Material de Lectura

Nota introductoria

 

Ante la marejada de narradores inocuos que agobian las imprentas no sólo en México, sino en las grandes capitales del mundo, uno termina por comprender que el escritor debe poseer algo más que capacidad expresiva, algo más que osadía o corrección lingüística. Hay autores que a la brillantez de su lenguaje agregan una visión personal del mundo y unos pocos que, a todo esto, le añaden pasión y vehemencia porque tienen una buena o mala nueva que necesitan comunicar. A esta especie pertenece Enrique Serna, nacido en el Distrito Federal en 1959.

Desde antes de darse a conocer como novelista, Serna se dio a temer debido a las sátiras y ensayos que publicaba en Sábado, en las que no respetaba autoridades ni falsos prestigios. Por su talante sarcástico se ganó múltiples enemigos, pero también el respeto intelectual de muchos lectores, porque se atrevía a decir lo que pensaba —algo infrecuente en nuestro medio— con libertad y honradez. Yo fui uno de los contados reseñistas de su primera novela (El ocaso de la primera dama, publicada en una oscura editorial campechana) que más tarde reescribió y rebautizó como Señorita México (Editorial Plaza & Valdés, 1993). Lo que me agradó de ese libro primerizo fue la actitud iconoclasta con que el autor mostraba la vulgaridad tragicómica de un mundillo que la televisión y las revistas frívolas se empeñan en presentar como una especie de Olimpo. Desde su primer libro, Serna ya se movía entre dos mundos opuestos en apariencia —por un lado, el mundo “dorado” de los políticos y las estrellas de la farándula, por el otro, el mundo sórdido de los tugurios y los periodicuchos amarillistas— pero vinculados por la misma atmósfera moral. Era todo un acierto la mezcla de ingenuidad, desamparo y rotundo fracaso personal que rodeaba a la vapuleada vedette Selene Sepúlveda, Señorita México 1966.

La aparición de su segunda novela, Uno soñaba que era rey (Plaza & Valdés, 1989), empezó a generalizar la opinión entre lectores y críticos de que nos hallábamos ante uno de los narradores más importantes surgidos a finales de los ochenta. No era fácil digerir tanta crueldad, que Serna repartía entre pobres y acaudalados, entre niños y adultos, entre mujeres y hombres, pero uno tenía que aceptar que el México actual estaba fielmente representado en los adefesios humanos que atraviesan por la novela. Más que una crítica de la sociedad mexicana, lo que leíamos era, otra vez, la puesta en cueros del ser humano. Si en sus dos primeras novelas Serna supo combinar la agudeza psicológica con el trazo esperpéntico (Selene, con toda su experiencia social y sexual a cuestas, creyendo en la honradez del reportero que la envía al matadero; el policía “benefactor” que deja libre al Tunas, a quien encuentra terriblemente drogado, nada más porque es Día del Niño), en el volumen de cuentos Amores de segunda mano (Editorial Cal y Arena, 1994), este recurso, que libra al autor de la denuncia conmiserativa y de la crítica social ingenua, alcanza un nivel verdaderamente notable: sus cuentos son aguafuertes en los que el autor se vale de la ironía y el humor negro para exhibir el alma de sus personajes: ahí está el disparo y su repetición de “Borges y el ultraísmo”; la venganza necrofílica de “La extremaunción”; la tristeza erótica de “El alimento del artista”; las peripecias desternillantes de “Hombre con minotauro en el pecho”. Así caracterizó estos cuentos su primer editor:

 

 

A finales del siglo XX, cuando la esquizofrenia forma parte de los buenos modales, el amor-pasión, el amor al prójimo y el amor al arte suelen producir caricaturas de lo sublime, aberraciones que tienen el mismo atractivo de una planta venenosa. Enrique Serna las ha dibujado con educada malicia en Amores de segunda mano, conjunto de relatos en donde la deformidad psicológica de los personajes origina situaciones de ópera bufa, invencibles rencores o farsas con visos de pesadilla. Los cuentos que forman este bestiario sentimental incitan a la carcajada, pero a una carcajada indisociable de un estremecimiento de angustia.

 

 

Serna no tiene compasión ni por él mismo, pues el lector entiende que el escritor se sabe parte de “esa banda de chantajistas” —según la expresión de Revueltas— que forman los felices y los cómplices que se voltean cuando enseñamos el cobre. Solamente quien desconozca su obra anterior tomará como un ataque personalizado su más reciente novela El miedo a los animales (Joaquín Mortiz, 1995), en la que derrama ácido sulfúrico por oficinas de burócratas culturales, residencias de santonas literarias y cubiles de escritores malditos. Se trata de una novela policiaca sui géneris que pone en evidencia, con gran eficacia satírica, a algunas figuras protagónicas de nuestra República Literaria, pero sobre todo, a lo que representan como instituciones. Lectura imprescindible para comprender el papel que desempeñan los intelectuales en el engranaje de la corrupción, El miedo a los animales ha causado revuelo en el mundillo cultural y fuera de él. Más allá del escándalo, y observada en continuidad con sus demás novelas, representa un paso lógico en la trayectoria narrativa de Serna, que se ha propuesto llevar su escalpelo por todos los rincones de la sociedad mexicana.

Pero pasemos a lo que verdaderamente importa de un creador: su trabajo.

 

 

 

Vicente Francisco Torres