Material de Lectura

 width= Italo Calvino



Selección, traducción
y nota de
Guillermo Fernández



VERSIÓN PDF

 

 


 

Nota introductoria

 

Il sentiero dei nidi di ragno, la primera novela de Italo Calvino, aparece en 1947, el mismo año en que se publican Il compagno, de Pavese; Il sempione strizza l’occhio al Frejus, de Vittorini, y Fontamara, de Silone, esta última en su primera edición italiana. La corriente neorrealista está en pleno apogeo. A pesar de relatar una experiencia de la lucha de las brigadas partisana en la Liguria —en las que Calvino participó como guerrillero—, en esa primera obra, de estilo aparentemente neorrealista, se advierte ya claramente la veta de exaltación fantástica que seguirá desarrollándose en múltiples direcciones en su narrativa posterior. Como ocurrió también con la obra de Buzzati, algunos críticos italianos creyeron ver en El sendero de los nidos de araña una obra de “evasión”, una crisis a la concepción realista de la realidad. Por ese tiempo, Calvino contestó que él deseaba el advenimiento de “un tiempo de buenos libros llenos de inteligencia nueva, como nuevas energías y máquinas de producción, que influyan en la renovación que el mundo necesita”.

Años después, en una conferencia que sustentó en varias universidades de Norteamérica acerca de las tres corrientes de la novela italiana de ese tiempo Calvino expuso la fundamentación de su “poética de lo fantástico”, de su afición apasionada por las fábulas populares y por la obra de Ariosto. Transcribimos aquí, in extenso, la parte final de dicha conferencia por considerarla de capital importancia para comprender mejor el itinerario de toda su narrativa.

“Yo también me hallo entre los escritores que comenzaron creando la literatura de la Resistencia; pero no quise renunciar a la carga épica y de la aventura, a la energía física y moral. En vista de que las imágenes de la vida contemporánea no satisfacían esta necesidad, me pareció natural transferir esta carga de aventuras fantásticas, fuera de nuestro tiempo, fuera de la realidad. Un señor del siglo XVIII que se pasa la vida trepado a los árboles, un guerrero partido en dos por un obús, que continúa vivo, demediado, un guerrero medieval que no existe, que sólo es una armadura vacía. ¿Por qué? De todo lo que he dicho se desprende que la acción me interesa más que la inmovilidad; la voluntad más que la resignación, la excepcionalidad más que lo consuetudinario.

“Yo también he escrito y sigo escribiendo historias realistas. Mi primera novela y mis primeros cuentos trataban de la guerra partisana; era un mundo coloreado, aventuroso, donde la alegría y la tragedia se mezclaban. La realidad que está a mi alrededor no me ha dado imágenes tan plenas de esa energía que me gusta expresar. No he dejado de escribir historias realistas, pero por más que intento darles el movimiento y la deformación por medio de la ironía y la paradoja, siempre resultan demasiado tristes; y siento entonces la necesidad de alternar historias realistas e historias fantásticas en mi trabajo narrativo.

“He estudiado también las fábulas populares, de las cuales publiqué una antología, agrupadas por regiones. Me interesa la fábula por el diseño lineal de la narración, su ritmo, su esencialidad y el modo en que el sentido de una vida está contenido en una síntesis de hechos, de dificultades por superar, de momentos supremos. Fue así que me interesé en la relación entre la fábula y las más antiguas formas de novela, como la novela caballeresca del Medioevo y los grandes poemas de nuestro Renacimiento.

“De todos los poetas de nuestra tradición, el que siento más cercano y, al mismo tiempo, el más oscuramente fascinante es Ludovico Ariosto. No me canso de releerlo. Este poeta tan absolutamente límpido y jovial, sin problemas; sin embargo, tan misterioso en el fondo; tan hábil en ocultarse a sí mismo; este incrédulo italiano del siglo XVI, que extrae de la cultura renacentista un sentido sin ilusiones de la realidad, y mientras Machiavelli funda sobre esa misma noción desencantada de la humanidad una dura idea de ciencia política, Ariosto se obstina en diseñar una fábula…

“Desde un principio me ha ocurrido, sin quererlo, mientras consideraba como maestros a los novelistas de la apasionada y racional participación activa en la Historia, desde Stendhal a Hemingway y Malraux, que me hallaba ante ellos con la misma actitud (no hablo de valores poéticos, entiéndase bien, sino sólo de la actitud histórica y psicológica) con la cual Ariosto se hallaba frente a los poemas caballerescos: Ariosto que es capaz de ver todo solamente a través de la ironía y la deformación fantástica —pero que jamás minimizaba las virtudes fundamentales que la caballeresca expresaba—, nunca rebaja la noción del hombre que anima esas vicisitudes, aunque a él le parezca que no queda más que trasmutarlas en un juego colorido y danzante. Ariosto, tan lejano de la trágica profundidad que un siglo después tendrá Cervantes, pero con tanta tristeza aún en su continuo ejercicio de levedad y elegancia; Ariosto, tan hábil en construir octavas tras octavas con el infalible contrapunto de los dos últimos versos rimados; tan diestro para dar a veces la sensación de una terquedad obsesiva en un trabajo demente; Ariosto, tan lleno de amor por la vida, tan realista, tan humano…

“¿Es evasión mi amor por Ariosto? No. Él nos enseña cómo la inteligencia vive también —y sobre todo— de fantasías, de ironía, de cuidado formal; cómo ninguna de estas dotes es un fin en sí misma, sino cómo ellas pueden entrar a formar parte de una concepción del mundo, cómo pueden servir para valorar mejor los vicios humanos. Son lecciones actuales, tan necesarias hoy, en la época de los cerebros electrónicos y de los vuelos espaciales. Es una energía vuelta hacia el porvenir, no hacia el pasado, estoy absolutamente seguro, la que impulsa a Orlando, a Angelica, a Ruggiero, a Bradamante, a Astolfo…”

En manos de Calvino los hechos históricos y científicos, los personajes, las conquistas de la civilización contemporánea y hasta los estados de ánimo se transfiguran siempre en protagonistas de una tragicomedia fantástica como creada por una irónica y atormentada pasión moral, didáctica; por una conciencia de la desarmonía del ser humano consigo mismo y con todo lo que le rodea. Ante la incapacidad del mundo contemporáneo para proporcionar una realidad y unas imágenes a la medida del hombre como individuo, ahoga un sollozo, guiña un ojo y sabe, como Almicare Carruga, “que la exaltación originada por los lentes nuevos era tal vez la última de su vida, una exaltación acabada”.


Guillermo Fernández

Una tarde, Adán


El nuevo jardinero era un muchacho de cabello largo, con una cinta de tela alrededor de la cabeza, para sujetárselo. Ahora venía por uno de los senderos del jardín, con la regadera llena, levantando el brazo libre para balancear la carga. Regaba los berros lentamente, como si estuviera sirviendo café con leche. La tierra, al pie de las plantitas, se dilataba formando una mancha oscura; cuando ésta era grande y blanda, alzaba la regadera y pasaba a otra planta. La jardinería debía ser un oficio hermoso, porque se puede hacer todo con mucha calma. Maríanunciación lo estaba mirando a través de la ventana de la cocina. Era un muchacho ya muy alto, pero llevaba aún pantalones cortos. Con ese cabello tan largo parecía una muchacha. Dejó de enjuagar los platos y lo llamó, tocando en la ventana.

—¡Muchacho!

El joven jardinero alzó la cabeza y vio a Marianunciación, sonriendo. También ella se puso a reír, como respuesta y porque jamás había visto a un muchacho con cabello tan largo ni con una cinta en la cabeza. El jardinero le hizo una seña con la mano, llamándola. Maríanunciación seguía riéndose de su manera tan chistosa de hacer señas, y también ella comenzó a gesticular para explicarle que debía acabar de lavar los platos. Pero el muchacho le hacía señas con una mano, llamándola, mientras que con la otra le indicaba las macetas de las dalias. ¿Por qué apuntaba la mano hacia las macetas de las dalias? Maríanunciación abrió la ventana y se asomó.

—¿Qué pasa? —dijo, y se puso a reír.

—¿Quieres ver una cosa muy bonita?

—¿Qué es?

—Una cosa bonita. Ven a ver. Pronto.

—Primero dime qué.

—Te la regalo. Te regalo una cosa muy bonita.

—Tengo que lavar los platos. Luego, viene la señora y no me encuentra.

—¿La quieres o no la quieres? ¡Vamos, ven!

—Espérame allí —dijo Maríanunciación y cerró la ventana.

Al salir por la pequeña puerta de servicio, el joven jardinero seguía allí regando los berros.

—¡Chao! —dijo Maríanunciación.

La muchacha se veía más alta porque llevaba puestos los zapatos domingueros que tanto le gustaban, con sus tacones altos de corcho, y era una lástima que los gastara en las horas de servicio. Pero su cara era de niña, una cara pequeña enmarcada por sus cabellos negros y rizados; las piernas también eran de niña, todavía delgadas, mientras que el cuerpo, en los holanes del mandil, asomaba pleno y adulto. Y se reía siempre, todas las veces que decía algo o cuando los otros le dirigían la palabra.

—¡Chao! —le contestó el muchacho. Su cara, su pecho, sus brazos eran de color marrón, quizá porque siempre andaba medio desnudo.

—¿Cómo te llamas?

—Libereso.

Maríanunciación reía repitiendo:

—Libereso... Libereso... Qué raro nombre, Libereso.

—Es un nombre en esperanto —dijo él—. Quiere decir libertad, en esperanto.

—Esperanto... ¿Tú eres esperanto?

—El esperanto es un idioma —explicó Libereso—. Mi padre habla esperanto.

—Yo soy calabresa.

—¿Cómo te llamas?

—Maríanunciación —y reía.

—¿Por qué siempre te estás riendo?

—Y tú, ¿por qué te llamas Esperanto?

—Esperanto, no. Me llamo Libereso.

—¿Por qué?

—Y tú ¿por qué te llamas Maríanunciación?

—Porque es el nombre de la Virgen. Yo me llamo como la Virgen y mi hermano como San José.

—¿Sanjosé?

Maríanunciación reventaba de risa:

—¡San José! Se llama José, no Sanjosé. ¡Libereso!

—Mi hermano se llama Germinal —dijo Libereso—, y a mi hermana le pusieron Omnia.

—Dame lo que dijiste —dijo Maríanunciación-, quiero verlo.

—Ven —dijo Libereso, dejando en el suelo la regadera y tomando de la mano a la muchacha.

Maríanunciación se resistió:

—Primero dime de qué se trata.

—Ya lo verás —dijo él—; pero antes debes prometerme que lo apreciarás.

—¿Me lo regalas?

—Sí, te lo regalo.

La llevó hasta un rincón cercano al muro del jardín. Había dalias plantadas en unas macetas, unas dalias tan altas como ellos.

—Ahí está.

—¿Qué?

—Espera un poco

Maríanunciación se asomaba sobre los hombros del muchacho. Libereso se inclinó para mover una maceta, luego otra, y dijo:

—Ahí.

—¿Qué es? —preguntó Maríanunciación. No veía nada: era un rincón oscuro, con hojas húmedas y terrones.

—Mira cómo se mueve— dijo el muchacho.

Vio entonces una especie de piedra con hojas que se movía, una cosa húmeda, con patas y ojos: un sapo.

—¡Jesús, María y José!

Maríanunciación huyó saltando sobre las dalias, con sus hermosos zapatos de suela de corcho. Libereso estaba de cuclillas junto al sapo, y se reía, mostrando sus dientes blancos en medio de su cara color marrón.

—¡No tengas miedo! Es un sapo. ¿Por qué le tienes miedo?

—¡Es un sapo! —gimió Maríanunciación.

—Sí, es un sapo. Ven —dijo Libereso.

Ella le respondió, señalando al sapo con el dedo:

—¡Mátalo!

El muchacho agitó las manos, como protegiéndolo.

—No quiero. Es bueno.

—¿Es un sapo bueno?

—Todos son buenos. Se comen a los gusanos.

—¡Ah! —exclamó la muchacha, pero no se acercaba. Se mordía el borde del mandil y quería ver al sapo, pero de soslayo.

—Mira qué bonito es —dijo Libereso, metiendo la mano por debajo del sapo.

Maríanunciación se acercó: había dejado de reía y miraba boquiabierta.

—¡No, no lo toques!

Libereso estaba acariciando con un dedo el lomo del sapo, un lomo gris y verdoso, lleno de verrugas babosas.

—¿Estás loco? ¿No sabes que te quema si lo tocas, y que luego se te hincha la mano?

El muchacho le mostró sus gruesas manos color marrón, con las palmas revestidas de callosidad amarillenta.

—A mí no me hace nada —dijo—. Es muy bonito.

Tenía agarrado al sapo por el cogote, como si fuera un gatito; luego lo posó sobre la palma de la mano. Maríanunciación, mordiéndose el borde del mandil, se acercó poco a poco y se acuclilló junto al muchacho.

—¡Jesús, María y José! ¡Qué impresionante!

Los dos estaban acuclillados detrás de las dalias, y las rodillas rosadas de Maríanunciación rozaban las de color marrón y llenas de escarapeladuras de Libereso. Éste pasaba la mano sobre el lomo del sapo, con la palma y el dorso de la mano, y lo atrapaba de nuevo cuando el animal intentaba escaparse.

Acarícialo tú también, Maríanunciación...

La muchacha escondió las manos en su regazo y dijo:

—No.

—Es tuyo, te lo regalo —dijo el muchacho.

A Maríanunciación se le había nublado la mirada. A ella nunca le regalaban nada, y era triste renunciar a un regalo, pero el sapo le daba asco.

—Si quieres, llévatelo a tu casa. Te servirá de compañía.

—No.

Libereso dejó al sapo en la tierra y éste se escondió inmediatamente entre las hojas.

—Chao Libereso.

—Quédate otro rato.

—No puedo, tengo que lavar los platos. La señora no quiere que salga al jardín.

—Espera. Quiero regalarte algo. Una cosa muy bonita. Ven.

Ella lo siguió por los senderos cubiertos de grava. Qué raro muchacho era Libereso, con ese cabello tan largo y ese gusto de agarrar sapos con la mano.

—¿Cuántos años tienes, Libereso?

—Quince. ¿Y tú?

—Catorce.

—¿Cumplidos?

—Los cumplo el día de la Anunciación.

—¿Qué no pasó ya?

—Parece mentira... ¿No sabes cuándo es el día de la Anunciación? —estaba riendo de nuevo.

—No.

—La Anunciación es el día en que hay procesión. ¿Nunca vas a la procesión?

—Yo no.

—En mi pueblo se hacen verdaderas procesiones. En mi pueblo no es como aquí. En mi pueblo hay campos muy grandes todos llenos de bergamotos y nada más que bergamotos. Todo el trabajo consiste en cortar bergamotas desde que Dios amanece hasta que Dios anochece. Nosotros éramos catorce hermanos y hermanas, y todos cortábamos bergamotas. Cinco murieron muy chicos y a mi madre le dio el tétano. Pasamos una semana en un tren cuando vinimos a vivir con mi tío Carmelo. Dormíamos ocho gentes en un garage. ¿Por qué traes los cabellos tan largos?

—Porque sí. Tú también los traes largos.

Pero yo soy hembra. Si los traes tan largos eres como una hembra.

—Yo no soy una he,bra. No es el cabello donde se ve si uno es macho o hembra.

—¿No es en el cabello?

—No es en el cabello.

—¿Por qué no en el cabello?

—¿Quieres que te regale una cosa muy linda?

—Sí.

Libereso entró a un prado sembrado de gladíolos; ya todos habían brotado y alzaban al cielo sus trompetas blancas. Libereso miraba gladíolo tras gladíolo; con los dedos hurgaba dentro de los cálices y escondía algo en la otra mano, con el puño cerrado. Maríanunciación no había entrado aún en el prado, y lo veía, si dejar de reír. ¿Qué estaba haciendo Libereso? Ya le había pasado revista a todos los gladíolos. Y el muchacho vino a su encuentro tendiéndole las manos, una sobre la otra.

—Abre las manos —le dijo el muchacho.

Maríanunciación tendió las manos, pero tenía miedo de ponerlas bajo las suyas.

—¿Qué tienes ahí dentro?

—Una cosa bonita, ya verás.

—Enséñamela primero.

Libereso abrió las manos y la dejó ver lo que tenía. Sus manos estaban llenas de cetonias, cetonias de todos los colores. Las había verdes, rojizas, negras y azul turquí, pero las más hermosas eran las verdes. Zumbaban deslizándose sobre el caparazón de las otras, agitando las patitas negras en el aire. Maríanunciación ocultó las manos bajo el delantal.

—Toma —dijo Libereso—; ¿no te gustan?

—Sí —respondió Maríanunciación, pero manteniendo las manos bajo el mandil.

—Hacen cosquillas cuando uno cierra la mano. ¿Quieres sentir?

Maríanunciación le tendió las manos, tímidamente, y Libereso dejó caer en ellas una cascadita de insectos de todos los colores.

—Ten valor. No muerden.

—¡Jesús, María y José! —gritó la muchacha puesto que no se le ocurrió que pudieran morderla. Abrió las manos y las cetonias, sintiéndose en el aire, abrieron las alas y los bellos colores desaparecieron. Ahora no eran más que un enjambre de coleópteros negros y posándose en los gladíolos.

—Lástima... quiero hacerte un regalo y tú no quieres.

—Debo ir a lavar los platos. La señora me va a regañar si me encuentra aquí.

—¿No quieres un regalo?

—¿Qué me vas a regalar?

—Ven.

Y seguía conduciéndola de la mano entre los prados.

—Debo regresar pronto a la cocina, Libereso. Tengo que desplumar una gallina.

—¡Fuchi!

—¿Por qué: fuchi?

—Nosotros no comemos carne de animales muertos.

—¿Guardáis siempre la vigilia?

—¿Qué?

—¿Qué cosa coméis?

—Muchas cosas: alcachofas, lechuga, tomates. Mi padre no quiere que comamos carne de animales muertos. Tampoco café y azúcar.

—¿Qué hacéis con el azúcar del racionamiento?

—La vendemos en el mercado negro.

Habían llegado a una cascada de plantas frondosas, totalmente estrelladas de flores rojas.

—¡Qué bonitas flores! —dijo Maríanunciación—. ¿Nunca cortas flores?

—¿Para qué?

—Para llevárselas a la Virgen. Las flores sirven para llevárselas a la Virgen.

—Mesembrianthemum.

—¿Qué dices?

—Esta planta se llama Mesembrianthemum, en latín. Todas las plantas tienen un nombre en latín.

—La misa también se dice en latín.

—No sé.

Libereso estaba echando un vistazo entre las ramas que serpenteaban sobre la pared.

—Ahí está.

—¿Qué es?

Era una lagartija tomando el sol, de color verde con dibujitos negros.

—La voy a agarrar.

—¡No!

Pero él se le iba acercando ya a la lagartija, poco a poco, con las manos abiertas y, en un dos por tres, la atrapó. Se puso a reír, contento, con su risa blanca y marrón.

—¡Mírala, antes de que se escape!

Por entre las manos cerradas del muchacho apareció la cabecita asustada, luego la cola. Maríanunciación también reía pero dando unos brincos hacia atrás cada vez que veía a la lagartija, apretando su falda entre las rodillas.

—Por fin, ¿no quieres que te regale nada? -dijo Libereso un poco mortificado, posando cuidadosamente la lagartija sobre una tapia; y ésta huyó tan pronto como se sintió libre. Maríanunciación estaba con los ojos bajos.

—Ven conmigo —dijo Libereso, volviendo a tomarla de la mano.

—A mí me gustaría tener un bilé, para pintarme los labios los domingos y luego ir a bailar. También un chal negro para ponérmelo en la cabeza cuando voy a recibir la bendición.

—Los domingos yo voy al bosque con mi hermano; llenamos dos costales con piñas. Luego en la noche, mi padre lee en voz alta unos libros de Eliseo Reclus. Mi padre tiene el cabello largo, hasta los hombros, y la barba le llega hasta el pecho. Usa pantalones cortos, tanto en verano como en invierno. Yo hago dibujos para la vitrinita de la FAI. Los señores con chistera son financieros, los de quepí son generales, y los que llevan sombreros redondos son curas. Luego los ilumino con acuarela.

Había una pila cubierta de redondas hojas de ninfeas.

—¡Chitón¡ —dijo Libereso en voz baja.

Iba saliendo hacia la superficie una rana, alternando las patadas y los abandonos de sus patas verdes. Cuando estuvo a flote saltó hacia una hoja de ninfea y se sentó en medio.

—¡Ahora! —dijo Libereso, tratando de atraparla; pero Maríanunciación gritó al mismo tiempo y la rana volvió a saltar al agua.

Libereso la estaba buscando, con la nariz a ras del agua.

—Ahí.

Hundió rápidamente la mano y la sacó palpitante entre su puño cerrado.

—Dos al mismo tiempo —dijo—. Mira. Son dos, una encima de otra.

—Son macho y hembra, pegados —dijo Libereso—. Mira cómo hacen.

Y quería poner las ranas sobre la mano de Maríanunciación. Pero ella no sabía si le daban miedo por el hecho de ser ranas o porque eran hembra y macho, apareados.

—Déjalas —dijo la muchacha—. No hay que tocarlas.

—Hembra y macho —repitió Libereso—. Así hacen los renacuajos.

Una nube pasaba y cubrió la luz del sol. De repente, Maríanunciación se desesperó.

—Ya es tarde. De seguro la señora me anda buscando.

Pero no se iba. Siguieron paseando por el jardín, bajo el cielo nublado. Vieron una culebra. Estaba en una mata de bambú. Libereso se la enrolló en un brazo y le acariciaba la cabecita.

—Antes me gustaba amaestrar culebras; tenía diez, incluso una larga y amarilla, de esas de agua. Luego cambió de piel y se escapó. Mira cómo abre la boca ésta, mira su lengua cortada en dos. Acaríciala, no muerde.

Pero Maríanunciación también le tenía miedo a las culebras. También fueron a la fuente adornada con rocas. Primero le mostró el funcionamiento de los surtidores, abriendo todas las llaves, y ella estaba muy contenta. Luego le mostró el pez rojo. Era un viejo pez solitario, cuyas escamas comenzaban a blanquear. El pez rojo sí le gustó a Maríanunciación. Libereso comenzó a mover las manos bajo el agua con la intención de pescarlo; era difícil, pero pensó que la muchacha podría ponerlo en un recipiente y tenerlo con ella en la cocina. Lo atrapó, pero no lo sacó del agua para no ahogarlo.

—Mete la mano al agua, acarícialo -dijo Libereso-. Siente cómo respira. Las aletas parecen de papel y las escamas pican, pero poco.

Pero Maríanunciación no quería acariciar tampoco al pez.

En un prado de petunias había unos terrones blandos. Libereso escarbó allí y sacó unas lombrices largas largas y blandas blandas.
Maríanunciación salió huyendo velozmente, lanzando pequeños gritos.

—Pon la mano aquí —le dijo Libereso, mostrándole el tronco de un viejo durazno.

La muchacha no entendía para qué, pero puso la mano allí. Poco después dio un grito y salió disparada para ir a hundir la mano en el agua de la fuente. El tronco del durazno estaba cubierto de hileras de "hormigas argentinas", pequeñísimas.

—Mira —le dijo Libereso, apoyando una mano en el tronco.

Las hormiguitas empezaron a oscurecer su mano, pero él no le retiraba.

—¿Por qué haces eso? ¿Por qué quieres llenarte de hormigas?

La mano se le puso negra de hormigas que ya le invadían también el brazo.

—¡Quita la mano! —gimoteaba Maríanunciación—. ¡Se te van a subir todas encima!

Las hormigas le habían llegado hasta el codo. Todo el brazo estuvo pronto cubierto de puntitos negros que se movían. Luego llegaron hasta la axila, pero él no se apartaba.

—¡Quítate de ahí Libereso! ¡Mete todo el brazo en el agua!

Libereso seguía riendo; algunas hormigas le iban subiendo ya por la cara.

—¡Libereso, por lo que más quieras, quítate de ahí! ¡Acepto todos tus regalos si te quitas de ahí!

Se le echó encima y empezó a sacudirle las hormigas.

Por fin Libereso apartó el brazo que apoyaba en el tronco, riendo, con su risa blanca y marrón, y se sacudió despreocupadamente las hormigas. Pero era obvio que estaba conmovido.

—Muy bien, he decidido hacerte un gran regalo. El mejor regalo que puedo ofrecerte.

—¿Qué es?

—Un puercoespín.

—¡Jesús, María y José!

Maríanunciación ya había terminado de lavar la vajilla cuando oyó que una piedrita golpeaba la ventana. Abajo estaba Libereso con una gran canasta.

—Déjame subir, Maríanunciación. Quiero darte una sorpresa.

—No debes subir. ¿Qué traes ahí?

La señora hizo sonar el timbre de la cocina y Maríanunciación desapareció.

Cuando la muchacha volvió a la cocina, Libereso ya no estaba. Ni dentro ni fuera de la ventana. Se dirigió al fregadero. Allí estaba la sorpresa.

Sobre los platos puestos a secar había ranas que saltaban; una culebra se había enrollado dentro de una cacerola; la sopera estaba llena de lagartijas, y un ejército de babosas trazaban estelas iridiscentes en los vasos de cristal. En la palangana llena de agua nadaba el viejo y solitario pez rojo.

Maríanunciación dio un paso atrás, y vio que entre sus pies había un sapo, un sapo enorme. Debía ser más bien un sapo hembra, dado que lo iba siguiendo toda la camada, cinco sapitos que avanzaban en fila, dando brinquitos sobre las baldosas albinegras.


De Los idilios difíciles

 


 

Uno de los tres aún está vivo

 

Los tres estaban desnudos, sentados sobre una piedra. A su alrededor estaban todos los hombres del pueblo, con un robusto anciano barbado al frente de éstos.

—…y vi las llamas más altas que las montañas—decía el anciano barbado—, y dije: ¿cómo puede arder tan alto un pueblo?

Los desnudos no entendían.

—Y sentí el insoportable olor del humo, y dije: ¿Cómo puede apestar tanto el humo de nuestro pueblo?

El más alto de los tres desnudos se abrazaba los hombros, porque soplaba un poco de viento, y le dio un codazo al anciano desnudo, para que tradujera: aún intentaba entender y el anciano era el único que sabía un poco de esa lengua. Pero el anciano ya no levantaba la cabeza y sólo de vez cuando sobre la espalda doblada, un estremecimiento le recorría la cadena de las vértebras. Con el gordo ya no podía contarse; era presa de un temblor que agitaba la adiposidad afeminada de su cuerpo, con los ojos como vidrios rayados por la lluvia.

—Y luego me dijeron que eran las llamas de nuestras mieses lo que hacía arder nuestras casas, que adentro estaban nuestros hijos asesinados, que la peste se debía a sus cuerpos quemados: el hijo de Tancin, el hijo de Gé y el hijo del guardián de la aduana.

—¡Mi hermano Bastián! —gritó el hombre que tenía una mirada endiablada.

Era el único que interrumpía con frecuencia. Los demás estaban callados y serios, con las manos apoyadas en los fusiles.

El más alto de los tres desnudos no era de la misma nacionalidad que sus compañeros: era de una región que sabía muy bien lo que quiere decir pueblos ardidos e hijos asesinados. Por eso no ignoraba lo que se piensa de quien quema y mata, y hubiera debido tener menos esperanza que los otros. Sin embargo, algo le impedía resignarse, una angustiosa incertidumbre.

—Y sólo hemos aprehendido a estos tres hombres —decía el anciano barbado.

—¡Sólo tres, por desgracia! —gritó el de la mirada endiablada, pero los otros seguían guardando silencio.

—Es posible que aun entre ellos haya hombres buenos, los que obedecen de mala gana; es posible que estos tres sean de ésos…

El endiablado miró al anciano barbado con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Explícanos —dijo en voz baja el más alto de los tres desnudos. Pero ahora parecía que toda la vida del anciano escapara para las colinas de las vértebras.

—Pero cuando se trata de hijos asesinados y de casas quemadas no se puede distinguir entre malos y no malos. Y nosotros estamos seguros de estar en lo justo al condenar a muerte a los tres.

“Muerte”, pensaba el alto de los tres desnudos, “yo he oído ya esta palabra. ¿Qué cosa significará? Muerte”.

Pero el anciano no le hacía caso, y parecía que el gordo estaba rezando. Ahora recordaba que el gordo era católico. Era el único católico en la compañía y los compañeros se burlaban de él por ese motivo.

—Yo soy católico… —comenzó a repetir en voz baja, en su idioma. No se sabía si estaba implorando la salvación en la tierra o en el cielo.

—Yo digo que antes de darles muerte es necesario… —dijo el endiablado, pero los otros se levantaron y nadie le hizo caso.

—A El Culdebruja —dijo el de bigotes negros—: así nos ahorramos la fosa.

Obligaron a levantarse a los tres. El más gordo se cubrió los genitales con las manos. No había nada que los hiciera sentirse bajo acusación como el hecho de estar desnudos.

Los hicieron subir por la vereda entre las rocas, hostigándolos con el cañón de los fusiles contra los riñones. El Culdebruja era la abertura de una caverna vertical, un pozo que descendía hasta las entrañas de la montaña, nadie sabía hasta dónde. Los tres desnudos fueron conducidos hasta el borde, y los lugareños armados se dispusieron delante; en ese momento comenzó a gritar el anciano. Gritaba frases desesperadas, tal vez en su dialecto, pues los otros dos no lo entendían: era padre de familia, pero también el más malo de los tres, así que sus gritos irritaron a sus compañeros y, al mismo tiempo, los serenó frente a la muerte. No obstante, el alto continuaba con aquella extraña inquietud, como si no estuviera muy seguro de algo. El católico seguía con las manos juntas, no se sabía bien si para rezar o para esconder los genitales que se le habían enjutado por el miedo.

Los que perdieron la calma al oír gritar al anciano fueron los lugareños armados: quisieron acabar con aquello lo más pronto posible y empezaron a disparar graneado, sin ningún orden. El alto vio caer al católico, a su lado, y rodar en el precipicio; luego al anciano, que cayó con la cabeza echada hacia atrás, y desaparecer arrastrando su último grito por las paredes de las rocas. Entre una nube de polvo, alcanzó a verla un lugareño al cual se le había trabado el disparador. Luego cayó en la oscuridad.

No perdió el conocimiento inmediatamente a causa de una nube de dolor que le cayó encima como un enjambre de avispas: había atravesado un zarzal. Luego toneladas de vacío ahorcadas en el vientre; y se desmayó.

Imprevistamente, le pareció que volvía hacia lo alto, como si la tierra lo empujara con gran fuerza: se había detenido. Palpaba algo mojado y sentía un olor a sangre. Claro, se había destrozado y estaba a punto de morir. Pero no volvía a desmayarse y todos los dolores de la caída seguían igualmente vivos y perceptibles en todas las partes de su cuerpo. Movió una mano, la izquierda: respondía. Tentaleando buscó el otro brazo; tocó la muñeca, el codo, pero el brazo estaba insensible, como muerto; solamente se movía si lo alzaba la otra mano. Se dio cuenta de que estaba alzando la muñeca de la mano derecha con ambas manos: esto era imposible. Entonces comprendió que tenía entre sus manos el brazo de otro, que había caído sobre los cadáveres de sus compañeros. Palpó la adiposidad del católico: era una muelle alfombra que había amortiguado su caída. Por eso estaba vivo. Por esto y porque, ahora lo recordaba, a él no lo habían tocado las balas, si no que se había lanzado antes al abismo. No recordaba si lo había hecho con toda intención, pero ahora eso no importaba nada. Comenzó a ver: llegaba un poco de luz hasta el fondo y pudo distinguir sus manos y las de sus compañeros que yacían destrozados debajo de él.

Miró hacia lo alto: percibió una estrecha abertura llena de luz. Era la embocadura de El Culdebruja. Esa luz hirió su vista como un intenso resplandor amarillo; luego, poco a poco, sus ojos comenzaron a distinguir el lejano azul del cielo, doblemente lejano de él que desde la corteza terrestre.

Esa vista lo despertó. Pensó que hubiera sido mejor haber muerto. Ahora estaba junto a los dos compañeros fusilados, al fondo de un pozo del cual no podría salir jamás. Gritó. Varias cabezas se recortaron inmediatamente allá arriba, en la mancha del cielo azul.

—¡Hay uno vivo! —dijeron.

Arrojaron un objeto. El desnudo lo miró bajar como una piedra, luego el estallido al chocar contra una pared de piedra. Había una cavidad en la roca, atrás de él, y el desnudo se acurrucó dentro. El pozo comenzó a llenarse de polvo y de un alud de piedras. Jaló hacia él el cuerpo del católico y lo levantó para cubrir un poco la cavidad; le costaba un gran esfuerzo mantenerse de pie junto al cadáver, pero era la única cosa que podía protegerlo. Apenas si tuvo tiempo de hacerlo, pues cayó inmediatamente una bomba que alcanzó el fondo del pozo, levantando un vuelo de sangre y piedras. El cadáver que lo protegía se deshizo en pedazos. El alto se había quedado sin escudo ni esperanza. Gritó. En la franja de cielo apareció la barba blanca del anciano. Los otros se apartaron.

—¡Ehi! —dijo el anciano barbado.

—¡Ehi! —respondió el hombre desnudo, desde el fondo. El anciano barbado repitió:

—¡Ehi!

Era todo lo que podían decirse.

Entonces el anciano barbado ordenó:

—Lánzale una cuerda.

El desnudo no entendió. Vio desaparecer algunas cabezas de hombres, otras, que seguían allá arriba, hacían movimientos afirmativos, pidiéndole que conservara la calma. El desnudo los miraba, sacando un poco la cabeza de la cavidad, no atreviéndose a exponerse totalmente, experimentando la misma inquietud extraña que lo invadía cuando estaba sentado sobre la piedra escuchando el proceso. Los lugareños habían dejado de lanzar bombas y lo miraban, haciéndole preguntas, a las cuales respondía con gemidos. La cuerda no llegaba y los lugareños fueron retirándose del bordo. El desnudo salió entonces de la cavidad y calculó la altura que lo separaba de la embocadura, las paredes de roca desnuda y escarpada.

De repente apareció la cara del endiablado. Miraba a su alrededor, sonriendo. Se asomó al borde de El Culdebruja, apuntó hacia abajo su fusil y disparó. El desnudo sintió cómo la bala pasó silbando cerca de las orejas. El Culdebruja era un cunículo no totalmente vertical, por eso los objetos rara vez llegaban directamente al fondo, y los disparos casi siempre hacían blanco en algún obstáculo opuesto por las aristas de las rocas. Se acurrucó en su refugio, con la boca llena de babas, como un perro. Los lugareños habían vuelto al borde, y uno de ellos desenrollaba una larga cuerda hacia el fondo del precipicio. El desnudo miraba cómo iba descendiendo la cuerda, pero no se movía.

—¡Vamos, agárrate y sube! —dijo el de bigotes negros. Pero el desnudo seguía inmóvil en la cavidad.

—¡Ten valor, no vamos a hacerte nada! —le gritaban.

Y le hacían bailar la cuerda frente a los ojos. El desnudo tenía miedo.

—¡No vamos a hacerte nada, te lo juramos! —decían los hombres, procurando dar a sus palabras el más sincero de los tonos.

Y eran sinceros: querían salvarlo a toda costa para fusilarlo de nuevo, pero en ese momento querían salvarlo y en sus voces había un acento afectuoso, fraternal y humano. El desnudo sintió todo esto y, viendo que no le quedaba otra alternativa, echó mano a la cuerda. Sin embargo, al ver que entre los hombres que sostenían la cuerda estaba también el endiablado, soltó la cuerda y volvió a esconderse. Y recomenzaron a persuadirlo, a rogarle que subiera; finalmente se decidió y empezó a subir. La cuerda era nudosa y facilitaba el escalamiento, el cual realizaba apoyando los pies en las aristas de las rocas. El desnudo volvía lentamente a la luz, y las cabezas de los lugareños se hacían cada vez más grandes y claras. El de los ojos endiablados reapareció de repente y los otros no tuvieron tiempo de detenerlo: tenía un arma automática y disparó varias veces. La cuerda se rompió al recibir la primera ráfaga, en un punto ya muy cercano de sus manos. El desnudo cayó rebotando contra las paredes de las rocas y fue a dar de nuevo contra los cadáveres de sus compañeros. Allá arriba, enmarcado por el azul del cielo, el anciano barbado abría los brazos y meneaba la cabeza.

Los otros intentaban explicarle, con gestos, que no era culpa de ellos, que a aquel loco le iban a dar su merecido, que en ese mismo momento mandarían a alguien por otra cuerda y que lo subirían de nuevo… Pero el desnudo había perdido ya toda esperanza: nunca volvería a poner un pie en la superficie de la tierra. Ése era el fondo de un pozo del cual ya no se podía salir, donde enloquecería bebiendo sangre y comiendo carne humana, sin poder morir. Allá arriba, sobre un fondo azul celeste, había ángeles buenos con cuerdas y ángeles malos con bombas y fusiles, y un anciano de barba blanca extendiendo los brazos, pero que no podía salvarlo.

Los lugareños armados, al ver que no lo persuadían con buenas palabras, decidieron acabar con él lanzándole proyectiles. Pero el desnudo había encontrado ya otro refugio, una fisura estrecha por la que podía arrastrarse y ponerse a salvo. Conforme seguían cayendo los proyectiles él se adentraba aún más por el pequeño túnel natural hasta que llegó a un punto en que no se veía ya ninguna luz. Continuaba arrastrándose a gatas en medio de la más completa oscuridad, como una serpiente, sintiendo que penetraba ahora en una toba húmeda y viscosa. El fondo húmedo pronto se convirtió en agua. El desnudo sintió que un arroyo corría bajo su vientre. Era el camino que se habían abierto las aguas que escurrían desde lo alto de El Culdebruja, una larguísima y estrecha caverna, una tripa subterránea. ¿Hasta dónde llegaría? Tal vez desembocaba en cavernas ciegas en el vientre de la montaña, quizás restituía esas aguas a través de venas muy sutiles hasta desembocar en pequeños manantiales. De ser así, su cadáver se pudriría en un socavón, contaminaría las aguas de los manantiales, envenenando pueblos enteros.

El aire era irrespirable, y el desnudo sentía que se acercaba el momento en el cual sus pulmones ya no podrían resistir. En cambio, aumentaba el refrigerio del agua, cada vez más alta y rápida. El desnudo se arrastraba ahora con todo el cuerpo inmerso en la corriente, que lavaba la costra de lodo y sangre, de la propia y de la ajena. Ignoraba cuánto trecho había avanzado; la completa oscuridad y arrastrarse a gatas anulaban el sentido de las distancias. Estaba exhausto: ante sus ojos empezaban a aparecer dibujos luminosos, figuras extrañas. Mientras más avanzaba, el diseño íbase aclarando en sus ojos, cobraba contornos que se transformaban sin cesar. ¿Y si no se tratara de un resplandor conservado por la retina, sino de una luz, una verdadera luz al final de la caverna? Hubiera bastado cerrar los ojos, o mirar en dirección opuesta, para verificarlo. Pero a quien mira una luz le queda un resplandor en la raíz de la mirada, aunque cierre los párpados o mire hacia otra parte. Él no podía distinguir entre las luces externa y la suyas, y seguía dudando.

Su tacto le descubrió otras cosas: estalactitas. Viscosas estalactitas pendían del techo de la caverna, así como estalagmitas que se alzaban a la orilla de la corriente, adonde no llegaba la erosión. El desnudo avanzaba, agarrándose a las estalactitas que colgaban sobre su cabeza. Mientras procedía, se dio cuenta de que éstas ya no rozaban su cabeza, de que ahora necesitaba alzar los brazos para aferrarlas. La caverna se ampliaba. Pronto el hombre pudo caminar agachado; la claridad era menos vaga. Ya podía distinguir si sus ojos estaban cerrados o abiertos, ya adivinaba el contorno de las cosas, el arco de la bóveda, las estalactitas colgantes, el brillo negro de la corriente.

El hombre caminaba totalmente erguido a través de la caverna, se dirigía hacia la abertura luminosa, con el agua hasta la cintura y apoyándose en las estalactitas, para no caer. Una estalactita parecía más grande que las otras, y, al aferrarla, el hombre sintió que ésta se abría en su mano y golpeaba su cara con un ala fría y blanda. ¡Un murciélago! Siguió volando. Otros murciélagos, colgados del techo con la cabeza hacia abajo, se despertaron, y comenzaron a volar. En un instante la caverna se llenó de un silencioso vuelo de murciélagos; el hombre sentía el viento de sus alas y las caricias de sus pieles sobre la frente y la boca. Avanzó hacia la intemperie, rodeado por una nube de murciélagos.

La caverna desembocaba en un torrente. El hombre desnudo estaba de nuevo sobre la corteza terrestre, bajo el cielo. ¿Estaba a salvo? Era necesario no engañarse. El torrente era silencioso, lleno de piedras blancas y piedras negras. Alrededor había un bosque de árboles deformes y al pie de ellos sólo matorrales y espinos. El hombre desnudo se hallaba en un paraje áspero y desierto, y los seres humanos más cercanos eran enemigos que lo perseguirían con bieldos y fusiles tan pronto como lo vieran.

El hombre desnudo trepó hasta la más alta rama de un sauce. Todo el valle estaba formado de bosques y escarpaduras cubiertas de matorrales, bajo una fuga gris de montañas. Pero al fondo, en una corcova del torrente, había un tejado de pizarra y un humo blanco que se alzaba. La vida, pensó el desnudo, era un infierno, con escasos reclamos de antiguos y felices paraísos.

 

De Los idilios difíciles

 

 

 

 

 


 

 

La aventura de un miope

 

Amilcare Carruga* aún era joven, no desprovisto de recursos, sin exageradas ambiciones materiales o espirituales; por ende, nada le impedía gozar de la vida. Sin embargo, se dio cuenta de que desde hacía algún tiempo, casi imperceptiblemente, su vida le resultaba insípida. Lo notó en pequeños detalles como, por ejemplo, el mirar a las mujeres. Antes, les echaba la mirada encima, con avidez; ahora las miraba quizá instintivamente, pero pronto le parecía que éstas pasaban como el viento, sin suscitar en él ninguna sensación y entonces bajaba los párpados, con indiferencia. Antes, las ciudades lo exaltaban —viajaba a menudo, pues se dedicaba al comercio—; ahora le provocaban fastidio, confusión, aturdimiento. Viviendo solo, antes le gustaba ir todas las noches al cine; se divertía con cualquier programa. Quien va todas las noches al cine es como si viera una sola película muy larga, en episodios: conoce a todos los actores, incluso las caricaturas y los extras, y el poder reconocerlos se vuelve algo divertido. Pero ahora todas esas caras le parecían desleídas, chatas, anónimas. Se aburría.

Al fin comprendió. Era miope. El oculista le recetó un par de anteojos. Su vida cambió desde ese momento, se convirtió en algo cien veces más rico e interesante que antes.

El simple hecho de ponerse los lentes era siempre emocionante. Cuando se hallaba, digamos, en una parada del tranvía y lo embargaba la tristeza de que todo, personas y objetos a su alrededor, fuera tan genérico, banal y desgastado, y él en medio de un mundo de formas blandas y de colores desvaídos, se ponía los lentes para leer el número del tranvía que llegaba, y entonces todo cambiaba. Las cosas más anodinas, como los postes de luz, se dibujaban entonces con todos sus minuciosos detalles, con líneas muy nítidas, y las caras, las caras desconocidas, se llenaban de pormenores, puntitos de barba, espinillas, matices expresivos antes insospechados; sabía de qué tela estaban hechos los trajes y vestidos, adivinaba el tejido, descubría el desgaste de los bordes. Ver se convertía en un espectáculo, una diversión; no ver esto o aquello, sino sólo el hecho de ver. De ese modo Amilcare Carruga se olvidaba de ver el número de los tranvías, perdía un tren tras otro, o bien abordaba un tren equivocado. Veía tal cantidad de cosas, que era como si ya no viera nada. Hubo de acostumbrarse a ello poco a poco, aprender desde un principio lo que era inútil ver y lo que era necesario.

Las mujeres que encontraba en la calle —quienes se habían reducido a impalpables sombras desafocadas, las que ahora veía en su exacto juego de oquedades y protuberancias que producen sus cuerpos al moverse bajo los vestidos, pudiendo ahora apreciar la frescura de la piel y el calor contenido de sus miradas—, volvían a ser no sólo objetos de contemplación, sino cuerpos que poseía con la mirada. A veces caminaba sin los lentes (no se los ponía siempre, para no cansarse inútilmente, sino sólo cuando quería ver lejos) y veía perfilarse vagamente un vestido de color vivo frente a él, sobre la acera. Con un gesto ya automático Amilcare sacaba de la bolsa los lentes y se los montaba sobre la nariz. Esta indiscriminada avidez de sensaciones recibía a menudo un castigo: se trataba de una vieja. Amilcare Carruga se volvió más cauto. A veces, por el modo de caminar y por los colores del vestido, alguna mujer le parecía demasiado modesta o insignificante y no se tomaba la molestia de ponerse los lentes; pero cuando llegaban a rozarse e intuía en ella algo que lo atraía sensiblemente, quién sabe qué, creyendo captar en ese instante una mirada de ella, una mirada sostenida que él creía descubrir cuando ella comenzaba a alejarse, se ponía lentes. Pero ya era tarde; había dado vuelta en la esquina, abordado el autobús, o estaba más allá del semáforo, y no hubiera podido reconocerla. Así, mediante la necesidad de los lentes, poco a poco iba aprendiendo a vivir.

Pero el mundo más nuevo que le descubrían los lentes era el de la noche. La ciudad nocturna, envuelta ya en informes nubes de oscuridad y multicolores claridades, le revelaba ahora contornos exactos, relieves, perspectivas; las luces tenían perfiles precisos, los anuncios de neón, hundidos antes en un resplandor confuso, ahora escandían sus letras una por una. Sin embargo, lo bueno de la noche consistía en que los lentes conservaban a esa hora el margen de indeterminación que desaparecía durante el día. A veces, Amilcare Carruga sentía el deseo de ponerse los lentes, pero se deba cuenta de que ya los llevaba puestos; la sensación de plenitud no se equiparaba nunca al de la insatisfacción. La oscuridad era un terreno sin fondo en el cual jamás se cansaba de escarbar. Andando por las calles, recorriendo con la mirada las casas manchadas de ventanas finalmente cuadradas, alzaba los ojos hacia el cielo estrellado: descubría que las estrellas no estaban aplastadas en el fondo del cielo como huevos rotos, sino que eran punzaduras agudísimas de luz que abrían a su alrededor infinitas lejanías.

Estas nuevas preocupaciones acerca de la realidad del mundo externo estaban aparejadas a las de lo que él mismo era, originadas por el uso de los lentes. Amilcare Carruga no se daba mucha importancia a sí mismo, pero —como le ocurre con frecuencia a las personas más modestas— estaba muy encariñado con su manera de ser. Sin embargo, el pasaje de la categoría de los hombres sin lentes a la de los hombres con lentes, parece cualquier cosa, pero se trata de un salto muy grande. No hay que olvidar que cuando se trata de definir a alguien que uno no conoce bien lo primero que se dice: es “el de los lentes”. Y así ese detalle accesorio, que quince días antes era una cosa completamente extraña, se convierte en nuestro primer atributo, se identifica con nuestra propia esencia. A Amilcare le molestaba un poco el hecho de haberse vuelto, de primas a primeras, “el de los lentes”. Pero lo más grave de todo esto está en que comience a insinuársenos la duda de que todo lo que tiene que ver con nosotros es puramente accidental, posible de transformación, que uno podría ser completamente distinto y nada importaría; y he aquí que por esta vía puede uno llegar a pensar que da lo mismo existir o no existir, y que la desesperación se halla a un solo paso. Por eso Amilcare, al escoger la montadura para sus lentes, optó instintivamente por la más sutil y minimizadora, nada más que un par de gráciles gafas plateadas que sujetaran los lentes por la parte superior y un puentecillo para unirlos sobre el tabique nasal. Así anduvo contento durante algún tiempo; luego se dio cuenta de que no era feliz. Si de pronto se veía en el espejo con los lentes puestos, experimentaba una viva antipatía por su cara, como si fuera la cara típica de una categoría de personas que le eran totalmente extrañas. Eran precisamente esos anteojos tan discretos y ligeros, casi femeninos, lo que lo hacía parecer más que nunca “el de los lentes”, uno que no hubiera hecho otra cosa en su vida que usar lentes, uno que ni siquiera se da cuenta de que los usa. Esos lentes entraban a formar parte de su vida, se amalgamaban con sus facciones, atenuando cualquier contraste natural entre lo que era su cara —una cara común, pero de cualquier modo una cara— y aquel objeto extraño, un producto de la industria.

No le gustaban; por eso no tardaron en caer al suelo y romperse. Compró otro par. Esta vez orientó su elección en sentido opuesto: escogió un par con montadura de plástico negro, un marco de dos dedos de ancho, dos placas laterales que partían de los pómulos como tapojos de caballo y dos pesadas palancas que le doblaban los lóbulos de las orejas. Era una especie de antifaz que le tapaba media cara, pero bajo ese artefacto podía sentirse a sí mismo: no cabía duda de que él era una cosa y los anteojos otra muy distinta, completamente separada. Es claro que sólo ocasionalmente los usaba, y que, sin anteojos, era un hombre totalmente distinto. Volvió a sentirse feliz, en la medida que su naturaleza se lo consentía.

En ese tiempo tuvo que ir a V., a causa de ciertos negocios. V. era la ciudad natal de Amilcare Carruga, en la cual había transcurrido toda su juventud. Hacía diez años que la había dejado, y regresaba a ella muy de vez en cuando, en visitas pasajeras y esporádicas. Todo mundo sabe lo que le sucede a cualquiera que se aleje de un ambiente en que haya vivido mucho tiempo; cómo al regresar a éste, después de largos intervalos de ausencia, se siente desarraigado y le parece que las aceras, los amigos, las charlas de café o lo son todo o pierden toda significación; se les frecuenta día tras día o no es posible ya entrar de nuevo en ese ambiente, y la idea de revisitarlo después de mucho tiempo provoca un cierto remordimiento. Así fue que Amilcare había desechado las ocasiones de volver a V., puesto que ocasiones no le habían faltado. En los últimos años, además de la actitud negativa hacia su ciudad natal y del estado de ánimo que lo aquejaba últimamente, era víctima de un sentimiento de desamor y desapego de todas las cosas, mismo que identificaba con la progresión de su miopía. Ahora los lentes le proporcionaban un nuevo estado de ánimo y no desaprovecharía la oportunidad de regresar a V.

V. apareció entre sus ojos totalmente distinta a la de sus viajes anteriores. Pero no por los cambios sufridos: claro, la ciudad estaba muy cambiada, con nuevas construcciones por todas partes, tiendas, cafeterías y cines muy distintos a los de antes, una nueva juventud totalmente desconocida y el tráfico mucho mayor. No obstante, todas estas novedades no hacían más que acentuar y destacar lo viejo, permitiendo que Amilcare Carruga volviera a ver la ciudad con los mismos ojos de cuando era un muchacho, como si la hubiera dejado el día anterior. Con los lentes veía una infinidad de detalles insignificantes; por ejemplo, una cierta ventana, un barandal. Es decir, tenía conciencia de verlos, de escogerlos entre todos los demás, mientras que antes solamente los veía. Lo mismo ocurría con las caras: un voceador, un abogado, fulano, zutano y perengano, algunos de ellos avejentados. Amilcare Carruga ya no tenía parientes verdaderos en V.; el círculo de amigos íntimos se había dispersado. Sin embargo, contaba con una gran cantidad de conocidos, lo cual era muy natural en una ciudad tan pequeña —como lo había sido en los tiempos en que allí vivía—, en la cual todos se conocían, por lo menos de vista. La población había aumentado mucho, pues había llegado hasta allí —como en todos los centros privilegiados del Septentrión— una cierta inmigración de meridionales. La mayoría de las caras que veía Amilcare eran de desconocidos; pero precisamente por esto sentía la satisfacción de reconocer a la primera ojeada a los viejos habitantes, y recordaba anécdotas, relaciones, apodos.

V. era una de esas ciudades provincianas en la que no había desaparecido la costumbre de pasear por la noche en la calle principal, cosa que no había cambiado desde los tiempos juveniles de Amilcare. Como sucede siempre en estos casos, una de las aceras estaba invadida por un flujo ininterrumpido de personas; la otra, menor. En sus tiempos, por una especie de anticonformismo, Amilcare y sus amigos paseaban siempre por la acera menos frecuentada, y desde allí dirigían miradas, saludos y piropos a las muchachas que caminaban por la acera opuesta. Ahora se sentía como entonces, incluso con una excitación mayor, así es que comenzó a pasear por su vieja acera, viendo a toda la gente que pasaba. Ahora no le disgustaba hallar personas conocidas, sino que esto lo divertía sobremanera, y se apresuraba a saludarlas. Le hubiera gustado detenerse a saludarlas. le hubiera gustado detenerse para cruzar algunas palabras con alguien, pero la calle principal de V. estaba hecha de tal modo —con aquellas aceras tan estrechas, el apretujamiento de la gente que empujaba hacia delante y, para colmo, el considerable aumento del tráfico de vehículos—, que ya no era posible caminar un poco por el arroyo de la calle y atravesar por donde se quería. En fin, el paseo se llevaba a cabo con demasiada prisa o con demasiada lentitud, sin libertad de movimientos. Amilcare debía seguir la corriente o remontarla con trabajo y cuando divisaba una cara conocida apenas si tenía tiempo de dirigir un rápido saludo antes de que ésta desapareciera, y se quedaba con la duda de haber sido visto o no.

Vio venir a su encuentro a Corrado Strazza, su condiscípulo y compañero de billar durante muchos años. Amilcare le sonrió y fue a su encuentro agitando la mano. Corrado Strazza seguía caminando, viéndolo, pero con una mirada que parecía traspasarlo, como si Amilcare fuera transparente, y pasó a su lado sin detenerse. ¿Quizá no lo había reconocido? Había pasado algún tiempo, es cierto, pero Amilcare Carruga estaba seguro de no haber cambiado mucho; se había librado de la pinguosidad y de la calvicie hasta entonces, y su fisonomía no presentaba grandes alteraciones. Vio al profesor Cavanna. Amilcare le dirigió un saludo deferente, haciendo una ligera inclinación. En un principio, el profesor bosquejó una especie de saludo, instintivamente, luego se detuvo y miró a su alrededor, como si buscara a otra persona. ¡El mismo profesor Cavanna, famoso fisonomista que era capaz de recordar nombres, caras y calificaciones trimestrales de todos los alumnos que había tenido durante su larga carrera! Finalmente, saludó a Ciccio Corba, el entrenador del equipo de balompié, quien respondió al saludo; sin embargo, éste miró inmediatamente hacia otro lado y se puso a silbar con nerviosismo, como dándose cuenta de haber interceptado el saludo de un desconocido, dirigido a sabe Dios quién.

Amilcare comprendió que nadie lo reconocería. Aquellos lentes, que le hacían visible el resto del mundo, aquellos lentes con la enorme montadura negra, lo convertían en algo invisible. ¿Quién habría pensado que tras esa especie de máscara estaba Amilcare Carruga, ausente de V. desde hacía muchos años, al que nadie pensaba encontrar de un momento a otro? Acababa de formular mentalmente estas conclusiones cuando apareció Isa María Bietti. Era una amiga, con la cual solía pasear y ver escaparates. Amilcare se paró frente a ella, con la intención de decirle: “¡Isa María”, pero las palabras se le anudaron en la garganta.

Isa María lo apartó, levantando un codo, diciéndole a la amiga:

—¡Mira cómo se comportan ahora!

Y siguió caminando.

Ni siquiera Isa María lo había reconocido. Comprendió de improviso que sólo por Isa María Bietti había regresado, que por causa de ella había alejádose de V., que por la misma razón había vivido varios años lejos; que todo, todo lo significaba ella en su vida, y que ahora, finalmente, la había visto de nuevo, pero ella no lo reconoció. Tanta era su emoción, que no reparó en si estaba muy cambiada, gorda, avejentada; si era tan atractiva como antes. Sólo pudo ver que se trataba de Isa María Bietti y que ésta no lo reconoció.

Había llegado al término de la calle del paseo. En la nevería de la esquina la gente daba vuelta y volvía sobre sus pasos por la misma acera. Amilcare Carruga hizo lo mismo. Se quitó los lentes. El mundo volvió a ser una nube insípida, y él caminaba entre toda aquella gente parpadeando de continuo, como extraviado. No es que fuera incapaz de reconocer a alguien, pues en los puntos mejor iluminados siempre estaba a punto de reconocer alguna cara, pero seguía existiendo un margen de duda en la supuesta identificación, lo cual, al fin de cuentas, le importaba muy poco. Alguien saludó; posiblemente lo saludaban a él, pero no vio bien quién era. Luego lo saludaron dos tipos, pasando; quiso contestar al saludo, pero no tenía idea de quiénes eran. Un hombre le gritó desde la otra acera:

—¡Chao, Carrú!

Por la voz, podía ser un tal Stelvi. Con satisfacción, Amilcare vio que lo reconocían, que se acordaban de él. Una satisfacción relativa, porque ni siquiera los veía o no lograba reconocerlos; eran personas que se le confundían en la memoria, personas que, en el fondo, le eran más bien indiferentes: “¡Buenas noches!”, decía, cuando descubría que alguien lo saludaba con un movimiento de mano o una inclinación de cabeza. El que acababa de saludarlo debía ser Bellintusi, Carreti o tal vez Strazza. De ser Strazza, le hubiera gustado detenerse a hablar un poco con él. Pero ya había respondido a su saludo con prisa y, pensándolo bien, era natural que sus relaciones fueran solamente así, consistentes en convencionales y presurosos saludos.

Sus miradas ahora no tenían más que un solo objetivo: reencontrar a Isa María Bietti. Podía localizarla a lo lejos, pues llevaba un abrigo rojo. Durante un trecho Amilcare siguió un abrigo rojo; al pasar a un lado, vio que no era ella. Mientras tanto, había visto pasar dos mujeres con abrigo rojo, en sentido contrario. Ese año estaban de moda los abrigos rojos en media estación. Poco antes, por ejemplo, había visto a Gigina la tabaquera con un abrigo semejante. Lo saludaba ahora una mujer de abrigo rojo, pero Amilcare respondió con frialdad, porque seguramente se trataba de la tabaquera. Luego lo asaltó la duda de que no se tratara de Gigina, ¡sino de Isa María Bietti! ¿Cómo era posible confundir a Isa María con Gigina? Amilcare volvió sobre sus pasos para verificarlo. Encontró a Gigina, era ella, sin duda. Pero ésta venía en dirección contraria a la de él, imposible que hubiera dado la vuelta tan pronto, ¿o por algún motivo no había caminado todo el trecho y había vuelto sobre sus pasos? Si Isa María lo había saludado y él había respondido al saludo con tanta frialdad, todo ese viaje, toda esa espera, todos los años transcurridos eran inútiles. Amilcare iba y venía por aquellas aceras, quitándose y poniéndose los lentes, saludando a todos y recibiendo saludos de nebulosos y anónimos fantasmas.

En uno de los extremos del paseo la calle de prolongaba aún y se llegaba pronto a las afueras de la ciudad. Había una hilera de árboles, una zanja paralela a ésos y el campo. En sus tiempos, solían allí pasear del brazo de la novia al caer la noche; quien no la tenía, llegaba y se sentaba en una banca para oír el canto de los grillos. Amilcare Carruga prosiguió por esa calle; la ciudad se extendía ahora un poco más allá, pero no tanto. Seguían allí las bancas, la zanja y los grillos, como antes. Se sentó. De todo aquel paisaje la noche dejaba solamente en pie unas grandes franjas de sombra. Allí daba lo mismo ponerse o quitarse los lentes. Amilcare Carruga sabía que la exaltación originada por los lentes nuevos era tal vez la última de su vida, una exaltación acabada.



De Los idilios difíciles


*
Carruga: coleóptero verde o azul que devora las hojas de la vid.

 

 

 


 

 


Las ciudades invisibles
(fragmentos)



1

Las ciudades y la memoria. 1

Las ciudades y la memoria. 2

Las ciudades y el deseo. 3


 

1

Nadie ha dicho que Kublai Kan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le describe las ciudades visitadas en sus misiones, pero es cierto que el emperador de los tártaros continúa escuchando al joven veneciano con más curiosidad y atención que a cualquier otro de sus emisarios o exploradores. En la vida de los emperadores hay un momento subsecuente al del orgullo de pensar en la amplitud ilimitada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acosa en la noche al sentir el olor de los elefantes después de la lluvia y el de la ceniza del sándalo que se enfría en los pebeteros; un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados sobre las ancas fulvas de los planisferios, que enrolla uno tras otro los despachos que nos anuncian la caída de los últimos ejércitos enemigos, derrota tras derrota; que cuartea el lacre de los sellos de reyes cuyos nombres jamás habíamos oído, quienes imploran la protección de nuestras armadas triunfantes, a cambio de tributos anuales en metales preciosos, pieles curtidas y caparazones de tortuga: es el momento desesperado en el cual descubrimos que este imperio, que nos parecía la suma de todas las maravillas, es un desmoronamiento sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado engangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle algún remedio, que el triunfo sobre los monarcas adversarios nos ha hecho herederos de su prolongada ruina. Sólo en las relaciones de Marco Polo, Kublai Kan lograba discernir, a través de las murallas y las torres destinadas al derrumbe, la filigrana de un designio muy sutil para escapar a la mordedura de la carcoma.






Las ciudades y la memoria. 1

 

Partiendo de allá y dirigiéndose durante tres jornadas hacia levante, el hombre llega a Diomira, una ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas en bronce de todos los dioses, calles enlosadas de estaño, un teatro de cristal y un gallo de oro que canta cada mañana en la cúspide de una torre.

El viajero conoce todas estas bellezas porque las ha visto ya en otras ciudades. Pero la propiedad de Diomira consiste en que quien llega a ésta al anochecer de un día de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden a un mismo tiempo en las puertas de las freidurías, y desde una terraza la voz de una mujer grita “¡Huy!”, le da por envidiar a los que ahora piensan que ya han vivido un anochecer igual a éste y que fueron felices en esa ocasión.






Las ciudades y la memoria. 2

 

Al hombre que cabalga durante mucho tiempo por tierras selváticas le dan ganas de ver una ciudad. Finalmente llega a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol con incrustaciones de caracoles marinos; donde fabrican violines y catalejos artísticos; donde el forastero indeciso entre dos mujeres encuentra siempre a una tercera; donde las peleas de gallos degeneran en sangrientas riñas entre apostadores. Él pensaba en todas estas cosas cuando deseó ver una ciudad. Isidora es la ciudad de los sueños, con una salvedad: la ciudad soñada lo albergaba siendo aún joven, pero llega a Isidora ya viejo. En la plaza está la tapia de los ancianos que ven pasar a la juventud; él está sentado junto a ellos. Los deseos son ya recuerdos.

 


Las ciudades y el deseo. 3

 

Hay dos modos de llegar a Despina: por barco o a lomo de camello. La ciudad aparece de manera distinta a quien llega por tierra o por mar.

El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano los pináculos de los rascacielos, las antenas del radar, el latigueo de las mangas rojiblancas henchidas de viento y el humo que despiden las chimeneas, piensa en una nave; sabe que es una ciudad, pero la ve como si fuera un navío que lo aleja del desierto, como un velero que está a punto de zarpar, con las velas aún sin largar, o como un vapor con la caldera que vibra al fondo del casco de hierro; y piensa en todos los puertos, en las mercaderías de ultramar que las grúas descargan en los muelles, en las hosterías donde tripulantes de diversas nacionalidades se rompen la crisma a botellazos, en las ventanas iluminadas de las plantas bajas, cada una con una mujer que se peina.


En la calígine de la costa, el marinero distingue la forma de una joroba de camello, de una silla de montar bordada de franjas relucientes entre dos gibas manchadas que avanzaba balanceándose; sabe que es una ciudad, pero la ve como a un camello de cuya albarda cuelgan odres y alforjas de fruta confitada, vino de dátiles, hojas de tabaco; y se ve a la cabeza de una larga caravana que lo aleja del desierto del mar, hacia oasis de agua dulce, bajo la sombra aserrada de las palmas, hacia palacios de espesos muros de cal y patios cubiertos de azulejos donde bailan descalzas danzarinas, moviendo los brazos un poco bajo el velo y un poco fuera del velo.


Toda ciudad recibe su forma del desierto al cual se opone. Por eso el camellero y el marino ven así Despina, ciudad fronteriza entre dos desiertos.


Enviados a inspeccionar las provincias remotas, los emisarios y los exactores del Gran Kan regresaban puntualmente al palacio de Kemenfú y a los jardines de magnolios, a cuya sombra paseaba Kublai escuchando sus largas relaciones. Los embajadores eran persas, armenios, sirios, coptos y turcomanos. El emperador es aquel que es extranjero por cada uno de los súbditos, y sólo a través de ojos y oídos extranjeros el imperio podía manifestar su existencia a Kublai. En lenguas incomprensibles para el Kan, los emisarios referían noticias que escuchaban en idiomas que tampoco entendían: de este opaco espesor sonoro surgían las cifras recaudadas por el fisco imperial, los nombres y los patronímicos de funcionarios destituidos y decapitados, las dimensiones de los canales de irrigación que los magros ríos nutrían en tiempo de secura. Pero cuando el joven veneciano rendía sus informes, se establecía una comunicación distinta entre él y el emperador. Recién llegado y desconocedor de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse de otra manera que con gestos, saltos, gritos de asombro y de horror, ladridos o silbidos de animales, o con objetos que iba sacando de sus alforjas: plumas de avestruz, cerbatanas, cuarzos, disponiéndolos frente a él como piezas de ajedrez. Al regresar de las misiones que le confiaba Kublai Kan, el ingenioso extranjero improvisaba pantomimas que el soberano debía interpretar: una ciudad designada por el salto de un pez que escapaba del pico de un cormorán para caer en una red; otra ciudad en la que un hombre desnudo atravesaba el fuego sin quemarse; una tercera por cráneo que apretaba entre sus dientes verdes de moho o una cándida perla redonda. El Gran Kan descifraba los signos; sin embargo, el nexo entre éstos y los lugares visitados era algo incierto: nunca sabía si Marco quería representar una aventura que le había ocurrido durante el viaje, una empresa del fundador de la ciudad, la profecía de un astrólogo, un acertijo o una charada para indicar un nombre. Pero —por manifiesto u oscuro que fuera— todo lo que Marco mostraba tenía el poder de los emblemas, los que una vez vistos no se pueden olvidar ni confundir. En la mente del Kan, el imperio se reflejaba en un desierto de datos lábiles e intercambiables, como granos de arena de la cual surgían, para cada una de las ciudades y provincias, las figuras evocadas por los logogrifos del veneciano.


Con el sucederse de las estaciones y de las embajadas, Marco aprendió la lengua tártara, muchos idiomas de naciones y dialectos de tribus. Ahora la precisión y minuciosidad de sus relatos satisfacían las exigencias del Gran Kan, y no había asunto o curiosidad a los cuales no respondieran. No obstante, toda noticia acerca de un lugar requería de la mente del emperador el recuerdo del primer gesto u objeto con el cual lo había designado Marco. El nuevo dato obtenía un sentido por aquel emblema y, paralelamente, agregaba al emblema un nuevo sentido. Tal vez el imperio, pensó Kublai, no es más que un zodiaco de fantasmas de la mente.


—El día en el cual conozca todos los emblemas —le preguntó a Marco—, ¿podré poseer al fin mi imperio?
El veneciano respondió:

—Majestad, no lo creas. Ese día serás tú mismo un emblema entre los emblemas.