Material de Lectura

El matadito

para Andrés Ramírez

 

Cinco de la tarde y nadie se acerca. Ni un abrazo en todo el pinche día. Regalos ya sería mucho pedir, es fin de quincena y están arrancados, pero al menos una felicitación, carajo, una mugrosa tarjeta de Sanborns. Total egresos mayo-diciembre 361 mil nuevos pesos. Más intereses moratorios por cartera vencida, 394 mil 518. Coqueteando sin perder el decoro —apenas se permite un discreto balanceo de caderas—, Blanca Estela sortea los escritorios de Bautista y Cáceres. Qué buena está, pero no debería venir a trabajar con esa minifalda tan entallada. Nadie como ella para humanizar la vida social de la compañía. Adoctrinada por los manuales de superación personal, cree que somos una gran familia y lleva un registro con las fechas de cumpleaños de todo el personal, incluyendo a los mozos. Por iniciativa propia organiza las colectas para comprar los pasteles, congrega a la gente de piso en piso y la acarrea al escritorio del festejado para cantarle Las mañanitas. No me puede fallar, soy su amigo y le caigo bien. Pero Blanca Estela pasa de largo sin voltear hacia mi escritorio. Me decepcionas, chula. ¿A poco no estoy en tu agenda?

Ingresos acumulados en el primer trimestre del año, 546 mil nuevos pesos. Menos cuotas del Seguro Social, 79 mil 810. A otros hasta les hacen comida en algún restaurante, con mariachis y todo. Claro, son los consentidos de la oficina, los simpáticos profesionales que hacen roncha con todo el mundo. Ahí está Cáceres, por ejemplo. Entró como auxiliar de contabilidad y no pasará de ahí, porque es huevón como él solo, pero ni hablar, el pendejo tiene carisma. Hay que verlo contando chistes en el cuartito de la cafetera, rodeado de secretarias, mientras los teléfonos repiquetean sin que ninguna se digne ir a contestar. ¿Ya les conté el del piloto gallego? Pues resulta que un gallego iba aterrizando en el aeropuerto y tuvo que dar un frenón rechinando llanta, porque se le había acabado la pista. ¿Te fijaste qué corta es?, le dice a su copiloto. El otro se asoma a la ventanilla y responde: sí, pero muy ancha. Cuánto lo admiran y cómo se ríen de sus tarugadas. Hasta Blanquita debe estar loca por él. Así era en la secundaria: siempre había un gracioso reprobado en todas las materias, pero con un talento especial para dominar a la gente, que era el verdadero chingón de la clase, por encima de los mataditos como yo, encargados de imponer el orden y la disciplina. Luna, siéntate en tu lugar. Te voy a poner otra cruz en el pizarrón. Ya te vi dándole zape a Reyes Retana, a la próxima te bajo un punto en conducta. ¿Quién me puso este chicle en la silla? ¿Quién fue?

Igual que ahora, exactamente igual. No hay mucha diferencia entre un Jefe de Grupo y un Subgerente de Recursos Humanos. El mismo papel de gendarme, de capataz que le da la espalda a la diversión para obligar a los demás a cumplir un deber insufrible. Antes les descontaba puntos, ahora días de sueldo. Por eso nadie viene a felicitarme, se están vengando. A lo mejor he sido muy estricto con el personal. ¿Pero no me dijo Blanca Estela el otro día en el elevador —cuando estoy a solas con ella me pongo nervioso y tartamudeo— que yo era super buena onda comparado con el subgerente anterior a mí, un zotaco de pelo grasiento que no dejaba comer a los empleados en horas hábiles y hasta les tomaba el tiempo cuando iban al baño? ¿O lo dijo sólo por congraciarse conmigo, para que no le ponga multas por sus retardos? Total ventas enero-junio, 345 mil nuevos pesos. Menos 15 por ciento de IVA y dos por ciento del activo fijo, 292 mil 317. Muy bueno para los números, eso sí. Nunca doy motivo de queja, conmigo las cuentas siempre están claras. Pero nadie te lo agradece, ni los pinches jefes. Fastidian mucho con la calidad total, pero en el fondo les importa un pito, y puede que tengan razón. La vida es para disfrutarla. Más allá de cierto límite, el trabajo se vuelve una cárcel. El que vive para trabajar es como un caracol encerrado en su concha. Eso deben pensar de mí, que tengo una coraza de puercoespín. Cuando algún compañero me hace plática a la hora del café le respondo con evasivas o de plano lo dejo con la palabra en la boca, aunque esté deseando una distracción. Buenos días, Guillermo, ¿cómo te fue en los pronósticos deportivos? Lo de siempre, mano, le fallé a la mitad, respondo, y en vez de continuar la charla como exige la cortesía, en vez de preguntarle cómo va el embarazo de su mujer o comentar los goles de la jornada dominical, me siento amenazado por su gentileza y vuelvo los ojos a la computadora, la extensión de mi alma donde estoy a salvo de intrusos. Pero eso sí: el robot enemistado con el mundo, el ogro mamón esclavo de su deber que jamás ha compartido nada con nadie quiere que lo apapachen por su cumpleaños y le apaguen las velas.

Las cinco y media, esto ya se jodió. Bautista se frota los ojos y bosteza con amargura mirando a la calle, como un mono enjaulado en un laboratorio. Ya le anda por salir. Él sí disfruta su tiempo libre. Una vez lo acompañé a La Vía Láctea, la cantina de aquí a la vuelta. Pedimos unas cubas, nos empezamos a alegrar, tráiganos otra ronda, total no se va a acabar el mundo por una tarde que faltemos a la oficina, ¿verdad, Memo? Eres muy serio pero me caes bien, salud amigo, por ellas aunque mal paguen, y acabamos ahogados de pedos en una banca de Garibaldi, cantando Lámpara sin luz con una redoba norteña. Desde entonces le saco la vuelta pero lo que es ahora sí le aceptaría un trago, qué caray, un cumpleaños es un cumpleaños, no quiero volver a casa y aplastarme en la cama viendo los noticieros. Estoy de suerte, Bautista se ha levantado y viene hacia acá, vaya, por lo menos tengo un amigo sonsacador que me necesita para no beber solo. Oye, Guillermo, estoy haciendo el balance que me pediste, pero mi calculadora se descompuso, ¿me prestas la tuya? Claro, que han archivado sus ilusiones. Nadie quiere tomarse unas copas con el señor subgerente ¿Y qué? Busca el lado positivo de las cosas. Te salvaste de una borrachera. Viéndolo bien es lo mejor para tu salud.

Pero las frustraciones también hacen daño, tanto o más que las crudas. Querer y no poder. Es la historia de mi vida. La historia de un deseo postergado. Lo que más me duele es no poder disponer de los demás en un acto de voluntad, como si moviera una pierna o un brazo. En el fondo soy idéntico al hitlercito que ocupaba mi puesto el año pasado. Quisiera tenerlo todo bajo control. Pero los otros no están donde yo los necesito ni obedecen mis deseos por telepatía. Son libres, se mandan solos y ninguno me quiere felicitar. ¿Voy a ponerme a chillar por eso? Nómina mensual, 167 mil 510, más liquidaciones por concepto de honorarios, 182 mil 550, menos préstamos caja de ahorros, 174 mil 560 punto 67. Un hombre sin complejos ya les hubiera gritado con absoluta desfachatez; oigan, señores, hoy es día de mi cumpleaños, ¿qué esperan para darme un abrazo? Es lo que haría Cáceres en mi lugar. Pero yo no me puedo humillar de ese modo. Sería una ridiculez, una confesión de impotencia, como si admitiera que todo el tiempo los he engañado, que interpreté una comedia y falsifiqué mi carácter, tóquenme por favor, no soy un témpano de eficiencia, necesito afecto como cualquiera de ustedes, yo también lloré de niño cuando mataron a la mamá de Bambi.

Así quisieran verme, rendido a sus pies, pero nunca les daré el gusto de implorar la atención que merezco. Su indiferencia es un acicate para mi orgullo. ¿No les importo? Ni ustedes a mí, cabrones, estamos a mano. Qué rápido pasa el tiempo. Seis y veinticinco, dentro de poco no habrá un alma en el edificio. Como de costumbre, Cáceres ya se está poniendo el saco para salir antes de la hora. Podría retenerlo en su lugar hasta las seis y media —la gerencia me ha dado facultades para hacer cumplir el horario—, pero lo dejo marcharse fingiendo una distracción. Si ahora me pongo de mal humor pensará que estoy dolido por el desaire. Bautista me devuelve la computadora y se despide con un mecánico hasta luego. Hasta Blanca Estela se ha empezado a polvear la nariz. ¿Tendrá cita con un galán? Demasiado maquillaje para su edad. Ya se lo dije una vez, usted se vería más guapa con la cara lavada, pero no me hizo caso ¿Y si la invito a comer? No necesito hablarle de mi cumpleaños ni caer en el patetismo, simplemente la llevo a un buen restaurante y me le declaro, sabe qué, Blanquita, pienso mucho en usted, tengo intenciones serias, no fumo ni bebo en exceso, vivo con mi señora madre y he juntado algún dinerito para darle a usted lo que se merece. Pero el pinche Cáceres la espera en el elevador, deteniendo la puerta muy comedido, y ella corre a su encuentro sin terminar de polvearse la cara. Lo que sospechaba: esos dos están enculados. No será la primera vez que Cáceres engaña a su esposa. Y Blanca debe tener varios quelites, uno para cada día de la semana. Dicen que el director de Mercadotecnia también se la está echando y de ahí sacó para su Volkswagen. Antes no lo creía, calumnias, pensaba. Ahora creo lo peor de cualquiera. Ya apagué la computadora, pero mantengo la vista fija en la pantalla un par de minutos, como en un ejercicio de yoga, para no coincidir con los checadores de tarjeta en la planta baja. No puedo destrabar las mandíbulas, tengo un panal de avispas en el estómago. Por la ventana veo a Blanca Estela y a Cáceres entre los peatones del Eje Central, destacando entre el gentío por el brillo de su sonrisa impura. Un rifle, me hace falta un rifle de alto poder. Caerían como ratas.

Afuera, en la banqueta infestada de tenderetes, donde apenas hay espacio para caminar, mi panal se calma un momento, sobrepasado por el enorme avispero del exterior. Quisiera beber algo, ¿pero dónde? En las cantinas del rumbo siempre hay gente de la oficina y sería bochornoso ocupar una mesa solo como un perro mientras los demás beben en grupo. Otras veces lo he tenido que hacer, hoy no estoy de humor para asumir mi soledad como un desafío. Prefiero caminar hacia el sur, caminar diez o doce cuadras con la mente en blanco, esquivando a los vendedores ambulantes y a los embobados mirones de escaparates. Un puesto de periódicos, alto. Compro el más escandaloso, La Prensa, que se ufana en grandes caracteres de una cifra récord: Siete mil suicidios en el primer trimestre del año. Cantinas hay por docenas, lo difícil es adivinar dónde sirven buena botana. Pero a ver, ¿por qué tanto rodeo si no tienes hambre? Tomo por asalto la primera cantina que se me atraviesa y elijo una mesa apartada de los jugadores de dominó. Un Don Pedro con coca, si me hace favor. Estamos en promoción, hoy damos dos copas por el precio de una. Usted sabe, joven, con la crisis hemos perdido mucha clientela y el dueño quiere levantar el negocio. Peligro, mesero platicador. ¿Viene solo? No, estoy esperando a unos amigos.

Es verdad, los espero en vano desde hace veinte años, cuando me empezaron a ignorar en la escuela por mis aires de independencia y mi soledad hostil. Abro el periódico para ahuyentar al mesero mientras vuelvo a la secundaría. ¿De verdad me gustaba tanto estudiar? Tal vez no. El estudio era una evasión, un subterfugio para no tener que vivir en colmena, integrado a los grupos y a las pandillas donde me sentía disminuido, supeditado a la aprobación ajena. El patio de recreo me inspiraba terror, era una arena de lucha verbal y física donde había que ser un gandalla para imponer respeto. Zapes, calzón, piquetes de culo, préstame a tu hermana, la que traigo de campana. En el salón había reglas claras y no necesitaba caerle bien a ningún imbécil, todo dependía de mi propio esfuerzo. Diez en Química. Diez en Español. Diez en Geografía. Primer lugar de la clase. Medallas, diplomas, visita a Los Pinos para saludar de mano al primer mandatario. Son ustedes el orgullo de México, la generación que habrá de llevar a nuestro país por la senda del progreso y el bienestar. Luna, el encajoso campeón de atletismo, presionándome con sus ruegos imperativos. ¿Me das chance de copiarte en el examen? No, qué tal si nos ve el profesor. Ándale, qué te cuesta. Está bien, mentía, pero a la hora del examen me cubría los flancos para que no pudiera ver mis respuestas. Pinche matado ojete, ojalá te pudras, un empujón y mi torta en el suelo, nadando en un charco de agua aceitosa.

La cuba con brandy está bien cargada, pero es tan dulce que ni siquiera raspa en la garganta. Voy por la tercera y me siento abrigado, seráfico, invulnerable. Después de todo, a quién le importa que mis honores académicos se hayan revertido en contra mía, hasta convertirme en un apestado. ¿No es el destino natural de toda persona sobresaliente? El amor propio como tabla de salvación. Grandeza del héroe solitario que se impone a la adversidad. Fanfarrias de honor. Magna cum laude. Imagen de un halcón sobrevolando una cumbre nevada. ¿No han llegado sus amigos? Otra vez el mesero amable y joditivo. Cómo chinga para sacar una buena propina. Miro mi reloj, contrariado. Se me hace que ya no vinieron. ¿Le traigo las otras? No, mejor deme la cuenta, voy a buscarlos en otra cantina. Las sillas reservadas para mis amigos imaginarios me contemplan con sorna. Pero no estoy vencido, ni siquiera triste. La soledad ahora me parece un contratiempo fácil de remediar. Puedo ir a buscar a Bautista a La Vía Láctea, no sería raro que Blanca Estela y Cáceres estén echando la copa con él. Saboreo con delectación el cuarto Don Pedro. Ya es hora de vencer mis complejos y agarrar la vida como viene. Pero cuidado, a lo mejor me pongo impertinente, regaño a Blanca Estela por ser tan puta, me tiro la copa en el pantalón o le rompo la madre a Cáceres. Desprestigio. Pérdida de autoridad. Mi reputación revolcada en el fango. Sería la pendejada del siglo. Beber hasta reventar, pero no delante de ellos.

Breve caminata por la estrecha acera de Ayuntamiento, buscando dónde seguirla. Entro al bar El Edén, atraído por la luz violeta de la marquesina y la sugestiva penumbra que se percibe desde la calle. Meseras de minifalda roja y ombligo al aire, caballerizas con respaldo alto, un televisor pasando videoclips de grupos tropicales, olor a desinfectante de pino mezclado con el perfume barato de las ficheras que esperan cliente en la barra. ¿Por qué tan solo? Pues ya ves, ando buscando novia y a lo mejor se me hace contigo. Bien respondido. Así reaccionan los hombres de mundo, los triunfadores que no se abochornan de nada. La mesera sonríe y por acto reflejo me palpo el bolsillo interior del saco, donde encuentro los doscientos pesos que esta mañana tomé del buró, previendo que saldría a festejar mi cumpleaños con alguien. Traigo el periódico enrollado en la axila, pero no pienso esconderme tras él. En vez de eso brindo con los ocupantes de la mesa vecina, un bigotón con chamarra de cuero, pecoso y ancho de espaldas y un joven de cara huesuda que alza la copa para devolverme el saludo. ¿Qué haciendo? Nada, nomás vine a pasar el rato. ¿Y a poco le gusta beber solo? A veces. Pues no sea apretado y véngase a nuestra mesa. Rubén Montes para servirle, éste es mi compadre Leodegario, pero le digo Leo. Mucho gusto, Guillermo Palomino, trabajo en una compañía de artículos para el hogar, soy subgerente de Recursos Humanos, aquí tienen mi tarjeta. ¿Y ustedes qué hacen? Somos traileros, traemos carne congelada desde Sonora, pero hoy no tuvimos viaje. Brindis en corto, chocando las copas. Elogios procaces a la mesera que me atendió, equipada con unas magníficas nalgas. La charla se anima y le pregunto a Rubén si de verdad los traileros tienen mujeres en cada pueblo. Puro cuento, sonríe, de vez en cuando caen algunas morras en los paraderos, pero luego te salen con que van a tener un hijo y hasta quieren que las mantengas. Por eso yo nada de noviecitas: puro acostón de pisa y corre en la cabina del tráiler, ¿verdad, compadre? Mi acoplamiento con los traileros es instantáneo y perfecto. Son mi flota, la que había buscado toda la vida. Pedimos una botella de Don Pedro. Charla futbolera, tajantes opiniones sobre ecología, finanzas y política nacional. Priistas, panistas, americanistas, todos son la misma mierda. Leodegario habla de su tierra, el valle del Yaqui, donde su familia cultiva sorgo. Qué formidable descanso abdicar por un momento del yo, fundirte con los demás en una célula indivisible, donde los otros piensan y hablan por ti. Rubén propone que llamemos a unas chamacas. Acepto encantado y me siento en las piernas a la mesera de nalgas monumentales, que se llama Ana Laura. Para mí un vermut, por favor. Yo un chartreuse ¿Y tú, mi reina? Un ruso blanco. Ana Laura quiere todo conmigo y me soba la verga con el dorso de la mano. Piensa en otra cosa, no te vayas a venir en el pantalón. ¿Saben cuál es la nueva prueba para detectar el SIDA? Te agachas, miras por el arco de tus piernas y si tienes cuatro huevos detrás quiere decir que ya te pegaron el virus. Jajajaja. Me animo a contarles el chiste del piloto gallego, copiando el estilo de Cáceres. Éxito arrollador, carcajadas de Leodegario. Su fichera se atraganta y le tiene que dar un sorbo de cocacola. Ya se va a acabar la botella, ¿pedimos otra? Pos ora, pa luego es tarde. Siento que la mesa empieza a despegarse del suelo como un objeto con vida propia. Señoras y señores, hagan favor de guardar silencio: quiero hacer de su amable conocimiento que hoy es mi cumpleaños. ¿Te cae de madre?, se sorprende Rubén. Por Dios que sí. Mira nomás, qué calladito te lo tenías, ¿y cuántos cumples? Treinta y ocho. Venga para acá ese trío. Pinche Memo, te quiero como un hermano. Éstas sooooon las mañaniiiitas que cantaaaaaba el Rey David.

Ronda de abrazos, Leodegario me deshace la espalda con sus recias palmadas. Fajecito sabroso con Ana Laura, que se ha bebido cuatro rusos blancos y sigue igual de sobria. ¿Estará tomando agua pintada? Algo en mi cabeza rebota como un balín. Tengo náusea, pero no quiero desprenderme de la gran familia que hemos formado. Rubén y Leo se levantan a bailar Que no quede huella con sus respectivas ficheras. Para no romper la unidad del grupo yo también me paro a bailar y trato de seguir a Ana Laura en sus alocados giros. Mal hecho. Con la sacudida se me baja la presión y empiezo a sudar frío. Compermiso chula, orita vengo, alcanzo a murmurar, luchando por contener los espasmos del vómito. Pinche Guillermo, quién te manda beber así. Abro de un empujón la puerta del baño pero no logro llegar hasta el excusado y arrojo en el lavabo una humeante papilla negra. Mente despejada, culpa instantánea. El anciano cuidador de los baños me ofrece una toalla de papel. Que no quede huella que no que no, que no quede huella. El agua del grifo no basta para lavar mi crimen, porque los trozos de cacahuate han tapado el desagüe. Trato de sacarlos con el dedo, pero me lo impide un segundo ataque de náusea. En el excusado termino de vaciar el estómago, tras una larga sucesión de arcadas. Ya tuve suficiente, no debo seguir chupando. Arreglo mi corbata, me limpio la cara y le compro unos chicles de menta al discreto Matusalén de la puerta, que me observa con una mezcla de compasión y desprecio.

Afuera se ha callado la música. Me sorprende no encontrar en la mesa a mis cuatachones del alma. Tus amigos ya se fueron, sonríe Ana Laura, le dijeron al capi que tú pagabas. El capi, un grandulón de manos peludas y cara infantil, me entrega la cuenta sin mirarme a los ojos. 570 pesos, más lo que guste darle a las muchachas. Un momento, yo le voy a pagar mi parte, pero los señores que estaban conmigo venían por su lado. Ellos dijeron que usted los había invitado. No es cierto, me llamaron a su mesa pero no son mis amigos. Ah qué la chingada, pues alguien tiene que pagar. ¿No tiene tarjeta? No, y sólo traigo doscientos pesos. Me llevo la mano al bolsillo del saco, pero los billetes ya no están ahí. Descarga de adrenalina, zumbido en los tímpanos. Recuerdo los abrazos de felicitación y comprendo que alguno de mis hermanos aprovechó el momento para bolsearme. Qué pena, capitán, traía dinero, pero esos cabrones me lo robaron. Búsquese bien. Le juro que lo traía en esta bolsa. El capi me esculca el saco y los pantalones, resoplando por la nariz en señal de que ya le colmé la paciencia. Pues a ver cómo le hace, me empuja contra la pared, pero de aquí no se va sin pagar. Oígame, no merezco ese trato. ¿Ah no? ¿Pues quién te crees, pendejo? Rodillazo a los huevos, acompañado por un golpe de karate en la nuca. Oscuro total. Doblado por el dolor recibo una andanada de puñetazos en las costillas. En medio de la madriza sólo alcanzo a vislumbrar en rápidos flashazos la cara del capi, traslapada con otra cara igualmente odiosa, la del fortachón Luna, mi antiguo verdugo escolar. No sé cuál de los dos me patea los riñones ni quién me arrastra por los cabellos hasta la puerta del bar. Un empellón violento y caigo de narices en la banqueta, donde Ana Laura me clava un tacón puntiagudo en el bajo vientre: esto va por mi cuenta, pinche naco jodido.


Después de esperar un momento ovillado contra un arriate, por temor a una nueva andanada de golpes, me sacudo el polvo del traje y compruebo que no tengo ningún hueso roto, aunque estoy chorreando sangre por la nariz. 38 años, 570 pesos, siete mil suicidios en el primer semestre del año. Ya estoy haciendo números otra vez. De vuelta a la cerrazón aritmética, donde ninguna palabra amistosa puede horadar mi armadura de hierro. Así me siento mejor, incomunicado por una cortina de cifras. Para un tipo como yo, el lenguaje es enteramente superfluo. Mi pañuelo no puede contener la hemorragia y voy dejando por la acera un hilito de sangre. Feliz cumpleaños. Happy Birthday to you. Tan amigables que parecían. Gente franca y sencilla del norte. A lo mejor ni traileros eran y estaban coludidos con la gente del bar. Una señora me ve con recelo y se cambia de acera. Cretina de mierda. Ahora resulta que el delincuente soy yo. Debe haber una estación del metro cerca de aquí, ¿pero dónde? Diez en Química más 60 patadas en los riñones menos 200 pesos robados igual a 0 amigos. A lo lejos se ve una avenida iluminada. ¿Será Balderas? A pesar de todo me duele el repentino final de la fiesta. Si tuviera dinero buscaría diversión en otro tugurio, ¿total qué? Ya me rompieron la madre. Arrastrando los pies camino hacia la avenida, con el enjambre de avispas más agitado que nunca. Por fin la boca del metro, la fuga subterránea a otra realidad. Al notar que la gente se aparta de mí cobro conciencia de mi olor a vómito. ¿No les gusta? Pues háganse a un lado, pendejos. El pastel, no tuve pastel. Repentina y absurda tristeza por no haber apagado las velas, mezclada con un desprecio infinito a la muchedumbre de pasajeros que atiborra el andén. Reses, agachados, rebaño apestoso. De ahora en adelante voy a ser un hijo de puta con todo el mundo, empezando por los empleados de la oficina. Ya estuvo bueno de solapar huevones. Al primero que acumule tres retardos en un mes le descuento un día de salario. Se acabaron los vales para comida, los permisos sin goce de sueldo, los préstamos de caja chica, y cuando Blanca Estela venga a cobrar el adelanto de su prima vacacional le voy a dar largas, no tengo autorización de la gerencia, le faltó un papel del Seguro Social, ahora necesito su número de homoclave, lo siento mucho, la computadora borró su nombre. En plena ebriedad vengativa empiezo a chillar. Pero qué estoy pensando, jamás trataría de ese modo a ningún compañero, todavía no aplasto a nadie y ya me arrepentí de las vilezas que he cometido en el pensamiento. Temor a envejecer con estas heridas que supuran odio. La posibilidad de convertirme en un gran ojete no es tan remota. Sería la consecuencia lógica de haber recibido una bofetada tras otra por cada intento de abrirme hacia los demás. Por dondequiera que voy se apagan las luces a mi alrededor. Ni siquiera tengo enemigos, más bien estoy peleado con la vida. El temblor de las vías anuncia la llegada del metro. Por lo menos dejar un recuerdo grato, salir de escena sin lastimar a nadie, como un discreto actor secundario. Ten huevos, un paso al frente y se acaba todo. La luz, el anaranjado fulgor de la muerte. 38 años, 456 meses, 13,870 días. Que no quede huella que no que no.

Horas después, el licenciado Juan Manuel Arriaga, supervisor de seguridad y vigilancia de la estación Juárez, llegó a la dirección anotada en los documentos del occiso —Avenida Consulado 123, interior C, colonia Asturias— para notificar a sus familiares de la tragedia. Llevaba en una bolsa de plástico los efectos personales del suicida y una autorización del Servicio Médico Forense para que los allegados pudieran reclamar el cadáver en… El zaguán estaba abierto. Subió a los altos de la vecindad y tocó varias veces con los nudillos en la puerta de la vivienda C. Alguien le abrió sin preguntar quién era y dejó la puerta entornada, como en las películas de terror. Vaciló un momento, adentro estaba oscuro y no sabía si entrar o no. Finalmente se decidió a empujar la puerta. Luz intensa, música a todo volumen, serpentinas a quemarropa. La señora Palomino caminó a su encuentro con una enorme tarta de fresa, pero al verlo de cerca hizo una mueca amarga. Decepcionados, Bautista y Cáceres dejaron caer una pancarta con el lema Felicidades jefazo. ¿Usted es amigo de Guillermo?, le preguntó Blanca Estela. Se había quitado la plasta de maquillaje y estaba más guapa que nunca.