más que la verdad, que a papá le fue bien. Mejor que a los que se quedaron por esos rumbos de Dios. Por eso vino mi primo: a probar fortuna. Tampoco lo voy a negar, era muy guapo.

Sí, fue Óscar quien me presentó a Sergio, pero eso fue después. Viajamos hasta el puerto a recibir a mi primo Óscar y papá luego luego, le ofreció trabajo. Pero mi primo muy pronto supo que la ciudad no era para él. Es decir, que no era para vivirla, era para gozarla en sus visitas, para exprimirla, si se dejaba. Así que se despidió de nosotros y se fue al campo, a la finca. La mera verdad, mis hermanas y yo lo sen­timos, era tan distinto de los muchachos que fre­cuentaban la casa. Bueno, miento, los muchachos no la frecuentaban, o casi no; mis padres eran muy estrictos. Aunque le diré que no faltaba el vecino o el hermano de alguien. Pero con Óscar era diferente.

Lo fuimos olvidando. A veces papá recibía una carta; siempre con asuntos de la finca. Los hombres no se dejan llevar por cursilerías, ni Óscar para es­cribirlas, ni menos papá para contárnoslas. Cerca de pasado el año, ya medio oscureciendo, tocaron a la puerta. Era Óscar con Sergio. Sería por la pobreza de las tiendas de por allá, siempre tan mal surtidas, pero me llamó la atención que sus ropas fueran tan parecidas. No iguales, pero muy parecidas. Óscar nos presentó a su amigo y mamá ordenó que se pusieran dos lugares más para la cena.

En un año suceden tantas cosas. Primero me costó trabajo reconocer en el joven que platicaba con papá y con nosotras al que se bajó medio atarantado del barco. No sé cómo, pero yo acabé sentada cerca de Sergio, y la mera verdad, bastante incómoda. Bueno, pues sí, en primer lugar porque como ya le dije, no teníamos costumbre de recibir muchachos. Pero ya que él era amigo de Óscar, lo trataron sin tanto cumplimiento. Después pensé que lo que me tenía tan molesta era la mirada de Sergio en mí y luego en Óscar. Era por demás que se pudiera comprender lo que se decían con los ojos. Pero que se decían algo, de eso estoy segura.

Para la mitad de la cena ya me había olvidado de esa incomodidad, porque la conversación era intensa, divertida, tan diferente de la de todas las noches. En la mesa parecía que el contento, que las carcajadas eran cosa de cada día. Mamá y papá mismos estaban amables.

Cuando se fueron, Lola, mi hermana, me dijo que cómo se notaba que Óscar era nuestro pariente, que él y yo nos parecíamos. Yo no se lo creí, ni a la fecha lo creo. Es decir, si pienso en cómo éramos entonces, hace ya tantos años. Una vida, ¿verdad? Es cierto, mis hermanas entre ellas tenían una gran semejanza con mamá; pero de ahí a decir que yo me pareciera a Óscar, pues, como digo, la mera verdad...

En fin, para mí era claro que entre él y Sergio sí había un como parentesco; algo en los gestos, en la manera de reír, que hubiera sido más razonable ese comentario de Lola sobre los dos amigos. Claro que uno no es nunca su mejor juez, a lo mejor mi herma­na tenía algo de razón, pues no era la única en pen­sarlo. Pero yo lo dudo.

Esa noche fue el inicio de otras visitas, al principio de cuando en cuando. Óscar llegaba de improviso. Se dejaba caer de repente como un suave vendaval que nos agitaba a todos. Por lo regular, Sergio venía con él, y de no ser así, lo extrañábamos, al menos yo. Porque si primero fue casualidad, después él siempre procuró sentarse cerca de mí y darme conversación. Las visitas con los dos resultaban más divertidas. Hubo veces en que por algunos momentos nos quedábamos solos Óscar, Sergio y yo. Ahora no recuerdo de qué habremos hablado. No sería importante. Pero lo que no puedo olvidar eran nuestras risas. Con ellos la vida me parecía un carnaval. Qué raro que diga carnaval, ¿verdad? Pero es que todo se transformaba durante su estancia. Se llenaba de unos colores y una música, que desde luego sólo yo percibía. Mis padres se hacían un poco de la vista gorda. Será que Óscar casi siempre llegaba con buenas nuevas de la finca y papá no podía disimular su entusiasmo. La fortuna estaba de nuestra parte.

Para toda la familia las visitas de mi primo eran un acontecimiento. Entonces nosotras, mis hermanas y yo, olvidábamos lo estricto de papá y mamá. Creo que porque ellos mismos lo olvidaban. Óscar tenía algo especial. Con él no se podía ser solemne o serio o circunspecto. Y no porque fuera irrespetuoso, qué va. Estoy segura que mis padres jamás lo hubieran tolerado. Además, era tan guapo. Bueno, quizá hubiera sido mejor que papá no cambiara de carácter durante las visitas. Quizá le estaría yo contando ahora otra historia.

No sé cómo, pero Óscar se daba maña para que él, Sergio y yo pasáramos ratos sin los otros. A mí se me olvidaba todo. Le diré que de niña yo había sido muy traviesa. Creo que le di muchos dolores de cabeza a la pobre de mamá. Debe haber sido cosa del demonio, pero siempre me las arreglaba para hacer un gesto o cambiar el tono de voz o cualquier tontería que nos provocara risas solapadas durante el rezo del rosario, por ejemplo. No me era difícil hacer cosas a espaldas de los demás. Será por ése mi carácter, que acabé yo entendiéndome mejor con los dos muchachos. Para entonces también Sergio me decía que yo era igualita a mi primo. Y no le negaré a usted que hubo veces en que me dio lástima el parentesco.

Pues bueno, una noche mi primo me hizo señas de que querían hablar conmigo. Como ya le dije, siempre nos las ingeniábamos para robarle a los otros unos cachitos de tiempo. Después de la cena invité a Óscar y a Sergio a que fueran conmigo al patio, quería enseñarles la jacaranda en flor. Le diré que siempre me han gustado; pero la verdad, ésa era la excusa. No creí que mis hermanas salieran, la veían todos los días y tampoco creo que el árbol floreado las afectara como a mí. Supongo que a ellos tampoco, si más bien, venían a gozar la ciudad. Me imagino que quien vive en el campo está acostumbrado a sus maravillas.

Pues salimos. Ellos se pararon a un lado del tronco y tan juntos que hasta pensé en una foto de unos chinos americanos que alguna vez vi en una revista, y que eran siameses. No sé por qué se me vino eso a la cabeza. El caso es que Óscar me anunció: “Prima, hay algo que queremos decirte”. Y yo hice cara de circunstancia. Pero ninguno de los dos decía nada, y yo sabía que en cualquier momento dejaríamos de estar solos. En fin, Óscar volvió a hablar: “Sergio quiere casarse contigo”. ¿Para qué le digo lo que sentí? Sergio miró a Óscar y tomó mi mano: “Sí, quisiera casarme contigo”, y me besó la mano. Óscar hizo una profunda inclinación, luego tomó mi otra mano y también la besó. Quedamos unos segundos formando una cadena entre los tres, porque ellos también se tomaron de la mano.

Es curioso que al contárselo a usted me vuelvan todos los pensamientos. Así como recordé a los siameses, en esos instantes pensé en los mareos de cuando de niña jugaba con mis hermanas a “Doña Blanca”. Es que la sorpresa y la emoción hicieron que mi cabeza diera vueltas y vueltas. No supe qué decir. Me quedé tan muda como ellos antes. Ya sabe usted que acepté la oferta, Sergio era muy agradable y supuse que sería feliz a su lado, que iba a quererlo mucho, que mi vida había encontrado su camino. Pensé que mis padres estarían de acuerdo. Fue Óscar quien me indicó que no dijera nada, que Sergio regresaría para pedir mi mano, ya sabiendo que yo lo había aceptado. Así que volvimos a la casa. No pude evitar mi turbación y mamá me preguntó si me sentía mal. Yo le dije que me dolía la cabeza, que quizá me había enfriado (tenía calentura), y subí a mi cuarto.

Como unas tres semanas después volvió Sergio, esta vez él solo, y pidió hablar primero con papá. Después de un tiempo, que a mí me pareció eterno, me llamaron. Papá me informó del ofrecimiento y me preguntó si yo estaba de acuerdo. Yo le dije que sí, que sí quería casarme; entonces mamá se puso de pie y me abrazó amorosamente. Pensaban que yo aún era muy joven. Decidimos esperarnos medio año a que cumpliera los dieciocho. Sergio me puso en el dedo un anillo con un rubí, que me dijo había sido de su madre. La noche siguiente celebramos el compromiso junto con mis hermanas y mis padrinos.

Al principio todo seguía igual, puesto que Sergio se regresó a la finca. De no ser por la extraña presencia de la sortija, tenía trazas de haber sido un sueño. Al poco tiempo empezamos a preparar mi ajuar. Mis hermanas, mamá y mi nana, me ayudaron en el bordado de las sábanas. Mamá me encargó del extranjero unas ropas maravillosas. Sergio comenzó a venir con mayor frecuencia, y los meses se me fueron en una bruma; porque si he podido recordar tan claramente esa noche, lo demás se me confunde en la memoria. Sé que fueron semanas y semanas de preparativos. Habíamos decidido vivir primero en la ciudad, porque Sergio aprovecharía para poner en orden sus negocios. Después ya veríamos... Probablemente íbamos a vivir todos en la finca que Óscar había hecho prosperar tanto.

Cuando se presentaban los dos, de nuevo era como si nada hubiera cambiado, entrábamos en la fiebre de siempre. Pero se llegó el momento de pensar en el traje de novia. Ya ve, por fin estoy acercándome al motivo de nuestra charla. Yo sentía como que Sergio le daba largas al asunto. Usted sabe que un traje de bodas requiere de tiempo: que si la tela, que si el modelo, que si la modista. Es la única vez en que uno tiene los ojos de toda la gente clavados, porque ese día marca para siempre. En fin, tampoco se imagine que lo pensé tanto. Una tarde fue Óscar quien me dijo que se les había ocurrido una idea al asomarse por las tiendas del centro y que no sabían qué me iba a parecer. Sergio añadió que si yo no estaba de acuerdo, que no importaba, que más bien eran locuras. Y miró a Óscar.

Ya le dije que desde niña yo había sido irreverente, que las cosas solemnes me molestaban, provocaban en mí un deseo de querer hacer lo contrario. Tentaciones del demonio para hacerme desobedecer, para no tocar en serio lo estricto de mis padres, para olvidar a ratos el aburrimiento. No sé. Tal vez por eso mismo decidí casarme. No sé. Uno no puede burlarse así de las cosas. Le pedí a Sergio que me dijera qué era lo que tenían en mente. Como usted comprenderá, yo no sabía cuál era el asunto; pero él me aclaró luego luego que no era de dinero, y se lo creí porque hasta entonces había sido muy espléndido. Si no se trataba del dinero, dé qué se trataba, quise saber. Fue Óscar quien me dijo que habían visto unos trajes maravillosos, ya hechos. Yo no se lo creí, entonces sólo las criadas se compraban la ropa hecha. Bueno, dijo mi primo, no andas desencaminada, se nos ocurrió que ya que a ti te gusta no tomar las cosas tan en serio, que un vestido así no es faltarle al respeto al sacramento, pero es una broma de los tres. Ahora que si aceptas, lo convertiremos en un secreto sellado. El vestido habrá que escogerse con mucho ojo. Verás el efecto. Algo así fue lo que me dijo y Sergio me miraba expectante. Acepto, dije.

A mamá le conté que usaría el traje de novia de la madre de Sergio, y que no quería que nadie lo viera. Al día siguiente nos fuimos los tres a recorrer las tiendas. Guardé el vestido bajo llave y me colgué la llave del cuello. A veces tuve dudas, pero recordaba la mirada brillante de los dos y eso me daba ánimos. Además Sergio me regaló un bellísimo vestido de baile de su madre, que convenció a la mía. El de casamiento no sería menos hermoso. Ya llevaba yo el anillo familiar, y la calidad de ambas cosas la tranquilizó.

El día de la ceremonia dije que me vestiría en la sala y mandé bajar un espejo. A pesar de las protestas, me encerré yo sola. Con nadie, ni siquiera con alguna de mis hermanas, había yo hablado de esto. Era un secreto del que en esos momentos ya no estaba tan segura. Ya vestida, antes de dejar entrar a alguien, usted imaginará el fuerte enojo de mamá, pasaron los dos. Habíamos quedado que, dadas las circunstancias, ellos serían quienes me dieran el visto bueno. Iban a colocarme el tocado y el velo. Hasta ese momento yo no me había atrevido a verme en el espejo, y creo que para entonces estaba arrepentida. En fin, ellos subieron y bajaron los tules, me prendieron las flores en el pelo. Ya era tarde para los arrepentimientos. Me armé de fuerzas y me busqué en la luna. No me reconocí. No era la novia con la que más de una vez había soñado. No, no era yo. Luego vi detrás de mi reflejo el suyo; muy juntos se miraban y apenas se sonreían como si yo no estuviera allí, como si la sonrisa no tuviera nada que ver con nuestra broma. Abrí la puerta de la sala. Ya no había más remedio. ¿Para qué le cuento lo demás? Eso ya lo sabe usted.