Material de Lectura

San Cocho

 

¿Por qué se impuso la obligación de caminar desde las faldas del Cotopaxi, vestido tan sólo con un portaviandas de algodón negro que apenas servía para cubrirle el chilorio, hasta las playas de Guayaquil? Nadie lo sabe todavía. ¿Por qué al pasar frente a un costado de la siniestra silueta del Chimborazo, se detuvo a hacer de las aguas y ello le ocasionó feroz riña con el Adelantado Godines, morralla del peculio del Capitán Pizarro, quien lanzóle soez piropo? Nadie lo supo ni lo sabe. ¿Por qué accedió a subir a la nao que transportaba a Felipe de Jesús y a otros frailes hacia el Oriente desmedido, y acompañarlos en pos de una suerte incierta, sólo porque la palabra del novohispano se parecía al trino de las aves chichicuiloteras que vuelan en aquellas latitudes? ¿Quién puede decirlo?

Lo cierto es que Cocho Abigeorrabieta se acurrucó sobre la banda de estribor del galeón Horripilante, y se dejó llevar por los caprichos de la mar durante un año, hasta arribar al nefasto lugar desde donde, estaba escrito, subiría al reino de los cielos.

Un año que fue epígrafe, preámbulo, prólogo del razonamiento que le hizo verse, primero, como una entidad etérea rodeada de querubines, amorcitos y putis adosada a un retablo barroco de la catedral de Quito e iluminada por cientos, qué digo, miles de veladoras alentadas por las manos miserables de multitud de indígenas arrobados por su excelsa beatitud; y, después, en un arranque místico aunque un tanto surrealista, como un concepto gastronómico que igualaría, en su barbarie, la cocina rudimentaria de la pérfida Albión, más adelante transformada en Bretaña, Inglaterra, Reino Unido, y en su soberbia cósmica, Commonwealth: roast beef blue o, en castellano, filete de res sancochado.

Larga travesía para un hombre de temperamento sanguíneo, pronto al revire y a la estocada verbal, efervescente como las olas del Cantábrico que bañan los acantilados de Mundaca, villorrio del que procedía su estirpe, y que, como buen vasco, comía impaciencia de las manos del tiempo. Larga, porque él iba convencido de que sus fonemas éuscaros serían inteligibles a los habitantes del shogunado de los Ashikagas del Imperio del Sol Naciente y su evangelización, pan comido.

La inmensidad y la soledad del mar fueron su casa durante doce meses. El Horripilante su ermita, porque desde que abordó, se negó a intercambiar palabra con los franciscanos congregados alrededor de Felipe de Jesús y a rezar las oraciones y los maitines que éstos entonaban a fin de procurarse la bendición de los arcángeles; no se diga con los oficiales y la tripulación del barco, ignaros por quienes manifestó un desprecio fundamentalista.

Durante el periplo del este hacia el oeste, Cocho mantuvo sus mandíbulas siempre rumiando, de suerte que las convirtió en el belfo de un semoviente que, de popa a proa, de babor a estribor, practicaba los sustan­tivos, los adjetivos y los verbos que creía traducir de un diccionario chino-castellano a la lengua de Euskadi y, de ésta, a los ideogramas nipones que, por su simi­litud en el trazo o la pulcritud en la pincelada, se pare­cían a los sancionados por Confucio.

Así, cuando la nao arribó a las costas de la gran isla de Kiusiu y, después de bordear hacia el sur por la costa, sus tripulantes y pasajeros llegaron a la bahía de Nagasaki, Cocho Abigeorrabieta no sólo se sintió seguro de su dominio verbal, sino que tuvo la certeza de haberse convertido en un factor insustituible, en un elegido; subestimando, en forma por demás arbitraria, el aura que rodeaba la figura de Felipe de Jesús y la aureola que pendía encima de las testas de sus correligionarios, y que ya algo le anunciaban.

Desde un principio las relaciones con los japoneses fueron álgidas. Las guerras intestinas entre los señores feudales y los samuráis a su servicio, que darían paso al advenimiento de la era Hideyoshi y a un recrudecimiento en la persecución de las órdenes religiosas llegadas de Occidente, especialmente la de los Jesuitas, habían creado un vacío de poder que impedía, en ese momento (1596), cualquier intento espiritual por iniciar un diálogo que propiciase la conversión del Japón a la fe católica.

De nada sirvieron las extrañas guturalizaciones, que asombraron a propios y extraños, de Cocho frente al señor Utamaro que les cerró el paso en su camino hacia Nagasaki, y menos sus aspavientos melodramáticos de su versión coreográfica del Testamento y los ideogramas que dibujó sobre la greda del camino. Nadie, ni el japonés ni los cristianos, pudieron comprenderlo; mas lo que sí logró fue despertar la cólera terrible del señor Samurai cuando, traduciendo libremente las palabras y los gestos de éste, representó para los frailes el significado del patronímico Ashikagas, destrabándose el portaviandas y defecando en cuclillas; creyendo el infeliz que era lo que se les pedía como un acto de sumisión y reconocimiento de la autoridad.

El juicio a los frailes en las playas que tiñe el mar Amarillo, fue sumario. Su sentencia, un abominable martirio. Felipe de Jesús y su séquito de franciscanos fueron asaeteados directamente a la cara. A Cocho, en cambio, el Samurai lo condenó a morir asado sobre una parrilla de metal, a la que antes se le untó grasa de ganso salvaje.

La canonización de San Cocho fue beneficio de bulto. Se le consideró protomártir junto con los demás franciscanos; sólo que en la sepultura donde simbólicamente descansan sus restos, un entendido, tuvo que serlo, que conoció la historia verdadera de los hechos, agregó una apostilla al epitafio que dice: Traduttore, tradittore; hecho que quizá justifique el porqué se le venera como santo patrono de las escuelas de idiomas en las poblaciones de la cuenca del río Ñapo, en el Amazonas ecuatoriano.