Material de Lectura

 

La ofrenda más grata



¿Soy yo guarda de mi hermano?
Génesis 4:9


En algún libro estaba escrito, en algún libro grande y denso que tuviera toda la historia del hombre, un libro que marcara cada destino, que enseñara todos los caminos a elegir, un libro que a fuerza de gritar la palabra de Dios cantara al hombre pleno y débil, poderoso e impotente, amante y asesino. En algún libro, en ese tal vez, estaba también escrito mi acto. Así como la mayoría se preocupa por dejar su huidiza sombra en el curso deleznable de la historia, yo, en cambio, sabía que mi vida ya había sido vivida y que sólo repetía un relato antiguo e injusto. Pero saberlo no me evitaba el sufrimiento. Por eso, desde niña, desde el día en que naciste empezó mi odio por ti.

¿Por qué tenía que ser alabado tu nacimiento? ¿Por qué los regalos y las predicciones, las palabras, los deseos y la felicidad? Yo no sentía nada y tu presencia me desagradaba: ahí estabas, pequeño, indefenso, amoratado. Imposible amarte. Mi lugar me lo habías quitado sin ningún esfuerzo, sin siquiera dejarme luchar, mi lugar que había ido ganando con dolor y lentamente, pero que me pertenecía y que todos respetaban hasta que tú llegaste.

¿De dónde venías y por qué me alejabas tan fácil y cruelmente? Nuestras sangres no eran las mismas: la mía hervía en odio y en pasión; la tuya, dulce y apacible, creaba el amor.

Caí en la soledad y en el olvido. Nadie preguntaba por mí, nadie recordaba que yo era la primogénita. Y lo peor, oír las palabras que antes eran para mí sola, repetidas para ti solo. ¿Qué tenías tú, acabado de nacer, indefenso, amoratado, que hacías recaer la maldición sobre mí?

Porque yo había sido maldecida. Por alguna razón, para mí oculta, había caído del favor de los demás. Lo mío no valía: mi llanto, mis gritos y mis juegos eran desagradables. Para mí era la orden del silencio y el hastío constante.

No, nunca pude quererte, y aún se atrevían a preguntármelo. ¿Cómo quererte si me lo prohibieron? ¿Cómo jugar contigo si me lo negaban?



Y pasó el tiempo y llegó el momento en que las primicias debían ser recogidas, y en que alguna ofrenda debía ser entregada, a la vista de todos, por nosotros dos. Tú habías crecido y eras fuerte y hermoso; yo siempre en la sombra, sin luz propia y sin que nadie me descubriera. Tu belleza, ya de hombre joven, era apacible y segura, tranquila como un paisaje de pinos y césped alto. Poseías un halo sagrado: quien se enamoraba de ti no se atrevía a decírtelo. Tu nombre iba de boca en boca, palabra mágica y redonda. Murmullo de agua que corre acompañaba tu caminar y los rostros se encendían al verte. Tu caminar, pausado y armónico, reflejaba la proporción exacta de tus miembros y el peso suave de tu sexo. Seguramente no lo sabías y la inocencia te daba otra aureola más.

El día de nuestras ofrendas se acercaba y yo pensaba en algo bello y grandioso, algo inalcanzable, perfecto, preciso. Tú, en cambio, no pensabas, sabías que cualquier cosa resultaría magnífica. Yo odiaba tu serenidad, la confianza de tu triunfo, tu conciencia de lo sublime, y empezaba a germinar en mí una idea, informe aún, subrepticia, que iba arrastrándose por mi mente sin apenas advertirla. Esa idea perdidiza iba convirtiéndose en un dolor punzante que hacía palpitar aceleradamente mi corazón. Y esas punzadas iban acostumbrándome poco a poco a la idea y la idea iba tomando forma, crecía, brillaba, resplandecía. Hasta que adquirió su madurez y conocí su integridad y su frescura.

El día de la ofrenda todos conocerían esa forma perfecta y plena que yo buscaba y que atraería sobre mí el centro del universo. En ese momento nadie me amaría, igual que ahora, pero en cambio todos me odiarían, existiría para ellos, no sería la sombra indefinible en que me había convertido, y mi vida valdría.



Ahora estoy en su cuarto. Lo esperé desnuda en la cama. Cuando entró y me vio, no dijo nada: empezó lentamente a desvestirse y nuestros cuerpos limpios conocieron las caricias del amor por primera vez. Éxtasis y marejadas envolvieron nuestros sentidos: todo lo olvidamos y nos hundimos en un mar lejano y ondulante. Sólo cuando empezábamos a iniciar el retorno a las orillas perdidas, antes del relajamiento total, fue cuando le clavé el cuchillo.

Su imagen de perfección no se ha destruido, a pesar del asombro y del dolor: ha sonreído levemente y sus miembros se han aflojado con dulzura: su cabeza reposa sobre mi hombro, y su cuerpo desnudo, extendido sobre el mío, se desgana tibiamente. Ya no le odio; siento un inmenso amor por él: es todo mío, mío, mío, y le amo eternamente.

Mañana, cuando vengan a abrir la puerta, conocerán todos mi ofrenda.
 



De Huerto cerrado, huerto sellado