Material de Lectura

 

Pradera de amapolas lilas

 

Desde que me  asomé por la ventanilla del avión y vi primero lo negro de la noche, y luego el dibujo luminoso de la ciudad allá en la profundidad, supe que algo horroroso me esperaba. Quizás por eso no pude despegarme de la ventanilla durante largos minutos. Perplejo, vi cómo dimos un vuelco sobre la ciudad cuyas fronteras habían desaparecido para que, en cambio, un punto de ella atrajera mi atención de tal modo que no pudiera evitarlo.

Así me fue posible ver no sin asombro las avenidas, las calles, los postes del alumbrado público, los anuncios luminosos, las señales de tránsito, los pequeños automóviles estacionados y un par de ellos que se movían en distintas direcciones aunque ambos con lentitud. Era como estar fascinado ante una extraordinaria maqueta habitada por diminutos seres vivos. El avión permaneció detenido en el espacio mucho tiempo; el mismo que empleé para admirar esa ciudad perfecta pero que parecía encerrar una verdad espantosa.

De pronto sentí que nos íbamos a pique, la ciudad giró con violencia. Poco después corríamos sobre una ancha cinta de asfalto o de concreto que cruzaba una pradera de amapolas lilas luminosas. Nos detuvimos al término de la cinta. Las indicaciones grabadas de todo final de vuelo se dejaron escuchar. Después, vino el silencio.

Entonces fue cuando me di cuenta que de los asientos de la parte delantera no sobresalía la cabeza de ningún pasajero. Me volví con rapidez a mi derecha y me incorporé sobre mi asiento para mirar sorprendido al resto del aparato que estaba completamente vacío. Esto sí que fue una sorpresa. ¿Dónde se habían metido los otros? Quizás bajaron mientras me distraje mirando por la ventanilla. Pero, no tuvieron suficiente tiempo, apenas acababa de detenerse el avión.

Pensaba en eso cuando tal vez quise oír voces que venían de la cabina de los tripulantes. Sin pensarlo mucho me acerqué a ella; al llegar, abrí la puerta de un tirón. No había nadie. Pero una lucecilla roja intermitente del tablero me decía que no deberían andar lejos.

Cuando estuve ante la puerta de salida del avión me asaltó un temor aún mayor. Cogí con fuerza la manija. No fue necesario continuar: la puerta se abrió con demasiada facilidad.

Me encontré en la boca de un túnel bien iluminado con luz blanca. Avancé hacia su interior como quien cae sin remedio al fondo de un gran pozo. Mi angustia me llevó de prisa a una amplia sala con paredes de cristal y con varias filas de asientos vacíos. ¿Cómo era posible que no hubiera ni un alma en un aeropuerto internacional? Pronto me vi trasladado por el piso móvil y ahulado de un corredor estrecho y largo; entonces recordé que había olvidado mi equipaje. Pero no intenté siquiera regresar por él; lo único que deseaba era salir de allí.

En tanto era conducido de ese modo, vi a las mujeres hermosas y a los hombres apuestos —de tamaño mayor al natural— de los coloridos anuncios turísticos que cubrían buena parte de los largos y altos muros de ese pasillo. Eran bellos personajes. Y no obstante sentí correr por mi espalda un sudor frío cuando noté que los hombres y las mujeres de los anuncios me miraban con una mirada inhumana.

Esto me hizo avanzar sobre el piso móvil. Crucé no sé cuántas salas con todas las instalaciones propias de esos lugares pero sin un solo rastro de vida antes de salir huyendo de esos edificios abandonados no hacía mucho. Me subí al primer taxi que encontré al paso. Éste arrancó de inmediato; no quise ver hacia el lugar del conductor: por lo demás, yo estaba mudo, con los músculos casi petrificados. Fijé la vista en mis manos que, sin embargo, temblaban sobre mis rodillas.

El vehículo se deslizaba en silencio y con una seguridad que lo hacía verse lento. Por alguna razón incomprensible empecé a recordar las avenidas, las construcciones modernas, los anuncios luminosos que parecían paisajes y seres verdaderos, inclusive los automóviles que había visto desde lo alto. También la noche luminosa, con una intensidad ligeramente azul: era la misma.

Pronto se habría de detener el taxi frente a un edificio alto que reconocí como el mío, es decir, en el que ocupaba un departamento en el noveno piso desde hacía varios años. ¿Cómo había sido llevado por el conductor del taxi, que nunca vi ni oí, a mi propia dirección? Esto no me lo pregunté entonces. Tampoco estaba seguro de que estuviera de regreso de algún viaje; más bien tenía la idea de que había empezado apenas. Tiré un billete al asiento anterior y me apeé del vehículo sin volverme atrás. Probé mis llaves y en efecto lo eran. Era mi edificio; sin duda, el elevador. La tranquilidad del inmueble y el conocimiento de que estaba ya en casa me hicieron dudar del terror que acababa de vivir. Abrí mi puerta y prendí las luces. Allí estaban mis cosas, mis libros, mis muebles... Oprimí el interruptor de la televisión y me eché sobre mi sillón favorito para recobrar del todo la calma.

Apareció una imagen borrosa en blanco y negro en la pantalla que poco a poco cobró forma y color. Me quedé helado cuando vi que era yo el de la imagen y a quien la cámara de televisión hacía un gradual primer plano del rostro. Los ojos de mi imagen inmóvil, silenciosa, me recordaron los ojos de los personajes de aquellos diabólicos anuncios: la esclerótica era negra y en el lugar del iris una línea vertical de donde emergía una luz intensa que cegó mis ojos mortales.