Material de Lectura

Punto de bolillo

 

Rosa Martha comenzó a tejer su colcha el mismo día en que le bajaron las primeras sangres. Apenas sintió la humedad entre las piernas, la muchacha corrió a su recámara, cerró la puerta con llave, tomó las agujas, dispuso el estambre e hizo ondular sus muñecas para enhebrar las madejas en un larguísimo ribete que podía unir las mojoneras de la hacienda de la Candelaria con las del rancho Los Perales, a cien metros de distancia.

La niña se ha enamorado, fue la conseja que imperó al principio en los portales y cuartos alineados alrededor del patio central de la Candelaria y en la gran estancia donde la familia se reunía, cada atardecer, para degustar enormes jarras de chocolate con leche y las pastas que confeccionaba la señora de la casa.

Sin embargo, Rosa Martha mostraba disgusto cada vez que alguien le preguntaba sobre el particular y, en algunas ocasiones, había soltado una majadería francamente lastimosa para el o la impertinente.

Pasadas algunas semanas, la gente dejó de afanarse respecto a la conducta de la chica, pues las lluvias favorecieron la región y se volvió mucho más importante preparar las cosechas, llevar el ganado a los pastos altos, asegurar pesebres y tejavanas, y adobar los resquicios de los techos para prevenir goteras, que atender las menstrualidades caprichosas de la adolescente de la casa grande.

Empero, algunos ganapanes del pueblo más cercano habían olfateado los efluvios primerizos de la conseja y se la habían tomado en serio elucubrando sobre su posible protagonismo en un lance amoroso de felices consecuencias, pues no existía niña mejor dotada en los contornos, ni partido con mejores augurios en varios pueblos a la redonda. Así es que, muy pronto, la Candelaria se vio asediada con ramos de flores, con encurtidos etiquetados de origen, dulces almibarados y, lo más irritante para Rosa Martha, serenatas vespertinas y gallos madrugadores que la hacían perder el ritmo de su tejido y le provocaban una coloratura muy parecida a la berenjena. Era entonces cuando, desde el balcón de su cuarto, la mujercita arrojaba, ¡válganos Dios Nuestro Señor!, el contenido de su bacinica, fuese éste líquido o sólido, al galán en turno, con tan buena puntería que invariablemente lo dejaba hecho un basilisco. Muchos jovencitos y uno que otro adulto perdieron, así, no sólo sus mejores prendas sino su autoestima, hecho que harto los deprimió y les obligó a incubar un odio rencoroso por la muchacha, que les duraría varios años.

No, nadie quiso o pudo comprender que Rosa Martha no llevaba ajuares en el pensamiento, ni vestidos de largas colas, ni anillos endiamantados ni mucho menos deseos adoselados; que su labor cotidiana no obedecía a posteridades embarazadas ni a himeneos épicos y cabalgantes, que ni la anunciación la tenía encandilada ni sus pechos rogaban por amamantar vástagos o servidumbres. Nadie entendió, sus padres menos, para qué o por qué ella tejía aquella urdimbre con ese esmero patológico.

Mientras tanto, las eras se hincharon con los frutos de la tierra, las reses se multiplicaron, los hierros marcaron las fronteras nómadas de los hatos de ganado, los vaqueros silbaron romances y corridos de factura tan antigua que ni el agua de los ríos ni el viento de los llanos habían logrado borrar de su memoria, y los señores hicieron su agosto en los silos y en los tecorrales. Y así por siete años siete, como una predestinación bíblica, sagrada, que marginó a Rosa Martha en el exilio privado de su recámara; al olvido mugroso de los despreciados; al divorcio con su propia parentela.

Pero las cosas cambiaron con las señales equívocas de las catástrofes. Un lucero que se desprendió del cielo del norte y que fulminó a un semental recién adquirido; la mordida traicionera de una cascabel en las ancas del potro del patrón, con su caída consecuente y los raspones de rigor; un niño parido con dos cabezas, se dijo; la parálisis bucal del señor cura en pleno sermón; las lenguas de brujas y hechiceras que, rompiendo su silencio, se soltaron para endiablar y maldecir a los que tenían la culpa y que provocaron maledicencias, recriminaciones y hechos de sangre; y, sin que nadie en particular lo trajese a colación, al tercer año de sequía, hambruna, laceración, el repentino recuerdo de la tejedora loca, como la apodaba el populacho, que vivía en el casco de la Candelaria.

Ella, Rosa Martha, se convirtió de pronto en el punto cardinal de la ira pública. Ella la que, con su actitud, había volteado la cara simpática de los naipes en el acre gesto de la prevaricación divina, según el dictamen popular. Ella... ella... corrió su nombre quemando el pastizal. Mas Rosa Martha estaba tranquila a pesar de las injurias de propios y extraños que escupían a las rejas de su balcón. Gozaba de una placidez luminosa porque, después de diez años de intensa labor, había terminado de urdir la inmensa colcha en punto de bolillo que no sólo sería su salvación sino la de todo el pueblo.

Su puerta se abrió al fin. Su voz se escuchó detrás de una montaña de encaje blanco, para pedir, exigir que la ayudaran a transportar la tela al campo abierto, al erial seco, resquebrajado, muerto para sí y para la vida de los hombres. Los peones, entre curiosos y asombrados, arrimaron el hombro.

Una hectárea cubrieron con la colcha. Una hectárea de páramo calcinado, igual a la osamenta carcomida de una res. Ahí la dejaron un tiempo, mientras Rosa Martha la recorría llorando hasta empaparla con su torrente de lágrimas; hasta que cada uno de los puntos comenzó a germinar y las matas a crecer y los frutos a dorarse y el pan a caer maduro en las manos de los hambrientos, siervos y señores; hasta que todos comieron y se hartaron con los hilos de trigo que la tejedora loca había entrelazado para sobrevivir a las vacas flacas.