Material de Lectura

 

Nota introductoria
 


Nacido en Huatusco, Veracruz, en 1922, Jorge López Páez se trasladó a la ciudad de México desde muy joven, donde estudió Derecho. El dato, que podría parecer insustancial, se vuelve importante al leer su obra narrativa: los espacios principales de las historias que cuenta suceden en ambas latitudes y, algo aún más notable, tal ubicación determina la personalidad y actitudes de los actores; es decir, no son escenarios gratuitos, accidentales, sino elementos indispensables en los cuentos y novelas del autor: sin esa determinación geográfica, la literatura de López Páez sería otra. O no sería.

Aunque, según noticias, Jorge incursionó en la dramaturgia con La última visita (1951), su vocación se decidió por la narrativa, y así dio a conocer en 1955 el breve volumen de cuentos titulado Los mástiles. Pero fue su primera novela El solitario Atlántico (1958), la que le atrajo la atención de los lectores especializados, quienes la consideraron una de las mejores piezas de su especie en mucho tiempo.

La consideración no es gratuita, pues además de su belleza formal y narrativa contiene una suerte de primicia en la literatura nacional: la asimilación de los niños como figuras protagónicas de primer orden. Aunque a estas alturas el hecho pueda parecer nimio y hasta inverosímil, basta revisar la producción narrativa para encontrar que la presencia de infantes en cuentos y novelas era meramente circunstancial, aparecían sólo como comparsas, como elementos decorativos, nunca como figuras centrales y definitivas. Andrés, protagonista narrador de El solitario Atlántico debe figurar por ese solo hecho entre lo más notable de nuestra historia literaria. Y la novela en sí anuncia lo que sería una de las obras más prolíficas, intensas e inquietantes de cuantas hay en México.

Es necesario volver al tema de la infancia: es uno de los asuntos más entrañables para López Páez: la mayoría de sus relatos tiene que ver con ello, y si se hiciera una necesaria selección de esos textos nos toparíamos con una galería impresionante de infantes-personaje, vistos desde las perspectivas más disímbolas y a la vez enriquecedoras: los hay llenos de ternura, pero también de desesperanza, de indefensión y hasta de maldad: cada uno representa distintos estadios del alma y el espíritu humanos en su forma embrionaria pero fundamental, esos que devendrán personalidades tal vez inmodificables y que el escritor retrata con sobrada exactitud en sus novelas, sobre todo las del periodo más reciente.

En efecto, la novelística del veracruzano contiene tipos en plena adultez cuyo comportamiento no puede desligarse un ápice de su experiencia infantil. Tal es el caso de Hacia el amargo mar, Mi hermano Carlos (estimada por Emmanuel Carballo como una de las mejores novelas mexicanas) y Pepe Prida (todas ellas publicadas en 1965). Mas es en lo que podría llamar obras de madurez donde Jorge concreta su conocimiento del siempre convulso y conflictivo interior del Hombre y lo vuelca al papel con mayor profundidad: La costa (1980), Silenciosa sirena (1988), Los cerros azules (1993) y Ana Bermejo (1996).

Jorge López Páez posee una virtud poco común en nuestro ámbito: de gente en apariencia común y corriente y hasta anodina, de situaciones a simple vista irrelevantes, es capaz de extraer los rasgos más desconcertantes, los pliegues más secretos y oscuros, y de ese modo da vida —gran vida— a lo inane. Así, un cantinero, un agricultor, un comerciante; un ama de casa, una secretaria, un estudiante, etcétera, son sacados de la modorra existencial gracias al agudísimo ojo del escritor: como un alquimista, Jorge se mete en el cuerpo y en el alma de sus personajes y los moldea a su arbitrio, para beneplácito de los lectores: descubrimos oro donde antes sólo mirábamos arcilla; fuego, donde antes percibíamos apenas cenizas. Por eso, luego de conocer a gente como los protagonistas de Los cerros azules (para mí uno de los mayores trabajos del huatusqueño), o de Ana Bermejo, uno aprende a ver  la gente, las cosas, el mundo, de otro modo: sabe uno que detrás de cualquier gesto, de todo hecho, por nimios que puedan parecer, hay torrentes de vida, cascadas de experiencia humana. Uno aprende, en suma, a leer de otra forma el universo.

A lo largo de sus cuentos y novelas, a Jorge López Páez le inquietan tópicos como la fidelidad y su contraparte la traición; la soledad en medio del tumulto; la incomprensión de la gente ante hechos que les parecen lejanos no obstante estar casi frente a sus narices; y sobre todo, la muerte. Ésta es, junto con el mundo infantil, una de las constantes en su literatura. ¿Es que ambas, niñez y muerte, van de la mano, son sombra una de la otra, forman un trazo inescindible, sin remedio?

Y todo ese complejo sistema de relaciones humanas, de indudable tono filosófico, se da en la narrativa de este autor con una naturalidad pasmosa, porque sabe atemperar lo dramático con un cierto aire poético, porque atenúa lo esencialmente trágico con su preciso e implacable sarcasmo, con su sentido del humor fino y, a veces, demoledor. Es por eso que muchas de sus criaturas más castigadas por la vida pueden parecer en ocasiones cantantes de opereta; y al contrario: personajes de oropel se convierten de pronto en paradigmas de la catástrofe interior más severa. Y es quizá por lo mismo —el sarcasmo, el humor— que algunos críticos acusan a Jorge López Páez de algún desaliño prosístico; yo creo que más bien se trata de la naturalidad puesta al servicio de lo que ha de contarse: ¿para qué complicarse la vida —y complicársela al lector— cuando se están bordando asuntos de lo más complejo, acaso irresolubles? (Y aquí vale la pena destacar la fidelidad de los diálogos construidos por el autor: es una de sus armas narrativas más importantes. Debe observarse también su capacidad para cambiar de voz: hombres maduros, jóvenes, mujeres, niños... son bien correspondidos en el retrato que Jorge hace de ellos: por ejemplo, cuando “escuchamos” a Andrés, en El solitario Atlántico, jamás dudamos de su autenticidad: estamos frente a él. Somos él.)

Diré, por último, que en la literatura de Jorge López Páez hay siempre una propuesta en favor de la felicidad, aun a sabiendas de que ésta suele ser un arma caliente.

Otros libros del autor son Los invitados de piedra (1961); In memoriam, tía Lupe (1974); Doña Herlinda y su hijo y otros hijos (1993); Los cerros azules (1993, Premio Xavier Villaurrutia); y Lolita, toca ese vals (1994, Premio Internacional de Cuento “La palabra y el hombre”).

Advertencia: Jorge López Páez parece tener preferencia por la narrativa de largo aliento, por lo que la mayoría de sus cuentos son muy largos, y alcanzan a veces las dimensiones de la noveleta; eso impide incluir en esta selección los que me parecen sus mejores relatos: rebasarían las proporciones establecidas por el editor. Sin embargo, en los textos —que no desmerecen en modo alguno respecto de los más logrados— el lector hallará varios de los rasgos característicos del mundo alucinante del veracruzano que he destacado, como su inclinación por el tema de la niñez y la muerte y, también, su sarcasmo y sentido del humor.
 

Ignacio Trejo Fuentes