Material de Lectura

 

El sentadito

   

 

Aquí me traen todas las tardes. Cuando la sombra del mercado cubre la calle de este lado, ya me traen empujando para que desde aquí vigile. Antes, cuando no me daba cuenta de las cosas, la gente se reía de mí y yo no sabía qué tanto me miraban. Después ya lo supe. La primera en llegar, como todos los días, ha sido la Leocadia. Trae su vestido azul del que le asoman las rodillas. El otro, el rojo apretado, lo deja para los sábados, que es el mero día.

Amigos no tengo. Así, lo que se dice de adeveras, pues no, no tengo. Antes me entristecía, me daba coraje que no jugaran conmigo, pero yo no podía. Es tan difícil para mí estarme quieto. Lo bueno fue que me di cuenta de cómo soy yo y cómo los demás. Amigos no tengo, pero sí conozco a muchos que pudieran serlo. Ellos no lo saben, pero yo juego a que son mis amigos y me imagino que jugamos juntos aunque eso es imposible. Así es como me paso las mañanas, acordándome de la gente que veo, de los muchachos que trabajan en el mercado. También de la Tigra.

A esta hora es más o menos cuando comienza el negocio. Si hoy fuera sábado, de seguro ya habría tachado una o dos cruces en la lista que me trae don Manuel. Sí, de seguro dos cruces tachadas habría en la lista, o tres, o más. Ahorita apenas la sombra del mercado comienza a trepar por ésa de enfrente que es la revistería. También sube por la fachada donde se paró la Leocadia, y por la juguetería en la que asoman los balones de futbol anaranjados. Así me la paso hasta el atardecer, depende, claro, de si no hay mal tiempo, porque entonces me quedo encerrado. Pero cuando la sombra alcanza las azoteas, el negocio se pone más bueno: lo menos una cruz cada media hora.

Aunque no tengo amigos, me da mucho gusto que el Perico me diga cosas, que me sobe la cabeza cuando viene de su puesto de jugos. Él no lo sabe, pero yo me he dado cuenta de que sus manos huelen a cáscara de naranja y los dedos le brillan de tanto partir y apachurrar esas naranjas que desde aquí se divisan como los balones de enfrente, nomás que más chiquitas. Ahora no está el Perico en su puesto; de seguro se fue a comer a los merenderos del mercado. Cuando pasa me mira y me dice “quiúbole, Sentadito”, o nomás me despeina al pasar gritando “¿no te cansas, Sentadito?” Así me dicen: El Sentadito; aunque mi nombre es Ramón. Otros me dicen Mano-fija, pero a ésos no los quiero. A ésos los odio porque se burlan de mis manos que no puedo tener quietas.

Allá viene la Elota, como le dicen por sus dientes como de mazorca hervida. Esa no me quiere tampoco. No me quiere porque una vez no le anoté una de sus cruces. La verdad no se la anoté porque ese día me dijo: “¡Ya estáte quieto, Sentadito, nomás me pones de nervios con tu zangoloteo de santo cubano!” Me dio mucho coraje y me lo cobré al no ponerle su cruz cuando se fue la segunda vez. Después don Manuel y ella vinieron a preguntarme que qué había pasado. Y les dije, aunque nadie me entiende a la primera cuando hablo, que no me había dado cuenta de la segunda cruz de la Elota porque me había quedado medio dormido. Fue peor. Don Manuel se puso furioso y me amenazó otra vez, que si me volvía a quedar dormido no me sacaría más de donde doña Trinidad, y que ya no me traería todos los días aquí a tachar las cruces de Chela y la Elota y la Tigra y las demás. Yo me quedé rete espantado. Quería llorar porque no me gusta donde doña Trinidad... está tan vieja la viejita que ni me cuida cuando tengo hambre o sed, ni me busca a tiempo la bacinica cuando estoy orinando. Luego nomás me quedo escurrido y la silla apesta a meados durante varios días. Lo peor fue cuando me dejó allá, en el traspatio, bajo la lluvia. Yo nomás hacía los ruidos que hago cuando quiero hablar y ella no hizo nada porque se quedó dormida oyendo sus novelas de la radio, y yo quería mover la silla de ruedas, pero por más que trataba de agarrar los aros de las ruedas no podía del movimiento que he tenido desde que me acuerdo en mis brazos, es decir, en todo el cuerpo.

Sí, por eso, porque una vez no le puse su segunda cruz, la Elota está peleada conmigo. Ella no tiene la culpa; no sé, pero a veces parece que nomás viene a regañadientes.

Ese señor que pasa por las tardes cargando tantas cubetas colgadas del palo que lleva al hombro, es una de las cosas que más me gustan de aquí en el mercado. Los brillos en las láminas me jalan la mirada porque así juega el sol conmigo, a chispazos, mientras el señor sigue meneando sus cubetas por la calle. Él sí se da cuenta de que lo miro y a veces grita: “...ubetas y escobas” y otras “...ubetas de oʼjalata”, lo que quiere decir que vende cubetas de hoja de lata y escobas. Eso lo he entendido yo solo sin que nadie me lo explique.

Acaba de llegar don Manuel. Se bajó de su coche para entregarme la hoja de todos los días. Al acomodarla en la tableta que tengo amarrada en la silla de ruedas, se puso a mirar para allá y para acá, observando cuáles son las que ya llegaron. Miró a la Elota y a la Leocadia en el lado de enfrente. También a Estrella que se puso en la mera esquina donde dan vuelta los camiones amarillos que van para la playa. Don Manuel las miró y me ha colocado el lápiz en la mano, para que me ponga listo al apuntar las cruces cuando alguna de ellas se vaya con alguno. Es bueno don Manuel, no se le olvidó el chicloso. Me lo acaba de poner en la boca. Él es quien le da el dinero a doña Trinidad para que me cuide y me alimente. Él dice que ella es mi abuelita, aunque eso no es cierto. Ahora ya se va otra vez, me mira como siempre, sin muchas ganas, pero sonríe como si fuera como yo, o yo como él. Me dice otra vez: “Aguzado, Sentadito”, como todas las tardes.

La sombra del mercado ya tapó las vitrinas de enfrente. Ya no se ven claros los balones de futbol. En la fonda está subiendo esa humareda azul que comienza cuando echan los bisteces al comal. Ésa es otra de las cosas que siempre distingo aquí en la calle.

Ahorita que estaba pensando en la Tigra y mirando esa nube de humo que se trepa al cielo, llegó la Rusa y se la llevaron luego en un taxi. Le estoy tachando su cruz a la Rusa en la lista que me dejó don Manuel. Más tarde, ya de noche, don Manuel o uno de sus ayudantes va a regresar para llevarse la lista con las cruces que he tachado en cada uno de los viajes de las muchachas. No sé a qué horas vendrán por la lista, y no sé porque en la noche no hay sombra del mercado que indique el tiempo. Lo único que sé es que vendrán por la lista más bien tarde, cuando la calle esté vacía... Vacía vacía no porque todavía estaré yo que nomás recargo como puedo la cabeza en el respaldo de la silla, aunque no me duermo.

Por eso llega tan temprano la Leocadia, porque es a la que menos cruces le tacho cada día. A veces no tiene ninguna cruz tachada en la lista y ya es muy noche. Yo la miro tristísima cuando se va diciendo esas palabrotas que no entiendo, luego de sacar la botella de aguardiente que esconde en su bolsa. Ella es la que más pleitos tiene con don Manuel. Ahorita pasó el Perico y me alborotó el pelo de la cabeza. Me dijo: “¿Todavía no te cansas, Sentadito?”, y yo le digo que no, que no me canso de vigilar en mi silla, aunque no me entiende por los ruidos que hago con la boca cuando quiero hablar. Él no sabe que yo juego a que él es mi amigo y le ayudo a hacer sus jugos de naranja. Una vez pensé que lo ayudaba a hacer tanto jugo que llenábamos el mar del jugo amarillo de las naranjas. Me imaginé eso porque el mar es lo que más me gusta de todo.

Dos veces me han llevado a mirar el mar. Una vez fui con don Manuel y la vieja doña Trinidad. Fue hace dos años, cuando me sacaron del orfanato, antes que comenzara con lo de la tachadura de las cruces. La otra vez me llevó la Tigra.

Cuando siento que me pega el aire húmedo del mar me pongo como loco de gusto, me muevo mucho, mucho, tanto que casi me caigo de la silla, y los demás me miran riéndose, pero no me importa por el gran gusto de ver tanta agua moviéndose sin parar como yo, y que siento que me da la razón. Una vez pensé que si me mojara con el agua del mar me aliviaría de mi enfermedad, pensé que hasta podría aprender a caminar y dejar para siempre esta silla de ruedas. Me gustó mucho pensar eso aunque sé que es imposible, que toda la vida me la voy a pasar moviéndome como lombriz sentado en la silla. Después de mirar esa vez el mar todo el día, me tranquilicé mucho, me quedé casi quieto, nomás viendo las olas que rodaban por la playa como serpentinas de feria.

Hasta la Tigra se acercó y me dijo: “Ora tú qué tienes, ¿que ya te aliviaste?”

La Tigra es muy buena. Una vez me dijo que nomás juntara mucho dinero me iba a pagar una operación con los doctores de la capital para que me curaran. Me dijo que nos íbamos a ir para vivir juntos, “como hermanitos”. Yo sé que no es cierto, que eso lo dice la Tigra para consolarme, y para consolarse ella que tiene esa cara tan linda con sus ojos tan tristes como los de un pescado muerto.

La Elota se está subiendo con un señor en bicicleta. A veces se las llevan en coches o en taxis, otras veces se van a pie; pero en bicicleta no. Qué chistosa se mira la Elota trepada en la parrilla de la bicicleta. No se me va a olvidar: le tacho su primera cruz del día.

Cuando llega la Tigra me pongo muy contento. Ella me regala dulces, a veces me da revistas que compra allá enfrente para que yo me distraiga mirando los dibujos a colores. La Tigra siempre se lleva sus buenas cruces, siempre más de dos. Ha de ser porque es la más buena. A mí me da gusto que la Tigra venga a casa; dice que tiene un hijo así de grande como yo. Dice que cuando crezca me daré cuenta de por qué todos quieren que se llene mi lista con cruces de las que tacho con este lápiz. Dice que yo no entiendo, pero me entendió el día que le quise explicar que sí entiendo. Le dije a la Tigra que ya sé que las muchachas, la Nati, la Rusa, ella y hasta la fea Leocadia, se van con las gentes a platicar; porque aquí en la calle nadie platica, nadie se mira a los ojos, y eso es lo que van a hacer las muchachas con los hombres que se las llevan. Se van a platicar bonito, como la Tigra que me cuenta cosas mientras yo la miro con mi temblorina de todo el cuerpo.

Para eso me traen aquí empujando en la silla, para que tache las cruces de la Rusa y la Chela y las demás. Lo único que quisiera ya, no es aliviarme ni que aprenda a hablar bien, eso no se podrá nunca, por más que lo diga don Manuel. Lo único que espero es que algún día se muera doña Trinidad, y entonces la Tigra se encargue de cuidarme, porque sé que hay unos que nacen buenos y son los que pueden andar solos; pero también habemos otros que nacimos para juntarnos, porque traemos la enfermedad, y juntos sufrimos menos, como la Tigra que está llegando apenas ahorita, o como yo que miro la sombra del mercado que sube por allá enfrente.