Material de Lectura

El perro amarillo

 

En otoño, los crepúsculos de Angagua pueden tener matices dorados que no sólo estallan en los ojos sino que pringan las manos con un sudor grasoso que semeja la pátina de los santos estofados.

Girasoles del viento, las nubes se acuestan un poco más temprano que de costumbre para dejar que los rayos oblicuos del sol cobren impuesto en las cuestas de las montañas y se tuesten en parrillas de cobre, en peroles de bronce, hasta licuarse dentro de un crisol de ámbares, en el seno de un pecho ardiente, inflamado.

Es quizá por eso, porque las tonalidades de los colores de las milpas coinciden con los de sus pensamientos, que apenas pasando la fiesta de los Fieles Difuntos y la algarada que se brinda por los santos desconocidos, aparecen en el pueblo los templetes y los carros de un grupo de gitanos que desde siempre, mucho antes que la erupción, nos visitan durante un par de semanas.

Su presencia, y en esto casi todos estamos de acuerdo, nos provoca ansiedades y congojas que atenazan el corazón con la misma fuerza que las patas de un cangrejo; que, sin embargo, van desapareciendo con los días en un cambalache disparejo con la curiosidad y el asombro, gracias a la habilidad y diligencia con que los gitanos nos envuelven en sus suertes.

Los días se transforman con el horario del pandero y la gangosidad de una armónica, en abalorios de sorpresas. Adultos y niños, pudientes y menesterosos, sacan de quién sabe dónde el ahorro que han guardado para dar albricias al oso de las tundras, a la bailarina que tiene cintura de monedas, a esa mujer que baraja los porvenires, las jetas sonrientes de los reflejos de abundancia en los espejos, y los dimes y diretes de algunos amores desesperados y otros nomás de calentura.

Todos, ni siquiera el presidente municipal se salva, caemos en el hipnotismo de sus magias, sus trucos, la alborotada vendimia de los servicios que prestan detrás de la raya de lo razonable; porque nunca falla la recatada mujer que, con tal de ver los músculos oliváceos del gitano señorón y llevarlos a sus sueños inconfesables, afila el mismo cuchillo cocinero tres veces por temporada; ni el campesino que echa las ganas por la ventana y dilapida los adelantos que le ha dado su mediero en la hoguera donde el ombligo de la danzarina fulgura con la lascivia de un enorme culo; menos, aquel que lleva muchas estaciones apostándole al diez de bastos o a las copas que fueron cáliz de Carlomagno, o a las espadas filosas de Amadís de Gaula, con tal de conseguir los oros que le faciliten el viático para alcanzar a sus amigos tránsfugas del ilusorio otro lado, esa tierra prometida a los espaldas mojadas, y que acude fervorosa, religiosamente, a la tienda de doña Carmela con la esperanza de que ésta le dé el grial de la lotería, la astrología del Melate, el sagrado pálpito del Ráscale que se le resiste por más que acude a bailar al santuario del Cristo Ahumado de Chalma.

Angagua deambula, así, durante quince días como novia ilusionada y a la vez herida por entre las cacerolas pozoleras, los cazos chicharroneros, los atizadores de nylon, los brazos largos y fibrosos de las hembras húngaras, su bozo de esquivo beso, las cejas turbulentas, pobladas igual que bosques de encinos negros, de los varones que huelen a aceituna, y esos lunares de malvada geografía que hacen enloquecer y alucinar más fuerte que la adormidera, y que ya han dado sobrada prueba de la maldición que aqueja, en lo terreno y en la eternidad, a quien se atreve con ellos; tal le sucedió a Julián Bautista en noviembre del ochenta y dos.

Necio, por más que sus parientes se lo advirtieron con ejemplar enjundia, el hombre se empecinó en cortejar a la Lola que andaba todo el día por el pueblo palmeando y diciendo cantares para recolectar las monedas que le exigía la costumbre de la tribu, y que a él le parecía un ángel bajado del cielo para consuelo de la humanidad.

—¡Fíjense en los pelos que le salen por las cosqui­llas! —decía extasiado, mientras con sus manos repe­tía los cuencos de las axilas de la morena—. ¡Son del color de la olla de mi santa madre, idéntico que el barro de Tzintzuntzan! ¡Pero lo más bello, lo que más me calienta las ganas, es el lunar de obsidiana que tiene clavado junto a los labios! ¡Y juro que me lo he de comer entero, así me lleve la mera rechingada mama­cita del Chamuco a tiznarme la cola en los infiernos!

El clamor de su reto se escuchó bien y tronado por todas partes, no sólo en la piquera de los galleros y en la cantina de los herederos de don Serafín, sino también en el campamento de los gitanos, donde la Lola se dio por notificada y el patriarca, don Gregorio, arrojó un puñado de sal a la fogata donde calentaban un puchero y lanzó una maldición en un mero trabalenguas.

Esa misma noche Julián Bautista soñó con cuchillos largos, con puntas para descabezar ganado y con un hacha de mango con pelos brunos que oscilaba sobre su cabeza y que emitía un sonido chirriante muy parecido a la voz de la gitana que lo traía patas p’arriba.

El sueño lo supo su mamá, su mujer, su tío don Argumento Gutiérrez, mi primo, yo, todo Angagua, pues; y, por supuesto, los gitanos. Sin embargo, Julián no sólo no se aplacó sino que se enardeció igualito que un castillo de triquitraques y ya nunca dejó de perseguir a la Lola.

La palabreja, estoy seguro, salió de labios de don Gregorio. Lo presumo porque así la soltó la Lola en uno de sus recorridos. ¡Ese hombre está emperrado, joder; y no hay conjuro que lo detenga ni autoridad que le quite su designio! ¡Emperrado, Virgen de los Milagros! ¿Qué se le va a hacer?

Y nada se pudo. Julián se fue enjutando detrás de las amplias enaguas de la Lola, a la que seguía por las calles empedradas con la obstinación de un faldero, hasta que adoptó las cuatro patas. Su voz se hizo jadeo. Su bravata, ladridos. Su piel una maraña de pelos güeros, amarillentos y con manchas parecidas en su color a los de los sobacos de la hembra salerosa. Se emperró en serio y para siempre.

Los gitanos se fueron cuando comenzó a arreciar el frío y con ellos Julián Bautista o mejor el perro amarillo como todo el mundo dio en llamarle. Me dicen que regresó en el ochenta y tres y en el ochenta y cuatro, y que en esta última ocasión la Lola anduvo vendiendo unos cachorritos preciosos que parecían gotitas de miel de abeja.