Material de Lectura

Eufemia

a la memoria de José Luis Mendoza

 

Aturdida, sedienta y con un nido de lagañas en los párpados, Eufemia instala su escritorio público en los portales de la plaza. El reloj de la parroquia marca las once. Ha perdido a sus mejores clientes, las amas de casa que se forman al amanecer en la cola de la leche. Merecido se lo tiene, por dormilona y por borracha. Parsimoniosamente, sintiendo que le pesa el esqueleto, coloca una tabla sobre los huacales, la cubre con un mantel percudido y de una bolsa de yute saca su instrumento de trabajo: una Remington del tamaño de un acumulador, vieja, maltrecha y con el abecedario borrado.

Un sol inmisericorde calienta el aire. Hace un año que no llueve y la tierra de las calles ha empezado a cuartearse. Pasan perros famélicos, mulas cargadas de leña, campesinas que llevan a sus hijos en el rebozo. Eufemia respira con dificultad. La boca le sabe a cobre. Después de colocar junto a la Remington una cartulina con el precio de la cuartilla —prefiere señalar el letrero que hablar con la gente, nunca le ha gustado hablar con la gente— se derrumba sobre la silla exhalando un suspiro. Es hora del desayuno. Echa un vistazo a izquierda y derecha para cerciorarse de que nadie la ve, saca de su jorongo una botella de tequila y le da un trago largo, desesperadamente largo. Nada como el tequila para devolverle agilidad a los dedos. Reconfortada, se limpia las lagañas con el dedo meñique y ve a los holgazanes que dormitan o leen el periódico en las bancas de la plaza. Dichosos ellos que podían descansar. Llevaba una semana en Alpuyeca y pronto tendría que irse. Ya les conocía las caras a todos los del pueblo. Algunos trataban de entrar en confianza con ella y eso no podía permitirlo. Siempre le pasaba lo mismo cuando permanecía demasiado tiempo en algún lugar. La gente quedaba muy agradecida con sus cartas. Contra más ignorantes más agradecidos eran: hasta la invitaban a comer barbacoa, como si la conocieran de siempre. No alcanzaban a entender que si ella iba de pueblo en pueblo como una yegua errabunda, si nunca pasaba dos veces por el mismo sitio, era precisamente para no ablandarse, para que no le destemplaran el odio con afectos mentirosos y atenciones huecas.

Una muchacha que viene del mercado se detiene frente al escritorio y le pregunta el precio de las cartas.

—¿Qué no sabes leer? —la cliente niega con la cabeza—. Ahí dice que la hoja es a quinientos pesos.

La muchacha estudia la cartulina como si se tratara de un jeroglífico, busca en su delantal y saca una moneda plateada que pone sobre la mesa. Eufemia, con su voz autoritaria, le inspira terror.

—¿A quién va dirigida?

El rostro de la muchacha se tiñe de púrpura. Sonríe con timidez, dejando ver unos dientes preciosos. Es bonita, y a pesar de su juventud ya tiene los pechos de una señora.

—¿Es para tu novio?

Retorciéndose de vergüenza, la muchacha deja entender que sí.

—¿Cómo se llama?

—Lorenzo Hinojosa, pero yo le digo Lencho.

—Entonces vamos a ponerle “Querido Lencho” —dictamina Eufemia, examinando el rostro de la muchacha para medir por el brillo de sus ojos la fuerza de su amor. Sí, lo quería, estaba enamorada la pobre idiota.

—Querido Lencho ¿qué más? Apúrate que no me pue­do estar toda la mañana contigo.

—Espero en Dios te encuentres bien en compañía de toda tu familia.

Los dedos de Eufemia corren por el teclado a toda velocidad. La muchacha la mira embobada.

—Es-pe-ro en Dios te encuentres bien en com-pa-ñía de toda tu fa-mi-lia. ¿Qué más?

—Te extraño mucho y a veces lloro porque no estás aquí…



supérate y alcanzarás tus metas
, decía el globito de la muñeca rubia que tomaba el dictado a su atlético jefe: la escuela comercial modelo te prepara para triunfar. El trolebús venía repleto de pasajeros, pero Eufemia, instalada en su oficina de lujo, no sintió las molestias del viaje ni se mareó con la mezcla de sudores y perfumes hasta que un brusco frenazo la desencantó cuando ya era tarde para bajar en su parada. La distracción le costó una caminata de siete cuadras, pero se apeó convencida de que tenía madera de secretaria. La güerita con cara de princesa le había picado el orgullo.

Quiero ser ella y estar ahí, pensó aquella noche y varias noches más, angustiada por no tener una personalidad a la altura de sus ilusiones. Con sus ahorros podía pagar las colegiaturas de la escuela, pero temía que si no caminaba, si no se vestía y si no pensaba de otro modo, en fin, si no cambiaba de piel, jamás la dejarían trabajar en oficinas como la del anuncio, aunque tuviera el título de secretaria. El temor disminuyó cuando su patrona, doña Matilde, le ofreció pagar la inscripción de la carrera y prestarle una Remington para los ejercicios de mecanografía. Con ese apoyo se sintió más segura, más hija de familia que sirvienta, y entró a la Escuela Comercial Modelo con la firme determinación de triunfar o morir.

Tenía dieciocho años, un cuerpo que empezaba a florecer y una timidez a prueba de galanes. Como pensaba que los hombres no eran para ella ni ella para los hombres, volcó en el estudio sus mejores virtudes, las que ningún amante hubiera sabido apreciar: responsabilidad, espíritu de servicio, abnegación rabiosa. Terminaba el quehacer a las cuatro de la tarde, volvía de la escuela a las ocho para servir la cena, y desde las nueve hasta pasada la medianoche no se despegaba de la Remington: asdfgñlkjh, asdfgñlkjh, asdfgñlkjh... Hacía tres o cuatro veces el mismo ejercicio, procurando mantener derecha la espalda como le había enseñado la maestra, y cuando cometía un error le daba tanta rabia, tanto miedo de ser una fracasada, que se clavaba un alfiler en el dedo negligente. Dormida y despierta pensaba en las teclas de la máquina, en los signos de taquigrafía, en los versos de Gibran Jalil Gibran que pegaría en su futuro escritorio, y se imaginaba un paraíso lleno de archiveros impecablemente ordenados en el que reinaba como un hada buena y servicial, recibiendo calurosas felicitaciones de un jefe idéntico al galán que protagonizaba la novela de las nueve y media. En el primer año de la carrera —que terminó con las mejores calificaciones de su grupo— sólo dejó de presentar una tarea, y no por su culpa: por culpa de la Remington. De la Remington y del infeliz que tardó tres días en ir a componerla.

Se llamaba Jesús Lazcano. Llevaba una credencial con su nombre prendida en el saco, detalle que a Eufemia le causó buena impresión, como todo lo relacionado con el universo de las oficinas, pero le bastó cruzar dos palabras con él para descubrir que de profesional sólo tenía la facha. Ni siquiera pidió disculpas por la demora. Subió la escalera de servicio en cámara lenta, haciendo cuatro paradas para cambiarse de brazo la caja de las herramientas. Su lentitud era tanto más desesperante como que denotaba disgusto de trabajar. Cuando por fin llegó a la azotea, donde Eufemia llevaba un rato esperándolo, sonrió con cínica desenvoltura y le pidió que “por favorcito” (el diminutivo en su boca sonaba grosero) lo colgara en una percha para que no se arrugara. Obedeció con una mezcla de indignación y perplejidad. ¿Qué se creía el imbécil? Era un mugroso técnico y se comportaba como un ejecutivo. Si no hubiera necesitado que arreglara la Remington cuanto antes, le habría gritado payaso y huevón. Mientras le mostraba el desperfecto —la cinta no regresaba— notó que Lazcano, en vez de fijar su atención en la máquina, la veía directamente a los ojos. Por la desfachatez de su mirada dedujo que se creía irresistible. ¿A cuántas habría seducido con esa caída de ojos? De seguro a muchas, porque guapo era, eso no lo podía negar. Pero ni su barba con hoyuelo, ni sus ojos color miel, ni la comba del copete que le caía sobre la frente le daban derecho a ser tan presumido. Cuando Lazcano empezó a trabajar se sintió aliviada. Podía ser un resbaloso pero dominaba su oficio. Aterrada con la idea de que la Remington estuviera gravemente dañada y tuvieran que hospitalizarla en el taller, se acercó tanto para vigilar la compostura que su muslo rozó el velludo brazo del técnico.

—No se me acerque tanto, chula, que me pongo nervioso.

Ella fue la que se puso nerviosa. Más aún: sintió una quemadura en el vientre. Se apartó de un salto y trató de calmarse contando hasta cien, pero Lazcano creyó que se había roto el hielo, y mientras terminaba de aceitar la Remington la sometió a un interrogatorio galante. A todas sus preguntas (edad, lugar de origen, proyectos para el futuro) Eufemia respondió con árida economía verbal. Espoleado por su hostilidad, Lazcano quiso averiguar si tenía novio.

—Y a usted qué le importa.

—Nomás por curiosidad.

—No tengo ni quiero tenerlo.

Cuando Lazcano acabó con la máquina se acercó peligrosamente al rincón del cuarto donde Eufemia se había refugiado para ocultar su rubor. Le parecía increíble que una muchacha tan bonita no tuviera novio. ¿Pues qué no salía nunca? Eufemia le entregó la percha con el saco, instándolo a que saliera de inmediato, pero Lazcano la tomó del brazo y le susurró al oído una invitación a salir el domingo siguiente, audacia que le costó una bofetada.

—Lárguese ya o lo acuso con la señora.

—Está bien, mi reina —Lazcano se acarició la mejilla—, pero de todos modos voy a venir a buscarte, por si te animas.

Eufemia dedicaba los domingos a la lectura de un libro que le habían recomendado en la escuela: Cómo desarrollar una personalidad triunfadora, de la psicóloga Bambi Rivera. Subrayaba los fragmentos que pudieran ayudarle a vencer su timidez, a no ser tan huraña y esquiva con los demás, prometiéndose llevarlos a la práctica en cuanto saliera de su ambiente, que si bien le permitía “enfrentar los retos de la vida como si cada obstáculo fuera un estímulo”, no se prestaba demasiado para “sobresalir en el mejor de los aspectos, el aspecto humano, estableciendo vínculos interpersonales que coadyuven a tu realización”. Estaba memorizando ese pasaje cuando escuchó un silbido largo y sentimental, muy distinto al entrecortado trino de Abundio, el carnicero que salía con la sirvienta de al lado. Sintiendo un vacío en la boca del estómago, se asomó a la calle para confirmar lo que sospechaba: Lazcano había cumplido su amenaza. Recargado en un poste de luz, inspeccionaba la azotea con los brazos cruzados. Parecía tener absoluta confianza en sus dotes de jilguero. ¿Esperaba que fuera corriendo tras él, como un perro al llamado de su amo? Pues ya podía esperar con calma... Se ocultó detrás de un tinaco para espiarlo a gusto. No iba de traje, pero llevaba una chamarra de mezclilla deslavada que le sentaba muy bien. Por lo visto tenía dos disfraces: el de ejecutivo y el de júnior. ¡Qué ganas de ser lo que no era! Lo detestaba por impostor, por engreído, por vanidoso, y aunque no tenía intenciones de salir, ni siquiera para decirle que dejara de molestar, se quedó varada en su puesto de observación. La serenata duró más de diez minutos. Cuando Lazcano, dándose por vencido, se alejó con la boca seca de tanto silbar en balde, Eufemia sintió compasión por él. ¿Cómo no agradecerle que hubiera insistido tanto?

Doña Matilde la felicitaba por sus calificaciones, decía enfrente de las visitas que ojalá sus hijos hubieran salido tan estudiosos, pero a solas le reprochaba que por culpa de la escuela ya no trabajara como antes. Rondaba por la cocina inspeccionando todos los rincones y cuando el polvo de la alacena ennegrecía su delicado índice, improvisaba un sermón sobre la generosidad mal correspondida: ya estaba cansada de ver tanta porquería. Si le había permitido estudiar y hasta pagaba las composturas de la máquina era porque tenía confianza en ella, pero a cambio de esos privilegios exigía un poco de responsabilidad. Que preguntara cómo trataban a las sirvientas en otras casas. Ella no le pedía mucho: simplemente que hiciera las cosas bien.

Para complacerla sin descuidar sus estudios, Eufemia trabajaba 16 horas diarias. Cada ejercicio de mecanografía era una prueba de resistencia. Ya no luchaba con sus dedos, disciplinados a fuerza de alfilerazos, sino con sus párpados faltos de sueño. El pupitre de la escuela reemplazó a su almohada. Oía las clases en duermevela, soñando que aprendía. Viéndola desmejorada y ojerosa, doña Matilde le regaló un frasco de vitaminas: “Toma una después de cada comida y si te sientes cansada no vayas a la escuela. Tampoco se va a acabar el mundo porque faltes un día”. Tiró el consejo y las vitaminas al basurero. Estaba segura de que su patrona trataba de alejarla de los estudios para tenerla de criada toda la vida. Mentira que se alegrara de sus dieces. En sus felicitaciones había un dejo de burla, un velado menosprecio fundado en la creencia de que una criada, por más que se queme las pestañas, nunca deja de ser una criada. Ese desdén le dolía más que mil regaños, pues coincidía con sus propios temores. No tenía carácter de secretaria. Si quería decepcionar a doña Matilde —saboreaba en sueños la triunfal escena de su renuncia, ya titulada y con empleo en puerta— primero tenía que modificar sus hábitos mentales, como recomendaba la doctora Rivera.

En Tuxtepec, el pueblo donde se crió, Eufemia tenía muchísimas amigas, pero en México sólo se juntaba con su prima Rocío, que había emprendido con ella el viaje a la capital y ahora trabajaba en una casa de Polanco. Alocada y coqueta, Rocío estrenaba novio y vestido cada fin de semana, fumaba como condenada a muerte, se teñía el pelo de rubio y martirizaba a Eufemia diciéndole que si quería chamba de secretaria, mejor se conquistara un viejo con harta lana y dejara de sufrir. Como parte de su estrategia para formarse un carácter secretarial, Eufemia le retiró la palabra. No le convenían esas amistades. Cambió de perfume, de peinado y de léxico. Ya no decía “fuistes” y “vinistes”, ya no decía “este Pedro” y “este Juan”, ya no decía “su radio de doña Matilde”, pero nadie apreciaba sus progresos lingüísticos, porque al perder contacto con Rocío se quedó sola en la perfección: era una joya sin vitrina, un maniquí sin aparador. A falta de un oído amistoso, descargaba sus tensiones en la Remington. Le habían advertido repetidas veces que no diera teclazos bruscos, pero una vez encarrerada en la escritura perdía el control de sus manos y aplastaba las letras con saña trituradora. Un domingo, cuando llevaba semanas de vivir en completo aislamiento, descubrió que después de hacer la tarea le sobraban ganas de seguir tecleando. Escribió lo primero que se le vino a la cabeza: palabras mezcladas con garabatos gráficos, versos de canciones, groserías, números kilométricos. Llenó media cuartilla con un aguacero de signos indescifrables, machacando el alfabeto irresponsablemente, y sin proponérselo empezó a hilar frases malignas, Eufemia pobre piltrafa estudia muérete perra, frases que se volvían en su contra como si la Remington, para vengarse de la paliza, le arrancara una severa confesión de impotencia: sigue trabajando sigue preparándote para la tumba miserable idiota sángrate los dedos en tu cuartito de azotea pinche gata sin personalidad triunfadora nadie te quiere inútil puta virgen toma lo que te mereces pendeja toma... Golpeó cinco letras a la vez para que la máquina se tragara sus palabras, pero el torrente de insultos continuaba saliendo, el papel seguía llenándose de liendres purulentas y tuvo que silenciar a la Remington a puñetazos, hacerle vomitar tuercas, tornillos, resortes, descoyuntarla para que supiera quién mandaba en la escritura.

A la mañana siguiente habló al taller de reparaciones. El remordimiento de haber destrozado una máquina que no era suya se recrudeció cuando escuchó la voz de Jesús Lazcano. ¿Había hecho la rabieta sólo para verlo de nuevo? Con una petulancia nacida del despecho, Lazcano se hizo del rogar antes de prometerle que haría el trabajito dentro de una semana, y eso por tratarse de ella, pues ya no arreglaba sino máquinas eléctricas. Colgó furiosa. En el comentario sobre las máquinas eléctricas había captado un doble sentido. ¿Lo dijo para insinuarle que andaba con mujeres de más categoría?

Por si las dudas, el día que vino a componer la máquina lo recibió con su mejor vestido. La señora había salido con sus hijos a una primera comunión y el silencio de la casa dio valor a Lazcano para lanzarse a fondo apenas cruzó el umbral: Eufemia estaba cada día más linda, lástima que no le hiciera caso. ¿Por qué no se descomponía ella en lugar de la máquina, para darle una revisadita?

Venía borracho y con la corbata ladeada. Sus piropos eran atrevidos, pero los decía sin afectación, como si el trago le hubiera devuelto la humildad. Cuando vio la Remington soltó una risa burlona. El arreglaba máquinas pero no hacía milagros. Pobre maquinita, cómo la maltrataba su dueña. Y así era de cruel con todos los que la querían, eso le constaba.

Eufemia le pidió que por favor se dejara de vaciladas.

—No estoy vacilando, chula. Esta cosa ya no sirve. Si quieres le cambio todas las piezas rotas, pero te costaría un dineral. Yo que tú mejor compraba una nueva.

Eufemia se puso pálida. Era su vida la que ya no tenía compostura. Cayó sobre la cama y se tapó el rostro con la almohada, para no llorar delante de un hombre. Lazcano la tomó de los hombros con suavidad, tratando de hacerla voltear.

—Suélteme, por favor. ¡Suélteme!

—No te pongas así. ¿Te hice algo malo? ¿Es por lo de la máquina?

Dijo que sí con un suspiro. Sacó un pañuelo de su delantal, y mientras intentaba poner un dique a sus lágrimas explicó a Lazcano, entre sollozos y golpes de pecho, que la máquina era de su patrona y ella la necesitaba para terminar la carrera de secretaria, pero se había desgraciado la vida ella sola por culpa de un berrinche. Todo el sueldo se le iba en colegiaturas. No podía ni comprarse ropa, ya no digamos una máquina nueva. Mejor que la expulsaran de una vez, mejor que doña Matilde la corriera...

—Cálmate y nos entendemos —Lazcano le acarició la mejilla—. Con lo de la máquina yo te puedo ayudar, por eso no te preocupes.

—No estoy pidiéndole ayuda —lo miró con dignidad—. Ya sé cómo se cobran ustedes los hombres.

—Cállate, babosa —Lazcano estaba empezando a impacientarse—. Uno te quiere dar la mano y todavía rezongas.

—De usted no quiero nada, ya se lo dije. ¡Y ahora quítese o pido auxilio!

Antes de que lanzara el grito, Lazcano la besó por sorpresa, tomándola de la barbilla para impedirle retirar la boca. Eufemia tardó más de lo debido en abofetearlo.

—Con ésta ya van dos. Dame la tercera de una vez, al fin que ya me gustó el jueguito.

Lazcano volvió a la carga. Con sospechosa lentitud de reflejos, Eufemia reaccionó cuando el beso ya era un delito consumado y tenía pegada en el paladar una lengua que giraba como aspa caliente, dejándola sin respiración. Hubo un breve forcejeo en el que Lazcano resistió mordiscos y arañazos. Eufemia se debilitaba poco a poco, cedía sin corresponder, aletargada por el turbio aliento de Lazcano. Aún tenía fuerza para resistir, pero su cuerpo la traicionaba, se gobernaba solo como la pérfida Remington. Cerró los ojos y pensó en sí misma, en su juventud de momia laboriosa. Vio a Lazcano silbando aguerridamente con su chamarra de júnior y la visión le despertó un apetito quemante, unas ganas horribles de quedarse quieta. Inmóvil y con un gesto de ausencia se dejó subir el vestido y acariciar los senos. Podía consentirlo todo, menos el oprobio de colaborar con su agresor. En sus labios duros y hostiles morían los besos de Lazcano, que teniéndola vencida seguía exigiendo la rendición sentimental, mientras luchaba con menos arte que fuerza por demoler el apretado nudo de su entrepierna. El obsceno rechinar de la cama silenció el hondo lamento con que Eufemia se despidió de su virginidad. Gozó culpablemente, pensando en la compostura de la máquina para fingir que se prostituía por necesidad, pero los embates de Lazcano y sus propios jadeos, la efervescencia que le subía por la cintura y el supremo deleite de sentirse ruin la dejaron sin pretextos y sin justificaciones, indefensamente laxa en la victoria del placer.

La Remington y Eufemia quedaron como nuevas. Lazcano compuso gratuitamente a las dos, obteniendo a cambio una compañera para los domingos. De un solo golpe consiguió lo que Bambi Rivera no había logrado con toda su ciencia: curó a Eufemia de su timidez y de su inclinación a menospreciarse. Doña Matilde notó con sorpresa que ahora canturreaba mientras hacía el quehacer y le hablaba mirándola directamente a los ojos. En la escuela también mejoró: su actitud caritativa en los exámenes (ya no le parecía un fraude a la nación dejarse copiar) le quitó la imagen de machetera intratable y ensimismada que se había forjado por miedo a los demás. Empezó a frecuentar a un grupo de amigas con las que se quedaba charlando un rato a la salida, sin importarle que doña Matilde la regañara por llegar tarde a servir la cena. Sobre su futuro no abrigaba ya la menor duda. El maestro de la contabilidad, impresionado con su rapidez y su buena ortografía, prometió conseguirle trabajo cuando terminara la carrera. Sólo tenía un motivo de alarma: Jesús no se le había declarado formalmente y sus relaciones con él, felices en lo esencial, se mantuvieron en una peligrosa indefinición durante los dos primeros meses de lo que Eufemia hubiera querido llamar noviazgo.

A Jesús le tenían sin cuidado las palabras. Hablaba con las manos. La tocaba en todas partes y a toda hora, con o sin público, bajo el solitario arbolito donde se despedían los domingos, después de hacer el amor en un hotel de San Cosme, o en las bancas de la Alameda, rodeados de niños, abuelas, mendigos y policías. Ocupada en quererlo, Eufemia no tenía tiempo ni ganas de pensar en sus recelos. Hubiera sido una vileza, un crimen contra el amor, dudar de un hombre que le regalaba el alma en cada beso. De común acuerdo decidieron prolongar la felicidad de los domingos y verse también entre semana, cuando Eufemia iba por el pan. El silbido de Jesús le ponía los pezones de punta. Sonaba con tanta frecuencia en la calle que doña Matilde llegó a molestarse: “Dile a tu amiguito que si quiere verte por mí no hay problema, eres libre de elegir a tus amistades, pero que al menos tenga la decencia de tocar el timbre. ¿O a ti te gustan esas costumbres de arriero?” Lazcano era orgulloso y se ofendió cuando supo lo que doña Matilde opinaba de él. Se resignó a tocar el timbre para demostrarle que no era un arriero, pero de ningún modo aceptó hacerle conversación de vez en cuando, como Eufemia sugería: “Eso no, chula. Si le tenemos consideraciones a esa metiche, al rato la vamos a traer de pilmama”.

Aunque sus prevenciones parecían justificadas, Eufemia sospechó que tenía otros motivos para evitar a doña Matilde. Jesús era demasiado antisocial. Tampoco le gustaba salir en grupo con sus compañeras del colegio. Estaban todo el tiempo solos, encerrados en una intimidad asfixiante. Hablaba mucho de sus compañeros del taller, con los que jugaba futbol todos los sábados, pero no se los había presentado. ¿Por qué no podían ser una pareja común y corriente?

Le costó una docena de insomnios resolver el misterio. Jesús la quería para pasar el rato. Si no le interesaba formalizar sus relaciones, o mejor dicho, si le interesaba no formalizarlas, era porque pensaba dejarla pronto, cuando se cansara de acostarse con ella. Por eso rehuía la vida social en pareja: el miserable ya estaba preparando la retirada y no quería tener testigos de su traición. Contra menos gente lo conociera, mejor. Y ella, la muy ciega, la muy idiota, se había creído amada y respetada. “Cree que soy su puta y me lo merezco, por haberle dado todo desde el primer día.”

El domingo siguiente adoptó una actitud glacial. En el zoológico vio entre bostezos el desfile de los elefantes, no quiso morder un algodón de azúcar al mismo tiempo que Jesús ni retratarse frente a la jaula de los osos panda. Subieron al trenecito, y cuando entraron al túnel de los enamorados apartó de su rodilla la exploradora mano de Jesús. Comió poco y mal, quejándose de que las tortas sabían a plástico, la película de narcos le provocó dolor de cabeza y esperó con malevolencia que llegaran a la puerta del hotel para negarse a entrar. Eso fue lo que más resintió Jesús. Le reprochó su mal humor de todo el día, la carota de aburrimiento, los pudores del trenecito. ¿Tenía problemas con la regla o qué? Su respuesta fue una larga y dolida enumeración de agravios. Jesús no le daba su lugar. ¿Para qué seguía mintiendo si no la quería? La trataba como piruja, peor aún, porque las pirujas tan siquiera cobraban. Ella no era su novia ni su esposa ni su prometida. ¿Entonces qué era? ¿Una amiguita para la cama? Jesús negaba todos los cargos, pero Eufemia los presentaba como verdades incontestables. Lo acusó de cobardía, de machismo, de ser un hombre sin palabra. Para creer en su amor necesitaba una promesa de matrimonio. Tenía derecho a exigirla, pues él había sido el primer hombre de su vida. ¿O qué? ¿También pensaba negar eso?

La cara de adolescente regañado con que Jesús había oído la perorata se cambió de súbito por un gesto de resolución.

—Está bien, vamos a casarnos, pero ya cállate.

—¿De veras te quieres casar conmigo? —el tono de Eufemia se dulcificó.

—Claro que sí, tonta —Jesús la besó en el cuello, aspirando con ternura el olor de su pelo—. Te lo pensaba decir hoy, pero te vi tan enojada que se me quitaron las ganas... ¿Ahora chillas? Chale, se me hace que no me quieres. A ver, una sonrisita, una sonrisita de mi conejita...

Esa tarde hicieron el amor tres veces. Eufemia estuvo cariñosa y desinhibida, pero en los intermedios de la refriega planeó hasta el último detalle de la boda. Se casarían en Tuxtepec cuando terminara la carrera. Jesús era muy voluble. Había que actuar de prisa para no darle tiempo de arrepentirse. La petición de mano era lo más urgente. Sus padres no podían aprobar el matrimonio sin conocer al novio. ¿Y los de Jesús? Casi nunca hablaba de ellos, a lo mejor estaba peleado con su familia. Bueno, él decidiría si los invitaba o no. Por lo pronto hablaría con el maestro de contabilidad para lo del trabajo. No quería ser una mantenida. Juntando los dos sueldos podrían alquilar un departamento barato y comprar a plazos el refrigerador, los muebles, la estufa... Su porvenir brillaba como la cobriza piel del hombre anudado en su cuerpo. Se casaría de blanco y con título de secretaria: doble desgracia para la patrona.

Entre los preparativos de la boda y las maratónicas sesiones de estudios previas al fin de cursos, los tres meses que faltaban para el viaje a Tuxtepec se le pasaron volando. Su familia esperaba con impaciencia la llegada del novio, a quien había descrito, exagerando la nota, como una maravilla de honradez y solvencia económica. Mientras ella esparcía por todas partes la noticia de su matrimonio y se ocupaba de apartar al juez lo mismo que de hacer cita para los exámenes clínicos, Jesús atravesaba una crisis de catatonía. Bebía más de la cuenta (“para despedirme de las parrandas”, juraba) y cuando Eufemia le hablaba de los nombres que había escogido para su primer hijo (Erick o Wendy), se desconectaba de la realidad poniendo los ojos en blanco. Tuvo que llevarlo casi a rastras a comprar los anillos. Lejos de molestarse por su conducta, Eufemia la consideraba un buen síntoma. Lo malo hubiera sido que se tomara el matrimonio a la ligera, sin calibrar la importancia de su compromiso.

El día de su baile de graduación Eufemia fue por primera vez al salón de belleza. Le hicieron un aparatoso peinado de cuarentona y se pasó toda la tarde intentando contrarrestarlo con un maquillaje atrevidamente juvenil. A las ocho la señora le gritó que habían venido a buscarla. Corrió escaleras abajo ansiosa de ver a Jesús con el smoking que había alquilado para la ceremonia, pero en su lugar encontró a un niño harapiento que le dio una carta. Era de Lazcano. Le daba las gracias por todos los bellos momentos que había pasado en su compañía. Por querer prolongarlos, por no matar tan pronto un sentimiento noble y puro, le había hecho una promesa que un hombre como él, acostumbrado a vivir sin ataduras, jamás podría cumplir. Era un cobarde, lo reconocía, pero en el dilema de perder el amor o la libertad prefería renunciar al amor. Cuando Eufemia leyera esa carta él estaría llegando a Houston, donde le había ofrecido trabajo un tío suyo.

No debía tomarse a lo trágico el rompimiento. Los dos eran jóvenes y tenían tiempo de sobra para iniciar una nueva vida. Ella, tan guapa, no tardaría en hallar al hombre que la hiciera feliz y quizá en el futuro lo perdonara. Por ahora sólo pedía, suplicaba, imploraba que en nombre de sus horas felices no le guardara demasiado rencor.

Dio una propina al mensajero de la muerte y volvió a su cuarto con pasos de ajusticiada. Releyó la carta una y mil veces, repitiendo en voz alta las frases más hipócritas. Necesitaba oírlas para convencerse de que no estaba soñando. Se miró al espejo y encontró tan grotesco su peinado de señora que se arrancó un mechón de cabello. A enfrentar ahora la conmiseración de sus padres, el encubierto regocijo de doña Matilde, las preguntas malintencionadas de sus compañeras de escuela, que murmurarían al verla sola en el baile de graduación. Eran demasiadas hu­millaciones. Tenía que desaparecer, largarse adonde nadie la conociera, negarles el gusto de verla derrotada. Metió desordenadamente su ropa en una maleta, sacó de la cómoda el monedero donde guardaba sus ahorros, hizo una fogata con todos los recuerdos de Jesús Lazcano y miró su cuarto por última vez. Olvidaba lo más importante: la Remington, su confesora y alcahueta portátil.

En la calle tomó un taxi que la llevó a la Terminal del Sur. Hubiera querido comprar un boleto para el infierno, pero a esa hora sólo salían camiones para Chilpancingo. En una tienda de abarrotes compró medio litro de tequila, y mientras esperaba la salida del autobús bebió sin parar hasta ponerse a tono con su desesperanza. En el asiento del camión, antes de partir, leyó la carta por última vez.

Malditas palabras. Bastaba ordenarlas en hileras para destruir una vida. Matar por escrito era como matar por la espalda. No podía uno ver de frente a su enemigo, reprocharle que fuera tan maricón. Rompió en pedazos el arma homicida y cuando el autobús arrancó los tiró por la ventana. Ella dispararía con la Remington de ahí en adelante. De algo tenían que servirle su buena ortografía, su depurado léxico, su destreza en el manejo de las malditas palabras.


Otro pueblo y otra plaza. Un conscripto con el rostro carcomido por el acné lee una carta sentado a la sombra de un álamo. Las manos le tiemblan. Parece no entender lo que lee. Acerca los ojos al papel como si fuera miope. Lee de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, a punto de llorar. Examina el reverso en busca de algo más, pero está en blanco. Arruga la carta, furioso, y vuelve a extenderla, como si deseara cambiar su contenido con un pase de magia.


Querido Lencho:

Estabas equivocado si creías que podía esperarte toda la vida. Pasó lo que tenía que pasar. Un hombre de verdad, no un maje como tú, se llevó la prueba de amor que tanto me pedías. Ya sé lo que se siente ser mujer y ahora no quiero nada contigo. Adiós para siempre. Salgo a la capital con mi nuevo amor. Nunca sabrás mi dirección. Que no se te ocurra buscarme…