Material de Lectura

Cuerpos


Si alguien está buscando
y quizás ronda cierto lugar,
muestra que cree
que lo que busca está ahí.


Wittgenstein
Sobre la certidumbre, 285

 

Slobodanka. Slobodanka. Así se llamaba, Slobodanka, y le sentaba a la perfección, en verdad. No Plemenka, no Danica. ¿Por qué la recuerdo ahora, después de tantos años? Veinte años, para ser exactos. Exactamente veinte años y en Belgrado, 1962, durante el peor invierno en muchos, muchos años. Yo tenía entonces diecisiete años y muchas ganas de que Slobodanka no me hiciera sufrir tanto. Que me excitara igual (más no era posible), pero no me hiciera padecer así. Maldita Slobodanka Petrovic, Terzic o Jodevic, o como fuera. Su hermano se llamaba Branko, pero creo que no se apellidaba igual. De todas maneras, en casa de ellos no vivía hombre alguno. Sólo la madre, que vi dos o tres veces y trabajaba de sol a bien entrada la sombra. Era un departamento en un cuarto piso bastante alejado de donde yo vivía. Yo vivía no muy lejos del Hotel Slavija, en la calle Vukice Mitrovic tridesetsedam, es decir 37. Tridesetsedam es más o menos lo que recuerdo del idioma serbiocroata, aparte de Molim, que significa lo que Prego para los italianos, e Ide u picku materinu, que huelga traducir.

¿Por qué recuerdo a la picka materina Slobodanka después de tantos y tantos años? El serbiocroata es muy dado a las palabras esdrújulas y Slobodanka lleva grave el acento, pero no es por eso. Podría pensarse que se debe a que un cercano amigo mío me incitó ayer a escribir un cuento sobre ella. Lo miré perplejo. No recordaba haberle contado nada de Slobodanka. Pero sí, le había contado, hace muchos meses, cómo Slob se desnudaba enfrente de mí y de Branko, que a la sazón tenía unos siete años, y no me dejaba tocarla ni siquiera cuando la excitaban mi indefensión y el viento helado que se colaba por el ventanal de la terraza removiéndole el abundante vello púbico. Que eso mismo se lo hiciera a otros, menos jóvenes y tontos que yo, no era ningún consuelo. Había otros a quienes sí les permitía hacerle el amor, según decían Branko, tres de mis amigos y la propia Slobodanka. Contra todos mis principios y mi misma situación económica, yo hubiera pagado para poseerla, o probarla por lo menos. Decían que era frígida, pero yo creía que ésas eran consejas de varones frustrados. Y si lo era, realmente me excitaba todavía más la idea de hacer el amor (o como se le pudiera llamar) con una mujer frígida.

Ella decía que solamente la excitaban los dinares, pero yo sabía que no era cierto. Mucho más la estimulaba mi sufrimiento. Mi enardecimiento, exasperación, amenazas, súplicas, derrame y sollozos. Mis amenazas no eran nada creíbles. Tal vez si realmente la hubiera amenazado, si hubiera intentado estrangularla (que era la otra cosa de la que tenía más ganas)... Pero estaba Branko. Miento. No siempre estaba el hermano. No sé qué era peor: cuando me lo hacía a solas o cuando me lo hacía en presencia de Branko. Incluso recuerdo una vez que había una niñita, una vecina, y que los hizo desnudarse también, y a mí, y los tomó en sus brazos, apretándolos contra sus grandes senos (también sus muslos y sus ojos eran grandes, y larga su cabellera). Parecía la contigüidad apasionada de una madre con su propia carne; y yo veía que sí me sentía como podría sentirse el padre... Pero quizás invento. No sé si es un recuerdo borroso o una fantasía. Una vez estuve completamente desnudo, eso es cierto. Desde luego, fue la única vez que no me tocó un milímetro del cuerpo. Supongo que ni siquiera me dejó arrellanarme en el mismo sofá. Y puede ser que me haya desnudado por completo varias veces y todas hayan sido iguales.

Pues me tocaba el cuerpo. No, no caricias. Estímulos, digamos. A veces eran roces en lugares que todos sabemos que son excitables por excelencia. Pero también me tocaba en otros sitios. En veinte años he sentido muchas cosas, cosas mejores y mucho más plenas, pero no eso. Creo que Slobodanka sabía mucho sobre el cuerpo. No sé si sobre el de ella. Sobre el cuerpo de los hombres. Los hombres delgados. Sólo los hombres flacos la excitaban, decía. Era una hechicera; por desgracia, una hechicera perversa. Decía que una vez mirarme, sin camisa, jadeante y con los pantalones a medio tranco, le había producido un orgasmo. Yo, en esa época, muy poco sabía de orgasmos, sobre todo de orgasmos de mujer. La vi doblarse sobre sí misma, palidecer como si toda la sangre le dejara la cabeza, y derrumbarse de bruces del sofá al suelo. Sus grandes nalgas se me quedaron mirando un instante y cayeron de lado sobre el tapete gris.

Branko se echó a correr a su cuarto. Slobodanka quedó exánime y de pronto, como si algo la estuviera quemando, se incorporó en un solo movimiento, de una agilidad inusitada en ella, y corrió al baño. Volvió envuelta en su raída bata color vino. Los yugoslavos se vestían mal entonces. Sus bellos cuerpos quedaban desgarbados por las horribles prendas, casi todas sobrecogedoramente idénticas, que para cada estación les deparaba el plan quinquenal. Un pueblo muy bello el yugoslavo. Slobodanka no era una de las más bellas mujeres que uno podía ver. Pero era inteligente, aunque fuera de aquella manera perversa. Sus grandes ojos verdosos eran sumamente inteligentes. No eran crueles. Eran duros, eran los ojos de un animal tal vez, pero no eran crueles. Y con ellos era con lo que me excitaba más o, mejor sería decir, me acababa de enloquecer.

Ciertamente tenía miradas sensuales, tantas como cualquier persona, tan convincentes como cualquier otra. Más que eso era el desafío en su mirada lo que era insoportable. Uno sentía (o yo sentía) que era posible cambiar esa mirada, volverla realmente amorosa. Era terrible: yo seré, me decía yo, el que haga conocer el amor a Slobodanka. Yo seré el que la rescate. Yo seré el que le haga sentir la confianza que yo también necesito. Sí, yo. Me tocaba, lograba excitarme a grados tan grandes y tan irrealizables que eran paroxísticos, y en realidad no disfrutaba mucho ni de mi placer ni de mi sufrimiento. ¿Por qué lo hacía? Yo miraba sus ojos, mucho más que su desnudez, y quería que mi deseo o mi impotencia la conmovieran, proyectaran alguna simpatía en sus ojos... ternura... y de ahí al...

Muchas veces me echó de su casa, como muchas veces cruzaba intempestivamente la calle y me dejaba solo. Como, también, varias veces salió de noche a buscar un teléfono, durante tormentas de nieve que llegaban a apilar dos metros, para llamarme. Me decía estupideces y yo no colgaba hasta que terminaba de hablar. Me decía locuras sobre su futuro, sobre los posos del café; su demencia no era lo que me desagradaba de ella, evidentemente. Desde luego, también recitaba obscenidades que siempre me excitaron, tal vez por lo burdas que eran. Me gritaba que no la entendía. Sin embargo, nunca le conocí tal violencia como aquel día que yo supuse que había tenido un ataque, quizá epiléptico. Regresando del baño, se echó sobre mí y sus largas uñas se clavaron en mi carne como si quisiera hacerme trizas. Era una mujer fuerte. Para quitármela de encima, tuve que darle un codazo. Cayó en el sofá. Al irme, se sorbía con placer la sangre que le manaba de la nariz. Un placer infantil, ajeno a lo que no fuera su cuerpo.

Unos días después me la encontré en la calle (estoy seguro de que había aguardado mi salida de casa) y me dijo que aquello había sido un orgasmo. En la calle y en todo lugar público, siempre era de una gran ternura conmigo. Me tomaba del brazo, recargaba la cabeza en mi hombro y gastaba el poco dinero que tenía en comprarme cualquier cosa. (Lo que no quita que yo siempre gastaba más que ella, pero tampoco importa.) Lo del orgasmo me lo dijo con esa ternura, aunque sin mirarme a los ojos. No sé si le creí y no sé si lo creía ella.

A veces Slobodanka, que vivía hasta donde sé del dinero que los hombres le daban, no siempre por acostarse, decía que dejaría Yugoslavia. Soñaba con Suiza y Francia, donde quería darse una gran vida. Otras veces se expresó de manera distinta. Con un brillo que era diferente en su mirada (pero que tampoco era un brillo amoroso), me hablaba de ir a luchar por la revolución en algún país árabe; me dijo que si amaba a un hombre era a un argelino que había estudiado en Zagreb. Era profundamente antisoviética. Decía que los soviéticos no hacían nada por la revolución mundial. Yo la rebatía: ahí está el AK, decía yo.

Una vez, en medio de aquella alegría de la primavera que comenzaba a cundir, hicimos un picnic en el parque del Kalemegdan. Vimos la juntura del Sava y el Danubio, recogimos flores y nos reímos mucho con un delicioso vino dálmata... un crno vino... Nos besamos hasta enloquecer. De regreso, el diablo del cuerpo se nos había vuelto otra vez un fantasma.

Ella leía los posos del café. El dinero con que sobrellevaba los días lo obtenía de leer los remanentes espesos del café turco. A veces la vi entrar en cafés para leer la fortuna de los hombres; siempre pensé que era una treta para presentarse y que la invitaran a comer y a bailar. Decía que siempre mentía. Que sabía lo que cada individuo quería escuchar y lo decía. Afirmaba que había gente que quería escuchar cosas terribles, aunque yo no lo creyera. (No sé por qué yo no lo creía, si estaba dispuesto a que me hiciera cosas terribles.) Nunca me leyó el café a mí. Aducía que era muy supersticiosa y que a mí, como a cualquiera de sus amigos, no me podía mentir. Yo sabía que no tenía amigos. Que yo, por ejemplo, no podía sentir amistad por ella y que ella no la sentía por mí. Era otro el nexo. Cuando Slobodanka sentía que se rompía, me buscaba y lograba hacerme olvidar mi indignación. Dicen que el perdón envenena el alma más que la venganza, pero yo no lo creo. Además, se me volvía irreal cuando no la veía. Infestaba mis fantasías unas cuantas noches, pero después se desvanecía.

En un país socialista no son bien vistos los seres que no se dedican a una tarea productiva. Slobodanka aparecía y desaparecía. En cuanto terminó el invierno, estuvo poco en Belgrado. Dubrovnik, Split, Rijeka, Ljubljana: a veces llegaban postales. Su madre no podía soportarla tampoco. Slobodanka podía haberse inscrito como prostituta y servir al Estado informándole de las actividades y las costumbres de los diplomáticos, pero iba contra su temperamento. En la primavera, entonces, nos vimos muy esporádicamente. El verano del 63 ya no la vi. Regresó con el otoño. Yo ya era un poco menos joven y estúpido; como no era mucho más fuerte, sin embargo, sólo acepté entrevistas en lugares públicos. Se rió de mí, pero con despecho: “Me tienes miedo. Eres un idiota. Yo puedo hacerte un hombre. Nadie ha hecho más para convertirte en un hombre que yo”. Acabó acostándose conmigo. No lo disfruté. Fue lamentable, sin ternura y sin lujuria por parte de ninguno.

—Ya eres un hombre, ves. No sabes disfrutar.

—Tú tampoco gozaste.

—Nadie disfruta nunca, querido.

—Antes gozabas de hacerme sufrir.

—Sólo porque yo sufría tanto como tú... Eso nos unía...

Yo le dije que la amaba una vez, con una convicción que me conmovió a mí mismo. Slobodanka, claro, se rió de mí y dijo que ni yo lo creía. Pero luego agregó que ella también me amaba a mí y me apretó con tal fuerza contra su cuerpo que el deseo, no menos que la compasión, se me hizo insoportable.

Le encantaba comer ruska salata. El vino que más le gustaba era el joven tinto caliente con que se aliviaban los rigores del invierno. En esta estación siempre llevaba una bufanda muy larga que le daba varias vueltas alrededor del cuello. Es la única persona que recuerdo que no tenía en el rostro la cara de su infancia. Nunca leía. Ni siquiera los diarios. Los cantantes que escuchaba eran Adamo y los italianos más cursis; pero no le gustaban mucho. La música le era indiferente. A veces bebía demasiado y llevaba una botella de slivovic en su gran bolso de cuero oscuro. Le gustaba pretender que era gitana, cuando su madre era una proletaria muy normal y muy eslava. Las veces que vino a dormir a mi casa, pocas, incluida la ocasión que hicimos el amor (o como se diga), no pretendió atormentarme con el espectáculo de su desnudez. Se metía en la cama en calzones y camiseta y, hasta donde sé, dormía tranquila. Mis amigos decían no entender por qué yo me prestaba a los juegos de Slobodanka. Yo estaba aprendiendo, tal vez de la mejor manera, que el corazón y el cuerpo están muy cerca. Además, ellos también se prestaban. Ella me lo decía. Y para los dos era un placer dormir juntos.

Tantos años después, no puedo recordar cómo eran aquellas escenas de su desnudez en su departamento. Tengo, sí, una memoria vaga de cómo era su cuerpo (pero pienso que sobre todo por analogía con otros cuerpos). No recuerdo su voz. Sí cómo se apretaba contra mí en la calle o, desvestida, me tocaba. Era unos años mayor que yo. El acto de desnudarse no era elaborado; se quitaba la ropa como cualquiera en la soledad. O en la intimidad, justamente. Era un acto muy íntimo, así lo creo. Su propio cuerpo no lo acariciaba o tocaba casi nada. No eran escenas groseras, o grotescas, de autoestimulación. Para ella había una guerra entre las mujeres y los hombres en la que no podía haber ni tregua, ni reconciliaciones, ni pactos fraternos. En otro país, y muchos años después, tal vez hubiera reivindicado y disfrutado el amor entre hembras. En todo caso, no pienso que ande con un AK en el Maghreb. Debe andar por los 42, 43 años.

Hoy Slobodanka es un recuerdo. De imágenes muy imprecisas, pero un recuerdo. Ella recostada en el sofá, totalmente desnuda. Su piel era densa, no superficial. Su soledad era completa. Sus dedos, sus pezones, su nuca eran reales. Cuando, muchos meses después, digamos que demasiado tarde, entré en su cuerpo, supe que la estaba forzando. Que ella lo hacía por sus propias razones y con menos deseo que nunca. Yo me estaba forzando también. Besé su cuerpo aunque ella casi no besara el mío, sin disfrutar, porque era mucho peor no entregar ni eso. Miré sus ojos y vi algo peor que el odio y la indiferencia. Pero estuvo bien hacerlo. Ella también se quitó algún peso de encima.

No tengo idea, realmente, de cómo sentía Slobodanka su cuerpo desnudo frente a mí. Me cuesta sentir que no sintiera familiaridad, o ansia, o hastío. Sé lo que aquella exhibición impúdica (quiero decir: lejana) quería producir en mi cuerpo y en mi imaginación. Ella no ignoraba ninguno de los pasos que tenía que dar para volverme loco. Estaba mucho más cerca de mi cuerpo que yo del suyo, es un hecho. No había nada de la mecánica del deseo que ella ignorara o no pudiera adivinar o remediar. Quizá era ella tan presa del fetiche del cuerpo masculino como yo lo era del fetiche contrario.

¿Por qué la recuerdo ahora, por qué escribo esto? Sin la menor duda, gracias a mi amigo. Pero también lo escribo porque esta anécdota le parecería desagradable a una mujer que no me ha escrito. Esa mujer, que no se parece en nada a Slobodanka y en casi todo es su absoluto contrario, me dio mucho más placer, felicidad, esperanza y dolor. Pero ése es otro cuento.

  1983