Material de Lectura

 

 
Don't try this at home
 


Homenaje a Inés Arredondo

 

Con el control remoto cambiabas canales frente al televisor. De pronto la pantalla se oscureció y volvió a iluminarse en la brillosa nariz y los brillosos cachetes del cantante Barry White que vestido de lila ponderaba sus experiencias en un coro eclesiástico y los beneficios que le había traído a su interpretación del soul. También dijo que su madre era una reina y por eso vivía con él, su mujer y sus siete hijos, en una mansión de treinta cuartos. El programa se llamaba The rich and famous, dedicado a quienes lograban fama y fortuna en una ciudad con complejo de récord Guinness. Cosa comprobable en la siguiente entrevista. Seguido por la cámara, el cheik Mahommed Al Fass dejaba su lujosísimo departamento de la 5a. Avenida, abordaba su limusina que sin dilación lo transportaba suavemente hasta las puertas de la Joyería Cartier. Los dependientes doblados sobre sus barrigas lo recibían con profundas caravanas. El cheik iba a comprarle aderezos de esmeraldas a su hijita. La niña de cabellos negros y ondulados se veía extravagante, con aretes que le llegaban al pecho, aplaudiendo ante una hilera de estuches rojos. Festejaba cada alhaja que su padre le ponía encima como si fuera un juego divertido que en realidad no acabara de entender.

Colocaste dos almohadas tras tu espalda y recostada sobre la cama con las piernas extendidas, de vez en cuando y casi sin darte cuenta les echabas un vistazo. Siempre te sentiste orgullosa de tus piernas y has logrado conservarlas a fuerza de ejercicios y cremas y jabones contra la celulitis; pero descorazonada notaste un pliegue en la rodilla. No lo tenías y su aparición subrepticia trajo consigo una tristeza honda y desolada; además la tarde anterior te miraste de cuer­po entero y en paños menores en un vestidor de Lord & Taylor. Últimamente rehuías esas confrontaciones sin paliativos. Los espejos se vuelven unos objetos fríos y acusadores. Parada bajo la blanca luz neón notaste que tus senos no son ya tan firmes y que el resto de tu persona empieza a revelar un implacable deterioro que tanto duele a las mujeres atractivas cuando envejecen. Quizá por eso Enrique ya no muestra grandes entusiasmos. Pasaron los ardores de los primeros años matrimoniales y, veinte años después, duermen abrazados como hermanos inocentes y tiernos que olvidaron por qué Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso. Quizá eso te obligaba a creer que no participabas en la fiesta de la vida manteniendo la sensación de ver las viandas tras los aparadores sin comértelas.

Anoche experimentaste lo mismo caminando sin rumbo. Tropezaste con un grupo de transeúntes aglomerados frente al Radio City Music Hall. Impulsivamente había llegado un infinito camión de mudanzas, los costados dos lonas con idénticos letreros: Don’t try this at home. Sin duda los neoyorquinos están locos; pero no al grado de intentar en sus casas lo que aquellas gentes se proponían. Del camión bajó una locutora negra, cuyo nombre no recuerdas aunque la has visto en tus disipaciones televisivas, que animaba febrilmente a los reunidos para interesarlos en un espectáculo gratuito. Las toneladas del apabullante vehículo pasarían sobre los ochenta kilos de un hombre acostado en el pavimento. Y antes de tenderse bocarriba, con cachucha azul y chamarra roja, el desventurado se dejaba retratar en medio de reflectores.

La gente se aglomeraba por segundos. Subida en una barda del edificio opuesto atendiste los preparativos. Tu curiosidad no era mucha; pero hacía calor y no pensabas ir a otra parte. Esperaste buen rato el hecho maravilloso. La locutora hablaba sin parar con su excitante voz de fumadora que al expandir el humo por los pulmones evocaba voluptuosidades ignotas. Una rubia platino movió el camión diez centímetros con un aterrorizador ruido de frenos, falsa alarma para aumentar la expectación. Te puso nerviosa la idea de que semejante armatoste transformara en papilla la humanidad del sonriente individuo expuesto a las miradas ajenas con la resignación inconsciente de los changos del zoológico. No parecía molestarle ganarse la vida con tanto trabajo. Oíste comentarios y aunque algunos espectadores se preguntaban cuál sería el truco de quienes organizaban aquello, resultó insoportable la espera. Te hubiera encantado la imprevista presencia de un mago que mediante palabras cabalísticas y un trapo rojo desapareciera locutora, rubia, camión y víctima y los llevara volando por los aires más allá de las Torres Gemelas hacia el mar abierto, ante los atónitos testigos reunidos allí a falta de mejor entretenimiento.

No resististe la absurda demostración de la que en media hora sólo se habían oído frenazos atronadores a lapsos intermitentes y sin importarte su término feliz o desdichado emprendiste regreso a tu hotel, aunque sabías que Enrique aún no regresaba y que pedirías una ensalada para cenar en el cuarto, con el televisor prendido. Te siguieron unos pasos cansados que apuraron su ritmo cuando apresuraste el tuyo. Al voltear la cabeza comprobaste que era un muchacho de apenas veintitrés o veinticuatro años, uno de tantos vagabundos que pululan por Nueva York. Momentos antes había estado parado junto a ti. La blancura de sus dientes contrastaba con la piel renegrida. De pronto un cuerpo pasó corriendo y alguien te gritó que agarraras bien tu bolsa. Fue muy rápido; pero aprovechaste la advertencia, burlaste al ladrón y repa­raste en que tu perseguidor te había salvado; sin embargo no se te ocurrió agradecérselo, gratificarlo, o al menos sonreírle. Alargaste tus zancadas que encontraron eco en las pisadas a tu espalda, hasta que reconociste la entrada al hotel frente a Central Park. Te reconfortó el uniforme rojo y los botones dorados del portero a quien desde lejos saludaste con la mano. Guardó su distancia desdeñosamente, te respondió inclinando la cabeza y empujó la puerta para esperarte. Subiste la escalinata con una agilidad pasmosa. Desde arriba observaste que el vagabundo se detenía ante el primer escalón, te miraba con sus ojos pestañudos y te perdía en el momento que entrabas. La luz del farol te permitió reconocer que su pelo rizado de mulato cubría una cabeza torneada y te preguntaste si su madre también era una reina africana.

Los cambios de clima tan frecuentes y esa terrible humedad que convertía en vapor a las personas y las cosas, volvían chocante Nueva York en el verano. Tu marido vino para entrevistarse con un jefe de compras de Bloomingdale’s. Quería consolidar una importación de flores naturales y venderlas a la entrada del almacén envueltas artísticamente en papel picado de tonos vivos, con una tarjetita colgante diciendo ¡Viva México! Te rogó acompañarlo y luego te dejaba sola el día entero. Lo aprovechabas recorriendo tiendas o museos con un calor sofocante. Incluso la mañana del domingo, Enrique asistió en Albany a un desayuno para hombres solos, culminación de ajustes y contratos. No regresaría pronto. Creíste absurdo desaprovechar el tiempo oyendo esta vez las confesiones de Eddie Fisher que por miedo a ser rico y famoso se aficionó a las drogas y como castigo divino y biológico perdió la voz y el respeto a sí mismo. Demostraba su arrepentimiento con una sonrisa de payaso triste y unos ojos muertos de pescado, consecuencia de varias operaciones plásticas poco afortunadas.

Resolviste salir en busca de una copa. Al escoger la misma puerta por la que habías entrado la noche anterior, casi tropezaste descubriendo al vagabundo en el lugar donde lo dejaste. Te reconoció y musitó algo con un sonido silbante de serpiente. Desentendida, recorriste apresurada la escasísima distancia hacia el Café de la Paix. Elegiste una mesa que diera a la 6a. Avenida y procuraste distraerte curioseando a la multitud que pasaba por allí con trajes estrafalarios, señal de una libertad más ostentosa que auténtica. El colmo fue un Sócrates, igualito a Peter Ustinov, enfrascado en conversaciones peripatéticas a la vera de su discípula japonesa: cabello negro y lacio, lentitos montados en la punta de la nariz, minifalda y atención reverente. Salvo tú, nadie se fijaba en el prójimo y a ninguno preocupaba ser parte del mismo género humano. Aburrida, dejaste tu martini y te internaste en el parque. Deseabas un domingo entre neoyorquinos típicos viviendo en el corazón del mundo. Te dirigiste hacia la calzada de los poetas, con sus bancas y sus árboles laterales. Una turista trepó como gamo la estatua de Robert Burns. Sentada en su regazo le echó los brazos al cuello y urgió a su novio para que desde un ángulo propicio enfocara una cámara. Se resbalaba de las nada acogedoras rodillas de bronce y su brazo no rodeaba bien el sostén de una idealizada cabeza de poeta romántico, con los labios entreabiertos en el trance de la inspiración sublime. Sería una buena foto para presumir entre las amigas de Marión, Indiana. Sin presenciar el instante del ¡click! te encaminaste a otra parte.

La guía de turistas asegura que durante el verano los domingos hay conciertos al aire libre. No te extrañaron pues los sones caribeños a la distancia, en pos de los cuales brotaban de la tierra puertorriqueños decididos a conmemorar una reunión anual. Se vendía chancho, plátanos fritos, brochetas de carne, arroz, piña colada y Coca-Cola. Y se compraban porciones enormes devoradas con gusto. En un escenario al fondo, una banda proclamaba que los asistentes eran emigrados de la segunda generación y los versos se repetían incansablemente a ritmo de rumba. Te repugnaron los cajones destinados a platos y vasos sucios y desperdicios de comida. Cerca de uno descubriste al vagabundo. Sus facciones eran armoniosas, con esas cejas tupidas y ese cutis y esa boca joven, aunque su pantalón que apenas le tapaba el sexo y parte de las nalgas y su desaliño general lo mostraban tan desvalido. No profirió palabra. Se aguantó quieto, esperando; pero diste la vuelta y retomaste el camino andado.

Como caracoles con su casa a cuestas, abundaban los sin hogar; sobre los hombros cobijas deshilachadas para improvisar una cama en un rincón. Algunos cloqueaban sus zapatos de hule contra la grava; otros recogían en grandes costales latas para venderlas, porque se vende cualquier cosa. Si algo no se encuentra en Nueva York es que no existe, afirma un anuncio publicitario muy conocido. A nadie admira por ejemplo una colección de perreras donde la mejor pieza tiene en el techo un demonio alado capaz de provocarle pesadillas al pobre can. La dichosa perrera no parecía buena ni siquiera para un vagabundo hermoso y miserable. En la ciudad todo es lo más del mundo, la mujer más vieja que murió a los ciento siete años, la más gorda, la más alta, la más adine­rada. O la más flaca, la más enana, la más pobre. Y con tal criterio debió extender su tienda un negro piernas de araña sentado en el césped, ponía al primer postor sus últimas posesiones: unos guantes usados, dos cerraduras sin llave, una linterna. Faltaba el antifaz de los rateros holliwoodescos. Parecía que vendiera sus instrumentos de trabajo y le dijera adiós a una vieja y amada profesión, como un torero que en­tregara los trastes. Pensaste que pasarían semanas, meses para encontrar clientes, y que ese hombre estaba allí sólo por no sentirse desocupado y agresivo como la mayor parte de las gentes que tanto hablan de triunfo y fracaso, y son groseros y se conservan profundamente enojados de no ser Mr. Trump, dueño de rascacielos, ni su mujer que diario cambia lentes de contacto a juego con el color de sus atuendos.

Te sentaste en una banca y escuchaste un cuarteto de jazz que tocaba para el público dominguero, mientras otra muchacha oriental improvisaba una danza cuya única gracia consistía en simular los brincos de un grillito asustado. Nunca llegaría a Broadway. Percibiste una presencia cercana. Era tu vagabundo que esta vez te miraba morosa y obscenamente. Se detenía en tus piernas cruzadas, en tu falda de lino blanco que se había subido a medio muslo. Intentaste jalarla experimentando algo inexplicable. Procuraste hacerte la desentendida y poner tu interés en la bailarina que se contorsionaba y alzaba los brazos como si estuviera ahogándose. El mulato permaneció muy próximo. Desafiante, sacó una roja lengua, la pasó por sus labios y repitió el mismo gesto varias veces para que lo vieras. Procuraste fijar la atención en otra parte; sin embargo, a pesar de tu disimulo te ruborizaste. Y enrojeciste cuando el mulato, manteniendo con la cabeza el compás de la música, hizo con ambas manos un movimiento circular simulando que te acariciaba los senos que bajo la blusa de seda acusaban tu respiración anhelante. Decidiste enfrentarlo, intercambiar miradas, dejar que la imaginación cobrara fuerza, entrar en el juego mudo, erótico y pervertido. Te mordiste los labios y como sorprendente respuesta al mulato le creció un bulto bajo el pantalón. Farfulló frases en un inglés martajado e incomprensible. Te estremeciste con un cosquilleo y luego con algo mojado y tibio. Intentaste levantarte, tu bolsa cayó al suelo y rodaron hasta los pies del mulato tu polvera de plata y monedas brillantes al sol. Te agachaste para recogerlas, él se agachó también. Por un instante creíste que las tomaría y saldría corriendo. Te asombró que te las entregara con una mano grande y morena de largas uñas. Las aceptaste avergonzada, a punto de pedirle que guardara el dinero. Casi le rogaste que te acompañara; pero no te pudiste imaginar entrando a un cuchitril o soportando la cara del portero, guardián de los veinte pisos de soberbia del Plaza, viéndote llegar con un vagabundo. Dudaste, le diste las gracias en español. Oprimiste tu bolsa y procuraste alejarte rumbo a tu cuarto para cambiar canales con el control remoto. Entonces viste la carne dura del mulato, su ombligo a través de la camisa hecha jirones. Supiste que te perderías una aventura estimulante como el propio Nueva York y te quedaste parada mientras en la cara de tu enemigo comenzó a nacer una sonrisa lasciva y dulce.