Material de Lectura

Una tarde, Adán


El nuevo jardinero era un muchacho de cabello largo, con una cinta de tela alrededor de la cabeza, para sujetárselo. Ahora venía por uno de los senderos del jardín, con la regadera llena, levantando el brazo libre para balancear la carga. Regaba los berros lentamente, como si estuviera sirviendo café con leche. La tierra, al pie de las plantitas, se dilataba formando una mancha oscura; cuando ésta era grande y blanda, alzaba la regadera y pasaba a otra planta. La jardinería debía ser un oficio hermoso, porque se puede hacer todo con mucha calma. Maríanunciación lo estaba mirando a través de la ventana de la cocina. Era un muchacho ya muy alto, pero llevaba aún pantalones cortos. Con ese cabello tan largo parecía una muchacha. Dejó de enjuagar los platos y lo llamó, tocando en la ventana.

—¡Muchacho!

El joven jardinero alzó la cabeza y vio a Marianunciación, sonriendo. También ella se puso a reír, como respuesta y porque jamás había visto a un muchacho con cabello tan largo ni con una cinta en la cabeza. El jardinero le hizo una seña con la mano, llamándola. Maríanunciación seguía riéndose de su manera tan chistosa de hacer señas, y también ella comenzó a gesticular para explicarle que debía acabar de lavar los platos. Pero el muchacho le hacía señas con una mano, llamándola, mientras que con la otra le indicaba las macetas de las dalias. ¿Por qué apuntaba la mano hacia las macetas de las dalias? Maríanunciación abrió la ventana y se asomó.

—¿Qué pasa? —dijo, y se puso a reír.

—¿Quieres ver una cosa muy bonita?

—¿Qué es?

—Una cosa bonita. Ven a ver. Pronto.

—Primero dime qué.

—Te la regalo. Te regalo una cosa muy bonita.

—Tengo que lavar los platos. Luego, viene la señora y no me encuentra.

—¿La quieres o no la quieres? ¡Vamos, ven!

—Espérame allí —dijo Maríanunciación y cerró la ventana.

Al salir por la pequeña puerta de servicio, el joven jardinero seguía allí regando los berros.

—¡Chao! —dijo Maríanunciación.

La muchacha se veía más alta porque llevaba puestos los zapatos domingueros que tanto le gustaban, con sus tacones altos de corcho, y era una lástima que los gastara en las horas de servicio. Pero su cara era de niña, una cara pequeña enmarcada por sus cabellos negros y rizados; las piernas también eran de niña, todavía delgadas, mientras que el cuerpo, en los holanes del mandil, asomaba pleno y adulto. Y se reía siempre, todas las veces que decía algo o cuando los otros le dirigían la palabra.

—¡Chao! —le contestó el muchacho. Su cara, su pecho, sus brazos eran de color marrón, quizá porque siempre andaba medio desnudo.

—¿Cómo te llamas?

—Libereso.

Maríanunciación reía repitiendo:

—Libereso... Libereso... Qué raro nombre, Libereso.

—Es un nombre en esperanto —dijo él—. Quiere decir libertad, en esperanto.

—Esperanto... ¿Tú eres esperanto?

—El esperanto es un idioma —explicó Libereso—. Mi padre habla esperanto.

—Yo soy calabresa.

—¿Cómo te llamas?

—Maríanunciación —y reía.

—¿Por qué siempre te estás riendo?

—Y tú, ¿por qué te llamas Esperanto?

—Esperanto, no. Me llamo Libereso.

—¿Por qué?

—Y tú ¿por qué te llamas Maríanunciación?

—Porque es el nombre de la Virgen. Yo me llamo como la Virgen y mi hermano como San José.

—¿Sanjosé?

Maríanunciación reventaba de risa:

—¡San José! Se llama José, no Sanjosé. ¡Libereso!

—Mi hermano se llama Germinal —dijo Libereso—, y a mi hermana le pusieron Omnia.

—Dame lo que dijiste —dijo Maríanunciación-, quiero verlo.

—Ven —dijo Libereso, dejando en el suelo la regadera y tomando de la mano a la muchacha.

Maríanunciación se resistió:

—Primero dime de qué se trata.

—Ya lo verás —dijo él—; pero antes debes prometerme que lo apreciarás.

—¿Me lo regalas?

—Sí, te lo regalo.

La llevó hasta un rincón cercano al muro del jardín. Había dalias plantadas en unas macetas, unas dalias tan altas como ellos.

—Ahí está.

—¿Qué?

—Espera un poco

Maríanunciación se asomaba sobre los hombros del muchacho. Libereso se inclinó para mover una maceta, luego otra, y dijo:

—Ahí.

—¿Qué es? —preguntó Maríanunciación. No veía nada: era un rincón oscuro, con hojas húmedas y terrones.

—Mira cómo se mueve— dijo el muchacho.

Vio entonces una especie de piedra con hojas que se movía, una cosa húmeda, con patas y ojos: un sapo.

—¡Jesús, María y José!

Maríanunciación huyó saltando sobre las dalias, con sus hermosos zapatos de suela de corcho. Libereso estaba de cuclillas junto al sapo, y se reía, mostrando sus dientes blancos en medio de su cara color marrón.

—¡No tengas miedo! Es un sapo. ¿Por qué le tienes miedo?

—¡Es un sapo! —gimió Maríanunciación.

—Sí, es un sapo. Ven —dijo Libereso.

Ella le respondió, señalando al sapo con el dedo:

—¡Mátalo!

El muchacho agitó las manos, como protegiéndolo.

—No quiero. Es bueno.

—¿Es un sapo bueno?

—Todos son buenos. Se comen a los gusanos.

—¡Ah! —exclamó la muchacha, pero no se acercaba. Se mordía el borde del mandil y quería ver al sapo, pero de soslayo.

—Mira qué bonito es —dijo Libereso, metiendo la mano por debajo del sapo.

Maríanunciación se acercó: había dejado de reía y miraba boquiabierta.

—¡No, no lo toques!

Libereso estaba acariciando con un dedo el lomo del sapo, un lomo gris y verdoso, lleno de verrugas babosas.

—¿Estás loco? ¿No sabes que te quema si lo tocas, y que luego se te hincha la mano?

El muchacho le mostró sus gruesas manos color marrón, con las palmas revestidas de callosidad amarillenta.

—A mí no me hace nada —dijo—. Es muy bonito.

Tenía agarrado al sapo por el cogote, como si fuera un gatito; luego lo posó sobre la palma de la mano. Maríanunciación, mordiéndose el borde del mandil, se acercó poco a poco y se acuclilló junto al muchacho.

—¡Jesús, María y José! ¡Qué impresionante!

Los dos estaban acuclillados detrás de las dalias, y las rodillas rosadas de Maríanunciación rozaban las de color marrón y llenas de escarapeladuras de Libereso. Éste pasaba la mano sobre el lomo del sapo, con la palma y el dorso de la mano, y lo atrapaba de nuevo cuando el animal intentaba escaparse.

Acarícialo tú también, Maríanunciación...

La muchacha escondió las manos en su regazo y dijo:

—No.

—Es tuyo, te lo regalo —dijo el muchacho.

A Maríanunciación se le había nublado la mirada. A ella nunca le regalaban nada, y era triste renunciar a un regalo, pero el sapo le daba asco.

—Si quieres, llévatelo a tu casa. Te servirá de compañía.

—No.

Libereso dejó al sapo en la tierra y éste se escondió inmediatamente entre las hojas.

—Chao Libereso.

—Quédate otro rato.

—No puedo, tengo que lavar los platos. La señora no quiere que salga al jardín.

—Espera. Quiero regalarte algo. Una cosa muy bonita. Ven.

Ella lo siguió por los senderos cubiertos de grava. Qué raro muchacho era Libereso, con ese cabello tan largo y ese gusto de agarrar sapos con la mano.

—¿Cuántos años tienes, Libereso?

—Quince. ¿Y tú?

—Catorce.

—¿Cumplidos?

—Los cumplo el día de la Anunciación.

—¿Qué no pasó ya?

—Parece mentira... ¿No sabes cuándo es el día de la Anunciación? —estaba riendo de nuevo.

—No.

—La Anunciación es el día en que hay procesión. ¿Nunca vas a la procesión?

—Yo no.

—En mi pueblo se hacen verdaderas procesiones. En mi pueblo no es como aquí. En mi pueblo hay campos muy grandes todos llenos de bergamotos y nada más que bergamotos. Todo el trabajo consiste en cortar bergamotas desde que Dios amanece hasta que Dios anochece. Nosotros éramos catorce hermanos y hermanas, y todos cortábamos bergamotas. Cinco murieron muy chicos y a mi madre le dio el tétano. Pasamos una semana en un tren cuando vinimos a vivir con mi tío Carmelo. Dormíamos ocho gentes en un garage. ¿Por qué traes los cabellos tan largos?

—Porque sí. Tú también los traes largos.

Pero yo soy hembra. Si los traes tan largos eres como una hembra.

—Yo no soy una he,bra. No es el cabello donde se ve si uno es macho o hembra.

—¿No es en el cabello?

—No es en el cabello.

—¿Por qué no en el cabello?

—¿Quieres que te regale una cosa muy linda?

—Sí.

Libereso entró a un prado sembrado de gladíolos; ya todos habían brotado y alzaban al cielo sus trompetas blancas. Libereso miraba gladíolo tras gladíolo; con los dedos hurgaba dentro de los cálices y escondía algo en la otra mano, con el puño cerrado. Maríanunciación no había entrado aún en el prado, y lo veía, si dejar de reír. ¿Qué estaba haciendo Libereso? Ya le había pasado revista a todos los gladíolos. Y el muchacho vino a su encuentro tendiéndole las manos, una sobre la otra.

—Abre las manos —le dijo el muchacho.

Maríanunciación tendió las manos, pero tenía miedo de ponerlas bajo las suyas.

—¿Qué tienes ahí dentro?

—Una cosa bonita, ya verás.

—Enséñamela primero.

Libereso abrió las manos y la dejó ver lo que tenía. Sus manos estaban llenas de cetonias, cetonias de todos los colores. Las había verdes, rojizas, negras y azul turquí, pero las más hermosas eran las verdes. Zumbaban deslizándose sobre el caparazón de las otras, agitando las patitas negras en el aire. Maríanunciación ocultó las manos bajo el delantal.

—Toma —dijo Libereso—; ¿no te gustan?

—Sí —respondió Maríanunciación, pero manteniendo las manos bajo el mandil.

—Hacen cosquillas cuando uno cierra la mano. ¿Quieres sentir?

Maríanunciación le tendió las manos, tímidamente, y Libereso dejó caer en ellas una cascadita de insectos de todos los colores.

—Ten valor. No muerden.

—¡Jesús, María y José! —gritó la muchacha puesto que no se le ocurrió que pudieran morderla. Abrió las manos y las cetonias, sintiéndose en el aire, abrieron las alas y los bellos colores desaparecieron. Ahora no eran más que un enjambre de coleópteros negros y posándose en los gladíolos.

—Lástima... quiero hacerte un regalo y tú no quieres.

—Debo ir a lavar los platos. La señora me va a regañar si me encuentra aquí.

—¿No quieres un regalo?

—¿Qué me vas a regalar?

—Ven.

Y seguía conduciéndola de la mano entre los prados.

—Debo regresar pronto a la cocina, Libereso. Tengo que desplumar una gallina.

—¡Fuchi!

—¿Por qué: fuchi?

—Nosotros no comemos carne de animales muertos.

—¿Guardáis siempre la vigilia?

—¿Qué?

—¿Qué cosa coméis?

—Muchas cosas: alcachofas, lechuga, tomates. Mi padre no quiere que comamos carne de animales muertos. Tampoco café y azúcar.

—¿Qué hacéis con el azúcar del racionamiento?

—La vendemos en el mercado negro.

Habían llegado a una cascada de plantas frondosas, totalmente estrelladas de flores rojas.

—¡Qué bonitas flores! —dijo Maríanunciación—. ¿Nunca cortas flores?

—¿Para qué?

—Para llevárselas a la Virgen. Las flores sirven para llevárselas a la Virgen.

—Mesembrianthemum.

—¿Qué dices?

—Esta planta se llama Mesembrianthemum, en latín. Todas las plantas tienen un nombre en latín.

—La misa también se dice en latín.

—No sé.

Libereso estaba echando un vistazo entre las ramas que serpenteaban sobre la pared.

—Ahí está.

—¿Qué es?

Era una lagartija tomando el sol, de color verde con dibujitos negros.

—La voy a agarrar.

—¡No!

Pero él se le iba acercando ya a la lagartija, poco a poco, con las manos abiertas y, en un dos por tres, la atrapó. Se puso a reír, contento, con su risa blanca y marrón.

—¡Mírala, antes de que se escape!

Por entre las manos cerradas del muchacho apareció la cabecita asustada, luego la cola. Maríanunciación también reía pero dando unos brincos hacia atrás cada vez que veía a la lagartija, apretando su falda entre las rodillas.

—Por fin, ¿no quieres que te regale nada? -dijo Libereso un poco mortificado, posando cuidadosamente la lagartija sobre una tapia; y ésta huyó tan pronto como se sintió libre. Maríanunciación estaba con los ojos bajos.

—Ven conmigo —dijo Libereso, volviendo a tomarla de la mano.

—A mí me gustaría tener un bilé, para pintarme los labios los domingos y luego ir a bailar. También un chal negro para ponérmelo en la cabeza cuando voy a recibir la bendición.

—Los domingos yo voy al bosque con mi hermano; llenamos dos costales con piñas. Luego en la noche, mi padre lee en voz alta unos libros de Eliseo Reclus. Mi padre tiene el cabello largo, hasta los hombros, y la barba le llega hasta el pecho. Usa pantalones cortos, tanto en verano como en invierno. Yo hago dibujos para la vitrinita de la FAI. Los señores con chistera son financieros, los de quepí son generales, y los que llevan sombreros redondos son curas. Luego los ilumino con acuarela.

Había una pila cubierta de redondas hojas de ninfeas.

—¡Chitón¡ —dijo Libereso en voz baja.

Iba saliendo hacia la superficie una rana, alternando las patadas y los abandonos de sus patas verdes. Cuando estuvo a flote saltó hacia una hoja de ninfea y se sentó en medio.

—¡Ahora! —dijo Libereso, tratando de atraparla; pero Maríanunciación gritó al mismo tiempo y la rana volvió a saltar al agua.

Libereso la estaba buscando, con la nariz a ras del agua.

—Ahí.

Hundió rápidamente la mano y la sacó palpitante entre su puño cerrado.

—Dos al mismo tiempo —dijo—. Mira. Son dos, una encima de otra.

—Son macho y hembra, pegados —dijo Libereso—. Mira cómo hacen.

Y quería poner las ranas sobre la mano de Maríanunciación. Pero ella no sabía si le daban miedo por el hecho de ser ranas o porque eran hembra y macho, apareados.

—Déjalas —dijo la muchacha—. No hay que tocarlas.

—Hembra y macho —repitió Libereso—. Así hacen los renacuajos.

Una nube pasaba y cubrió la luz del sol. De repente, Maríanunciación se desesperó.

—Ya es tarde. De seguro la señora me anda buscando.

Pero no se iba. Siguieron paseando por el jardín, bajo el cielo nublado. Vieron una culebra. Estaba en una mata de bambú. Libereso se la enrolló en un brazo y le acariciaba la cabecita.

—Antes me gustaba amaestrar culebras; tenía diez, incluso una larga y amarilla, de esas de agua. Luego cambió de piel y se escapó. Mira cómo abre la boca ésta, mira su lengua cortada en dos. Acaríciala, no muerde.

Pero Maríanunciación también le tenía miedo a las culebras. También fueron a la fuente adornada con rocas. Primero le mostró el funcionamiento de los surtidores, abriendo todas las llaves, y ella estaba muy contenta. Luego le mostró el pez rojo. Era un viejo pez solitario, cuyas escamas comenzaban a blanquear. El pez rojo sí le gustó a Maríanunciación. Libereso comenzó a mover las manos bajo el agua con la intención de pescarlo; era difícil, pero pensó que la muchacha podría ponerlo en un recipiente y tenerlo con ella en la cocina. Lo atrapó, pero no lo sacó del agua para no ahogarlo.

—Mete la mano al agua, acarícialo -dijo Libereso-. Siente cómo respira. Las aletas parecen de papel y las escamas pican, pero poco.

Pero Maríanunciación no quería acariciar tampoco al pez.

En un prado de petunias había unos terrones blandos. Libereso escarbó allí y sacó unas lombrices largas largas y blandas blandas.
Maríanunciación salió huyendo velozmente, lanzando pequeños gritos.

—Pon la mano aquí —le dijo Libereso, mostrándole el tronco de un viejo durazno.

La muchacha no entendía para qué, pero puso la mano allí. Poco después dio un grito y salió disparada para ir a hundir la mano en el agua de la fuente. El tronco del durazno estaba cubierto de hileras de "hormigas argentinas", pequeñísimas.

—Mira —le dijo Libereso, apoyando una mano en el tronco.

Las hormiguitas empezaron a oscurecer su mano, pero él no le retiraba.

—¿Por qué haces eso? ¿Por qué quieres llenarte de hormigas?

La mano se le puso negra de hormigas que ya le invadían también el brazo.

—¡Quita la mano! —gimoteaba Maríanunciación—. ¡Se te van a subir todas encima!

Las hormigas le habían llegado hasta el codo. Todo el brazo estuvo pronto cubierto de puntitos negros que se movían. Luego llegaron hasta la axila, pero él no se apartaba.

—¡Quítate de ahí Libereso! ¡Mete todo el brazo en el agua!

Libereso seguía riendo; algunas hormigas le iban subiendo ya por la cara.

—¡Libereso, por lo que más quieras, quítate de ahí! ¡Acepto todos tus regalos si te quitas de ahí!

Se le echó encima y empezó a sacudirle las hormigas.

Por fin Libereso apartó el brazo que apoyaba en el tronco, riendo, con su risa blanca y marrón, y se sacudió despreocupadamente las hormigas. Pero era obvio que estaba conmovido.

—Muy bien, he decidido hacerte un gran regalo. El mejor regalo que puedo ofrecerte.

—¿Qué es?

—Un puercoespín.

—¡Jesús, María y José!

Maríanunciación ya había terminado de lavar la vajilla cuando oyó que una piedrita golpeaba la ventana. Abajo estaba Libereso con una gran canasta.

—Déjame subir, Maríanunciación. Quiero darte una sorpresa.

—No debes subir. ¿Qué traes ahí?

La señora hizo sonar el timbre de la cocina y Maríanunciación desapareció.

Cuando la muchacha volvió a la cocina, Libereso ya no estaba. Ni dentro ni fuera de la ventana. Se dirigió al fregadero. Allí estaba la sorpresa.

Sobre los platos puestos a secar había ranas que saltaban; una culebra se había enrollado dentro de una cacerola; la sopera estaba llena de lagartijas, y un ejército de babosas trazaban estelas iridiscentes en los vasos de cristal. En la palangana llena de agua nadaba el viejo y solitario pez rojo.

Maríanunciación dio un paso atrás, y vio que entre sus pies había un sapo, un sapo enorme. Debía ser más bien un sapo hembra, dado que lo iba siguiendo toda la camada, cinco sapitos que avanzaban en fila, dando brinquitos sobre las baldosas albinegras.


De Los idilios difíciles