Material de Lectura

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Eugenio Aguirre



Selección y nota introductoria
de Rafael
Ramírez Heredia




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Nota introductoria

 

Imaginación y garra, agudas visiones del entorno, perseverancia en el trabajo, talento creativo, son algunas de las muchas cualidades de Eugenio Aguirre, ficcionista que sabe conducir —como en el vuelo de una muleta taurina— al lector hacia los espacios de la creación, sin dar respiro, brincando de sorpresa en sorpresa, como sucede con estos relatos que se despliegan, con muy buena factura, dentro de la colección Material de Lectura.

Al parecer, para el autor —nacido en la capital del país, pero de raíces norteñas, tanto de México como de España— no existe límite temático sino que es el torrente de la imaginería lo que acota sus palabras; de ahí que, para Aguirre, las fronteras de la creación sean volátiles, y sus textos incursionen en un diabólico juego creativo yendo con soltura por los más disímbolos territorios poniendo, quizá, como única premisa, la de la malicia literaria y el ordenado lenguaje, acorde siempre al texto, es decir, que el autor, así como cambia panoramas y situaciones, también hace concordar la verbalización con dicho universo.

Autor de una sólida y vasta obra literaria, Eugenio Aguirre es escritor sin fatigas que ha incursionado en casi todos los géneros teniendo notables éxitos con novelas como Gonzalo Guerrero, primera edición UNAM 1980, premiada en Francia, próxima a llevarse al cine; Los niños de colores, que ha sido traducida al portugués, y otros textos suyos traducidos y publicados en diferentes países.

Los cuentos que aparecen en este volumen son un reflejo de la literatura de Aguirre, variados, contundentes, diáspora temática, y que a su vez ofrecen una humana visión de personajes variopintos, la mayoría de ellos habitantes de una región llamada Angagua —el Macondo aguirriano que le permite aparecer y desaparecer símbolos y seres, como la mujer que teje una colcha que, a su vez, significa el paso y peso de su vida, o los perros que, como humanos, portan desesperanzas y dudas y viajan por el libro con la libertad que se dan ellos mismos, o el flojo que sabe de su feliz pecado, o el rey de la edad media que mira a una urraca defecar “grumos de color granate almandino”, sin olvidar a los santos de un santoral por demás cachondo y blasfemo.

Sapiente editor de miles y miles de libros —colecciones Lecturas Mexicanas y ¿Ya leíssste?, por citar algunas—, Aguirre ha sido y es promotor cultural, inventor de planes para fomentar el hábito de la lectura, maestro de generaciones de nuevos narradores, creador de algunas bibliotecas públicas, directivo de la Sociedad General de Escritores de México,* entre otras muchas facetas en favor de la cultura de nuestro país, pero sobre todo, Eugenio Aguirre ha sido y es escritor de raza.

 

Rafael Ramírez Heredia




* Se reproduce el texto original de 2000. Eugenio Aguirre fue director titular de la rama de Literatura de la Sogem hasta 2002. (N. del E.)

La expiación del rey

 

Sentado en su trono de piedra, en la catedral octagonal de Aquisgrán, Carlomagno contempla a sus súbditos con la mirada ausente de quien ha sufrido un descalabro terrible.

La noticia de la ignominiosa muerte, a manos de los moros, de su caballero predilecto, del paladín del reino por excelencia, Roldán el Temerario, en Roncesvalles, es un puñal de hielo que le atraviesa el corazón, lo ata y lo mineraliza hasta confundirlo con la roca que simboliza su poder.

Su lengua, acostumbrada a gritar sus pensamientos y emociones, esta vez sólo puede pronunciar los huecos de un silencio paralizado, las hirientes vocales petrificadas, las consonantes derrotadas. Su boca es un túnel que hospeda la amargura y la miseria.

Nunca debió dejarlo partir. Todos los augurios habían sido nefastos. La urraca parada en el brocal del pozo del palacio real, defecando grumos de color granate almandino. La sábana manchada con la huella seminal de sus mutuas micciones en la noche previa a la elaboración del horóscopo que, al día siguiente, había vaticinado incertidumbre y desgracia para las huestes, niebla y Parca para sus capitanes. La señal en el hombro de Roldán que él había descubierto al desnudarlo de su túnica, ese pequeño lunar en forma de corona de espinas apenas perfilado, pero que, sin embargo, llevaba la impronta de su ausencia. Todo había pronosticado el mal en su más pura y cabal dimensión, mas él no lo había visto o no había querido verlo. Ciego o indolente. Igual de innobles ambas actitudes. Y, se devanaba el seso, cómo podría expiar esa culpa. ¿Cómo resarcir al reino, a sus caballeros, a sus vasallos de esa pérdida por la que se sentía el único responsable?

Las imágenes del presente se agolparon ante sus ojos para castigarlo con el cardillo del desdén, ya que ninguno de los cortesanos que lo rodeaban en ese momento manifestaba siquiera el menor signo de condolencia; al contrario, disfrutaban con las maromas de los saltimbanquis, con las obscenidades de los bufones, la cháchara de los juglares, las obsecuentes posturas de las mujeres públicas, quienes, con los labios carmenados y los cuerpos cubiertos de ese aceite que las transformaba en preciosas odaliscas, ofrecían, al que lo desease, la encarnadura de goces in­descriptibles; y se mezclaban, arbitrariamente, con las escenas imaginadas por él, en las que veía las llagas sangrantes de Roldán, escuchaba los lamentos de sus escuderos en el eco de los valles, olisqueaba el acre sabor de la carroña y veneraba las cuchilladas que el aire de Roncesvalles clavaba en el pecho de la tierra para sepultar los últimos alientos del guerrero vencido.

Entonces él, el magnífico señor de la Tierra, envuelto en un sudario de soledad y remordimiento, quiso levantarse del solio real y lanzar un gemido tremebundo para que los presentes se callaran, para que guardasen el respeto debido al duelo que el reino le debía al caído; sin embargo, la mano poderosa de su reina, convertida en grillete de mazmorra, lo detuvo y le impidió pararse. Su mirada le indicó que era impropio de su rango el rebajarse; que de sus errores sólo él debía responder ante sí mismo, en la privacidad sellada con cal y canto.

Se retiró del trono sin llamar la atención, escudado tras el vuelo de las muselinas de la reina, y penetró en sus aposentos. En ellos, sintió cómo el frío abandonaba su alma para congelar la habitación y darle la temperatura propia de una catacumba. Se despojó de la enorme espada Germania, en cuya cruz resplandecía un diamante en bruto, del cíngulo de bronce y rubíes que la sostenía en su cintura, y de sus hábitos talares; pero conservó la corona para saberse aún el emperador de Occidente.

Desnudo, deambuló entre el sofocante calor del hielo, que le hacía sudar igual que si estuviese en un baño de vapor, hasta que sus piernas flaquearon y tuvo que arrodillarse sobre las baldosas. Sus pensamientos, entonces, estallaron y se fragmentaron en su cerebro con una incoherencia enajenante. De pronto, supo que debía llorar y lo hizo; supo que tenía que rasgar sus carnes con sus uñas y así lo llevó a cabo; entendió la necesidad de castrarse y, sin titubeo alguno, tomó una daga que le quedaba a la mano y, con un sólo tajo, cercenó su varonía.

Fue así que con su sangre y sus dedos comenzó a es­cribir el romance que, por razones de Estado, se conservaría anónimo, y que con el título de La canción de Roldán pasaría a la posteridad.


El perro amarillo

 

En otoño, los crepúsculos de Angagua pueden tener matices dorados que no sólo estallan en los ojos sino que pringan las manos con un sudor grasoso que semeja la pátina de los santos estofados.

Girasoles del viento, las nubes se acuestan un poco más temprano que de costumbre para dejar que los rayos oblicuos del sol cobren impuesto en las cuestas de las montañas y se tuesten en parrillas de cobre, en peroles de bronce, hasta licuarse dentro de un crisol de ámbares, en el seno de un pecho ardiente, inflamado.

Es quizá por eso, porque las tonalidades de los colores de las milpas coinciden con los de sus pensamientos, que apenas pasando la fiesta de los Fieles Difuntos y la algarada que se brinda por los santos desconocidos, aparecen en el pueblo los templetes y los carros de un grupo de gitanos que desde siempre, mucho antes que la erupción, nos visitan durante un par de semanas.

Su presencia, y en esto casi todos estamos de acuerdo, nos provoca ansiedades y congojas que atenazan el corazón con la misma fuerza que las patas de un cangrejo; que, sin embargo, van desapareciendo con los días en un cambalache disparejo con la curiosidad y el asombro, gracias a la habilidad y diligencia con que los gitanos nos envuelven en sus suertes.

Los días se transforman con el horario del pandero y la gangosidad de una armónica, en abalorios de sorpresas. Adultos y niños, pudientes y menesterosos, sacan de quién sabe dónde el ahorro que han guardado para dar albricias al oso de las tundras, a la bailarina que tiene cintura de monedas, a esa mujer que baraja los porvenires, las jetas sonrientes de los reflejos de abundancia en los espejos, y los dimes y diretes de algunos amores desesperados y otros nomás de calentura.

Todos, ni siquiera el presidente municipal se salva, caemos en el hipnotismo de sus magias, sus trucos, la alborotada vendimia de los servicios que prestan detrás de la raya de lo razonable; porque nunca falla la recatada mujer que, con tal de ver los músculos oliváceos del gitano señorón y llevarlos a sus sueños inconfesables, afila el mismo cuchillo cocinero tres veces por temporada; ni el campesino que echa las ganas por la ventana y dilapida los adelantos que le ha dado su mediero en la hoguera donde el ombligo de la danzarina fulgura con la lascivia de un enorme culo; menos, aquel que lleva muchas estaciones apostándole al diez de bastos o a las copas que fueron cáliz de Carlomagno, o a las espadas filosas de Amadís de Gaula, con tal de conseguir los oros que le faciliten el viático para alcanzar a sus amigos tránsfugas del ilusorio otro lado, esa tierra prometida a los espaldas mojadas, y que acude fervorosa, religiosamente, a la tienda de doña Carmela con la esperanza de que ésta le dé el grial de la lotería, la astrología del Melate, el sagrado pálpito del Ráscale que se le resiste por más que acude a bailar al santuario del Cristo Ahumado de Chalma.

Angagua deambula, así, durante quince días como novia ilusionada y a la vez herida por entre las cacerolas pozoleras, los cazos chicharroneros, los atizadores de nylon, los brazos largos y fibrosos de las hembras húngaras, su bozo de esquivo beso, las cejas turbulentas, pobladas igual que bosques de encinos negros, de los varones que huelen a aceituna, y esos lunares de malvada geografía que hacen enloquecer y alucinar más fuerte que la adormidera, y que ya han dado sobrada prueba de la maldición que aqueja, en lo terreno y en la eternidad, a quien se atreve con ellos; tal le sucedió a Julián Bautista en noviembre del ochenta y dos.

Necio, por más que sus parientes se lo advirtieron con ejemplar enjundia, el hombre se empecinó en cortejar a la Lola que andaba todo el día por el pueblo palmeando y diciendo cantares para recolectar las monedas que le exigía la costumbre de la tribu, y que a él le parecía un ángel bajado del cielo para consuelo de la humanidad.

—¡Fíjense en los pelos que le salen por las cosqui­llas! —decía extasiado, mientras con sus manos repe­tía los cuencos de las axilas de la morena—. ¡Son del color de la olla de mi santa madre, idéntico que el barro de Tzintzuntzan! ¡Pero lo más bello, lo que más me calienta las ganas, es el lunar de obsidiana que tiene clavado junto a los labios! ¡Y juro que me lo he de comer entero, así me lleve la mera rechingada mama­cita del Chamuco a tiznarme la cola en los infiernos!

El clamor de su reto se escuchó bien y tronado por todas partes, no sólo en la piquera de los galleros y en la cantina de los herederos de don Serafín, sino también en el campamento de los gitanos, donde la Lola se dio por notificada y el patriarca, don Gregorio, arrojó un puñado de sal a la fogata donde calentaban un puchero y lanzó una maldición en un mero trabalenguas.

Esa misma noche Julián Bautista soñó con cuchillos largos, con puntas para descabezar ganado y con un hacha de mango con pelos brunos que oscilaba sobre su cabeza y que emitía un sonido chirriante muy parecido a la voz de la gitana que lo traía patas p’arriba.

El sueño lo supo su mamá, su mujer, su tío don Argumento Gutiérrez, mi primo, yo, todo Angagua, pues; y, por supuesto, los gitanos. Sin embargo, Julián no sólo no se aplacó sino que se enardeció igualito que un castillo de triquitraques y ya nunca dejó de perseguir a la Lola.

La palabreja, estoy seguro, salió de labios de don Gregorio. Lo presumo porque así la soltó la Lola en uno de sus recorridos. ¡Ese hombre está emperrado, joder; y no hay conjuro que lo detenga ni autoridad que le quite su designio! ¡Emperrado, Virgen de los Milagros! ¿Qué se le va a hacer?

Y nada se pudo. Julián se fue enjutando detrás de las amplias enaguas de la Lola, a la que seguía por las calles empedradas con la obstinación de un faldero, hasta que adoptó las cuatro patas. Su voz se hizo jadeo. Su bravata, ladridos. Su piel una maraña de pelos güeros, amarillentos y con manchas parecidas en su color a los de los sobacos de la hembra salerosa. Se emperró en serio y para siempre.

Los gitanos se fueron cuando comenzó a arreciar el frío y con ellos Julián Bautista o mejor el perro amarillo como todo el mundo dio en llamarle. Me dicen que regresó en el ochenta y tres y en el ochenta y cuatro, y que en esta última ocasión la Lola anduvo vendiendo unos cachorritos preciosos que parecían gotitas de miel de abeja.


El perro blanco

 

El perro blanco tiene cara de pecado. Sólo se aparece en Angagua cuando en el cielo estrellado se puede ver con nitidez la constelación del Perro Menor. Dicen que es un alma en pena que está pagando las culpas de un coprero que llegó, hace muchos años, de las costas del estado de Guerrero y que se asentó en Uruapan, donde se casó con una mujer de las mejores familias, una de las Maldonado.

Resulta que de ese matrimonio nacieron tres niñas primero y luego un varoncito, y todos coinciden en afirmar que pocas veces se había visto una familia tan bien avenida, feliz y llena de prosperidad.

Pasaron dos años y la señora, Encarnación me dicen que se llamaba, volvió a quedar embarazada. Ya desde el principio las cosas caminaron mal. La erupción del Paricutín le produjo estragos en los nervios, por más que su marido hizo hasta lo imposible por calmarla, inclusive mandó traer a un médico de la capital, un chochero muy conocido en Morelia, para que la atendiera del tembleque y los jesuses que la traían a mal dormir y con una inapetencia de la fregada.

Después, cuando iba por el quinto mes, le brotó un lunar en la espalda, exactamente arribita de donde empiezan las nalgas, según lo testimonió la comadrona de la barranca de Zapoteprieto, de un color negro pardusco y, lo peor, enmarañado de pelos, que hasta parecía una tarántula. Ése sí que pudieron quitárselo, pero cómo les dio lata. Con fomentos de aguarrás, jabonadura de calabaza, ésa que se usa para bruñir los equípales y las sillas de montar, y una limpia que le propinó una de sus hermanas, soltera por más señales y que después se fugó con uno de los dueños de la fábrica de hilo Cadena, sin que se le volviese a ver.

Al octavo mes, el marido, no me atrevo a asegurarlo, pero creo que se llamaba algo así como Ruperto o Humberto, tuvo un sueño que dio de qué hablar, pues rodó por el pueblo preguntando a quien lo quisiese escuchar qué significaba la presencia de un Cristo negro sobre un ataúd de pino blanco, flotando a la mitad de un lago que se parecía mucho a Pátzcuaro. Sin embargo, las respuestas e interpretaciones que algunos le dieron para nada lo dejaron satisfecho. ¿Y pues cómo? Si no faltó quien le dijo que lo que había soñado era el luto de la Iglesia por lo sucedido durante la guerra cristera, y que quizá Dios Padre estaba enojado con él por haberse zampado seis pambazos de papa con chorizo el viernes siendo vigilia. Y otros así por el estilo. No, pues así no se puede. Se le quedó el gusanito en la oreja y se le vio muchos días con una tristeza que daba lástima.

Y pues que llega la hora del parto, y como ya habí­an tenido cuatro hijos bien paridos, no se alborotaron mucho. Ruperto o Mamerto trajo a una partera de Quiroga, la presentó a su señora y luego se fue a jugar dominó con sus amigos de la peña de Santa Catalina de Atocha. Ahí luego le fueron a avisar que ya era papá de un chamaquito güero que pesaba como tres kilos y que berreaba que daba gusto. Él lo tomó con parsimonia y no se levantó de la mesa hasta que pudo ahorcarle la mula de seises a uno de sus contrincantes que lo había estado chingando toda la tarde con eso de que no hay quinto malo, maliciándole con las palabras varias cosas al mismo tiempo: que el niño por nacer sería cojonudo; que andaba caliente por cogerse a su cuñada, la de Ruperto por supuesto, quien aún se conservaba soltera y, por ende, quinto, es decir virgen; y que lo iba a traer azorrillado mientras a él y a su compañero les siguiesen cayendo fichas de la serie del cinco.

Se le cumplió lo del niño. ¿Cojonudo? Más que eso. El vástago le resultó albino, más blanco que la leche de cabra, que las gelatinas de vainilla que venden en el parque de Uruapan, que el jabón Palmolive que da suavidad. ¡Uy, ni a él ni a su mujer los calentaba el sol! ¿Pues por qué y de dónde les había salido así el chamaco? Si eso era cosa de negros, de africanos degenerados, y ellos ni por asomo tenían una gota de sangre que no fuera mexicana. Así estuvieron cinco meses en ascuas, e igual se hubieran seguido si no es porque la tragedia ya la traían pintada en la palma de sus manos.

Bastó nomás que Ruperto o Alberto se enterara que por ahí en San Juan de las Colchas andaba un gringo negro con una expedición que estaba estudiando las lavas del volcán Paricutín y los destrozos que había ocasionado, para que las dudas primero y después los celos le afilaran el machete que traía colgado al cinto.

Masacre hizo con su vieja y con el inocente albino. Machaca, tinga, picadillo dejó con el reguero que hizo por toda su casa. Moronga, fritanga con la sangre desparramada encima de las paredes. Noticia de primera plana en La Voz de Uruapan, en el Alarma! del Distrito Federal.

Mas la justicia del cielo le llegó más pronto de lo que esperaba. A su celda, en la prisión de alta seguridad de Apatzingán, fue a verlo su madre que vivía en Pinotepa Nacional, en la Costa Chica guerrerense. Nariz ancha, labios gruesos y amoratados, y quien no tuvo empacho en mostrarle las palmas blanquísimas de sus manos, y ya no les cuento más. Ruperto o Gilberto se colgó de uno de los barrotes que le rayaban la cara con la luz del día.

Un mes más tarde comenzó a dejarse ver el perro blanco en Angagua y la gente a persignarse al sentir el miedo que le sale de los belfos y que les impregna el cuerpo con una calambrina peor que el mal de San Vito, sobre todo cuando al amanecer el animal se va haciendo transparente, hasta desaparecer del todo.


El flojo

 

No sé por qué soy tan flojo, si se debe a una causalidad genética, a mi temperamento flemático, a una alimentación precaria o simplemente a una desbordada capacidad imaginativa que me sustrae de la realidad y me sitúa en otros mundos, en otras dimensiones de la existencia.

La verdad es que, desde pequeño, mi flojera me pro­dujo problemas con mi familia, pues siempre fui el niño que está en la Luna, que no atendía ni las conversaciones ni las recomendaciones y mucho menos los comentarios que, sobre las cosas importantes, hacía mi padre durante la cena cotidiana, debido a que yo estaba enfrascado en resolver aquel enigma de los niños que vienen de París, penetran en el vientre de las madres y luego, como por arte de magia, invaden nuestro hogar y nos desplazan a un segundo plano con sus berrinches, pataletas y parafernalia mamilesca; o en comprender los misterios del movimiento de un carrito de hoja de lata impulsado por la fricción de una cuerda metálica o en establecer contacto con los diminutos seres, enanitos me gustaba nombrarlos, que desde la penumbra de una caja plateada, preciosamente labrada, movían las manecillas del reloj que colgaba del chaleco de mi abuelo y, oh portento, establecían el tiempo que regulaba nuestros actos y definían el decurso de nuestra vida.

Más tarde, durante mi época de estudiante, esta acti­tud indolente fue semillero de infinidad de amarguras, quebraderos de cabeza y castigos ejemplares que pude soportar, gracias a que tenía la habilidad de perderme en los mares del sur, en compañía de abigarrados pira­tas, corsarios y caníbales de catadura y olores horroro­sos, en expediciones a lugares ignotos donde el Rey Salomón y otros muchos monarcas y sultanes habían escondido sus celebérrimos tesoros; en rescates espec­taculares de reinas, princesas, duquesas, toda una caterva de virginales heroínas, en los que mis saetas, lanzas, perdigones, espadas y capas derrotaban a villanos, truhanes, malhechores, toda prole de maldad y vesania, que nada tenían que ver con la química inor­gánica, con la ley de la gravedad, con los tres reinos de la naturaleza y los estados de los elementos, y menos con el álgebra, la trigonometría y el civismo machacón que, entre otras muchísimas disciplinas, nos enseñaban a base de memorizaciones, lecciones ejemplares y ejercicios, malditos sean, repetitivos de las ecuaciones, logaritmos y demás zarandajas que jamás me han servido para sobrevivir en el reino animal ni para obtener sustento sólido para mi gaseoso estómago.

Mi pereza era tal, en ese purgatorio de aulas pintadas de color amarillo y pizarrones que me amenazaban desde la siniestra oquedad de su bocaza negra, que bastaba con que el profesor mencionara una palabra que tuviese el mínimo rescoldo épico, para que yo me remitiera a mi última lectura y me enfrascase en la rememoración de su texto, sus personajes, descripciones y en las imágenes que me causaban arrobo, anonadamiento, sudaciones equivalentes a las de la menopausia y, en fin, un entusiasmo enajenante que me obnubilaba el cerebro.

Cuántas veces no me vi respondiendo, ante la mirada atónita del maestro de geometría, que el cuadrado de los ángulos era el espacio destinado a los duelos en el Campo de Marte y que la Hipotenusa era la amante que compartían los tres mosqueteros, o una de las furias que Odiseo había debido vencer para poder retornar a Ítaca. Cuántas otras no fui expulsado o arrestado o golpeado con una regla en el dorso de mis manos, por afirmarle a la profesora de biología que el estudio de la taenia solitaria y su asquerosa disección sobre el cartón de nuestros blocs de dibujo me recordaba los asesinatos de la calle Morgue o las aventuras de Jack El Destripador.

Y, bueno, qué no podría contar de mi época univer­sitaria, en la que mis afanes por obtener un título que me permitiese incorporarme a las huestes productivas de los practicantes de las llamadas profesiones liberales que, se presume, garantizan una vida plena de materialidades, éxitos, prestigios y otras muchas zarandajas, se vieron siempre obstaculizados por esa molicie sacramental que me distraía del aprendizaje de las teorías de la Filosofía del Estado, de la Historia del Derecho Romano, del vasto racimo de normas del derecho positivo dispuestas en decenas de códigos, reglamentos y leyes fundamentales, inventadas para solaz y esparcimiento de millones de ciudadanos inde­fensos y para saturar los bolsillos de leguleyos, jueces y coyotes venales y corruptos, para sonsacarme con la lectura de innumerables obras maestras de la literatura universal que, entre otras cosas, fomentaron mi negli­gente vicio de escribir cuentos y novelas, con la consa­bida alarma general, inscrita en los silenciosos labios de todos quienes me rodeaban, de quién va a mantener a este golfo al que no interesa otra cosa que leer y escribir sus ficciones atrabiliarias sobre la naturaleza humana, las oscilaciones ideológicas, el tráfico del amor y el tránsito hacia la muerte.

Así, con la poltronería como divisa, he crecido y vivido en una forma anárquica y desordenada; incapacitado no sólo para ganarme el pan del sustento dentro de los esquemas convencionales de una sociedad pérfidamente aburguesada, sino inclusive para atender las responsabilidades más primarias y frívolas de la existencia urbana, como cambiar un cheque, pagar el recibo de la luz o las colegiaturas de mis hijos; negándome la aceptación social y relegando mi presencia a los rincones umbrosos, a las sombras del desprecio.

Por eso, ahora que he recibido el telegrama de la Real Academia Sueca de las Artes, en el que se me comunica que he ganado el Premio Nobel de Literatura, aludiendo a la trascendencia de mi esfuerzo y trabajo literario, he escuchado el rumor de minúsculos derrumbes bajo mis pies y he sentido una terrible angustia que no sólo me desarticula como el holgazán que soy, sino que me coloca frente a la paradoja de una impostura que, dada mi proverbial abulia, no estoy dispuesto a sancionar.


Vladimir Costa te anda buscando...

 

Y ello no sería tan malo si sólo fuese una amenaza velada, un alarde para meterme una perica entre las piernas y provocarme una zurrada de marca en los pañales desechables que me pongo de miércoles a martes, por aquello de que son más baratos que los Calvin Klein de algodón y, sobre todo, porque no hay que lavarlos, y así mi madre, la Gorda Napoleón no tiene murria ni pretexto para estárseme jodiendo cada vez que entra al boliche y me huele el bote igual que se lo husmeaba a mi padre, que en paz descanse, hasta que lo hartó al viejo y éste se fue lejos en estampida pedorra y se tropezó con la tumba del marido desconocido y ahí planchó para siempre y forever.

Costa viene formal a por mí. Se la debo en serio como la Cruz del Sur se la debe al Navegante Errante, casi náufrago en su buque fantasma, igual que pelota de pelos incendiados en medio de la mar océana, por haberlo dejado con la brújula desorbitada en el canal de La Plata, entre Ríos y la penumbra uruguaya, esa que destempla los ojos de los marineros nomás se cruza de borrasca y limonada de chicha peruana, una mariguanada por Dios.

Viene encharrascado, el muy cabrón. Aunque se tome dos meses, unos tres años, yo sé que no hay perdón para mi pellejo, menos para la tripa que me sirve de comedero. Me la va a reventar con un coraje que ya una vez le vi usar cuando destazó a un negro cachimbero que entumecía las sombras de la pampa chica con su ausencia de luz, con el carbón que rodeaba a sus encías moradas, y que se decía ser el guasón más pelotudo para bolearle los huevos a cuanto catrín con cachetes de leche de magnesia se le atravesara en la rielada de los ñandúes. No le duró dos fintas el cambujo. Vladimir lo fueteó recio por encima de las cejas y le hizo un coco de agua para beberse los sesos. Luego, mientras el divino carburo caía de hinojos para dizque despedirse de la tierra que lo había amamantado con sus chiches de piedra, Costa le cuarteó los zancos con la fuerza de las ancas de la yegua del mismito diablo. Ahí quedaron regados para los gallinazos los pedúnculos del presumido, su prosapia y su muerte renegrida.

A mí, yo creo que me tiene prometido ganchuelo para colgarme del mero culo de la tranca que parte la estancia en dos, por más que a mí me surge el deseo de que fuera en cuatro y chance y hasta se le resbalaba el encono y lo hacía reconsiderar que no está bien parcharse al que una vez fue su hermano, su carnal de hueso y uña, aunque éste, yo para no confundir, le haya hecho la canallada de cogérsele a la mujer, por muy bien cogida que ésta lo anduviese proclamando por todo el viento que nunca descansa en estas tierras.

Mas él tuvo la culpa, digo yo. A nadie le es afirmativo traerse a una gabacha a estos confines del silencio, instalarla en el chiquero en medio de la prole salvaje de puñeteros que somos quienes no divisamos hembra en meses a causa del acarreo de ganado por los inmensos pastizales donde nadie, ni los gusanos ni los perros brutos, cree en Dios, en la Virgen María o en pinga alguna del santoral gregoriano, aun se trate del mero San Sebastián con sus flechas clavadas en salva sea la parte y que a muchos, eso lo sé porque los he visto con la manuela meneando el cachivache pellejudo que les cubre la cabeza de la perinola, les eriza la lascivia, la puritita cachondería; y aluego dejarla sola durante tres semanas con el pretexto de irse a curar un móndrigo morado que le salió en la espalda por haberse cargado solo un costal con cuarenta kilos de harina de anchoveta que nos trajeron para deshuesarla, ponerla en salmuera y hacer galleta para los reos del presidio de Lumbreras de la provincia de Río Negro.

No, la verdad eso no se hace. Si nomás la vimos adelantando esas tetas como mascarón de su vestido de chorlitos rosas, ajustado para reventar con un suspiro toda la botonadura nacarada del almirantazgo; meneando el trasero con el donaire de una jaca madrugona, pajarera, más picarona que nuestra santa madre, la Gorda Napoleón, cuando todavía era capaz de levantar la vía del tren con el simple desliz de su nalgatorio proceloso y seducir al tinterillo de la garita, que fue el apá de nuestro hermano Benjamín, y ya la carne se nos puso chinita, chinita, ebullente como agua de Séltzer, ganosa de desafíos, arrebatos, duelos, pillonadas a calzón batiente.

Tres semanas con la mujer ahí rondando, haciéndose la interesante con sus abalorios y la lencería dizque de París que había sustraído del burdel donde Costa había regado bastos de oro para encandilarle el ojo y convencerla de que más le valía ser su mujer que un perdigón desvalido de la escopeta de doña Castra, la mandulona de la carpa itinerante que hacía las veces de serrallo.

Días eternos imaginando mis manos, mis labios recorriendo su geografía prohibida, sus rincones almizclados, sus volúmenes circulares rebeldes a la lógica de cualesquier teorema o logaritmo casado con hipotenusas. Desesperantes días sin poder tocarla, tan sólo murmurarle al oído y en oportunidades precarias, harto peligrosas, el desvarío en que me tenía suspenso, la insania de mis calenturas; hasta que mi porfía o los efluvios del pantanal que nos rodea o los oscuros designios de la Luna lograron aflojar los goznes de su simulada resistencia y desatar su proclividad a la entrega.

No voy a entrar en pormenores de cuándo, cómo y dónde nos refocilamos en goces e indecencias porque ello fue público y notorio, y no hubo alguien en kilómetros a la redonda que no estuviese enterado de nuestro impío adulterio y del daño, tácito y expreso, que le estábamos causando nada menos que a mi hermano.

Por ello, desde el momento en que me avisaron que Vladimir me estaba buscando tomé las de Villadiego y me interné en los confines del sur. Dejé todo, familia y patria, peculio y amante, deseo y nostalgia, a sabiendas de que habrá una frontera que no podré cruzar y que será ahí donde Vladimir Costa me va a cobrar lo que de tan mala manera le hurté, con esa saña que bien saben amolar las piedras de la venganza. Y que Dios me perdone.


Punto de bolillo

 

Rosa Martha comenzó a tejer su colcha el mismo día en que le bajaron las primeras sangres. Apenas sintió la humedad entre las piernas, la muchacha corrió a su recámara, cerró la puerta con llave, tomó las agujas, dispuso el estambre e hizo ondular sus muñecas para enhebrar las madejas en un larguísimo ribete que podía unir las mojoneras de la hacienda de la Candelaria con las del rancho Los Perales, a cien metros de distancia.

La niña se ha enamorado, fue la conseja que imperó al principio en los portales y cuartos alineados alrededor del patio central de la Candelaria y en la gran estancia donde la familia se reunía, cada atardecer, para degustar enormes jarras de chocolate con leche y las pastas que confeccionaba la señora de la casa.

Sin embargo, Rosa Martha mostraba disgusto cada vez que alguien le preguntaba sobre el particular y, en algunas ocasiones, había soltado una majadería francamente lastimosa para el o la impertinente.

Pasadas algunas semanas, la gente dejó de afanarse respecto a la conducta de la chica, pues las lluvias favorecieron la región y se volvió mucho más importante preparar las cosechas, llevar el ganado a los pastos altos, asegurar pesebres y tejavanas, y adobar los resquicios de los techos para prevenir goteras, que atender las menstrualidades caprichosas de la adolescente de la casa grande.

Empero, algunos ganapanes del pueblo más cercano habían olfateado los efluvios primerizos de la conseja y se la habían tomado en serio elucubrando sobre su posible protagonismo en un lance amoroso de felices consecuencias, pues no existía niña mejor dotada en los contornos, ni partido con mejores augurios en varios pueblos a la redonda. Así es que, muy pronto, la Candelaria se vio asediada con ramos de flores, con encurtidos etiquetados de origen, dulces almibarados y, lo más irritante para Rosa Martha, serenatas vespertinas y gallos madrugadores que la hacían perder el ritmo de su tejido y le provocaban una coloratura muy parecida a la berenjena. Era entonces cuando, desde el balcón de su cuarto, la mujercita arrojaba, ¡válganos Dios Nuestro Señor!, el contenido de su bacinica, fuese éste líquido o sólido, al galán en turno, con tan buena puntería que invariablemente lo dejaba hecho un basilisco. Muchos jovencitos y uno que otro adulto perdieron, así, no sólo sus mejores prendas sino su autoestima, hecho que harto los deprimió y les obligó a incubar un odio rencoroso por la muchacha, que les duraría varios años.

No, nadie quiso o pudo comprender que Rosa Martha no llevaba ajuares en el pensamiento, ni vestidos de largas colas, ni anillos endiamantados ni mucho menos deseos adoselados; que su labor cotidiana no obedecía a posteridades embarazadas ni a himeneos épicos y cabalgantes, que ni la anunciación la tenía encandilada ni sus pechos rogaban por amamantar vástagos o servidumbres. Nadie entendió, sus padres menos, para qué o por qué ella tejía aquella urdimbre con ese esmero patológico.

Mientras tanto, las eras se hincharon con los frutos de la tierra, las reses se multiplicaron, los hierros marcaron las fronteras nómadas de los hatos de ganado, los vaqueros silbaron romances y corridos de factura tan antigua que ni el agua de los ríos ni el viento de los llanos habían logrado borrar de su memoria, y los señores hicieron su agosto en los silos y en los tecorrales. Y así por siete años siete, como una predestinación bíblica, sagrada, que marginó a Rosa Martha en el exilio privado de su recámara; al olvido mugroso de los despreciados; al divorcio con su propia parentela.

Pero las cosas cambiaron con las señales equívocas de las catástrofes. Un lucero que se desprendió del cielo del norte y que fulminó a un semental recién adquirido; la mordida traicionera de una cascabel en las ancas del potro del patrón, con su caída consecuente y los raspones de rigor; un niño parido con dos cabezas, se dijo; la parálisis bucal del señor cura en pleno sermón; las lenguas de brujas y hechiceras que, rompiendo su silencio, se soltaron para endiablar y maldecir a los que tenían la culpa y que provocaron maledicencias, recriminaciones y hechos de sangre; y, sin que nadie en particular lo trajese a colación, al tercer año de sequía, hambruna, laceración, el repentino recuerdo de la tejedora loca, como la apodaba el populacho, que vivía en el casco de la Candelaria.

Ella, Rosa Martha, se convirtió de pronto en el punto cardinal de la ira pública. Ella la que, con su actitud, había volteado la cara simpática de los naipes en el acre gesto de la prevaricación divina, según el dictamen popular. Ella... ella... corrió su nombre quemando el pastizal. Mas Rosa Martha estaba tranquila a pesar de las injurias de propios y extraños que escupían a las rejas de su balcón. Gozaba de una placidez luminosa porque, después de diez años de intensa labor, había terminado de urdir la inmensa colcha en punto de bolillo que no sólo sería su salvación sino la de todo el pueblo.

Su puerta se abrió al fin. Su voz se escuchó detrás de una montaña de encaje blanco, para pedir, exigir que la ayudaran a transportar la tela al campo abierto, al erial seco, resquebrajado, muerto para sí y para la vida de los hombres. Los peones, entre curiosos y asombrados, arrimaron el hombro.

Una hectárea cubrieron con la colcha. Una hectárea de páramo calcinado, igual a la osamenta carcomida de una res. Ahí la dejaron un tiempo, mientras Rosa Martha la recorría llorando hasta empaparla con su torrente de lágrimas; hasta que cada uno de los puntos comenzó a germinar y las matas a crecer y los frutos a dorarse y el pan a caer maduro en las manos de los hambrientos, siervos y señores; hasta que todos comieron y se hartaron con los hilos de trigo que la tejedora loca había entrelazado para sobrevivir a las vacas flacas.


San Óleo

 

Su aparición fue tardía. Data de finales del siglo xvi y su goce dentro de la corte celestial que se congrega alrededor del trono del señor se debe a la casualidad y, no en poca monta, al ingenio pictórico del cretense Doménico Theotocopulos, mejor conocido por su alias El Greco, quien se vio involucrado en un pasaje misterioso, de supina carnalidad, muy ajeno a su carácter y naturaleza.

Fue después de haber pintado uno de sus cuadros más célebres, Las lágrimas de San Pedro, que El Greco trabó conocimiento con el Conde de Orgaz, una de las personalidades más católicas y severas de su tiempo, famoso por su recato, su austeridad en el vestir y la cerúlea frialdad de su rostro.

Hombre de monosílabos, el Conde de Orgaz acudió una tarde en que ceñían nubarrones grises sobre el cielo de Toledo al estudio del artista, para decirle una sola palabra: sí.

El Greco, que en ese instante se afanaba en pincelar una de las llagas de San Sebastián, se volteó hacia el conde y con una inclinación de cabeza, con la que reconoció la jerarquía de su huésped y el gran honor que le dispensaba, le invitó a pasar al salón contiguo, rogándole que lo disculpara unos segundos.

Don Cirilo Diéguez de la Torre, Conde de Orgaz, ingresó a una habitación encalada en blanco que no contenía más mobiliario que una pequeña tarima de madera de encino claro y un caballete en el que estaba colocado un lienzo de dimensiones humanas. Un gran ventanal situado en la pared oriental del salón atraía la luz solar y los cromos que se filtraban a través de los pétalos de unas flores de energúmela de Castilla, como si fuese un enorme vitral gótico trasladado desde la catedral de San Juan de Letrán.

El conde, entonces, avanzó hasta la tarima. Hizo una genuflexión, susurró varias veces sí, sí, con voz apenas audible, y se desnudó de la capa negra que llevaba encima y sobre cuyos faldones tenía estampada la noble cruz roja de la Orden de los Caballeros de Calatrava, fundada por san Raimundo El Fiterense, en el siglo XII. A continuación, don Cirilo fue desatando lentamente los lazos que vestían a su camisola de organdí y la bragas de paño de Bruselas, hasta desprenderse de ellas y quedar, como dijera el moro Abedul de Fez al derrotar a las huestes del Rey Rodrigo, en plena pelota por donde quiera que se le viese.

Subió a la tarima el conde en el momento en que El Greco entraba en el salón y, al verse, ambos tuvieron que confrontar responsabilidades artísticas y religiosas que, hasta ese momento, jamás habían sospechado. El maestro que hacía tiempo no recurría al uso de modelos para forjar sus hermosos cuadros, sintió un pálpito en el bajo vientre que lo confundió y le provocó algunos segundos de dudosa desazón, que pudo destrabar arrojándose literalmente sobre el lienzo, mismo que comenzó a embadurnar con una furia que nunca antes había manifestado. ¡Vaya, ni siquiera cuando hizo el cuadro de Judas Iscariote!

Por su parte, el Conde de Orgaz supo que El Maligno lo había tentado en su vanidad y que era casi seguro que perdería su sitio en la Gloria, mismo que ya llevaba ganado, según su confesor, el padre Melgarejo, por las múltiples obras piadosas realizadas en favor de los Carmelitas Callosos.

El pecado, la sodomía, estuvo presente por unos ins­tantes en la habitación, entre los ojos de dos hombres cabalmente viriles y de ejemplar santidad, igual que la miasma que arrojan las chimeneas de las minas de carbón en el momento en que se encienden los hornos.

Pero los arcángeles estaban alertas y, sin que el pintor cobrase conciencia de que le dirigían las manos, éstas fueron transformando los manchones primeros de óleos descarriados en formas de sutil belleza, en sugerencias anatómicas que sublimaron la procacidad de las carnes del conde hasta alcanzar la inmaculada naturaleza de un ser que, cuando estuvo terminado el cuadro, los dejó pasmados. No, definitivamente no era el Conde de Orgaz y, sin embargo, nadie podría negar que el mancebo representado contaba con sus rasgos característicos.

El Conde revistió sus ropas. El Greco depositó sus pinceles en la paleta y se retiró unos pasos para mirar lo que recién había hecho. Sin mediar palabra alguna, el conde abandonó el estudio del maestro y nunca más volvieron a reunirse en vida. El cuadro quedó dentro de la habitación y ésta fue sellada a cal y canto, de tal suerte que no era posible advertir su existencia.

Fue algunos años después de la muerte del conde, cuyo deceso todos conocemos gracias, precisamente, al celebérrimo cuadro pintado por El Greco y que es uno de los grandes atractivos de la ciudad dilecta de los Reyes Católicos, Tanto monta, monta tanto Isabel como Femando, que San Óleo hizo su aparición trasminando los muros de aquel salón sellado y ofreciéndose impúdicamente a la veneración de los fieles que visitaban la casa del Greco y a quienes comenzó a hacerles milagros relacionados con pasiones contra natura y de indudable tendencia homosexual.

San Óleo, hoy venerado por la comunidad gay internacional, cuenta con un altar en Ibiza, otro en Varadero y uno más en la avenida Hashbury en San Francisco, California. Sus fieles, que son multitud, le agradecen sus milagros llevándole flores de energúmela de Castilla que sólo se pueden adquirir en el atrio de lo que fue un convento dionisiaco, convertido después en la discoteca Pelos Atenea en el barrio trashumante de la isla de Lesbos.


San Cocho

 

¿Por qué se impuso la obligación de caminar desde las faldas del Cotopaxi, vestido tan sólo con un portaviandas de algodón negro que apenas servía para cubrirle el chilorio, hasta las playas de Guayaquil? Nadie lo sabe todavía. ¿Por qué al pasar frente a un costado de la siniestra silueta del Chimborazo, se detuvo a hacer de las aguas y ello le ocasionó feroz riña con el Adelantado Godines, morralla del peculio del Capitán Pizarro, quien lanzóle soez piropo? Nadie lo supo ni lo sabe. ¿Por qué accedió a subir a la nao que transportaba a Felipe de Jesús y a otros frailes hacia el Oriente desmedido, y acompañarlos en pos de una suerte incierta, sólo porque la palabra del novohispano se parecía al trino de las aves chichicuiloteras que vuelan en aquellas latitudes? ¿Quién puede decirlo?

Lo cierto es que Cocho Abigeorrabieta se acurrucó sobre la banda de estribor del galeón Horripilante, y se dejó llevar por los caprichos de la mar durante un año, hasta arribar al nefasto lugar desde donde, estaba escrito, subiría al reino de los cielos.

Un año que fue epígrafe, preámbulo, prólogo del razonamiento que le hizo verse, primero, como una entidad etérea rodeada de querubines, amorcitos y putis adosada a un retablo barroco de la catedral de Quito e iluminada por cientos, qué digo, miles de veladoras alentadas por las manos miserables de multitud de indígenas arrobados por su excelsa beatitud; y, después, en un arranque místico aunque un tanto surrealista, como un concepto gastronómico que igualaría, en su barbarie, la cocina rudimentaria de la pérfida Albión, más adelante transformada en Bretaña, Inglaterra, Reino Unido, y en su soberbia cósmica, Commonwealth: roast beef blue o, en castellano, filete de res sancochado.

Larga travesía para un hombre de temperamento sanguíneo, pronto al revire y a la estocada verbal, efervescente como las olas del Cantábrico que bañan los acantilados de Mundaca, villorrio del que procedía su estirpe, y que, como buen vasco, comía impaciencia de las manos del tiempo. Larga, porque él iba convencido de que sus fonemas éuscaros serían inteligibles a los habitantes del shogunado de los Ashikagas del Imperio del Sol Naciente y su evangelización, pan comido.

La inmensidad y la soledad del mar fueron su casa durante doce meses. El Horripilante su ermita, porque desde que abordó, se negó a intercambiar palabra con los franciscanos congregados alrededor de Felipe de Jesús y a rezar las oraciones y los maitines que éstos entonaban a fin de procurarse la bendición de los arcángeles; no se diga con los oficiales y la tripulación del barco, ignaros por quienes manifestó un desprecio fundamentalista.

Durante el periplo del este hacia el oeste, Cocho mantuvo sus mandíbulas siempre rumiando, de suerte que las convirtió en el belfo de un semoviente que, de popa a proa, de babor a estribor, practicaba los sustan­tivos, los adjetivos y los verbos que creía traducir de un diccionario chino-castellano a la lengua de Euskadi y, de ésta, a los ideogramas nipones que, por su simi­litud en el trazo o la pulcritud en la pincelada, se pare­cían a los sancionados por Confucio.

Así, cuando la nao arribó a las costas de la gran isla de Kiusiu y, después de bordear hacia el sur por la costa, sus tripulantes y pasajeros llegaron a la bahía de Nagasaki, Cocho Abigeorrabieta no sólo se sintió seguro de su dominio verbal, sino que tuvo la certeza de haberse convertido en un factor insustituible, en un elegido; subestimando, en forma por demás arbitraria, el aura que rodeaba la figura de Felipe de Jesús y la aureola que pendía encima de las testas de sus correligionarios, y que ya algo le anunciaban.

Desde un principio las relaciones con los japoneses fueron álgidas. Las guerras intestinas entre los señores feudales y los samuráis a su servicio, que darían paso al advenimiento de la era Hideyoshi y a un recrudecimiento en la persecución de las órdenes religiosas llegadas de Occidente, especialmente la de los Jesuitas, habían creado un vacío de poder que impedía, en ese momento (1596), cualquier intento espiritual por iniciar un diálogo que propiciase la conversión del Japón a la fe católica.

De nada sirvieron las extrañas guturalizaciones, que asombraron a propios y extraños, de Cocho frente al señor Utamaro que les cerró el paso en su camino hacia Nagasaki, y menos sus aspavientos melodramáticos de su versión coreográfica del Testamento y los ideogramas que dibujó sobre la greda del camino. Nadie, ni el japonés ni los cristianos, pudieron comprenderlo; mas lo que sí logró fue despertar la cólera terrible del señor Samurai cuando, traduciendo libremente las palabras y los gestos de éste, representó para los frailes el significado del patronímico Ashikagas, destrabándose el portaviandas y defecando en cuclillas; creyendo el infeliz que era lo que se les pedía como un acto de sumisión y reconocimiento de la autoridad.

El juicio a los frailes en las playas que tiñe el mar Amarillo, fue sumario. Su sentencia, un abominable martirio. Felipe de Jesús y su séquito de franciscanos fueron asaeteados directamente a la cara. A Cocho, en cambio, el Samurai lo condenó a morir asado sobre una parrilla de metal, a la que antes se le untó grasa de ganso salvaje.

La canonización de San Cocho fue beneficio de bulto. Se le consideró protomártir junto con los demás franciscanos; sólo que en la sepultura donde simbólicamente descansan sus restos, un entendido, tuvo que serlo, que conoció la historia verdadera de los hechos, agregó una apostilla al epitafio que dice: Traduttore, tradittore; hecho que quizá justifique el porqué se le venera como santo patrono de las escuelas de idiomas en las poblaciones de la cuenca del río Ñapo, en el Amazonas ecuatoriano.