Material de Lectura

 width= Severino Salazar



Selección y nota
introductoria
de Alberto Paredes



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Nota introductoria
 


Provincia versus capital: pienso que esta fórmula de reiterados opuestos es eco y derivación de la pugna mayor con que usualmente se piensa Latinomérica: Civilización y barbarie. Desde que Sarmiento rotula bajo esta consigna su visión de la querella argentina, hemos aceptado que nuestra geografía social es un divorcio perenne entre una vasta extensión salvaje —desiertos, selvas, planicies sin fin, cordilleras, mares tempestuosos— y el sagrado donde el hombre puede acogerse, la ciudad capital como la fortaleza de los valores urbanos e industriales que otorgan el contraste de la “civilización”. Muchos estudios han corrido su suerte para matizar ese claroscuro elemental (entre ellos, el muy atinado De la barbarie a la imaginación de R. H. Moreno-Durán). En México se ha insistido en que la generación de narradores que aparece en los ochenta se destaca porque retorna temáticamente a la provincia y que, segundo logro, descubre la vida urbana más allá de la capital. Esa novedad de la patria es cierta pero recuerde el lector que desde Clemencia (1869) de Altamirano nuestros buenos literatos han sabido que Guadalajara, Querétaro, Puebla, Zacatecas, Veracruz, Morelia, etcétera, existen. Se menciona este panorama de ciudades de provincia porque desde 1984 Severino Salazar dedica su obra a fabular su natal Zacatecas.*

Estamos frente a un narrador nato. Lo suyo es construir un mural de sucesos humanos imaginarios. Como tantos grandes del siglo XIX (Fernández de Lizardi, Sierra, Prieto, Altamirano, Gutiérrez Nájera) el conjunto de sus relatos construye una historia alterna. Zacatecas, desde la época de explotación minera colonial hasta el borde del siglo XX, es el espacio vivo de Salazar. Su obra conjunta la investigación historiográfica de archivo, la memoria oral popular, con el imán de lo imaginario. Los protagonistas de sus relatos viven historias de deseo y fugacidad, de vértigo vivido y avidez de soledad serena en un mapa real muy preciso. Así como Altamirano inventa una fábula para narrar la guerra de intervención francesa, los personajes de Salazar son cuñas de la imaginación insertas en la historia documentada de Zacatecas, aquella última ciudad del norte, aquel borde civilizado donde acababa la Nueva Galicia y empezaba el precipicio indómito de los chichimecas.

A partir de la condición histórico-geográfica, Salazar hace historias de frontera existencial. Sus personajes son criaturas al borde del vértigo. Una vida ordinaria está a punto de despeñarse, desea caer en su abismo, pues acaso la caída es otro nombre del vuelo que el azar o Dios o el destino nos tiene prometido. Como dice Moreno-Durán, el drama verdadero del hispanoamericano es elegir entre la “civilización” de lo rutinario-enajenado o arrojarse a la “barbarie”, la magnífica locura de vivir la imaginación. Las tres historias que aquí aparecen son las versiones de Salazar a tópicos consagrados de las letras europeas. El muchacho de provincia que anuda su ropa para ir a la ciudad a estudiar y sabe que, con ello, la diferencia —su pequeño abismo silencioso— ha empezado; léase con delicadeza en “Con alas blancas” el elemento del sombrero campesino para emblematizar el ridículo, motivo que Salazar recoge del complicado gorro del jovencito Charles Bovary en aquella novela fundadora de las ciudades de provincia: Madame Bovary. “También hay inviernos fértiles” es su interpretación del tópico del internado escolar. Se trata de mirar con ojos insomnes lo terrible en el encierro de los jóvenes estudiantes. Son los elementos de una pesadilla moral, donde las conductas atípicas balbucean su —de nuevo— diferencia. “Yalula, la mujer de fuego” honra otro monumento: el ascenso de una mujer pública. Prostituta, bailarina o vedette, es la estrella de un cielo negro y enrarecido. Si ella es el espectáculo, ver su vida desde su perspectiva, como lo fomenta Salazar, es revertir el show y asombrarse de la sombría extrañeza del mundo visto desde las violentas luces de la pasarela del cabaret.

Pues son, una y otra vez, con reiterada manía, alegorías. Todo se le vuelve cuento o novela a Salazar y el corazón de la fábula es expresar un saber de la vida con imágenes y aparato de ficción. Esta obra está enamorada de la vida como misterio. Lo mistérico es aquello que subyace a los hechos y sugiere, veladamente, una interpretación sobre la condición humana. Interesa contar lo visible de una anécdota pues así se hunde el relato en las cavernas de lo que el yo desea con temor. Los zacatecanos de Salazar no son transcripciones fidedignas de los referentes reales, tampoco son personajes que se satisfagan en desarrollar su figura en la trama directa del relato; son oscuras preguntas sobre la naturaleza humana, la certeza estupefacta de que nos define aquello que buscamos acaso erráticamente pero sin coartadas.

Cada historia es, decía yo, una caída. El personaje sabe y libera algo de sí mismo porque lo ha pagado con su propia sangre. ¿Felix culpa?, ¿la redención por el pecado? Probablemente. El lector de Yalula y de los muchachos de internado de provincia tiene ahora entre sus manos el placer y la condena de opinar. El mundo es un lugar extraño —nos advierte Salazar desde el bello título de una de sus novelas, y nuestra tarea es proseguir sin fatiga el diálogo de enigmas que propician estos personajes, cuya heroicidad posible es la incivilización del deseo.
 
Alberto Paredes
 


 
* Severino Salazar falleció el 7 de agosto de 2005. (N. del E.)

Obras de Severino Salazar
(Tepetongo, Zacatecas, 1947)

 

Donde deben estar las catedrales, 1984 (Premio Juan
    Rulfo para primera novela)
Las aguas derramadas, 1986
El mundo es un lugar extraño, 1989
Llorar frente al espejo, 1989
Desiertos intactos, 1990
La arquera loca, 1992
Histeria floribunda, inédito*
 
 





* Esta nota bibliográfica se reprodujo sin cambios de la edición de 1995; no se ha comprobado la publicación de una obra de Severino Salazar bajo este título. (N. del E.)
 
 

 


 

Con alas blancas

 

Fue a finales de los años cincuenta cuando salí por primera vez de mi pequeño pueblo. Y aunque regresé y volví a salir muchas veces —hasta que hice el viaje sin retorno— en esa primera vez creí que ya nunca iba a volver o que si regresaba otros iban a ser mis intere¬ses. Por lo tanto, recuerdo que regalé mis pertenencias: lo más importante para mí eran una yegua y un burro que le doné a mi hermano, el que me seguía en edad; a otro le regalé mi único libro que poseía: Corazón, diario de un niño y un rifle viejo que sí servía; a alguno más mi colección de patoles de colores y una petaquilla enorme de madera. Todo porque la tradición familiar dictaba leyes inquebrantables: el primogénito debía abandonar la casa y los campos donde había nacido y había crecido para que estudiara los números y supiera sobre la medición de las propiedades, para que supiera hablar con propiedad y escribiera y contestara cartas, para que conociera las leyes y supiera de litigios. Y para eso había que irse lejos: a la ciudad de Zacatecas, a Guadalajara o a algún lugar más distante como la ciudad de Chihuahua.

A través de cartas y giros postales, los preparativos para mi viaje habían empezado muy al principio del verano. Y aunque yo veía muy lejano el día para partir, pronto llegó el otoño y para entonces ya casi todo estaba preparado.

En la larga lista de objetos que cada alumno debía llevar consigo al ingresar al internado, había uno que consistía en un colchón individual, y se especificaba que éste debía estar hecho de lana de borrego blanco o de plumas. Sin embargo, eso no planteaba ningún problema, ya que en la casa había la costumbre de trasquilar las alas a la parvada de patos igual que si se tratara de los borregos, y las plumas les volvían a crecer; o se guardaba en un costal todo el plumaje de los que se sacrificaban para comer su carne. De aquí salió el mullido colchón que confeccionó mi madre. “Para que cada vez que te acuestes te acuerdes de tu madre”, me dijo.

El largo viaje desde Zacatecas hasta Chihuahua con semejante estorbo se tenía que hacer. En ese tiempo duraba dos días, pero a mí se me hizo lento y eterno. Pero no me debo adelantar.

Llegaba el día para partir. Una tarde inolvidable me fui a despedir de mis abuelos, de mis tíos y de mis primos. De mis amigos. De los vecinos. De mi maestro de primaria. Y yo sentía que todo el mundo ya me trataba como a un extraño, que ya no les pertenecía, pues se dirigían a mí con un respeto desconocido, con una distancia que en ese momento empezó a crecer, sin que yo lo supiera entonces. Muy temprano en la mañana, en el único camión que en ese entonces pasaba por el pueblo, saldría con mi padre para la ciudad de Zacatecas. De ahí tomaríamos el ferrocarril. De pronto, una confusión de sentimientos me volvía los espacios de mi casa, los corrales, las huertas, las calles del pueblo y las montañas en la distancia, todo como un lugar desconocido, pues tenía muchos deseos de irme y estaba feliz porque iba a conocer ciudades grandes y modernas, pero al mismo tiempo me daba miedo, qué tal si mientras estaba lejos se moría alguno de mis padres, o uno de mis hermanos, o mis abuelos. Y porque no estaba seguro de poder aguantar tanto tiempo sin verlos. Mi destino estaba en un internado de la remota ciudad de Chihuahua. Más allá de los desiertos del norte de nuestro estado.

Y esa excitante mañana, miraba por la ventana del autobús que el pueblo se iba haciendo chiquito hasta que por fin desapareció. Arriba del techo iba mi maleta y mi colchón nuevo enrollado, bien atados con lazos y cubiertos con una lona por si nos agarraba el agua en el camino. Cruzamos muchos campos de maíz y de trigo ya maduros antes de llegar a Jerez y luego a la ciudad de Zacatecas al mediodía.

Una hora más tarde, sentados sobre mi colchón enrollado, a medio andén de la vieja estación, de cantera y rejas de hierro negro, esperábamos el tren, yo con mi sombrero puesto, pues yo sentía que era parte de mí, que había nacido conmigo, por eso no lo quise dejar, a pesar de que mis hermanos y mi madre insistieron. Mi gusto no tenía límites, pues iba a ver el tren por primera vez en mi vida.

Repentinamente el ferrocarril llegó silbando y echando gruesas nubes de humo. Se arrastraba como una larga serpiente negra entrando al túnel de la estación. Los fuertes silbidos hacían cimbrarse al viejo edificio y sus fierros y vidrios. Venía repleto. La mitad del viaje lo hice en un pasillo y sentado sobre mi colchón de plumas.

En la tarde comenzamos a cruzar el desierto. Eran los últimos días del otoño y parecía como si el cielo azul empezara a enfriar la tierra. Nubes de pájaros negros cruzaban muy rápido y muy arriba, espectacularmente, los amplios valles. Mi padre me decía que se alimentaban de semillas en el desierto. A lo lejos solamente se veía un hilito azul de montañas y luego otra vez el inmenso cielo. El viento no tenía hojas secas que arrastrar, sólo el polvo que se metía por las rendijas de las ventanas y de las puertas y luego a mis ojos y me hacía llorar sin tener ganas. Y, después, el atardecer rosado a la hora de la puesta del sol me hacía pensar en las tibias sementeras del rancho de mis abuelos.

Pasamos por muchas ciudades y pequeños pueblos a la orilla de las vías del tren, y éste se paraba en todos. Subían y bajaban gentes que hablaban con diferentes entonaciones a las nuestras. Pero el recorrido nocturno fue un espectáculo grandioso: un desfile interminable de luces de colores. Y lo más hermoso y mágico era ver las antenas de las radiodifusoras, largas, en los valles o sobre las montañas, salían en medio de las ciudades, como plantíos de espigas de focos rojos. Eran las antenas de las radiodifusoras cuyas señales recibía el radio de madera que se encontraba en la sala de mi casa. El radio junto al cual pasábamos muchas horas de nuestras vidas, sin hablar, casi religiosamente, pues a través de él entraba en nuestros oídos el resto del mundo, el mundo desconocido y lejano, casi inalcanzable. El radio que solamente podíamos escuchar las primeras horas de la noche, ya que ése era el único tiempo que la planta eléctrica del pueblo funcionaba.

Como llegamos a la ciudad de Chihuahua al anochecer, nos hospedamos en un hotel cerca de la lujosa estación. Mucho tiempo antes de dormirme lo pasé frente a la ventana de nuestro cuarto, a oscuras; miraba hacia una ancha avenida por donde subía y bajaba un río de coches, y todas las luces de neón de la ciudad prendían y apagaban, se escurrían sobre los anuncios o desfilaban sobre los techos, anunciando productos o lugares desconocidos para mí. Eran las señales de una larga cadena de signos que esperaban ser descifrados, dar su mensaje.

A la mañana siguiente, después de desayunar, un taxi nos llevó hasta las puertas del instituto. En un amplio vestíbulo esperamos a que el rector nos recibiera. Y cuando estuvimos frente a su escritorio trató a mi padre como si ya lo conociera, como si hubieran sido viejos amigos. A través de una larga serie de cartas y giros postales, enviados desde las oficinas de correos de mi pueblo, habían hecho nacer esa amistad.

Mientras mi padre y el rector hablaban, un prefecto y el que después supe que era el jardinero me llevaron a mí, a mi colchón enrollado y mi maleta, a través de una serie de pasillos de un edificio cuyas largas ventanas daban a un precipicio. En el fondo corría un delgado hilo de río de aguas sucias. A lo lejos se veía un puente de hierro negro, donde ahora iba entrando un tren. Pareciera que la escuela estaba vacía si no fuera porque de los otros edificios escurría un murmullo como de panal de abejas, de olla hirviendo, de una gran máquina misteriosa que estuviera triturando frases, oraciones, exclamaciones. Una máquina que estuviera transformando niños en hombres sabios, conocedores de la vida y del mundo. Y esa máquina despidiera un olor de virutas de lápiz y goma de borrar. Esa semana habían comenzado las clases.

El jardinero desenrolló mi colchón sobre una de las camas de madera del centro del dormitorio y se fue. El prefecto me entregó la llave de una cómoda también de madera que estaba en la cabecera y me dijo que ahí acomodara mi ropa. “Y quítate tu sombrero. Guárdalo ahí como un recuerdo de cuando llegaste. Si no quieres volverte el hazmerreír, no se lo muestres a nadie”, me dijo. Luego me dio las tres piezas del uniforme del colegio para que me lo pusiera antes de llevarme a presentar a mi grupo y a mis maestros.

Cuando me dio esas ropas tan gruesas sentí que se me venía encima el invierno. Del desierto llegaban esos lengüetazos de aire helado que recorrían y circulaban el colegio y esta ciudad entera. El mundo se había vuelto hostil, oprimente, tanto cambio drástico al que no estaba acostumbrado hacía más grande mi sensación de acabar de entrar a un lugar extraño. Me sentía como un caracol o una tortuga fuera de su concha; mis miembros estaban desgastados y débiles.

Me desnudé y, antes de ponerme el uniforme nuevo, me senté por algunos instantes sobre mi colchón de plumas blancas, hecho de cientos de alas que habían volado, que habían cruzado ríos y charcos hondos, alas que se habían movido en muchas dimensiones. Alas que habían estado henchidas por el viento de mi pueblo, por el agua de sus ríos, por mi tierra, por el fuego de la vida. Me tiré repentinamente sobre mi nueva cama, sobre esa superficie suave, amable. Mi cuerpo desnudo era como una larva a la cual le estuvieran creciendo sus alas. Entonces me di cuenta de que había salido de mi pueblo, que había huido de los míos sobre alas blancas, para caer en ese colegio para varones que era como un nido. Y los encuentros y desencuentros que sobre ese campo de plumas se dieron, son motivo para otra historia.

 


 

De Las aguas derramadas

 

También hay inviernos fértiles
 

Para Eloísa
 


Cuando el amor se manifiesta por primera vez en cualquiera de sus formas, es siempre el mismo problema para todos los hombres. Pero la manera de enfrentarlo es diferente. Hay criaturas que traen en el corazón brújulas enloquecidas, extrañamente orientadas, que los obligan a tomar por caminos desconocidos para luego ahí abandonar sus almas a desoladas y terribles contemplaciones, apartándose trágicamente de su objetivo original.

Nuestra historia comienza con este invierno que ha sido el más frío y el más largo en el colegio. Casi con las hojas de los árboles cayó también la nieve. Las aves que presurosamente viajaban hacia el sur se detenían a descansar en las ramas de los gigantescos álamos cultivados en el jardín trasero, hasta que las hojas —desprendidas por el viento durante la noche— eran barridas, amontonadas y quemadas antes de que el sol saliera. Las gruesas columnas de humo blanco que se elevaban suavemente hacían que las aves emprendieran otra vez su prematuro vuelo.

Después de una noche fría, en la mañana el sol ya no salió. Todos los alumnos dejamos los dormitorios y asistimos bien arropados a clases. Y como a la una de la tarde, desde nuestros salones, vimos las primeras plumas de nieve bajar rompiendo apaciblemente las capas de aire y caer sobre el pavimento negro de las canchas de basquetbol o acomodarse en todos los lugares disponibles de los edificios. Bajamos al patio gritando, mirando al cielo blanco, dejando que los copos de nieve nos resbalaran por la cara. Mientras los frailes, desde las escaleras, nos invitaban a que saliéramos a la calle.

Ningún alumno se quedó en el colegio aquella tarde, excepto tú. Todos salimos bien abrigados con nuestras boinas, guantes de estambre y orejeras de terciopelo; armados con botes viejos de hojalata, con cacerolas agujeradas, tapaderas y palos; haciendo —con los gritos y porras que se ahogan entre el escándalo metálico— que la gente del barrio saliera a sus jardines, que los viejecitos, desde adentro, pegaran la cara a los cristales de las ventanas para mirarnos pasar, sin dejar de sonreírnos; que los niños del barrio se nos unieran en la manifestación de regocijo por la llegada del invierno.

Regresamos al colegio cuando el piso de las calles ya estaba cubierto por una fina capa de nieve y toda la naturaleza a nuestro alrededor ya tenía la primera mano de los brochazos del invierno. En el zaguán sacudimos nuestras gorras y nuestros abrigos para dirigirnos al comedor. Y más tarde, desde las ventanas de la sala de estudio, miramos a la ciudad envuelta en un vaho gris, que se iba borrando a medida que el tiempo transcurría y nos quedábamos como a la deriva en las inclemencias del invierno.

Desde esa tarde ya nadie entró ni salió del internado. Nos dedicamos en cuerpo y alma a tomar las clases en los salones entibiados por los calentadores eléctricos, a comer, a sentarnos en las tazas heladas de los baños, a leer y a hojear libros de estampas en la biblioteca; a jugar en las noches, por equipos, juegos de mesa; a esperar esas horas largas para irnos a dormir... Todo parecía tan aburrido aquí adentro, que no soportabas mirar hacia los vidrios de las ventanas —desde cualquier lugar que estuvieras— y, por la tibieza interior y el frío de afuera, llenarse como de lágrimas de agua, las cuales de repente se resbalaban culebreando sobre la superficie, arrastrando con ellas otras gotas. Todo el invierno nos viste hacer esto: nos parábamos frente a las ventanas y con un dedo escribíamos nombres sobre los cristales, jugábamos gatos, dibujábamos paisajes que al poco rato ya eran ilegibles, hasta que las superficies se cubrían de gotas nuevamente y continuaban con su constante lagrimeo. De vez en cuando te parabas para frotar una parte del cristal con una de las mangas de tu abrigo. Y contemplabas por largos ratos los álamos cercanos, cuyas ramas más inclinadas, las que estaban casi horizontales, retenían la nieve que no cayó al suelo, que se empezó a derretir y las gotas y chorros pequeños que escurrían se quedaban paralizados, suspendidos, como cristalizados en el viento. También ese paisaje contenía un hermoso pájaro verde, excepcional, que acurrucado en el hueco que formaban dos ramas, miraba tal vez a nuestra ventana, con sus plumas erizadas; quizá perdido, olvidado por la parvada, se dejaba morir lentamente en esos días helados sin poder hacer nada. Tú dejabas ese paisaje que de seguro te deprimía para pasear la mirada por las canchas de basquetbol. Y después de un buen rato me preguntabas: “¿Quién ganará el próximo campeonato? ¿Quedaremos otra vez empatados el equipo de Gilberto y el mío? ¿Ganará él?”.


Tal vez la impresión, el miedo a los pensamientos que se van aclarando, las deducciones que a cada momento que pasa son más convincentes, todos los recuerdos, el dolor —el arrepentimiento no, porque no lo conoces—; todo esto hace que tú no llores, como los demás, porque nuestro amigo Gilberto está para siempre encerrado en ese ataúd blanco, y su rostro, que vemos a través del cristal, con un hilito de sangre ya negra entre la nariz y el labio superior, es transparente como la cera.

Estás parado y muy tieso en la cabecera, haciendo guardia junto con otros tres compañeros que a cada hora son relevados por otros tres. Sólo tú permaneces aquí, porque el padre director había dicho que, siendo tu amigo inseparable, ahora debías acompañarlo hasta la última morada. Tal vez sea éste tu mayor castigo. Y con tu cara seria estás mirando ahora el féretro, después los cuatro cirios, luego las coronas que a cada momento son más, que recargan en las paredes y despiden este perfume fresco, solemne, que se mezcla al de los cirios cuyas flamas oscilan sólo cuando la guardia se retira o alguna otra persona se acerca. En estas interminables horas de vela recuerdas los momentos vividos con Gilberto en este internado para varones, al cuidado de frailes, sobre una de las lomas más altas de las que rodean la ciudad de Chihuahua. Revives en tu mente el rostro colorado —cuan diferente al de ahora— y rociado por el sudor, cortando el aire en las canchas de basquetbol a toda velocidad.

También recuerdas que a veces, sin que tú supieras ni cómo ni por qué, sólo obedeciendo ciegamente a un cruel instinto que tienes desde que eras pequeño, te parabas dormido, recorrías gran parte del internado y despertabas en su cama, junto a él. Sí, Gilberto te sonreía y después regresabas a la tuya para vestirte. Y bajabas a desayunar mientras te deshacías en mil conjeturas, buscando la razón o justificación de ese fenómeno, de esa cosa que cada día te atormentaba más por la burla que provocaba en los otros, nuestros compañeros, los cuales no entendían nada de lo que te estaba pasando. Mientras tanto, a ti ese vagar nocturno se te iba volviendo una costumbre incontrolable. A nuestras preguntas decías que andabas a solas, como recorriendo interminablemente una catedral: oías el eco de tus pasos botando entre los pilares y las naves, veías la luz de colores escurrir derretida de los vitrales, escuchabas tus pisadas sobre la escalera de piedra de sus torres, sentías el viento desgarrarse en las puntas filosas de sus pináculos, mirabas al sol embarrado sobre las paredes irregulares de sus campanarios.

Esa cara sin expresión no es la de Gilberto. En estos momentos sientes ese límite que hay entre los recuerdos que se tienen de una persona viva y los que se tienen de una persona muerta; la transformación que éstos sufren, como que ya no pertenecen a la realidad, sino que parecen venir de un sueño muy distante, velado. ¿Dónde está la sonrisa que tenía aquel viernes —la noche de un día caluroso de junio, en esta ciudad de los climas extremosos, aquellos días ardientes, de deseos latentes e insatisfechos, cuando a la hora de la siesta veíamos desde aquí la ciudad en un constante temblor, bajo un inquieto y endiablado espejismo— cuando tú, él y yo entramos al “Cilindro”, aquel cabaret situado sobre la avenida ancha, llena de nardos rosas y blancos, que termina en la estación del ferrocarril? ¿Dónde está la otra sonrisa, la que tú creíste burlona? Porque cuando salimos del “Cilindro” él no comentó nada, ni te preguntó por qué, no te pidió ninguna explicación. Se limitó a caminar mirando el suelo, sonriéndose, quizás repitiendo para sí la última frase con la que lo había desengañado la prostituta en el cabaret. Mientras tú, caminando un poco más adelante de nosotros para evitar que te viéramos a la cara, no sabías qué comentar, no podías reclamarle y decirle que su silencio te incomodaba, te ofendía, era humillante, te tenía al borde de la locura. Porque no sabías qué teoría en esos momentos estaba comprobando. Sólo comprendiste que ésa había sido la hora de la maldita verdad.


...Te quedaste parado entre la puerta y la sinfonola, la cual tocaba sin descansar danzones muy animados. Gilberto siguió caminando hasta un rincón caluroso y tomó asiento en una mesa donde había dos muchachas no muy jóvenes; las dos eran morenas con el pelo teñido color castaño. Empezó a platicar con ellas. Fumaban. Se veían animados. Y después de un rato sacó a bailar a una de ellas. Tú lo viste, sin que él lo hiciera, cuando la confianza que se tomaron fue obvia, en una conversación seguramente trivial, pero matizada por el mutuo regocijo; hasta que se perdieron entre las otras parejas que también bailaban despacio y muy juntas. Tú sabías que él se sentía observado, que estaba como actuando para ti.

—Quiero que me hagas un favor —le dijo Gilberto.

—Yo no hago favores; pero depende, si me conviene —le contestó sonriendo la muchacha.

—¿Cuánto? —preguntó el.

—Tres mil del águila.

—Que sea menos...

—No, mijito. Tú tendrás tu carita muy bonita, pero yo necesito la lana. Una está fregada y ustedes son riquillos.

—Bueno. Está bien, pero el negocio no es conmigo —Gilberto la hizo dar una vuelta rápida y se quedaron parados—. ¿Ves al muchacho que está parado entre la puerta y la sinfonola?

—Sí.

Y ella se había quedado mirándote por algunos segundos.

—¡Que no te vea!

Y siguieron bailando.

—Pues quiero que lo saques a bailar y te lo lleves.

—¿Que me lo lleve yooo...?

—Así es. ¿No comprendes? Es un muchacho que... ¿Cómo te dijera? Siempre... No sé... Pero de todos modos yo te pago, yo te voy a pagar. ¿Ya? Míralo ahora; se está aburriendo. Mientras —Gilberto señaló con un dedo hacia donde estaba la otra muchacha—, yo bailo con tu amiga.

—Okey —aceptó la muchacha.

Gilberto bajó el escalón de la pequeña pista e invitó a bailar a la otra muchacha. Entre tanto, la primera mujer se fue derecho hacia donde tú estabas. Y él, desde la pista, no dejaba de mirar hacia donde la muchacha intercambiaba palabras contigo. Luego, optimista, con la alegría del que sabe que le van a dar una sorpresa y que lo único que tiene que hacer es esperar, se volvió a perder entre las otras parejas e hizo que se olvidaba por un momento de ti.

Después de dos melodías que habían bailado, Gilberto invitó a su pareja a tomar una copa en la barra y, para su asombro, se encontró a la primera muchacha sentada también frente a la barra, tomando sola. Gilberto le puso una mano en el hombro y le preguntó impaciente:

—¿Qué pasó con mi amigo?

Ella dio un trago a su bebida, con una sacudida violenta se deshizo de la mano que tenía en su hombro y sin voltear a verlo solamente le contestó:

—No me estés chin-gan-do.


Sentado sobre el tapete de la sala de estudio y frente a las grandes ventanas que dan a la calle, tu tiempo transcurre entre miradas a las láminas del libro que hojeas entre tus piernas y largos ratos de contemplación al sol amarillento, del cual apenas se distingue una masa redonda y viscosa, que salió hoy por primera vez en muchos días. Y ese sol al fin se hunde entre los picos de las cordilleras al otro lado de la ciudad, cuyas crestas y pliegues todavía se encuentran completamente cubiertos de nieve ya sólida, que cayó desde el principio de la temporada y aún se defiende del deshielo que provocan estos aires barredores de febrero, que comienzan a derretir también las pasiones dormidas. Los últimos resplandores de oro que las montañas reflejan en los altos muros —casi lisos— del internado, te ciegan y te impiden ver, abajo, a la ciudad irse perdiendo entre las sombras de la tarde. Ya que los muros de la escuela, por estar situada en la loma más alta de las que circundan la ciudad al este, son los primeros en recibir los rayos del sol al amanecer y los últimos al ocultarse. Recorres con la vista el río que divide la ciudad en dos hasta convertirse en la barranca que marca el límite del colegio; luego cuentas los puentes que comunican las dos mitades para terminar con el más cercano, el puente de hierro negro por donde los trenes cruzan el río, y cuyo ruido llega hasta nosotros cuando estamos en clase, ya en la cama o jugando basquetbol en las canchas amuralladas con tela de alambre cubierta de enredaderas. Y es entonces cuando suspendemos el partido para irnos a pegar a los alambres y ver pasar el tren carguero larguísimo, casi interminable, con muchos hombres que caminan y corren sobre los vagones en movimiento, sin perder el equilibrio.

El hecho de que en el internado nunca se tome la lista de asistencia a clase fue la causa de que hoy nadie echara de menos a Gilberto. Dejas tus contemplaciones en la sala de estudio para unirte al asombro general que conmueve al internado. Todos los muchachos gritan o lloran, dicen que jamás en el colegio había pasado algo parecido. El pánico y el horror han hecho presa general. Ya nadie hace caso de nada. Todos los frailes están en los dormitorios y los alumnos amontonados en las entradas comentando: “Gilberto fue encontrado ahorcado. Uno de los mozos descubrió el cuerpo. Lo hicieron con una red verde. De esas que sirven para guardar los balones de basquetbol. Dicen que se la quiso quitar. Tiene la cara arañada con sus propias uñas. Y creen que lo mataron cuando aún estaba dormido”.

Subes al camión del colegio. Para esta ocasión está adornado con un moño de papel blanco en cada asiento. Vamos bien abrigados y enguantados. Nos hicieron ponernos el uniforme de gala. Es una tarde demasiado helada, hija de un día nublado. Mientras te acomodas junto a nosotros, en silencio, los vidrios de las ventanillas cerradas se empiezan a empañar por el aire que afuera acarrea el frío de los témpanos de hielo, que poco a poco se evaporan en las montañas. Sólo se escucha el ruido de las botas al contacto con el piso metálico del camión.

La carroza va adelante, la sigue el coche que conduce al general Aniceto López Morelos, padre de Gilberto, y a sus familiares que hoy en la mañana llegaron de su hacienda en Zacatecas. Luego otro carro en el que va el padre director y otros familiares: atrás los dos camiones del colegio. Vamos cruzando un largo puente escoltado por sauces escurridos y quietos. Ves, a través de los vidrios empañados que no te atreves a limpiar, el río cubierto de hielo y espuma que se extiende hasta perderse detrás de la colina en cuya cúspide, como un castillo medieval, se encuentra el internado y, al aire libre, en una meseta, las canchas escuetas y frías, donde el cielo gris, más bien descolorido, se rompe con los dibujos enmarañados que forman las ramas blancas de los álamos desnudos de hojas.

El tráfico se detiene, nos cede el paso y nos limpia la atmósfera de sonidos cuando atravesamos el centro de la ciudad, con su catedral de cantera morada, sus edificios modernos de cristal, grandes y lujosos hoteles, hasta que nos perdemos entre las calles largas, luego cortas, y giramos sobre glorietas con monumentos o sin ellos. Antes de llegar al panteón vimos pasar residencias de cantera carcomida y vieja, esos templos evangelistas, grises y húmedos, que imitan con sus vitrales y delgadas torres el estilo Gótico, y sus atrios sembrados de pasto un poco maltratado por la nieve y divididos por enrejados de elaboradas figuras; los jardines con sus fuentes rodeadas de pinos y cedros, cuyas ramas están quebradas por sostener, largo tiempo, pesadas cargas de hielo; andenes lodosos y bancas de granito heladas.

Ya a la entrada del panteón nos formamos atrás del féretro que cuatro frailes —con las capuchas cubriéndoles la cabeza— cargan solemnemente; luego una banda de músicos que estaban esperándonos. Emprendemos la marcha y atravesamos el cementerio hasta que llegamos a un rincón donde una fosa abierta en la nieve y la tierra húmeda, con un montículo al lado, nos aguarda. Caminamos escuchando la música y los llantos callados, casi suprimidos de la madre y las hermanas de Gilberto.


Al regreso de los funerales bajas tú el primero del camión, el cual se estacionó frente a la puerta principal del colegio. Te levantas el cuello del abrigo y, sin querer, miras la ciudad: los anuncios de neón corriendo y centelleando en la distancia, el alumbrado mercurial indicando la presencia de las grandes avenidas, los pequeños bosques apenas alumbrados en la orilla del río. Toda la ciudad te parece un lago fosforescente donde no se reflejan las montañas nevadas ni la colina donde está el internado, como que no acepta que sus cristalinas aguas sean el espejo del lugar donde un crimen se ha cometido.

Cruzas el pasillo por donde tú, yo y también Gilberto un día entramos por primera vez. Los tres somos zacatecanos y en este internado nos conocimos, nos descubrimos. Pero tú llegaste primero y como con una piedra labrada de nuestra catedral adentro de la cabeza. Subes los escalones despacio, acariciando los barandales de acero con tu mano enguantada y sientes el frío que traspasa el tejido. Te paras en el primer descanso y no sigues a tus compañeros que nos dirigimos al comedor, donde están puestas las mesas para la cena, sino que te quedas mirando la negrura de la cancha con sus hermosas cintas de pintura blanca, y cuentas con tus dedos los tres meses que no ha sido usada a causa de las nevadas y del frío que impide salir en pantalones cortos a jugar. Miras enfrente las montañas de donde escurren estas olas de aire, que te revuelven los mechones rubios que tu boina de estambre a rayas no alcanza a cubrir. Recuerdas que apenas hace cuatro días tú y Gilberto ya no habían podido resistir más el deseo de ir con el padre director y, en nombre de todos, preguntarle cuándo los dejaría usar las canchas. Y él les había contestado que a pesar de que ya no había nieve, el frío que bajaba de las montañas, aún nevadas, les podía causar una bronquitis; y no había necesidad de esas cosas. Sin embargo, ahora que te lo repites te parece tan lejano, como si los acontecimientos de estos dos últimos días hubieran ocurrido en años, en siglos, que te transformaron y que ahora te impiden comprender algo que tú ves al otro lado de una espesa muralla de pena, de rencor, de odio, de desamor por todo... Piensas que un funeral así es bonito, inolvidable, con coronas de flores blancas traídas de muy lejos, violines, trompetas y contrabajo. ¿Cómo estos instrumentos, que hasta ahora tú habías sabido que se utilizaban para provocar la felicidad, después eran usados para sentir más el dolor? Y tú lo comprobaste: cuando la melodía cambiaba compases, el llanto aceleraba, el dolor era más agudo, penetraba como un cuchillo. Sentías como tristeza, como envidia porque ese funeral no fue el tuyo.

Allí abrazaste la alegría, el dolor, el placer, la tristeza juntos; cómo una cosa ayudaba a sentir más la otra. Qué hermosos se escuchaban los violines en el panteón. Cómo la música, imposible de aprenderse a tararear de memoria, se deslizaba sobre los contornos de las tumbas de mármol y de cantera; cómo subía a las copas de los árboles y bajaba; cómo era su contraste con el sonido hueco que produjeron los primeros puños de tierra al caer sobre el ataúd, y el chirrido de las palas introduciéndose en el montículo de tierra húmeda para ser depositadas en la tumba. Sonríes cuando te convences que esos momentos son realmente los más bellos en la vida, porque crees que dejan un recuerdo bien aprendido por todos los sentimientos.

No vas a cenar. Pasas sin mirar al corredor y a los álamos de cuyas ramas cayó el pájaro verde que vimos a través de las ventanas, aquel día cuando nadie fue capaz de cruzar el frío del invierno para rescatarlo y ofrecerle algo de calor antes de que la nieve se lo tragara. Te diriges al dormitorio. Te sientas a la orilla de tu cama y miras la que fue de Gilberto. Hay algo de terror en tu cara. Te quitas los guantes, la boina, la camisa, los zapatos. Te bajas los pantalones y los dejas sobre una silla. Te hincas en el suelo y doblas la cintura hasta que tu cabeza toca el suelo, y ves debajo de la cama tu balón de basquetbol, lo acaricias con la mano derecha por unos momentos y luego te paras. Tú eres el único que tiene balón propio en el colegio; te lo trajeron de tu casa para la Navidad; los demás usamos los del colegio. No tenemos la satisfacción de siquiera tocar uno por mucho tiempo, porque están encerrados en el gimnasio. Tiemblas cuando se encuentra tu cuerpo semidesnudo entre las sábanas frías, casi húmedas. Y como que todo el dolor te llega de un solo golpe. Te retuerces como un gusano acabado de nacer, que apenas ha sido aventado a su pedazo de tierra. Lloras sin ninguna queja: el dolor y las lágrimas fluyen sin interrupción. Porque de alguna forma te has dado cuenta de que aquí y ahora acabas de tener ya la primera de una larga serie de pérdidas. Y con la amarga certidumbre de que eres un hombre diferente a partir de esta noche, cierras los ojos y te duermes después de muchas, muchísimas horas de no haber probado el sueño.


A la mañana siguiente comentamos lo que vimos muy de madrugada, cuando aún no había esperanzas del nuevo amanecer. En el colegio todos dormían, y la única señal de vida eran los focos encendidos en los pasillos, los reflectores sobre las canchas o el ruido de algún avión que volaba sobre la ciudad dormida, brillante y quieta. Y tú sin saberlo, sin sentir, sin quererlo, dormido y despacio saliste del dormitorio a los pasillos. Calculando cada paso, sin expresión en el rostro, con la mirada perdida, sin esperanza y fija en un punto que tal vez estaba en el centro de la cancha negra de hermosas rayas blancas. Con el balón de basquetbol en los brazos, bajaste las escaleras. Ibas semidesnudo y descalzo. En el centro de la cancha gritaste al tiempo que lanzabas el balón hacia el tablero, el cual se quedó oscilando ruidosamente. Corriste detrás de él y lo atrapaste para de nuevo tirarlo al otro tablero; hacías pases, creías oír un silbato marcando una violación a las reglas; una conmoción general. Sentías codazos en el estómago, manos que se interponían a tu paso y que estiraban tu ropa; te defendías de los atacantes imaginarios, de los partícipes de un juego atroz, sagrado, decisivo, en el cual tú solamente te defendías. De pronto todo se transformó en un llanto feroz, en un desahogo general que corría de tablero a tablero, emitiendo gritos desarticulados y horribles que hicieron a nuestros compañeros, que no estaban observándote desde el principio, despertar y, castañeándoles los dientes, vieron por las ventanas a un fraile en pijama salir corriendo y dirigirse al centro de la cancha, donde te encontrabas tirado sobre el balón, como si lo quisieras estrangular, en un acto lleno de ira y amor. En esos momentos no pude escatimar una lágrima por tu desdicha —que bien supe disimular delante de los otros—, así como no las evité por la desgracia de Gilberto.

El fraile te tomó de un brazo y automáticamente obedeciste. Sollozando te paraste. Él recargó tu cabeza en su costado y los dos juntos, despacio, cruzaron la cancha, subieron las escaleras y te dejó, otra vez, durmiendo en tu cama. El hermano había llevado a cabo tu rescate como si fuera algo cotidiano, que seguramente debía hacer muy seguido.

Tú sólo pudiste recordar que al acostarte habías visto y tocado tu balón rojo, y ahora para comprobarlo vas corriendo y lo sacas de abajo de la cama. Con él entre tus manos te das cuenta de que aún hay lodo fresco en algunas partes de su superficie corrugada. Lo tiras violentamente, como volviéndote loco de terror, arañándote la cara hasta hacerla sangrar, retorciéndote en el suelo y gritando: “¿Dónde está la red de mi balón? ¡La red verde, la red verde, la red...!”

Ya no sabes más de ti, no sientes cuando sales en una ambulancia de la cruz roja, y su sirena ensordecedora —anunciando que hay peligro, que lleva la muerte adentro, que nadie se le acerque—, baja rápidamente las lomas, atravesando junto con los aires de febrero el puente y la ciudad hacia el sur, como las aves que huían a tiempo del invierno.

Cargando con una culpa muy pesada y una verdad que en aquel momento no conocía, decidí irme del internado esa misma tarde y seguir estudiando en Zacatecas, en una escuela pública, para vivir con mis padres. Mientras empacaba mis libros de estampas —que tanto te gustaron a ti como a Gilberto— y guardaba mi ropa en la maleta, me despedía de todos los compañeros de clase, cuyos rostros inmediatamente asociaba a los de ustedes. Una secuencia interminable de recuerdos explotaba en mi cabeza: desde el momento en que todos nos hicimos amigos hasta las excursiones en verano a las montañas, las riñas y bromas en los salones de clase, los partidos de gala en el gimnasio, los paseos nocturnos por los barrios menos decentes de la ciudad, el velorio, la muerte.


Casi al final de un invierno también destemplado y frío, al despertar de mañana en una ciudad muy lejana y hermosa, de pronto reconocí horrorizado la cara de Gilberto y la cara de su amigo en las de otras amistades mías de una época tan diferente. Y aquella temporada ya perdida de mi vida, que permaneció muda, ciega y dormida por más de siete lustros, comenzó a despertar, a acercarse y a murmurarme primero muy quedito, y luego a gritos, a sacudirme ya de cerca —trayendo nuevos asombros y significados—, diciéndome con su voz, inequívoca y cruel, que en realidad yo nunca me había alejado del internado, que mi vida no era más que una prolongación de ese vagar de testigo solitario a través de las canchas y de los patios —del recreo y del juego— y los pasadizos y cámaras —del estudio y el misterio— de mi colegio, enfriados a lo largo de muchísimos fértiles inviernos. En esos momentos de revelación me preguntaba qué habría sido de ti; y llegué a la conclusión de que si habías muerto, ahora vivías en mis adentros.

 

 
Yalula, la mujer de fuego
 


No, no, nunca. Qué esperanzas. Aunque te diré que desde el principio, desde chiquita ya traía en el cuerpo las ganas de ser artista: me gustaba bailar; nomás oía música y me brincaban solas las patitas, dice mi mamá. Pero estábamos tan jodidos que no teníamos ni radio. Eso sí: siempre quise ser alguien en la vida. Doctora, por ejemplo. Y las cosas fueron llegando. Una cosa me llevaba a otra y otra y así cuando volteaba para atrás yo era la más asombrada. Me mareaba. Y a luchar para mantenerme en pie, sin pensar en lo que estaba pasando. Es duro, claro que es duro, pregúntamelo a mí; pero si no piensas en eso no es tan duro. Ahora yo no entiendo esas cosas de ustedes las feministas; pero las respeto como a los jotos, que he conocido a muchos muy humanos y cuatitos. Como el primero que me metió en esto. No entiendo eso de la explotación y de la humillación y la denigración de la mujer. Yo no me creo explotada ni nunca me creí. En todo caso ellos, los hombres, serían los explotados. Yo tengo mis casas, mis negocios, mi dinerito bien invertido y produciendo. Pero el principio, te lo digo de nuevo, para nadie, creo, es fácil. Las cosas me fueron llegando. Yo siempre digo que mis comienzos fueron un zapateado en un bailable de la escuela. Pero lo traigo en mi sangre calentada por el desierto donde nací y me crié. Pues mi mamá vendía comida y refrescos en un jacalón a la entrada de una mina allá por el norte de Zacatecas; de eso nos mantenía, y cuando íbamos creciendo la ayudamos mi hermano y yo. Hasta que tuve quince años y me casé. O a los catorce, ya no me acuerdo, porque era revolada. Me casé, te decía, con un muchacho que lo que tenía de guapo, lo tenía de mentiroso y macho; se hacía pasar por ingeniero en la mina y no sé cuántas cosas; era de esas gentes que como el desierto no sabes de dónde agarrarte, para dónde orientarte, pues todo está igual. Así que un día se fue y me dejó con dos niñas chiquitas —una apenas con días de nacida— allí a medio desierto, desamparada. Bueno, no tanto, pues estaban mi madre y mi hermano. Y me dije: voy a trabajar y salir adelante. Y un sábado, me acuerdo bien, en una borrachera que se pusieron los ingenieros y trabajadores de las minas en el jacalón de mi mamá, iba con ellos un muchacho acá todo modoso que se decía coreógrafo; y me acuerdo que me dijo que yo tenía bonito cuerpo y que él podía hacerme una buena bailarina. Yo sin pensarlo dejé que me llevara a un lugar espantoso de tercera o cuarta en Fresnillo —por ahí cercas— donde tenía un grupo de ballet que daba dos funciones todas las noches. Y estuve allí como mes y medio. Me acuerdo que después de las funciones me ponía a llorar: ganaba bien poco, lejos de mis hijas por allá, que cuidaban mi mamá y el pobre de mi hermano, que siempre fue tan bueno y aguantador; y yo acá, rodeada de borrachos, botellas por todas partes y humo por todos lados, y preguntándome: ¿cómo pude caer tan bajo? ¡No!, me decía yo. Qué pensaría mi madre y la gente que me conoce allá, si supieran que yo estaba en mero enmedio de la zona roja. Me sentía sucia, ¿tú crees? Es que estaba como dormida, como borracha del hombre que me había dejado; y yo que quería tanto a ese desgraciado; y el pensamiento de mis dos criaturas tan chiquitas las inocentes —y pensando que eran también mujeres—, y de mi mamá que también la había dejado mi padre, que nunca conocimos. Y yo la comprendía; la entendía hasta entonces, ya lejos de ella ¡y en semejante lugar! Y tamañita que me viera un conocido. Fue horrible, me acuerdo. Estaba como enceguecida por las cosas que me estaban pasando. Sólo así me pude haber puesto unos biquinis tan feos y grandotes. Y el mentado coreógrafo dale y dale con el tesón de desnúdate. Y yo: ¡cómo voy a bailar encuerada! ¡Cómo crees! ¡No!, me pelié con él. Y yo lloraba, pero aún así me ponía unos biquinis más chiquitos. ¡Imagínate! Ahora me da risa, claro. Dame uno de tus cigarros, que veo que te los fumas muy sabrosos. Te digo que jamás fumo, pero cuando me acuerdo de estas cosas me dan ganitas de fumar o de echarme una copita. Luego me fui con mis hijas y mi madre una temporadita, pero como ya andaba en el ajo me fui a Juárez porque me habían dicho que allá sí había trabajo pa público más fino, y oportunidades. Me dieron trabajo en un lugar que se llamaba “El gallinero”. Y fíjate que no me acuerdo cómo me nombraban entonces, pero yo entraba en el relleno y hacía lo que quería: bailaba con minifalda y al final del numerito me quedaba en calzones. Así y allí empecé a hacer experimentos con las reacciones del público. Pero me daba un no sé qué con la familia y eso. Pero estaban mis hijas que mantener. No quería hacer nada que las fuera a molestar. Pero luego me decía: ni modo, así es la vida y hay que entrarle. Para esto ya me los había traído a vivir conmigo y los sostenía a todos. Como éramos muchos tenía que trabajar mucho. Me daba miedo, no creas, por ellos, pues son de ideas antiguas. Aún ahora y todo no me gusta que mis hijas ni mi hermano ni mi mamá me vean haciendo estriptís en vivo. Por respeto a ellos ¿no? Aunque mi mamá no es espantada a pesar de que sí es persinada, ni se fija ni nada. Con decirte que por su cuenta y riesgo fue a ver Yalula, la mujer de fuego y le gustó mucho, dice, bastante. Y eso que salgo encuerada toda la película. Ella me quiere y me comprende. Yo la adoro y por eso la puse a vivir en la casa más bonita, rodeada de puros millonarios pudientes para que no se acompleje, para que se reponga de todos los trabajos que pasamos, para que ahora que está vieja viva tranquila. Quisiera darle el mundo porque ha sufrido mucho, y conmigo más. Ah, sí, el nombre. Me lo puso el dueño del teatro del burlesque. Cuando llegué a trabajar allí —después de Juárez, Tijuana, Puerto Vallarta y otros lugares que ya ni me acuerdo— me llamaba Lupy. Con ese nombre trabajé en muchos lugares antes: “La terraza”, “La fuente”, “Capri” y muchos de primera. Pero él me bautizó de nuevo con el nombre que me trajo la suerte. Tú eres Yalula, la mujer de fuego, me dijo el día que firmamos el contrato para el burlesque; y me recomendó que tuviera representante y quién me administrara mi tiempo y todo. Muy bueno el viejo, honrado como pocos. Sabía. Me acuerdo que ya con ese nuevo nombre un día se me acercó un hombre muy interesante y cuero que al verlo me brincó el corazón. Y me dijo: ¿Tú eres Guadalupe, Yalula? Sí, le dije muerta de miedo. Era mi ex marido. ¡Uy, cuánto me rogó el pobre! Me dijo que yo estaba preciosa. Que él no me había conocido así. Que qué me había hecho. Pero ya era muy tarde, ya habían pasado muchas cosas desde aquel día que se fue sin avisar, sin decirme cuándo lo volvería a ver. Yo ya iba muy lejos, ya estaba yo como en otro planeta. Imposible, soy orgullosa. Dame una oportunidad; cometí un error, me dijo. ¡No! No nos conocimos en realidad, éramos dos extraños por eso se había ido desde el principio; pero esto hasta ahora yo lo veía bien claro. Y él me decía: si no me he ido no hubieras llegado tan alto. Soy parte de tu destino. Como diciéndome: convídame de lo que has recogido de la vida, no seas. No le guardaba ni le guardo rencor porque la vida lo puso en su lugar, le dio su merecido. Mis guardias —cuando trabajo mucho contrato unos que me acompañan noche y día— le dijeron que se retirara, ¡que dejara en paz a la señorita Yalula! Así lo hizo. Pero luego trató de acercarse a las niñas; que cuando salían del colegio, que cuando las llevaba a pasear. Le mandé decir que andaba con un politicazo (que además era cierto), y desapareció de mi vida para siempre. Soy valiente, te digo. Recordé que cuando él se fue sufrí mucho; era la mujer más pobre de todo el estado de Zacatecas, más pobre y desgraciada que el desierto, más seca y sedienta de amor. Nadie ahora sabe cómo luché. ¡De veras! Yo andaba descalza, se me acabaron los zapatos y me fui a Fresnillo con los de mi mamá: ella se quedó descalza en mi lugar. Por eso debes luchar y luchar; no sufrir, no pensar que sufres aunque sufras. Nada de nada, que no se te nuble la vista y que no te pesen las armas. No me da pena decirlo porque la pobreza no tiene nada de vergonzoso. La vergüenza es cruzarse de brazos y no hacer nada por salirse de la pobreza. Queda la satisfacción de decir: padecí, pero ya estoy bien. Y una vez aquí hay que tener cuidado, pues si no sabes lidiar con el cansancio te va mal. Yo he visto de todo en el camino; compañeras con las que empecé y que se han ido cayendo, una por una, a lo largo de la pasarela —un decir— como soldaditas de plomo. Muy poquitas mantenemos el equilibrfio en la cumbre. Tengo compañeras que beben y tienen muchos vicios. Otras se deprimen y solitas se van envenenando. Otras que se quieren hacer más buenas y bonitas y nomás las chingan los cirujanos y doctores. Este ambiente es muy engañoso y traicionero. No hay que dejarse deslumbrar. Yo he visto chiquillas hermosas y capaces que truenan como chinampinas de buenas a primeras; pues de seguro se dice: aquí hay de todo, hay que llegarle a todo. Si quieres pasar por la vida intacta sólo te queda cerrar los ojos y pensar en el fin, en la meta, no hacer caso de nada más a tu alrededor: la pasarela es un camino que recorres mientras todo a tus lados está oscuro. Oyes ruidos, sí, voces, música. Es un camino que no sabes a dónde te lleva, y que tiene mil destinos. Como te puedes perder, puedes llegar al cielo. La pasarela es un viacrucis. No que yo sea mojigata, no, simplemente hago lo que se me dice: encuérese, enséñenos, siéntese, párese, muévase, métase, sáquese. Y yo digo: sí, pero sin tocar, por favor. Y ya. No tomo, no fumo, ni arreo ningún vicio. Vamos a decir que no me comprometo, como me dicen unas compañeras; aunque he llegado a pensar que te comprometas o no te comprometas es lo mismo: te vas a morir, te vas a acabar, ya no vas a gustar, el tiempo va a pasar... Como que Dios nos está dirigiendo en su película y nosotros no vamos a poder ver esa película; qué chiste. Y eso que no soy creyente. Pero así es. Yo a veces me siento que soy como un cuchillo al que la vida le sacó filo; y soy de fierro, voy cortando el aire y todo, nada ni nadie me puede hacer daño ya. Como esos picos del desierto que el aire afila. No hay de otra: tú te vuelves enclenque y todo te lastima; o de fierro y nada te toca. Por eso te digo que le gusto a la gente por otra razón que no sé qué es. No soy ni nunca he sido bonita. Como yo vengo desde abajo —como los gusanos— lo primero que me obsequió el público no fue un aplauso, sino una rechifla. Ahora soy una venganza a esos primeros chiflidos. Desde esos momentos me propuse que les iba a cobrar caro mi parte de aplausos, éxito y mundo, que iba a hacer todo a mi alcance para lograrlo. Me acuerdo que Nefertiti era la estrella entonces. La fui a ver al teatro en la tarde y al cabaret en la noche, el mismo día, para ver y saber lo que hacía. Y me dije: Yo lo hago mejor. Me encuero y bien. Fue cuando me cambiaron el nombre. Y con unos ahorritofs me hice unas correcciones: el busto, tú sabes que los hijos se las acaban, las caderas se te cuelgan. Total, me dejaron un cuerpazo. Empecé abriendo el programa, en el montón, de las que salen hasta atrás. Pero a los tres años: la estrella de todos los días. Los hombres llevaban binoculares al teatro; y un buen día a uno se le ocurrió ¡qué ocurrencias! llevar una lámpara de esas de pilas y con ella me alumbraba las partes que quería ver mejor, desde lejos. Y a los pocos días ¡qué te cuento! había cientos de lámparas en la oscuridad del teatro y todas aluzando al mismito lugar y yo feliz, como si fuera por una pasarela del cielo lleno de estrellas. Y el más lindo detalle es que sólo las prendían cuando salía yo. Pero lo más bello fue el día que me despedía: un viejito del público llegó con un desfile de mariachis tocándome “Las golondrinas”. Mientras la gente gritaba: ¡No te vayas! Hice mucho dinero: dos funciones de burlesque y dos de cabaret diariamente. Dormía todo el santo día de Dios, mientras mis hijas crecían sólitas de día. Pero también me pasaron cosas muy feas. Una vez a la salida del teatro una bola de chiquillos, de ésos sin educación, morbosos, que parece que nunca han visto, me dejaron encuerada a tirones en un santiamén. Desgraciados. Todavía me acuerdo y me hierve el buche. No entiendo a la gente morbosa y con malicia y mal de la cabeza. Tal vez por eso no me he vuelto a casar. Nomás se me arriman morbosos y degenerados, libidinosos que Dios guarde la hora. Por eso me da pavor desnudarme frente a un hombre, o si alguien me está viendo o espiando; no lo aguanto. Soy muy pudorosa, muy íntima y nadie me lo cree. ¡Ni mi propia madre! ¿Tú crees? En el estriptís es diferente, allí yo no veo a nadie, el público es mucha gente que no conozco, y estoy haciendo un trabajo bien concentrada, pues por eso me pagan. Y requete bien. Y permanezco en el gusto del público porque soy medida. No es por criticar a la competencia, pero ahora ya no trabajo en un chou donde se hagan indecencias y peladeces, donde vaya a salir una de ésas como Nefertiti, que hace unos desnudos tremendos. Buena para enseñar, eso sí, y de las que se abren y no sé cuánto relajo; se meten un zapato, por ejemplo, y se sacan cosas como un listón que se va desenrollando y se lo avientan al público morboso, y por eso nos faltan al respeto a todas por igual. Eso yo ya no lo acepto, de plano. Y llámame retrógrada y provinciana. Después de una de esas señoras yo no saco ni la nariz. Figúrate que el otro día vino ese mago, ¿cómo se llama?, y quería que preparáramos algo juntos y me iba a sacar un conejito y que un ramito de flores para el público. Lo mandé a sacárselo a la más vieja de su casa. Yo lo más que hago es simular que hago el amor sobre una silla transparente, o un baño en una tina transparente también, que es diferente a estarte abriendo, metiendo y sacando cosas. Yo también le doy al público regalos, pero más sentimentales: una vez que iba hecha la mocha por la pasarela que se me dobla un pie y se rompe el tacón, me quito los zapatos para caminar de puntitas y alguien en la oscuridad me grita ¡regálamelos, mamacita! Y aviento un zapato para un lado y el otro para el otro y el público aullaba de contento. Desde entonces, cuando acaba mi número beso mis zapatos y van pal público. Y cuando los estoy aventando siempre me acuerdo de aquel día que me fui a Fresnillo con los zapatos viejos de mi madre, prestados. Y estos que ahora regalo son finos, de raso o de cuero bueno, caros, pero que a nadie le van a servir, que a nadie hacen falta. Y así es la vida: a lo mejor el amor por ella te llega cuando ya estás grande de afuera y de adentro. Cuando ya no lo necesitas. Hace poco entré a una butik en Miami y de pura puntada compré todos los zapatos de mujer que tenían de mi número allí, de todos los colores y estilos. Para regalar. Pero eso sí, cuando yo quiera. Porque una vez un tipo me jaló el tacón y se quedó con él. Luego puse a mis guaruras a la salida del teatro para que si lo veían le quitaran mi zapato. Esas cosas sí me dan mucho coraje. Por ejemplo, si alguien del público me quiere agarrar o tocar me meto. Salgo otra vez. Y si vuelve a suceder ya no salgo y prenden las luces del teatro. Pero el público aprende. Con sangre, pero aprende. Porque una noche un tipejo me agarró y me metí enojada. El público le aventó de cosas porque yo me había metido por culpa de él y lo descalabraron allí mismo. Siempre me he hecho respetar mucho. Y más ahora que puedo decir no o sí cuando yo quiera, como te digo. No es que tenga domado al público, como dicen, pero es que siempre doy sorpresas en escena. Un día que llegué retardadísima al teatro y ya casi había terminado el ballet que me acompañaba —¡ni modo de salir yo a bailarles más!— me aventé a salir ya completamente desnuda y descubrí que eso es lo que más les gusta a los hombres: lo inesperado, la sorpresa, el truco bien hecho. Y ése fue el éxito. O sea, como que es parte de la sinceridad ¿no? Como llegar sin rodeos al asunto ¿no? ¡Así pegué! A partir del siguiente día yo ya era la estrella. A partir de entonces, lugar al que llegaba Yalula se llenaba a reventar. Claro que así como me tengo medidito al público me manejo a un solo hombre. Digo, los amantes que he tenido siempre han hecho lo que yo diga, entran en cintura o ya saben que se me van así. Pues tengo un hasta aquí. Y cuando digo ya, es que ya. Hasta aquí te quise, hasta aquí me gustaste y ya. Soy dócil y en el fondo tengo mucho aguante, pero mucho. Me gusta que los hombres sean apegados, aunque no sean bonitos, pero que sean buenos. Con atenciones, con detalles, con ternura, cariñosos. Como ya te dije, no aguanto a los morbosos; me requetechocan. Esos que nada más están pensando en eso, me fastidian, me dan asco. Me los tengo que estar espantando como moscas. Y más bien te diré que yo creo que nunca he estado enamorada, lo que se dice bien. Me enamoro pues, por un año o por meses. Y así. A veces me digo: este año no me he enamorado, ¿qué me pasa? No, eso del amor es un cuete. Si del padre de mis hijas que fue mi primero en todo, me olvidé de él pronto, y que yo creo que a ése sí quise, y ya ves... Los hombres son diferentes a nosotras, a ellos no les importa el amor. A mí tampoco, pues. Pero no ha faltado un cínico que me lo venga a gritar en mi cara, que no conozco el amor y así; de ardidos. Porque no llego puntual o no llego de plano a la cita, porque no me pongo a temblar como cuerda de guitarra guapanguera, ni se me derrama la copa de la emoción. Hazme el pinche pliz. Dime tú a qué horas voy a tener tiempo de hacerles esas payasadas, si siempre ando ocupada, pensando en lo que voy a hacer. Yo ya estuve casada, vi cómo se me marchitó el amor en las manos y todo. ¡Es horrible! Después de casada no hay nada de lo que tú te imaginaste. Por eso no creo en el matrimonio. Eso ni los políticos ni los sacerdotes lo creen. Eso de aguantar un monigote a tu lado, siempre, es para las que no les queda otra. Y se tienen que fletar, de por vida. Ya he visto muchas, muchas veces marchitarse el amor, como te digo, en mis manos. No creas, a veces me da por pensar: ¿por qué no les di su padre a mis hijas, si tuve la oportunidad en las manos? Qué me hubiera costado decirle: está bien, quédate. Vamos a ver si nos avenimos otra vez. Y cuánto y más que todavía lo recordaba mucho y me gustaba. ¡No!, me dije, ¡no! Aunque me arrepienta de por vida. Luego pienso: si lo que soy se lo debo a él; si él no se hubiera ido yo estaría vendiendo sopa de arroz y huevos cocidos en las minas. ¡Qué horror! Él me hizo mucho bien sin quererlo, se hizo a un lado para que yo triunfara. No, no, si a veces me reprocho yo misma: ¿por qué no les di su padre a mis hijas, que es lo único que les falta? Pues están en los mejores colegios; y yo les digo que sean aplicadas, porque hay pa darles la mejor carrera del mundo. Quiero que sean doctoras como un día yo quise serlo; pero de las jodonas, no fregaderas. Lo que yo no puedo hacer, ustedes lo van a hacer, les digo. Pues a mí se me ha ido todo en acomodarles el mundo. Pues por principio tienes que luchar porque en tu casa te dan una mente así de chiquita. Y como si te dijeran: no la crezcas, no la saques de sus límites, si la haces más grande, si la dejas que crezca te apuntamos con el dedo. Mi misma madre con su sonsonete: Ay, hija, como que eso no está bien... hasta a ella la tuve que hacer a mi modo. Ya salte de eso, ya tienes bastante, no te lo acabas ni con dos vidas, ya dale gracias a Dios. El mundo lo tienes que hacer a tu modo, digo yo. Imagínate si no he luchado con todos, con todo. Y sigo... Nunca terminas, aunque te mueras en la raya. Y sigo y sigo y me digo, por lucha no va a quedar. No hay nunca ni un momento en el que no tengas que batallar: con los explotadores, con los envidiosos, los estafadores, la gente te mete la pata nadamás porque tú estás en un punto que ellos quisieran, pero que no han hecho nada por ganárselo, o porque no saben cómo llegar y tú tuviste suerte, por eso te tiran, y a matar. Además de ir aprendiendo tu trabajo y progresando con él, tienes que aprender a capotearte a los enemigos, que nunca sabes dónde van a estar escondidos o disfrazados de qué. Y si eres débil te apantallan y te quieren asustar con que inmoral, con que pornografía, con que las buenas costumbres y su chingada madre. ¡Perdón! Pero me sulfuro con sólo pensar en eso. Por lo que a veces me digo, pues ahora los voy a torear: me voy a abrir bien abierta y me voy a meter y a sacar cosas y me van a oír el hociquito que me boto. Te provocan por todos lados. Pero la vida te enseña muchas cosas, sabes así de rápido quién es bueno y quién es malo. Y eso que no soy creyente, pues sólo creo en lo que veo. Mi mamá es al revés: se la vive rezando en todos los templos por mí, según ella. Estás loca, le digo; y me regaña y a veces llora. Que eres una hereje, malagradecida. Qué voy andar yo rezando si mi trabajo me costó y me cuesta todo. ¿Cuántos curas no me habrán ido a ver encuerada y a los mejores lugares? Ellos no se van a revolver con los pelados. ¿Cómo voy a besarle la mano o a pedirle consejo a un tipo así? Pero a la mejor hay Dios, pero como no lo veo... Y los de los milagros, pues nomás no. Los milagros tú los haces y para eso tiene que sudar el lomo. ¡Y lo chistoso es que nací el mero doce de diciembre! Me dice mi mamá: El día de la Virgen. ¡Cuál Virgen, mamá! Ay, hija, tienes razón, has pasado por tantas cosas que ya no crees ni en ti misma. Dios te perdone. Mi hermano era católico y nadie lo salvó del carreterazo que se dio en su moto. Y mis hijas, también creen, y rezan y me encomiendan a Dios, pues van a colegios de monjas, que son los mejores, pero lo hago para que se junten con niñas como ellas. Ahora ¿me quieres decir que si volvería a nacer escogería lo mismo? ¿O que si ahora haría lo mismo que hice hace casi veinte años? Ay, no, qué matado, qué flojera volver a empezar. Imagínate hacer todo lo que hice de nueva cuenta. Mejor sería otra cosa. O nada. He luchado tanto que ya estoy cansada. Si así... a veces me digo para mis adentros: ¿qué caso tiene que me desvele y luego me levante tan temprano todos los días a lo mismo: ejercicios para conservarme, que son tan matados y aburridos; luego las clases de baile, canto, actuación y el trabajo en las tardes y en las noches, bailar y bailar y encuerarse. ¿Cuántas veces me he encuerado en estos años? ¿Cuántos miles de ojos me han visto? ¿Y cuántas majaderías de borrachos? ¿A quién le ayuda o le beneficia que yo me encuere, así nada más, el puro hecho de encuerarse, sin tomar en cuenta el dinero que me gano? ¿Cómo le pudo dar alegría a alguien verme encuerada? En serio. No entiendo, de plano. Si te pagan tan bien por hacerlo, entonces algo tiene que tener de malo. Pero luego me digo: mis hijas; y me salen ganas y fuerzas de no sé dónde. Siento que ellas son como dos rieles y yo el trenecito; de esos trenes que se usan para entrar a las minas y sacar el metal de las profundidades. O como dos postes de fierro a los que se amarran los barcos en los puertos para que no se los lleve el aire y las olas. Claro que mis hijas no quiero que sean como yo; se sufre mucho en este ambiente. Si les puedo evitar este viacrucis es como si yo nunca lo hubiera recorrido, es como hacer un borrón y cuenta nueva de mi vida. Cuando me quedo sin hacer nada es como si se me parara el mundo, no creas. Imagínate que una vez que estuve desocupada por unos meses a mi hija más chica se le ocurrió decirme: Mamá, ¿qué estamos haciendo aquí?, a nadie le hacemos falta ni nadie nos hace falta. Por eso trabajo día y noche, caray. Y no es que le tenga miedo a la muerte, no. Si me muriera descansaría: ¡qué rico! Luego me digo: a lo mejor Dios me castiga por estos pensamientos, pero luego luego me contesto: ay, ojalá tengamos muerte de perro, que todo se acabe al morir y ya, sin tener que entregarle cuentas a nadie.